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domingo, 8 de marzo de 2015

Capítulo 5


Diciembre de 1882


A Peter le costaba dormirse, pero no tenía nada que ver con estar en una cama desconocida. Estaba acostumbrado, nunca había tenido una casa propia, viajando siempre a una ciudad diferente, a una casa diferente, durmiendo siempre en habitaciones que pertenecían a otras personas.

No le había mentido a la señora Espósito. Era verdad que había vivido en los lugares más elegantes del continente. Lo que había omitido confesarle eran las razones poco elegantes que se escondían detrás de aquella vida peripatética: sus padres no tenían un ápice de sentido común en cuanto al dinero y nunca pudieron permitirse una residencia fija.

Así que iban trasladándose a contracorriente de como lo hacían las élites más ricas. En verano, cuando todos se marchaban a Biarritz y a Aix-les-Bains, ellos ocupaban la villa de invierno de algún pariente en Niza. En invierno, hacían lo contrario. De vez en cuando, se quedaban en un lugar durante un tiempo, cuando una casa se quedaba vacía porque sus dueños se habían ido a emprender alguna loca aventura, como cuando el primo Konstantin abandonó Atenas para ocuparse de unos proyectos en Argentina. O cuando el primo Nikolai se fue a China durante dos años.

A los trece años, Peter tomó las riendas de la administración de la familia. Para entonces, ya estaba acostumbrado a lidiar con los acreedores, ocuparse de los sirvientes y aprender nuevas lenguas rápidamente para poder regatear con los comerciantes del lugar, a fin de estirar al máximo el escaso dinero de la familia. No le importaba ser pobre, pero detestaba tener que mentir sobre ello, disimular y fingir, como había hecho esta noche, para que sus padres siguieran sin percatarse de su precariedad económica.

Había sido un alivio estar con Martina. Se conocieron en San Petersburgo, donde sus madres compartían el uso de una troika. Él tenía quince años y ella dieciséis. Ella era igual de pobre que él y, como él, vivía en lugares de moda en las temporadas que no eran de moda. Comprendieron mutuamente su difícil situación sin que fuera necesario intercambiar ni una palabra.

Pero no era pensar en Martina lo que le impedía dormir. Era la señorita Espósito.

Incluso antes de su encuentro casual, había esperado, más o menos, que la señorita Espósito le propusiera una fusión entre su futuro título y la fortuna de ella. También sabía que lamentaría mucho rechazar aquella gran cantidad de preciosas libras esterlinas, después de haber vivido tan necesitado de ellas toda su vida.

Lo que, rotundamente, no esperaba era a la propia señorita Espósito. No era nada sentimental, sino muy dura y escéptica para su edad... aunque su mayor crueldad la reservaba para ella misma, al insistir en que estaría perfectamente bien, gracias, solo con que pudiera dejar sin sentido a un duque, utilizando los libros de contabilidad de este, y arrastrarlo al altar.

Para alguien, por lo demás, tan equilibrado y manipulador, había sido extraña y conmovedoramente transparente aquella noche. Él le gustaba. Le gustaba lo suficiente para sentirse no solo decepcionada por su falta de disponibilidad, sino triste.

Sorprendentemente, a él también le gustaba ella. ¿Cómo podía no gustarle una joven que lo llamaba «don nadie empobrecido» a la cara? Su franqueza era refrescante y bienvenida después de la matizada sutileza y las narraciones engañosas que, a lo largo de toda su vida, habían caracterizado sus conversaciones con las personas fuera de su familia inmediata.

Pero lo que provocaba su inquietud a estas horas de la medianoche no era su forma excesivamente llana de abordar las cosas y a las personas, sino su perturbadora sexualidad.

Ella quería tocarlo. Este deseo había estado presente en cada mirada directa y en cada ojeada a hurtadillas que le dedicó durante toda la noche. «Una vez consumado nuestro matrimonio, solo es necesario que vuelva a mí cuando necesite herederos.» Puede que la joven fuera virgen, pero no era pura ni inocente. Estaba enterada de estas cosas.

Lo que probablemente todavía no sabía, pero el sí, es que con su firmeza, en la cama sería una fuerza de la naturaleza. Ningún hombre podría abandonar su cama y marcharse sin más; su objetivo primordial, por muy agotado que estuviera, seguiría siendo cómo conseguir que ella volviera a acostarse con él.

Peter se adormiló un rato. Luego, de repente, se despertó. Había dejado las cortinas y las contraventanas abiertas, una costumbre de muchos años, para poder mirar afuera y recordar en qué país, en qué ciudad se encontraba. La ventisca debía de haber pasado ya; un rayo de plateada luz de luna entraba por la ventana e iluminaba una franja hasta la puerta. Allí había una mujer, vestida con un largo camisón y con la espalda apoyada en la puerta. No podía verle la cara, pero supo instintivamente que era la señorita Espósito, a la que llamaban con el apodo totalmente inadecuado, por demasiado infantil, de Lali.

