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martes, 10 de marzo de 2015

Capítulo 8


Diciembre de 1882



La cabeza de Lali era un caos de esperanzas y temores en conflicto. En un primer momento los dos habían exhibido sus mejores modales, siguiendo la establecida coreografía del decoro hasta el último paso y el último giro. Ahora lo único que ella sabía es que él le daría una disculpa o un beso.
No recibió ninguna de las dos cosas. El se limitó a dar un paso atrás, ladear la cabeza y sonreír compungido.

—Ha sido una torpeza por mi parte, ¿verdad?

Y nada más. Nada de titubeos, tratando de dar una explicación, nada de incomodidad, ninguna oportunidad para que ella le exigiera una compensación sin parecer palurda o histérica.

Lo miró con hosca admiración. Ese hombre sabía mucho más de las situaciones potencialmente comprometedoras de lo que había sospechado. La facilidad con que se había librado era a la vez impresionante e inquietante. Tal vez solo estaba coqueteando con ella, después de todo, un devaneo para entretenerse durante su estancia en el campo.

—Supongo que solo usted puede juzgarlo, milord —respondió.

—Debería llevarse mi caballo —dijo él.

Entonces una expresión de horror afloró en el rostro de él, como si acabara de declarar abierta y claramente delante de su madre y de la de ella que le gustaría meterse debajo de la falda de Lali y quedarse allí para siempre.

Se había esforzado por acordarse del temor de Lali, llevando al caballo a paso de tortuga y atándolo lejos de ella. Sin embargo, ahora se había olvidado por completo. El corazón de Lali se disparó. Por debajo de su elegante serenidad, estaba tan agitado como ella, posiblemente más.

—No monto —le recordó.

Él respiró hondo, y aquella audible exhalación era lo más cercano a reconocer su incomodidad que probablemente conseguiría de él.

—¿Por qué no? —preguntó él de nuevo, frío y controlado—. ¡No puedo creer que su madre omitiera las lecciones ecuestres.

Ella se encogió de hombros.

—No lo hizo. Decidí no montar.

—Dígame por qué. Me parece que disfrutaría montando, disfrutaría del control y la libertad que ofrece.

Sí que había disfrutado, sin duda. Le encantaba montar. Hasta que se cayó por segunda vez y se rompió tres costillas y el brazo derecho por dos sitios.

—Me dan miedo los caballos. Eso es todo.

—Pero ¿por qué le dan miedo? Son unas criaturas mucho más razonables que las duquesas viudas. De estas no tiene miedo, según me han dicho.

Sin duda, sabía soltarle la lengua, con su interés amable, persistente y —según todas las apariencias— genuino. Interés no por su dinero, porque ya había intentado dárselo. Interés en ella.

—Me caí dos veces. Me hice bastante daño la segunda vez.

Pero él siguió moviendo la cabeza, escéptico.

—Habría vuelto a montar a caballo antes de que los médicos la dejaran levantarse de la cama. ¿Qué pasó realmente?

No era asunto suyo. No tenía nada que ver con él. Por lo menos no mientras siguiera considerándose prometido a otra. Abrió la boca para decirle exactamente aquello, pero se oyó a sí misma diciendo:

—Un cazafortunas decepcionado. Estaba furioso con mi madre por mantenerlo a distancia y decidió hacérmelo pagar a mí. Cogió lo poco que le quedaba en la cartera y sobornó al mozo de cuadra.

Y cuando la primera caída no le causó daños —porque cuando se partió la cincha de la silla, acababa de frenar al caballo y solo resbaló y cayó sobre algo blando—, aquel hombre lo intentó de nuevo.

—Tuve suerte. Los médicos dijeron que podía haberme roto la columna y quedar confinada en una cama para el resto de mi vida en lugar de solo dos meses.

El señor Henry Hyde, el que hubiera podido ser el autor de la invalidez de Lali, fue arrestado dos días después con cargos que no tenían relación alguna con sus accidentes. Al parecer, estaba tan desesperado por conseguir fondos que había intentado envenenar a su tía viuda para hacerse con los pocos cientos de libras que le prometía en su testamento. Murió mientras estaba en prisión.

