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sábado, 14 de marzo de 2015

Capítulo 10



Diciembre de 1882


La carta de Martina llegó con el correo de mediodía, tres días después del encuentro de Peter con la señorita Espósito. La hoja de papel, perfumada de rosas, le notificaba su inminente boda con un noble polaco; inminente solo en el pasado. La carta había sido redactada dos días antes de la boda, pero habían tardado otros tres en enviarla.

Peter no se podía imaginar a Martina casada con nadie que no fuera él. En general, la gente la ponía nerviosa; hasta cierto punto, incluso él la ponía nerviosa, aunque le permitía que le cogiera la mano y la besara. Habría sido feliz apartada del resto de la humanidad, una reclusa musical en un chalet en lo alto de los Alpes sin más vecinos que las vacas de los pastos estivales.

Ella le preocupaba. Pero incluso mientras se preocupaba, no podía contener el brote de excitación que las noticias engendraban. Deseo. Fascinada lujuria. Deslumbramiento sexual. La codicia, no importa el nombre que se le dé, sigue siendo rapacidad. Quería a la señorita Espósito, quería reír con ella, quería arder con ella. Y ahora podía hacerlo.

Si se casaba con ella.

El matrimonio, sin embargo, era un asunto serio, un compromiso para toda la vida, una decisión que no había que tomar apresuradamente. Trató de abordar el asunto de una manera racional, pero, como todos los jóvenes idiotizados y confundidos de deseo a cuyo club nunca creyó llegar a pertenecer, lo único en lo que podía pensar era en la pasión de la señorita Espósito en su noche de bodas.

Probablemente sería ella la que acudiera a su habitación, en lugar de al contrario. Le permitiría que dejara todas las luces encendidas para poder devorarla con los ojos a sus anchas. Abriría del todo las piernas y luego lo rodearía, apretadamente, con ellas. Quizá incluso la hiciera mirar lo que le haría, para poder observar sus mejillas sonrojadas, sus ojos empañados de deseo y escuchar sus quejidos y gemidos de placer.

Dios, le haría el amor días y días seguidos.

Después de una noche de debate interno, durante la cual hubo mucho fantasear voluptuoso y muy poco debate sensato, Peter decidió dejar la elección en manos del destino. Si la señorita Espósito estaba de nuevo junto al arroyo ese día, le pediría que se casara con él antes de que pasara una semana. Si no, lo tomaría como una señal de que debía esperar hasta que acabara el siguiente trimestre, para tener tiempo de reflexionar con mayor seriedad.

Se pasó el día entero a la orilla del riachuelo, caminando arriba y abajo, haciendo de todo excepto trepar a los árboles desnudos. Pero ella no acudió. Ni por la mañana ni por la tarde ni cuando el cielo ya era de un azul muy oscuro. Y fue entonces cuando comprendió que estaba loco por ella; no solo estaba inmensamente descontento con los hados, sino que además decidió que podían, todos, ir a ahogarse en una fosa séptica.

Devolvió el caballo al establo y pidió que le prepararan un cupé de inmediato.


El lacayo vaciló e interrogó con la mirada a Lali. Apenas había tocado su plato. Ella lo apartó a un lado. El plato desapareció y fue sustituido por otro, una compota de peras.

—Lali, casi no has comido nada —dijo la señora Espósito, cogiendo el tenedor—. Pensaba que te gustaba el venado.

Lali cogió el tenedor y extrajo un trozo de pera del transparente almíbar. Su desazón era en extremo evidente. A su madre nunca le preocupaba que comiera tan poco. Todo lo contrario. Con frecuencia, la señora Espósito temía que el apetito de Lali fuera cesivo, que sus corsés no se pudieran apretar lo bastante como para acercarse en un grado decente al talle de avispa.

Lali se quedó contemplando el tenedor y no consiguió realizar la sencilla tarea de llevárselo a la boca. Ya tenía el estómago revuelto. No tenía ninguna confianza en poder soportar aquel trozo de fruta empapado en azúcar.