La mansión Espósito, aunque no era una monstruosidad engorrosa como la residencia ducal de Twelve Pillars, tenía, no obstante, ochenta o noventa habitaciones. Lo habían alojado en un ala diferente de en la que sus anfitrionas tenían sus aposentos. Así que ella no se había metido en la habitación equivocada después de usar el baño. Tenía que haber recorrido sus buenos sesenta metros para ir a verlo.

Y él estaba desnudo bajo el cobertor. La camisa de dormir del difunto señor Espósito, proporcionada amablemente a la hora de acostarse, había resultado demasiado pequeña.

Ella permaneció en aquel punto, sin moverse, durante un buen rato, hasta que se sintió tentado de decirle que siguiera adelante con lo que diablos hubiera planeado o que lo dejara en paz para seguir revolviéndose en la cama. De repente, ella se movió y se acercó a la cama con pasos largos y decididos, caminando silenciosa sobre la alfombra persa.

Se arrodilló junto a la cama, con los ojos a la altura de su codo. Llevaba el pelo suelto, oscuro como el tejido de la noche; el camisón blanco casi relucía. No podía verle la cara con claridad, pero oía su respiración entrecortada, una larga inhalación, ligeramente temblorosa, el aliento retenido durante unos cuantos latidos y una súbita oleada de exhalación. Otra vez y otra más.

Pero permanecía quieta. ¿A qué esperaba? ¿No estaba del todo satisfecha de que él estuviera realmente dormido? Apretó con fuerza los ojos, haciendo como que ella no estaba allí. Pero su aliento le cosquilleaba en el vello de los brazos, provocando unos temblores sísmicos por todos sus nervios. Y su perfume, una elegante mezcla de camomila y pepino, cálido, ligero e insidioso lo envolvía.

¿Qué quería?

Lo tocó, le puso la mano sobre los dedos doblados, los enderezó hasta que estuvieron palma con palma, luego entrelazó sus dedos con los de él. Las puntas de sus dedos estaban heladas. Un estremecimiento silencioso y peligroso lo recorrió de arriba abajo. Deseaba atraerla, ponerla sobre él y mostrarle lo que le espera a una joven insensata que entra sigilosamente en la habitación de un hombre en mitad de la noche, después de haberlo devorado toda la tarde con aquellos ojos suyos tan intensos, haciendo que le ardiera la sangre durante tres largas horas.

La mano de Lali se movió. Los dedos le rodearon la muñeca, abrasándolo con su fría piel. Dos dedos le subieron por el brazo, tocándolo apenas. Se incorporó para tener acceso a una mayor parte de él y un mechón de sus cabellos le acarició la parte interior del brazo. Peter tuvo que morderse el labio inferior, casi anulado por la punzada de placer.

En la parte superior de su brazo, los dedos se deslizaron por encima de la clavícula y el hombro. Ella vaciló antes de llevar la palma hasta su mejilla. Oyó una exclamación casi inaudible cuando ella apartó la mano de golpe. Su incipiente barba la había sorprendido. Su inexperiencia lo excitó casi tanto como su audacia. Ella no había hecho esto antes.

La mano regresó; esta vez con el dorso, piel fina sobre huesos fuertes, deslizándose a lo largo de su mandíbula. El pulgar encontró sus labios y los resiguió. Luchó contra el impulso de lamerle la yema del dedo. Dios, estaba ardiendo, en todas partes. Los dedos de la mano más alejada de ella se aferraron al cubrecama. Aquella joven no tenía ni idea de lo que le estaba haciendo; de saberlo, no se atrevería a continuar.

Ella se movió de nuevo, apoyando una cadera encima de: la cama. Cuando inclinó la cabeza, el pelo le cayó en cascada, una madeja de hilos de seda deshaciéndose sobre su pecho en una frialdad vaporosa y un caos excitante.

De repente, fue demasiado. Un violento ataque de deseo lo dominó. La cogió por la parte de delante del camisón y tiró de ella hacia abajo. Ella soltó una exclamación ahogada e intentó soltarse, pero él la redujo fácilmente, hizo que los dos dieran media vuelta, de manera que acabó encima de ella, inmovilizándola, tanto por su peso como por el temor que ella misma sentía.