Lord Tremaine escuchaba con gran atención. Por su solemne mirada, Lali no sabía si sentía repugnancia o tristeza. Ya se estaba lamentando de su franqueza. ¿Qué había sacado con contarle esa fea historia?

—Por favor, espere aquí —dijo él—. Solo tardaré un minuto.

Regresó llevando el caballo detrás de él. Para ser un hombre tan alto se movía con elegancia natural, y su paso, en apariencia pausado, salvaba la distancia rápidamente. Sus altas botas de montar le llegaban a la mitad de los muslos. Lali tuvo que ejercer un considerable control para no seguir la línea de sus pantalones beis y quedarse mirando donde no debía.

—¿Viene a dar un pequeño paseo conmigo? —preguntó, con una gran solicitud que no le reveló nada.

—Por supuesto. —No comprendía qué quería, pero no le importaba. Haría casi cualquier cosa con él, incluyendo perder la virginidad, solo con que se lo pidiera, con o sin contrato nupcial.

Desde que lo conocía, cada mañana se despertaba con un dulce y desgarrador dolor en el corazón —el gozo y el abrumador miedo de estar enamorada— sin saber cómo conseguiría llegar al final del día sin él, sin saber cómo lograría sobrevivir a otro encuentro con él.

El terreno se elevaba y luego se allanaba, convirtiéndose en un prado, gris y amarillo en invierno, con densos bosques a ambos lados. Caminaron hasta llegar a una vieja posta que no se había usado desde hacía años. Allí, lord Tremaine se detuvo, ató el caballo, le quitó la silla y los correajes, y lo dejó todo con cuidado en el suelo.

—¿Qué hace? —le preguntó, empezando a desconfiar—. ¿Es que alguien va a montar a pelo?

—Acérquese —le pidió—. Quiero que me mire.

Como si pudiera hacer otra cosa mientras él estaba cerca.

Peter miró los ojos y las orejas del semental, le pasó las manos por las patas y le levantó e inspeccionó las pezuñas una tras otra.

—La verdad es que deberíamos venderlo —dijo—. Carrington tenía buen ojo para los caballos, demasiado bueno para sus finanzas.

Cogió la manta, la alisó y la colocó en el lomo del caballo. Luego puso los estribos encima de la parte de atrás de la silla y dobló la cincha hacia arriba para que ninguna de las dos cosas golpeara al caballo mientras le colocaba la silla. Solo entonces levantó la silla en alto y la puso sobre el caballo, con la misma suavidad con que pondría a un bebé en su moisés, colocando el arzón un poco alto sobre la cruz para que, cuando el jinete se acomodara en la silla, se deslizara hasta su sitio manteniendo el pelaje del caballo en la dirección apropiada.

Estaba asombrada. Nunca había visto que los caballeros hicieran nada físicamente más exigente que levantar una escopeta de caza. Sin embargo, aquí estaba él, realizando el trabajo de un mozo de cuadra como si ya lo hubiera hecho cientos de veces.

—Venga a tocar la cincha —le ordenó.

Ella obedeció. La correa era fuerte y estaba en buen estado. Le hizo comprobar las correas y verificar con sus propios ojos que todo estaba adecuadamente sujeto a la silla. Solo entonces pasó la cincha y la ciñó, cerciorándose de no apretarla demasiado al caballo, de que quedara espacio para pasar dos dedos entre la cincha y la barriga del animal. Ella miraba sus manos, tan capaces, hábiles y diestras... e imposiblemente eróticas dentro de aquellos guantes de piel negra, suaves y ajustados.

Se colocó junto a la cabeza del caballo e hizo que este levantara las patas delanteras, primero una y luego la otra, para acomodar la silla y alisar las arrugas de la manta. Cuando por fin quedó satisfecho de que el caballo estaba bien ensillado, le volvió a poner la brida, para que ella viera que había tomado todas las precauciones, que había observado de forma impecable todos los procedimientos.

