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domingo, 8 de marzo de 2015

Capítulo 4


Condado de Bedford, diciembre de 1882


A Lali no le gustaba la mitología griega porque los dioses siempre estaban castigando a las mujeres por su arrogancia.

¿Qué había de malo en un poco de orgullo? ¿Por qué Aracne no podía afirmar que sus cualidades eran mayores que las de Atenea, dado que lo eran, sin que la convirtieran en araña? ¿Y por qué Poseidón tenía que enfurecerse tanto como para echar a la hija de Casiopea a las fauces de un monstruo marino, a menos que la jactancia de esta fuera verdad y realmente fuese más bella que las hijas del propio Poseidón?

Lali pecaba de arrogancia. Y también a ella la castigaban unos dioses celosos. ¿De qué otra manera podía interpretar la brusca e insensata muerte de Carrington? Otros libertinos vivían hasta una impenitente y avanzada edad, devorando a las debutantes con unos ojos enrojecidos y legañosos. ¿Por qué Carrington no podía haber disfrutado de las mismas oportunidades?

Una fuerte ráfaga de viento estuvo a punto de arrancarle el sombrero. Se frotó la parte inferior de la barbilla, donde la cinta le había hecho una rozadura. Briarmeadow, la propiedad de los Espósito, tenía ocho mil acres de bosque y prados, en su mayoría llanos como el suelo de un salón de baile, salvo este rincón donde el terreno ondulaba y a veces se arrugaba formando crestas y pliegues.

Había crecido en una casa más cerca de Bedford. Habían comprado Briarmeadow, su hogar durante los tres últimos unos, con el expreso propósito de facilitarle el trato a Carrington, ya que lindaba con Twelve Pillars, la casa solariega de los Carrington.

A Lali le gustaba recorrer los límites de Briarmeadow. La tierra era sólida, algo con lo que podía contar. Le gustaba la certidumbre. Le gustaba saber exactamente cómo se desarrollaría su futuro. La boda con Carrington le aseguraba eso; no importaba qué otras cosas sucedieran; siempre sería duquesa y nadie volvería, nunca más, a desairarla ni a desairar a su madre.

Al desaparecer Carrington, había vuelto a ser solamente la Señorita Riqueza. Aunque sabía que era bella, también sabía que había dado algunos pisotones en la pista de baile. Y, por encima de todas las vulgaridades, tenía un pertinaz interés en el comercio, en las mercancías y el dinero.

En el cielo, unas espesas nubes permanecían inmóviles, grises con manchas de amarillo purulento, como retales de algodón sucio. Pronto empezaría a nevar. La verdad es que debería pensar en regresar. Tenía que recorrer unos cinco kilómetros antes de vislumbrar la casa. Pero no quería volver. Ya era desalentador contemplar, ella sola, lo que podría haber sido. Era diez veces peor hacerlo con su madre allí.

La señora Espósito alternaba la estupefacción, la desesperación y un furioso desafío. Lo volverían a intentar, susurraba con rabia, abrazando a Lali cuando estaba de un humor más vehemente. A continuación, perdía toda esperanza porque no era posible que lo repitieran, ya que Carrington era un caso bastante único de disipación, insolvencia y desesperación.

Un arroyo separaba Briarmeadow de Twelve Pillars. Aquí no había vallas, el arroyo era una linde reconocida desde antiguo. Lali permaneció en la orilla, tirando guijarros al agua. Aquel lugar era bonito en verano, con las flexibles ramas verdes de los sauces meciéndose con la brisa. Ahora los sauces sin hojas se parecían a unas viejas solteronas, desnudas, flacas y desmadejadas.

Al otro lado del arroyo la orilla se elevaba en pendiente. De repente, en lo alto de la cuesta, justo delante de ella, apareció un jinete con la cabeza descubierta. Se quedó desconcertada. Aparte de ella, no iba nunca nadie a ese lugar. El jinete, con una chaqueta de montar de color carmesí oscuro y pantalones de montar de ante metidos dentro de botas negras altas, bajó a la carga por la cuesta. Lali se sobresaltó y dio un paso atrás tambaleándose, por miedo a que el caballo la arrollara.