Solo el camisón los separaba. Y Lali Espósito era de una feminidad escandalosa: pechos llenos, vientre suave y caderas seductoramente redondeadas. Un gemido de placer dulce y terrible se escapó de sus labios. Le besó la oreja, la mejilla, el cuello y, a través de la suave franela del camisón, el hombro. Su mano se acomodó en la hendidura del talle, por encima de la curva de las caderas. Sus dedos se hundieron en una carne joven y firme. Otras partes de él también querían hundirse en ella con fuerza, con mucha fuerza.

Ella estaba ahora a su merced, después de haberse comprometido completamente. Eran muchas las cosas inicuas que podía hacerle y ella no se atrevería a emitir ni un sonido... se mordería los labios para acallar sus gemidos y quejidos, porque él haría que se sintiera tan salvaje y voraz como él.

Necesitó toda su fuerza de voluntad y una gran dosis de vergüenza —vergüenza por su falta de control, por su deslealtad hacia Martina y por la rudeza que estaba empleando con una joven que solo era culpable de sentirse atraída por él— para soltarla. Se apartó de ella, le dio la espalda y soltó unos gruñidos como si estuviera soñando.

Ella se bajó de la cama. Pero no se apresuró a salir de la habitación. Jadeaba como si hubiera estado huyendo de un lobo, de un hombre lobo. En la aspereza de los sonidos que emitía, había terror y excitación sexual.

Rezó para que se marchara. Porque si no lo hacía, si volvía a su cama, no sería capaz de contenerse.

Ella se movió, pero de nuevo hacia la cama, con sus suaves pasos tan ruidosos a sus oídos como disparos en la oscuridad. La sangre le latía, espesa. Su erección se volvió dolorosamente exigente. Ella dio un paso más hasta estar de nuevo junto al borde de la cama. Él apretó las manos con fuerza, clavándose las uñas en las palmas hasta estar seguro de que debía de estar sangrando, temiendo que si no se aferraba con fuerza a una brizna de control...

Lali salió corriendo, cerrando la puerta de golpe detrás de ella. Peter escuchó cómo ella se precipitaba por el pasillo, notando la vibración del suelo debajo de él, a través del colchón.

Cuando la casa volvió a quedar en silencio, se dio media vuelta poniéndose de espalda, y soltó el aliento que había estado reteniendo. Su miembro se erguía erecto, caliente e insatisfecho. Le dio un manotazo rabioso. Pero solo consiguió que volviera a levantarse, más hambriento y exigente que antes.

Suspiró, lo envolvió con la mano y dio rienda suelta a su imaginación.


Lali ardía un momento en los fuegos del infierno y al siguiente en el éxtasis de aquel otro mundo, pero sobre todo en una amalgama terrenal de tormento y pura agitación.

No había vuelto a meterse en la cama con lord Tremaine por un pelo. Toda la escena se había desarrollado ya en su mente: el ardor, la consumación, la consternación y las consecuencias. Al final, él se casaría con ella porque era lo honorable, pese a la repugnancia que sintiera hacia su persona y a ser relativamente inocente en todo aquel asunto.

Todo en ella suspiraba por él. Sería el igual que nunca había conocido, la liberación de su vasta soledad, el bálsamo a todo sufrimiento. Si pudiera tenerlo...

Pero se había detenido. Era algo demasiado cobarde, algo que estaba por debajo de su dignidad. Y quería que él tuviera una buena opinión de ella, realmente lo deseaba; ella, a la que nunca le había importado lo que los demás pensaran.

Pasó una eternidad hasta que llegó la hora de vestirse y bajar a desayunar. Pensaba que estaría sola, pero él ya estaba allí, en el comedor de desayunos, cuando ella entró. Se sonrojó de nuevo.
Peter dejó a un lado el ejemplar del Illustrated London News que estaba leyendo y se levantó.

—Señorita Espósito —dijo, con una cortesía y una crianza impecables—. Buenos días.

Ella no respondió de inmediato. No podía. Lo único que podía pensar era la manera en que la había empujado debajo de él, con su miembro erecto presionando contra ella, separado de su muslo solo por la franela del camisón.

Pero él había estado dormido durante todo el rato y era evidente que no recordaba nada.

—Lord Tremaine, ¿ha dormido bien?

Su mirada se encontró con la de ella, firme e inocente.

—Ah, sí, espléndidamente; como un tronco.

Entretanto, ella sufría por no tenerlo. Entretanto, se censuraba y se maravillaba al mismo tiempo por lo que había hecho. Entretanto, visualizaba cada instante de su peligroso encuentro, y recordaba su topografía, su textura, su olor y su aterrador pero delicioso peso mientras la mantenía cautiva.

Él le sonrió. Y se dio cuenta, como si la alcanzara un rayo, de que estaba enamorada. Estúpida y terriblemente enamorada.

De la noche a la mañana, se había convertido en una estúpida.

Continuará...

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