—Sabe qué quiero que haga, ¿verdad? —le dijo con una leve sonrisa—. No tiene miedo de los caballos. Tiene miedo de las personas que desean hacerle daño.

Lali se encogió de hombros.

—¿Qué diferencia hay?

Él le tendió la mano.

—Me gusta verla intrépida, sin temor a nada.

Los recuerdos de la caída llegaron sin que los llamara. Sintió aquel instante interminable de terror y pánico, la sacudida, el grito desgarrándole el pecho; sintió el deseo de no dejar la cama nunca más, entregarse al aturdimiento causado por el láudano.

Fue este incidente, más que ninguna otra cosa, lo que la convenció finalmente de hacer un casamiento tan alto como el cielo. No sería víctima de su fortuna. Cazaría, en lugar de ser cazada. Tres meses más tarde, había completado la compra de Briarmeadow. Pocas semanas después, había lanzado la primera andanada contra Twelve Pillars.

Puso la mano sobre la de lord Tremaine. Él se la estrechó brevemente, sin apartar los ojos de los de ella.

—¿Dispuesta?

—No es una silla de mujer.

—Algo me dice que sabe montar a horcajadas —respondió él, con una confianza absoluta en su intuición—. Vamos. Solo cincuenta metros. Un paseo corto y tranquilo. Sostendré las riendas.

Sabía lo que él quería. Quería que venciera su miedo y quería ser él quien la ayudara a alcanzar esta laudable meta. De haber sido otro quien la hubiera llevado hasta ese punto, habría respondido al reto simplemente porque se negaba a mostrar tanta debilidad.

Pero con él era diferente. No tenía miedo a que la viera menos que invencible. Ante él, de alguna manera, parecía permisible mostrarse franca, decepcionada y, a veces, incluso aprensiva.

Montaría aquel caballo porque quería complacerlo, quería que pensara que había logrado una mejora material en su vida. Y quizá, solo quizá, conseguiría recorrer los cincuenta metros si se agarraba fuerte, apretaba los dientes y rezaba a cualquier deidad que tuviera un poco de compasión por las mujeres solitarias y arrogantes.

—Prometo no quedarme embobado mirando sus finos tobillos —dijo él, alegremente—. Si eso es lo que la preocupa.

—No debería mencionar mis tobillos. Y no puede decirse que sean lindos. —Además, las botas que llevaba no eran en absoluto de esas de cordones elegantes, llenas de ojetes, destinadas a hacer que a un hombre le flaqueen las rodillas si, por casualidad, las ve por un momento asomando por debajo del borde del vestido.

—Eso lo decidiré yo. Bien, ¿vamos allá?

—De acuerdo, cincuenta metros.

La admiración que había en sus ojos casi hacía que aquella insensata empresa valiera la pena. Él apoyó una rodilla en el suelo y enlazó las manos. Lali soltó aire, larga y entrecortadamente, cogió las riendas con una mano, el pomo de la silla con la otra y puso el pie izquierdo en sus manos, él le dio un fuerte impulso, ella pasó la pierna derecha por encima de la grupa del caballo y se encontró sentada en la silla.

El caballo bufó y rebulló. Ella soltó un chillido y se lanzó desesperada en busca de las riendas. El le cogió los brazos justo a tiempo.

—Despacio —murmuró él; no estaba segura de si al caballo o a ella—. Despacio.

Luego levantó los ojos hacia ella, los ojos más tranquilizadores en los que se había mirado desde que murió su padre.

—No se preocupe. No dejaré que corra ningún peligro.

—Debería haberle pedido que fuera mi caballerizo en lugar de mi marido.

Él se limitó a sonreír.

—Sujétese.