Al llegar al pie de la colina, unos quince metros corriente abajo, el jinete hizo que su montura diera un salto poderoso y elegante, salvando limpiamente los más de tres metros y medio de ancho del cauce. Tiró de las riendas, se detuvo y la miró. Había sido consciente de su presencia todo el tiempo.

—Está entrando ilegalmente en mis tierras —gritó ella.

Él se acercó a ella, obligando al enorme caballo negro sin esfuerzo, inclinándose para pasar por debajo de las ramas desnudas de los sauces. No se detuvo hasta que pudo verla sin obstáculos, a unos tres metros de distancia. Y ella lo vio bien por primera vez.

Era muy apuesto, aunque no tan guapo como Carrington, que —pobre hombre, ojalá que las diablesas del infierno no lo trataran demasiado mal— era Byron reencarnado. Este hombre tenía unos rasgos más marcados y nobles en una cara más enjuta y masculina. Sus miradas se encontraron. Él tenía unos ojos hermosos, profundos, con los irises de un verde magnífico. Eran los ojos de un hombre inteligente: perceptivos, opacos, veían mucho y delataban poco.

Ella no podía apartar la vista. Había algo en él que la atrajo al instante, algo en su porte, una confianza que era diferente tanto de la arrogante actitud de privilegio de Carrington como de su propia y obstinada terquedad. Un aplomo fraguado con refinamiento.

—Está entrando en mis tierras —repitió, porque no se le ocurría nada más que decir.

—¿De verdad? —dijo él—. ¿Y usted es... ?

Hablaba con algo de acento, pero no era francés ni alemán ni italiano ni nada que ella pudiera identificar. ¿Era extranjero?

—La señorita Espósito. ¿Quién es usted?

—El señor Lanzani.

¿Podía ser...? No, no era posible. Pero, por otro lado, ¿quién podía ser, si no?

—¿El marqués de Tremaine?

Carrington había muerto sin descendencia. Su tío, el siguiente en la línea de sucesión, había heredado el título ducal. El hijo mayor del nuevo duque tenía el tratamiento de cortesía de marqués de Tremaine.

El joven sonrió levemente.

—Supongo que también me he convertido en eso.

¿Este hombre era el pretendiente de Martina Stoessel? Se había imaginado a alguien con tan poco carácter y tan inútil como la propia señorita Stoessel.

—Ha regresado de la universidad.

No había asistido al funeral de Carrington junto al resto de la familia, debido a sus clases en la Ecole Polytechnique de París. Sus padres se habían mostrado vagos sobre lo que estudiaba. Física o economía, dijeron. ¿Cómo podía nadie confundir las dos cosas?

—La universidad nos permite salir por Navidad.

Desmontó y se le acercó, llevando de la rienda al semental negro. Lali dominó su incomodidad y permaneció donde estaba. Él se quitó el guante de montar y le tendió la mano.

—Encantado de conocerla por fin, señorita Espósito.

Ella le estrechó la mano brevemente.

—Supongo que ya sabe quién soy.

Empezaban a caer los primeros copos de nieve, diminutas partículas de hielo algodonoso. Uno le cayó a él en las pestañas. Sus pestañas, como sus cejas, eran de un tono mucho más oscuro que el oro fundido de la punta de sus cabellos. Sus ojos, estaba segura, eran del color de un lago alpino, aunque nunca había visto ninguno.

—Pensaba ir a visitarla mañana —dijo—. Para ofrecerle mis condolencias.

—Sí, como puede ver, estoy desconsolada —respondió ella riendo.

Él la miró, la miró de verdad, con los ojos deteniéndose en cada rasgo, uno por uno. Su escrutinio la desconcertó; estaba más acostumbrada a que la señalaran a sus espaldas, pero no era desagradable, viniendo de un hombre tan apuesto y fascinante.