Dejó el tenedor.

—Esta noche no tengo hambre.

Solo estaba aterrorizada.

Lo que había hecho era algo carente de principios y muy posiblemente delictivo. Peor todavía, no solo había perpetrado un fraude, sino que había hecho una chapuza. Se había mostrado demasiado impaciente, y había aplicado unos métodos demasiado toscos. Hasta un imbécil cualquiera podría captar el rancio olor de la villanía y seguir el rastro hasta su puerta. ¿Qué haría lord Tremaine si se enterara? ¿Qué pensaría de ella?

Entró un lacayo en el comedor y le dijo unas palabras en voz baja a Hollis, el mayordomo. Hollis se acercó a la señora Espósito.

—Señora, lord Tremaine está aquí. ¿Debo decirle que espere hasta que acaben de cenar?

Fue una suerte que Lali dejara de fingir que comía; de lo contrario habría dejado caer cualquier cosa que tuviera en la mano.

La señora Espósito se levantó, radiante de entusiasmo.

—Por supuesto que no. Iremos a recibirlo de inmediato. Ven, Lali. Sospecho que lord Tremaine no ha recorrido todo el camino para verme a mí.

No cabía duda de que la señora Espósito oía campanas de boda. Pero el escándalo y la perdición dominaban la mente de Lali. Viviría el resto de su vida como la señorita como-se-llame, aquella solterona demente vestida con su traje de boda, que dejaba que su propiedad se cayera a pedazos y contagiaba su amargura a todo el mundo.

No tenía más remedio que seguir a su madre. Estaba sombría y triste como un soldado de a pie que no compartía el optimismo del general sobre la victoria y el botín y solo veía el baño de sangre que los aguardaba.

Allí estaba, de pie en medio del saloncito; la personificación de sus deseos, el instrumento de su caída, el joven vástago cotizable que se ocupaba de los caballos y organizaba juegos de apuestas solo un poco sospechosos.

—Milord Tremaine —dijo la señora Espósito efusivamente—. Como siempre es un placer verlo. ¿Qué le trae a nuestra humilde morada a esta hora tan inusual?

—Señora Espósito. Señorita Espósito. —¿La miró? ¿Era un brillo de intenso deseo o de pesar?—. Les ruego que me disculpen por importunarlas a estas horas.

—Tonterías —respondió la señora Espósito, quitándole importancia—. Sabe que siempre es bienvenido, a cualquier hora. Ahora, por favor, cuéntenos. La curiosidad me está matando.

—He venido para hablar en privado con la señorita Espósito —contestó lord Tremaine, con una franqueza increíble—. Con su permiso, por supuesto, señora Espósito.

Por primera vez en su vida, Lali se sentía mareada sin haber sufrido primero una conmoción. Había dos posibilidades, o había venido a denunciarla o a proponerle matrimonio. Por impensable que hubiera sido solo unos días antes, esperaba fervientemente que fuera lo primero. La castigaría como la escoria que era. Luego se marcharía y ella se encerraría en su habitación y se daría de cabezazos hasta romper la pared.

—Desde luego —accedió la señora Espósito, con una contención admirable.

Se retiró, cerrando la puerta al salir. Lali no se atrevía a mirarlo. Estaba segura de que solo eso, por sí mismo, delataba ya su culpabilidad.

Él se le acercó.

—Señorita Espósito, ¿quiere casarse conmigo?
Nunca en su vida había oído palabras más aterradoras. Sus ojos se encontraron.

—Hace tres días estaba decidido a casarse con otra.

—Hoy estoy decidido a casarme con usted.

—¿Qué ha pasado en este espacio de tiempo para hacerle cambiar de idea tan drásticamente?

—He recibido una carta de la señorita Stoessel. Se ha casado con con un miembro de la casa del príncipe de Lobomirski.