Condujo el caballo a paso lento. Dios santo, el suelo debía de estar quince metros más abajo y cada vez se alejaba más. Había olvidado cómo era estar sentada a tanta altura encima de un enorme caballo. Sabía que el movimiento del caballo era suave y tranquilo debajo de ella, pero se sentía como si estuviera encima de un potro salvaje, a punto de ser lanzada por los aires en cualquier momento. Sintió un principio de náusea en el estómago. Quería rodear el cuello del caballo con los brazos, pegar las piernas alrededor de su barriga y agarrarse con todas sus fuerzas; quería bajarse en aquel mismo instante.

—En realidad, usted no es lord Tremaine, ¿verdad? —dijo, buscando desesperadamente una distracción—. Es un mendigo que se parece a él y los dos han decidido cambiar de papel, engañar a todo el mundo y pasárselo en grande.

Él se echó a reír.

—Bueno, soy un mendigo, un «don nadie empobrecido», ¿recuerda?, salvo que estoy emparentado con todas las casas reales de Europa. Así que, de vez en cuando, me pongo mi ropa elegante y salgo a tomar champán con mis nobles primos. Otras veces, me pongo mis andrajos y trabajo en el establo. La verdad es que ni siquiera deberíamos tener caballos. Pero mi padre decía que igual podíamos dejar de llevar sombrero y zapatos. Fue un ahorro que no logré convencerle que hiciera.

Su respuesta fue tan pasmosamente franca que, por un momento olvidó el miedo a su inminente caída.

—¿Y sus padres permitieron esta... esta locura?

—Se hicieron los sordos y fingieron que, de alguna manera, era capaz de llevar la casa mejor y con menos gastos, sin llegar a ensuciarme nunca las manos. Y organizar apuestas en cualquier liceo donde diese la casualidad que asistiera a clase.

—¿Apuestas?

—Juegos que se desarrollan según probabilidades. Es decir, podía prometer un premio de, digamos, una libra y cargar a mis compañeros de clase, en especial a los que tenían problemas con las matemáticas, un chelín por cada uno de mis intentos de colocar seis monedas con la cara hacia arriba con los ojos vendados. Yo siempre ganaba.

—Dios santo —exclamó—. ¿Nunca lo pillaron?

—¿Por tener unas cuantas monedas en el bolsillo? —Soltó una risita—. No. Era el joven más cortés, virtuoso y prometedor que cualquier profesor haya visto jamás.

Había una picardía encantadora en su voz. Era cortés e infinitamente prometedor. Pero también era inteligente, astuto y dispuesto a apartarse un poco de las reglas.

¡Por qué los hados la tentaban de esa manera! ¿Por qué tenía que ser tan maravillosamente perfecto para ella y, sin embargo, tan absolutamente imposible de conseguir?

—¿Hay algo que no pueda hacer?

—No —respondió él, riendo—. Pero hay cosas que no hago muy bien. Soy un cocinero horrible, por ejemplo. Lo intente, pero mi familia se negó a comer mis frugales platos.

La idea la escandalizó. Incluso antes de convertirse en lord Tremaine, ya era primo de duques y príncipes. Ese hombre, cuya sangre era tan azul que probablemente era índigo, había trabajado en unos fogones y —con éxito o sin él— había elaborado por lo menos una comida completa. ¿Qué vendría a continuación? ¿El príncipe de Gales tendería vías de ferrocarril con sus propias manos?

Se le ocurrió una idea todavía más escandalosa.

—¿Pensaba en trabajar para vivir?

—Sí. Pero últimamente no estoy tan seguro. Un título dificulta un poco las cosas, aunque solo sea un título de cortesía... por el momento. Supongo que administrar unas propiedades es una tarea noble y que exige mucho tiempo. —Se encogió de hombros y rozó ron su manga el borde de la falda—. Pero no es lo que yo habría elegido.

—¿Qué habría elegido?

—Ingeniería —respondió tranquilamente—. Estudio mecánica en la École Polytechnique.

—Sus padres dijeron algo de física o economía.

—Mis padres siguen en la fase de negación. Creen que mecánica suena demasiado vulgar, demasiada grasa, humo y hollín.