—Le presento mis disculpas en nombre de mi primo. Fue muy poco considerado por su parte morir antes de casarse con usted y dejar un heredero.

Su franqueza la cogió por sorpresa. Una cosa era que su madre dijera algo por el estilo y otra muy diferente oír que un completo desconocido lo repetía, un extraño que ni siquiera le había sido presentado como era debido.

—El hombre propone y Dios dispone —respondió ella.

—Es una verdadera pena, ¿verdad?

Empezaba a gustarle este lord Tremaine.

—Sí que lo es.

De repente, los copos de nieve aumentaron de tamaño; ya no eran como serrín helado, sino pelusa del tamaño de una uña. Caían densos, como si todos los ángeles del cielo estuvieran mudando las plumas. En los minutos transcurridos desde la aparición de lord Tremaine, el cielo se había oscurecido visiblemente. Pronto el anochecer lo envolvería todo.

Tremaine miró alrededor.

—¿Dónde está su lacayo o su doncella?

—No hay ninguno. Este no es un lugar público.

—¿A qué distancia está su casa? —preguntó, frunciendo el ceño.

—A unos cinco kilómetros.

—Debería llevarse mi caballo. No es seguro que recorra todo ese camino a pie, en la oscuridad, con este tiempo.

—Gracias, pero no monto.

La miró a los ojos. Por un momento, ella pensó que le iba a preguntar directamente por qué tenía miedo de los caballos, pero se limitó a decir:

—En ese caso, permítame que la acompañe.

Lali soltó un silencioso suspiro de alivio.

—Permiso concedido. Pero debo advertirle que soy un desastre para conversar sobre temas triviales.

Él se puso el guante y se pasó las riendas del caballo alrededor de la muñeca.

—Perfecto. El silencio no me dérange... perdón, no me molesta.

La palabra déranger en francés significaba «molestar». En realidad, no tenía acento. Era solo que su inglés, una lengua que apenas hablaba nunca, estaba un poco oxidado.

Caminaron en silencio un rato. No podía resistirse a mirarlo a cada momento para admirar su perfil. Tenía la nariz y la barbilla clásicas de un Apolo de Belvedere.

—Consulté con los abogados de mi difunto primo antes de venir a Twelve Pillars —dijo Tremaine, rompiendo el silencio—. Nos ha dejado en una situación complicada.

—Entiendo. —Por supuesto que lo entendía, ya que estaba familiarizada a fondo con los pormenores de las finanzas de Carrington.

—Los abogados me dieron el total de sus deudas pendientes, una cifra asombrosa. Pero para las cuatro quintas partes de esa cantidad, no pudieron enseñarme ninguna demanda de acreedores de hace menos de dos años.

—Interesante. —Empezaba a ver adónde iba con todo esto. ¿Cómo había reunido las piezas tan rápidamente? No debía de llevar en Inglaterra más de dos o tres días o ella ya se habría enterado de su presencia.

—Así que pedí que me enseñaran el contrato de matrimonio.

Una medida muy inteligente.

—¿Le pareció una lectura soporífera?

—Todo lo contrario, me admiró. Un documento absolutamente sin fisuras; no creo que en esta vida encuentre otro igual. Observé que quedaría eximido de todas sus deudas después de la boda.

—Es posible que estuviera expresado así.

—Es usted quien tiene la parte del león de sus pagos atrasados, ¿no es así? Se los compró a sus acreedores y concentró la mayoría de sus deudas para persuadirlo de que se casara con usted.

Lali miró a lord Tremaine con un respeto nuevo y casi cálido. Era joven, veintiún años más o menos. Pero era agudo como la hoja de la guillotina. Lo que él decía era exactamente lo que ella había hecho. Se había abstenido de seguir el consejo de la señora Espósito para cazar a un duque en los saloncitos y salones de baile y lo había abordado a su manera.