«No, no es verdad.» Lali había sacado aquel nombre de un libro sobre la nobleza europea que había encontrado en la colección de su madre. Estudió la nota de la señorita Stoessel y después compuso su engaño, incorporando cuidadosamente las medias disculpas y la impotente nostalgia de la señorita Stoessel. Luego se lo había llevado todo al guardabosque de Briarmeadow, un viejo que había sido falsificador en su juventud y que le tenía el afecto indulgente de un abuelo.

—Entiendo —dijo, débilmente—. Así que ha decidido ser práctico.

—Supongo que se podría decir que parte de mi decisión ha estado motivada por el pragmatismo —dijo él, en voz baja, acercándose tanto que ella podía percibir el frío y vigorizante olor del invierno que todavía se aferraba a su chaqueta—. Aunque le juro por mi vida que no puedo recordar ninguna de esas razones.

Le levantó la barbilla y la besó.

Había besado a otros hombres antes —a varios— cuando se aburría en los bailes o le irritaban las prohibiciones de su madre. Consideraba que era una actividad más extraña que interesante y, a veces, había estudiado al hombre que besaba con los ojos muy abiertos, calculando la magnitud de sus deudas.

Pero desde el momento en que los labios de lord Tremaine tocaron los suyos, se sintió perdida, como un niño que prueba un terrón de azúcar por vez primera, vencida por aquella dulzura. Su beso era tan ligero como el merengue, tan suave como las primeras notas de la sonata Claro de luna y tan intenso como las primeras lluvias de primavera, después de la interminable sequía del invierno.

Mareada y asombrada, bebió su beso. Hasta que un beso ya no fúe suficiente. Le cogió la cara entre las manos y lo besó a su vez, con algo que iba más allá del entusiasmo, algo que estaba más cerca de la desesperación, trémula y desenfrenada.

Oyó el gemido apagado de su garganta, sintió el cambio físico que señalaba en él su excitación sexual. Él interrumpió el beso, la apartó y se la quedó mirando, respirando pesadamente, con dificultad.

—Dios mío, si tu madre no estuviera al otro lado de la puerta... —Parpadeó y volvió a parpadear—. ¿Eso ha sido un sí?

Aún no era demasiado tarde. Aún podía tomar el camino más noble, confesarlo todo, pedir perdón y conservar su propio respeto.

Y perderlo. Si él sabía la verdad, la despreciaría. No podía enfrentarse a su ira. Ni a su menosprecio. No podía vivir sin él. Todavía no, todavía no.

Le rodeó la cintura con los brazos y apoyó la mejilla en su hombro.

—Sí.

El gozo que sintió con su apasionado abrazo estaba impregnado de terror. Pero había hecho su elección. Sería suyo, para bien o para mal. Lo mantendría en la ignorancia tanto tiempo como pudiera.

Y cuando estuvieran casados, miraría su cuerpo dormido, se maravillaría de la enorme suerte que había tenido y no haría caso de la invasión constante del miedo que le corrompía el alma.

Continuará...

11 comentarios:

  1. Me he quedado muerta...de todas mis teorías de por que se había ido nunca imagine esta

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  2. Me encantoooo. Seguiii

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  3. Aaai no, y después del matrimonio el se fue porque descubrió la verdad?? Otroooo :)

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  4. Yo sabia que lo engañaría, pero me da pens que su matrimonio dura sólo una noche.

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  5. Conseguir lo q quiere a cualquier costo es esto,q pilla pero poco le duro "el premio",aunq me imagino q tarde o temprano se reiran juntos de esta "travesura" JAJA

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  6. Ya sabia yo que era algo así! Me encanto!!!
    Pero pobre que Peter se da cuenta tan rápido :/
    Que mal todo eso para los dos
    Me encanto el capítulo

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  7. Sube otrooo! Mas seguido 😄😄😁

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  8. Menuda jugada arriesgada!!!!

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  9. Waoo! Me encanto el capitulo!!

    @ligiaelenaCM

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