—Pero ¿por qué ingeniería? —Su padre trabajó con docenas de ingenieros. Eran una tribu entusiasta y bastante resuelta, en apariencia sin nada en común con el elegante marqués que la acompañaba.

—Me gusta construir cosas. Trabajar con las manos.

Hizo un gesto negativo con la cabeza. Manos. Al futuro duque le gustaba el trabajo manual.

—Bueno, no le diga a nadie lo que me ha dicho a mí —le advirtió—. No lo entenderían.

—No lo hago. Solo se lo he contado a usted porque pasa tanto tiempo con sus contables y abogados como con su modista. Está influyendo para definir una nueva normalidad, igual que lo hago yo.

Nunca había pensado en ella misma de esa manera. Era más bien que ignoraba, por idiosincrasia, los límites establecidos, en lugar de ansiar lo nuevo e inexplorado. Pero puede que fueran lo mismo y lo uno implicara lo otro.

Lo miró, miró su avance tranquilo y sin prisas, con la mano enguantada sujetando firmemente las riendas. Extendió la otra mano hasta las ramas bajas del viejo sauce, rozando las flexibles puntas.

—Yo... —empezó ella, pero no acabó.

«El viejo sauce.» Estaban pasando junto al viejo sauce, y eso estaba por lo menos a un estadio de distancia de la posta. No lo podía creer. Sin embargo, al mirar hacia atrás, la posta, allá lejos, tenía el tamaño de un fósforo.

—¿Decía? —la animó él, manteniendo su majestuoso paso.

Ella volvió a mirar atrás para asegurarse de que sus ojos no la habían engañado. No había error. Había recorrido casi doscientos metros, sus náuseas se habían disipado en algún momento del camino y las manos ya no se aferraban a las riendas, sino que las sostenían, casi despreocupadamente.

No sabía cómo, pero mientras mantenía su animada conversación con él, había sucedido lo imposible. Había olvidado su miedo y su cuerpo se había relajado, acomodándose a un ritmo agradable y conocido.

—Me parece que hemos hecho más de cincuenta metros —murmuró.

El miró hacia atrás.

—Es verdad.

—Usted sabía que habíamos pasado los cincuenta metros hace rato, ¿verdad?

No le contestó directamente.

—¿Quiere que la ayude a desmontar?

¿Quería? De repente se sintió mareada de nuevo, no por el miedo, sino por la excitante ausencia de él, igual que una buena salud parece una bendición y un milagro después de una larga y dolorosa enfermedad. No, no quería desmontar. Quería cabalgar, lanzarse a toda velocidad a una carrera desenfrenada.

Él dio un paso atrás.

—Adelante —dijo.

Así que lo hizo. Era maravilloso, una sensación tan nueva como los primeros brotes primaverales, tan ingrávida como caminar sobre el agua. Se entregó al momento, a la euforia de ser de nuevo joven y audaz. El caballo, como si percibiera su euforia, volaba.

Si pudiera destilar las sensaciones que la inundaban —la precipitada carrera, el sonido acompasado, terrenal de los cascos, golpeando debajo de ella, los densos bosques de hoja perenne que pasaban veloces en la periferia de su visión y el frío viento, absolutamente impotente contra el fuego de su exuberancia— tendría la esencia de la dicha.

Se oyó reír, sin aliento, con un deleite incrédulo. Espoleó al caldillo para que corriera más, notando cómo su fuerza y su espíritu irradiaban dentro de ella, en cada órgano y en cada nervio.

Solo tiró de las riendas, obligándolo a pararse, cuando el caballo empezaba a enfilar la siguiente pendiente; luego le hizo dar media vuelta. Lord Tremaine estaba allí, lejos. Él se llevó el pulgar y el índice a los labios y silbó, una nota aguda de celebración cómplice. Ella sonrió, sintiendo que su alegría le llegaba de oreja a oreja y respondió a su llamada galopando hacia él, como si ella fuera un caballero medieval en un torneo y él, el poste que tenía que alcanzar.