—Exacto. Carrington no quería casarse con alguien como yo. Hubo que arrastrarlo llorando y pataleando a la mesa de negociaciones.

—¿Disfrutó al hacerlo? —preguntó bajando la mirada hasta ella.

—Sí, mucho —confesó—. Fue divertido amenazarlo con llevarme hasta la última tabla del suelo de su casa y la última cuchara de la cocina.

—Mis padres están convencidos de que se siente muy apenada. —Ella intuyó la sonrisa en su voz—. Dicen que, en el funeral, las lágrimas le corrían por las mejillas.

—Lloraba como una madre desconsolada por los tres años de duros esfuerzos tirados por la borda.

El soltó una carcajada, un sonido rico, con toda la seducción de un manantial. El corazón dejó de latirle por un momento.

—Es usted una mujer extraordinaria, señorita Espósito. ¿Es también justa y sincera?

—Si no va en contra de mis intereses.

Podría jurar que había vuelto a sonreír.

—Es suficiente —dijo él—. Me gustaría negociar un acuerdo con usted.

—Soy toda oídos.

—Twelve Pillars rinde una renta decente, si se administra como es debido. Esto, combinado con la venta de las propiedades no vinculadas, tendría que ayudar a pagar a los acreedores de Carrington, si usted aplaza la reclamación de su parte de las deudas.

—No soy infinitamente rica. Adquirir los pasivos de Carrington fue un desembolso importante, incluso para mí.

—Estoy dispuesto a concederle un tipo de interés ventajoso, si nos deja que le paguemos en plazos trimestrales, empezando el año que viene por estas fechas y acabando dentro de, digamos, siete años.

—Tengo una idea mejor —respondió ella—. ¿Por qué no se casa usted conmigo?

Casarse con el heredero del nuevo duque siempre había sido su primera opción, pero no le había entusiasmado la empresa. Carrington se había follado todo lo que se movía, pero solo era fiel a sí mismo, y esto era algo que ella podía comprender e incluso apreciar, en ocasiones. Le disgustaba la idea de un esposo sensiblero que languidecía por otra mujer, en especial si se trataba de una mujer por la que ella sentía muy poca admiración.

No obstante, lord Tremaine, en persona, había demostrado ser cualquier cosa menos inútil. Empezó a calentarse ante la idea de una alianza con él, igual que una sartén encima de unos fogones bien alimentados.

—Después de la boda, cancelaré el setenta por ciento de las deudas.

Él la miró largamente, pero su reacción no fue la de escándalo y asombro que ella esperaba.

—¿Por qué solo el setenta por ciento?

—Porque usted todavía no es duque y probablemente no lo será hasta dentro de muchos años. —Consideró la posibilidad de mostrarse un poco más recatada y darle tiempo para pensarlo. Pero lo siguiente que salió de sus labios fue—: ¿Qué me dice?

Él se quedó callado unos momentos.

—Me siento profundamente honrado. Pero mi afecto ya pertenece a otra persona.

—Los afectos cambian. —Dios santo, sonaba como el demonio empeñado en comprar su alma.

—Me gustaría pensar que en mi carácter hay una cierta constancia.

Maldita señorita Stoessel. ¿Por qué aquel florero tenía tanta suerte?

—Probablemente tiene razón. Pero yo no necesito su afecto, solo su mano.

Él se detuvo, apoyando la mano en el cuello del caballo para darle la señal de pararse. Ella también se detuvo.

—Es muy implacable con usted misma para ser tan joven —dijo él, con una amabilidad que hizo que ella deseara aferrarse a su mano y contarle todo lo que le había pasado para convertirse en la mujer endurecida que era—. ¿Por qué?

Se encogió de hombros.

—He tenido que vérmelas con cazafortunas desde que cumplí los catorce años. Y con grandes damas que no se dignaban ni a saludarme.

—¿El afecto y la buena opinión... no tienen ningún peso en absoluto para usted en el matrimonio?