Peter corrió hacia ella, ligero y ágil como una criatura de la sabana africana, y la alcanzó justo cuando ella aminoraba la marcha. Sacó los pies de los estribos y se lanzó a sus brazos, que la esperaban. Él encajó fácilmente el impacto de su ímpetu y su peso, alzándola en el aire y haciéndola girar.

—¡Lo he hecho! —exclamó ella, a voz en grito, entusiasmada y de una forma indigna de una dama.

—¡Lo ha hecho! —exclamó él casi en el mismo momento.

Se sonrieron, con enormes sonrisas. Él la dejó en el suelo, pero no apartó las manos de su cintura. Ella, feliz, dejó también que sus manos siguieran apoyadas en sus hombros.

—No podría haberlo hecho sin usted.

—No me dé alas; no soy tan modesto.

Ella se echó a reír.

—Excelente. Detesto la modestia con todas mis fuerzas.

Y lo quería con locura. Él lo había conseguido. La había engatusado, la había camelado y seducido para que abandonara el exilio de todas las cosas ecuestres que se había impuesto a sí misma y había restablecido un goce muy valioso en su vida.

Sus manos se deslizaron hacia su cuello y luego, antes de darse cuenta, tenía su cara entre las manos, con las puntas de los dedos acariciándole el lóbulo de las orejas. Él se quedó inmóvil mientras la risa de sus ojos adquiría una intensidad oscura y callada, casi intimidatoria, si no hubiera empezado a morderse el labio inferior.

Recorrió sus pómulos con el pulgar, dibujando su delicado contorno, sintiendo el peso y el ardor de su mirada fija y firme. Era —o debería ser— su momento, el encuentro de dos almas gemelas en un instante de gozosa camaradería.

Abrió las manos, introduciéndole los dedos enfundados en guantes de cabritilla entre el pelo, haciéndole bajar la cabeza hacia ella. Lo deseaba. Lo necesitaba. Eran perfectos el uno para el otro. Un beso, solo un beso. Y también él lo sabría no solo en lo más profundo de su corazón, sino sobre todo en su cabeza.

No la detuvo. Se amoldaba a la suave presión de sus manos, mirándola con un asombro casi ofuscado. La más absoluta dicha estalló en su interior. Había visto la luz. Por fin había comprendido el esplendor raro, único que los unía.

Se acercaron tanto que podía contar sus pestañas... y ya no se acercaron más.

—No puedo —dijo él, con una voz apenas más alta que un susurro—. Estoy comprometido con otra.

Su felicidad se transformó en frías dagas clavadas en el corazón. Sus brazos se paralizaron. Pero seguía sin dar crédito a lo que oía, como una madre que se niega a admitir la muerte súbita y sin sentido de su hijo.

—¿De verdad quiere casarse con la señorita Stoessel?

—Le he dicho que lo haría —respondió, evasivamente.

—¿A ella le importa? —Lali apenas podía impedir que su voz se tiñera de amargura.

El suspiró.

—A mí me importa.

Lali dejó caer las manos. El dolor que sentía en el pecho eran sus esperanzas reduciéndose a cenizas. Pero esas esperanzas seguían encendidas, eran puntos de una luz insoportable en medio de un montón de ascuas ardientes.

—¿Y si no se hubiera comprometido con ella?

—¿Y si mi fallecido primo hubiera elegido un medio menos fatídico de expresar su desdén por la gran ciudad de Londres? —Sus ojos eran pura embriaguez, ternura funesta y melancólica resignación—. La vida ya es lo bastante insoportable como es. No se atormente preguntándose «¿y si...?».

Las oportunidades que había perdido con la muerte de Carrington no la habían preocupado porque solo se trataba de títulos y privilegios, una alianza de negocios que había fallado. Era hija de un hombre emprendedor. Comprendía que ni siquiera los cultivos más cuidadosos rinden siempre los frutos que uno busca.

Con lord Tremaine había perdido toda la distancia y la perspectiva.

—¿Ya le ha propuesto matrimonio a la señorita Stoessel?

—Lo haré. —Se mostraba inequívoco—. Cuando vuelva a tener noticias suyas.