—No. Así que no me importaría que amara usted a otra persona. De hecho, puede pasar todo el tiempo con ella, si quiere. Una vez consumado nuestro matrimonio, solo es necesario que vuelva a mí cuando necesite herederos.

Probablemente, no debería haberlo dicho. Era demasiado directo, sin ninguna delicadeza, incluso para ella. Como reacción, la mirada de él descendió brevemente, abarcándola por completo. Y cuando volvió a mirarla, con unos ojos más oscuros de lo que ella recordaba, notó que le ardía la garganta.

—Yo tengo una opinión diferente del matrimonio —dijo él—. No creo ser la persona adecuada para lo que usted tiene en mente.

Tan guapo y tan inteligente como era, ¿por qué debía tener principios, además? La profundidad de su decepción no guardaba ninguna proporción con lo informal de su propuesta.

—¿Y qué pasa si decido exigir el pago de las deudas? —dijo malhumorada.

—Haría un mal negocio —dijo él tranquilamente—. Despojarnos de todo lo que tenemos cubriría, como máximo, la mitad de lo que mi difunto primo le debía. Lo sabe.

Siguieron caminando, pero la cabeza de Lali no estaba ya en las finanzas de su ascenso social. En cambio, acariciaba unos pensamientos inquietantemente furiosos contra la señorita Stoessel. Aquella mujer tan insípida, tan débil, ¿qué dominio ejercía sobre este hombre extraordinario? ¿Qué derechos tenía sobre él una mujer que habría aceptado, sumisa, la propuesta de cualquier hombre rico y poderoso que le gustara a su madre? ¿Es que la belleza y una ejecución impecable al piano contaban tanto?

El notó su hosco silencio.

—La he ofendido.

¿Cómo podía ofenderla? Le gustaba todo en él, salvo la mujer a la que amaba.

—No. No está obligado a casarse conmigo solo por complacerme.

—No sé si le sirve de consuelo, pero me siento honrado. Nadie había pedido mi mano en matrimonio antes.

—Sospecho que se debe a que es joven y antes era un don nadie empobrecido. Dé por sentado que a partir de ahora le lloverán las propuestas.

—Pero usted habrá sido siempre la primera —dijo.

¿Se estaba burlando de ella?

—Bueno, sin duda la primera a la que rechaza —respondió cabizbaja.

La dejó que siguiera enfurruñada el resto del camino. Ella andaba pisando fuerte y sus botas aplastaban ruidosamente la nieve del suelo. Pese a que él era mucho más alto y robusto, sus botas de montar eran tan silenciosas sobre la nieve como ella imaginaba que debían de ser las zarpas de un tigre siberiano.

A ochocientos metros de la casa, les salió al encuentro su madre, acompañada de un trío de sirvientes.

—¡Lali! —exclamó la señora Espósito y, recogiéndose la falda, se acercó corriendo.

Lali no pudo impedir el abrazo de gallina clueca que se abatió sobre ella. La señora Espósito la besó en la frente y en las mejillas.

—Lali, chiquilla insensata, más que insensata. ¿Dónde has estado? ¡Con este tiempo! Podrías haber muerto congelada ahí fuera.

—¡Madre! —protestó Lali, avergonzada de verse sometida tantos mimos delante de lord Tremaine—. No estaba en la Antártida arriesgándome a la congelación y la gangrena.

—Solo estoy preocupada porque no has sido tú misma últimamente. Ven, deja que...

Por fin, la señora Espósito vio al desconocido y al enorme caballo junto a Lali. Se volvió hacia su hija, alarmada.

Lali suspiró.

—Mamá, permíteme que te presente a su señoría, el marqués de Tremaine. Lord Tremaine, mi madre, la señora Espósito. Lord Tremaine, muy gentilmente, se ha dignado acompañarme para ayudarme a buscar a tientas el camino a casa en medio de esta auténtica ventisca que estamos padeciendo.

La señora Espósito no hizo ningún caso de sus sarcásticos comentarios.

—¡Lord Tremaine! Pensábamos que seguía en París.

—El trimestre acabó hace una semana, señora. —Se inclinó—. Espero que me perdone. Entré en sus tierras sin darme cuenta, y me encontré con la señorita Espósito, que me permitió, amablemente, acompañarla.

Se volvió hacia Lali y se inclinó de nuevo.

—Ha sido todo un placer, señorita Espósito. Estoy seguro de que ahora está en buenas manos.

—¡Pero no puede pensar en volver por donde ha venido! —exclamó la señora Espósito horrorizada—. Seguro que se perdería con esta oscuridad y este mal tiempo. Debe venir a casa.

El protestó, pero la señora Espósito estaba convencida de que perecería si seguía adelante con su temerario plan de regresar a Twelve Pillars, fuera a pie o a caballo. Al final, consintió en quedarse a cenar y en que lo llevaran a casa en un cómodo cupé.

Lali no estaba contenta. Lo que quería era que lord Tremaine se fuera, cuanto antes mejor. No le divertía ver la reacción, en extremo favorable, de su madre en cuanto lo pudo observar con buena luz. Y le dolió —una punzada aguda en algún sitio muy hondo dentro del pecho— ver que la señora Espósito lo colmaba de la clase de atenciones que reservaba para los posibles yernos.

Con todo, Lali se puso su mejor traje para cenar, un vestido azul noche, de seda y tul, e hizo que le rehicieran el peinado tres veces. Que Dios la ayudase, quería que él la encontrara bonita y deseable.

Durante la cena, la señora Espósito obtuvo, con paciencia y habilidad, detalles de los veintiún años de vida de lord Tremaine. Al parecer, había llevado una existencia muy cosmopolita, pasando temporadas en las principales capitales de Europa, además de en algunos de los balnearios más famosos del continente.

Se comportaba con el aplomo de un príncipe, pero sin esa arrogancia tan arraigada en la mayoría de los miembros de la aristocracia. Sin ningún género de duda, era un aristócrata. No solo era el heredero de un título ducal inglés, sino que, a través de su madre, que había nacido en Wittelsbach, estaba emparentado con la casa de Habsburgo, la casa de Hohenzollern y la propia casa de Hanover, por ser primo de los duques de Sajonia-Coburgo-Gotha.

Lo peor era que, a diferencia de Carrington, cuya barbilla floja, labios húmedos y ojos vacíos se hacían cada vez más visibles conforme se lo iba conociendo, los rasgos ya atractivos de lord Tremaine, unidos a su refinamiento e inteligencia, se hacían más atractivos a cada momento que pasaba.

La señora Espósito estaba totalmente eclipsada por él. No dejaba de lanzarle a Lali miradas intencionadas. «Habla más. Cautívalo. ¿No ves que es perfecto?» Sin embargo, Lali estaba hundida en la aflicción, una angustia que se volvía más insoportable a cada minuto que pasaba en su compañía, tan dolorosamente placentera.

Su tortura no acabó ahí. Después de la cena, la señora Espósito le pidió que tocara para ellas, ya que la duquesa le había dicho que era un consumado pianista. Lo hizo con la elegancia de un intérprete nato. Lali miraba alternativamente su impecable perfil, sus largas y fuertes manos y su propia falda mientras luchaba contra un abatimiento que parecía saturarle la sangre.

El golpe final llegó cuando él se levantó para despedirse y descubrió que había llegado la ventisca. La señora Espósito le comunicó muy satisfecha que, actuando con gran previsión, hacía ya tres horas que había enviado un mensajero para informar a sus padres de que se quedaría a pasar la noche debido al empeoramiento del tiempo.

Lali se había hecho la ilusión de que se iría y no volvería a verlo nunca más. ¿Cómo iba a conseguir pasar la noche con él bajo el mismo techo y casi al alcance de la mano?

Continuará...

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