Lentamente, a regañadientes, ella empezó a comprender que, para bien o para mal, tenía el propósito de casarse con la señorita Stoessel. Ni la perspectiva de la riqueza ni la promesa del goce carnal lo harían apartarse del camino que había elegido.

Toda su felicidad —algo que ni siquiera remotamente sabía que le importara— dependía de su respuesta. Y la había condenado a muerte. Igual podía haber disparado contra el caballo cuando galopaba hacia él en un éxtasis irresponsable.

—Estoy segura de que serán muy felices juntos —dijo. Toda una vida de entrenamiento bajo la señora Espósito apenas fue suficiente para obligar a que ese lugar común saliera de su garganta con cierta apariencia de dignidad.

Él se inclinó y le tendió las riendas del caballo.

—El tiempo pasa volando. Llegará a casa más deprisa a caballo.

La ayudó a montar. Se estrecharon la mano de nuevo y se desearon un buen día. Esta vez, él no se demoró al tocarla.

Ochenta metros más allá, Lali se dio cuenta de que lord Tremaine no sabía exactamente dónde estaba la señorita Stoessel.

La temporada anterior, la señora Espósito, en un arranque de generosidad, había invitado a la condesa y a la señorita Stoessel a asistir a una recepción al aire libre. Habían rehusado la invitación con una larga nota llena de pesar de Martina, explicando que ya habían abandonado Londres.

A Lali le pareció extraño que un equipo que solo tenía en mente conseguir un matrimonio ventajoso se marchara antes del momento más fructífero del año para las proposiciones: finales de julio. No obstante, no se sorprendió cuando, más tarde, oyó rumores de que unas deudas acuciantes las habían obligado a dejar la ciudad antes de lo que deseaban. Tal vez, habían subestimado el coste de una temporada en Londres. Tal vez, esta era su práctica habitual y esa vez se habían equivocado al juzgar la paciencia de su casero y sus acreedores.

Entonces no había sentido interés por averiguar cuál era exactamente el caso. Tampoco lo sentía ahora. Lo importante era que lord Tremaine tenía tan poca información sobre el paradero y las idas y venidas de la señorita Stoessel en ese momento, como la propia Lali. Y a juzgar por la vacía postura de la señorita Stoessel, él era de lejos el corresponsal más fiable de los dos.

Una parte de ella retrocedió ante la dirección que seguían sus pensamientos. «Más allá de este punto hay monstruos.» Pero igual que no es posible detener una locomotora que va lanzada a toda velocidad con una simple valla de madera atravesada en las vías, sus ideas avanzaron, al ritmo insistente de «¿Y si...?» «¿Y si...?» «¿Y si...?»

¿Y si la señorita Stoessel estuviera ya casada? ¿Y si Tremaine creyera, por alguna razón, que ese era el caso?

«No consideres esa posibilidad —suplicaba su buen sentido—. No lo pienses siquiera.»

Pero su sensatez no era rival para el desgarrador dolor de su corazón, para su abrumadora necesidad de él. Podía soportar cualquier cosa solo para poder tenerlo durante un año, un mes, un día.

Si él no le ofrecía esa oportunidad, entonces la crearía ella misma, por medios lícitos o ilícitos, al coste que fuera, aunque cayesen sobre ella todas las plagas de Egipto.


Continuará...

11 comentarios:

  1. Me encanta!!!
    Esta totalmente genial! Espero mas!!! Como hoy! ;)
    No pude estar bien en el maratón:/

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  2. Entonces eso es por lo que Peter "ya no soporta" estar con ella... Es por eso que se fue! Por lo que Lali hizo para engañarlo

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  3. Claro que por lo que le dice cuando se encueran, Peter igual tuvo algo que ver con Martina después, no?

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  4. Ahora ya voy entendiendo supongo que Lali al final le mintio para poder casarse..sube más

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  5. Lali este dispuesta a todo por peter!! Otroooo :)

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  6. Lali se va a arriesgar al todo o nada.!!!

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