Cuando Lali y su amiga agotaron las reservas de
cerveza de los Darfield, dos cocheros y Withers la acompañaron a casa.
A la mañana siguiente, su dolor de cabeza era
demasiado intenso como para responder a las decenas de preguntas que la señora
Peterman le planteaba. Apenas sabía lo que estaba haciendo mientras realizaba
sus tareas. Si no volvía a ver una pinta de cerveza en su vida, tampoco la
echaría de menos.
Incapaz de soportar las miradas de desaprobación
del ama de llaves, terminó saliendo a dar de comer a Lucy pero hasta la cerda
parecía mirarla inquisitivamente.
—Eh, tú, ¡Lucy! —masculló Lali.
La inundaba el malestar tanto físico como
emocional. En sus escasos momentos de lucidez, el recuerdo de la repentina
aparición de Peter la dejaba desconcertada y exhausta. No podía pensar. No
quería pensar. Dejó caer el comedero de Lucy y empezó a caminar sin rumbo fijo.
Hacia un lugar lejos de la humanidad entera. Un lugar en el que no tuviese que
pensar.
Sin darse cuenta de lo mucho que se había alejado,
se tropezó con el campo de calabazas y gimió. Qué casualidad que hubiese
terminado en el mismo sitio en que había comenzado su pequeña epopeya. Se
arrastró hasta un árbol y se apoyó en él, para ver desde allí el campo en
barbecho.
Ese año no habría calabazas. A Máximo no le
gustaban sus trueques; igual que Gastón, no lo consideraba muy propio de una
condesa. Le había otorgado a Rosewood un fondo fiduciario para que nunca más
fuese necesario comerciar. Un fondo tan grande que le concedía voz y voto en la
propiedad. Suspirando hondo, se deslizó por el tronco del árbol y se quedó
sentada con las piernas pegadas debajo. Sus intenciones eran buenas, pero a
ella le había molestado que, nada más llegar a Rosewood, Máximo ya hubiera
exigido un cambio, con la excusa de que, como iba a casarse con ella, podía
hacerlo. Lali no se lo había discutido; estaba demasiado cansada. Peter la
había privado de toda voluntad. Peter.
Le vino a la cabeza un triste recuerdo, y volvió
la mejilla hacia la corteza suave del árbol. Con los ojos cerrados, podía ver
todos los rasgos de su hermoso rostro masculino. Por más que había intentado
quitárselo de la cabeza desde que se habían ido de Londres, Peter siempre había
estado con ella. Se le hacía horroroso que, mientras Máximo le hablaba de
matrimonio, de niños y de Bergenschloss, ella podía estar sentada
tranquilamente, fingiendo que escuchaba y pensando en Peter todo el tiempo,
anhelándolo. Hasta que el día anterior, había aparecido de la nada y le había
dicho las palabras que ella estaba deseando oír.
Lali hizo una mueca al sentir el dolor de sus
palabras por enésima vez. Si no llega a ser por Máximo, probablemente le
hubiese suplicado a él que la alejara de todo. ¡Como si pudiese escapar! Ya
hablaban de ella en Londres. El día de su partida había ido a visitar a Rocío
para despedirse, pero la horrenda lady Pritchit no le había permitido ver a su
hija. Lali se había quedado tan pasmada que se había limitado a dar media
vuelta y marcharse. Su gloriosa noche de ópera era la causa de todo, eso lo
sabía bien. ¿Por qué no le habría insistido en que fuese a buscar a lady
Paddington? ¿Por qué no habría insistido en que la llevara a casa? ¿Por qué,
ay, por qué... por qué no...?
A lo hecho, pecho. Lali estaba enferma de culpa.
Se había ido y ya no le quedaba más remedio que volver a Baviera. La sola idea
de marcharse le destrozaba el corazón, aunque sólo fuese por medio año. Los
niños también la necesitaban. Pero, lo que era más, ¿cómo iba a sobrevivir ella
sin él?
Se recolocó, la imagen de Peter viva en su cabeza.
Realmente era magnífico, pensó. Repasó mentalmente sus hombros, la línea
interminable de sus piernas musculosas, su sonrisa arrogante. Sus conmovedoras
palabras le resonaban una y otra vez en la cabeza, el tacto de sus labios en
los de ella le parecía tan real que no estaba del todo segura de que no lo
fuese. Disfrutó de aquella ensoñación apoyada en el árbol, una ensoñación en la
que se colaba de vez en cuando la dura realidad de su deber para con Rosewood y
Máximo. Torturada por la intensidad de los sentimientos que Peter le inspiraba,
Lali empezó a sentirse enferma. Pasaron varias horas hasta que reunió el valor
necesario para volver a casa.
Al día siguiente, Lali tendía distraída la ropa
limpia en una cuerda entre el nuevo granero y un árbol, decidida a no pensar ni
en Peter ni en Máximo. Por desgracia, no podía evitarlo y en seguida se dio cuenta
de que no podía pensar en uno sin pensar en el otro. Tan absorta estaba en su
dilema que percibió que la cuerda se combaba hasta que cedió por el peso de la
ropa mojada de los niños. Gruñó, recogió la ropa y fue en busca de Estefano
para que le arreglara la cuerda. Camino de la casa, oyó la estrepitosa risa de Peter
procedente del césped de la fachada principal. Cambió de dirección, volvió la
esquina de la casa y se detuvo, inestable, al ver a Peter. ¿Qué hacía allí?
Rodeado de Estefano, Cristobal, Leo y Mateo, blandía un estoque. Uno de verdad.
—Buenas tardes, señorita Espósito —dijo Peter,
alegre, como si todo fuese de lo más normal, como si hubiesen retrocedido en el
tiempo y jamás se hubiesen ido de Rosewood hacía casi un año.
Las otras cuatro cabezas se volvieron de inmediato
hacia ella. Muda de asombro, Lali lo miró recelosa.
—He encontrado este cacharro viejo en Dunwoody y
he pensado que quizá les gustase a los muchachos —observó. Sonrió y prosiguió
hablándoles de la espada a los chicos.
Ella bordeó con cautela la casa en dirección al
césped, siguiendo con los dedos el ladrillo de las paredes, recelosa de la
presencia de Peter. Se había quitado la chaqueta y se había remangado, dejando
al descubierto sus antebrazos. Su pelo, que ya tenía un poco largo, brillaba al
sol de la tarde mientras él hacía una demostración de los movimientos
fundamentales de cualquier buen espadachín. De pronto le sobrevino una imagen
viva del cuerpo de él encima del suyo, sus ojos verdes atravesándole el alma.
Sin darse cuenta, se llevó la mano a la mejilla ardiendo.
Fue el ver que Peter le dejaba el estoque a Leo lo
que la devolvió al presente, y el ataque brutal del muchacho a Cristobal lo que
la llevó a dar varios pasos rápidos e inestables hacia adelante. Pero Peter se
volvió hacia ella y sonrió tranquilizador, como si comprendiese sus recelos.
Todos ellos. Aquella comunicación no verbal breve pero extraordinaria la
sobresaltó. El la había entendido.
—Muy bien, muchacho —dijo el duque mientras Leo
atacaba.
—¡Quiero probar yo! —exigió Estefano.
Y así fue: Estefano, luego Cristobal, después los
otros. Lali observaba fascinada cómo todos ellos iban volviéndose entusiasmados
hacia él para saber si sostenían bien la espada, si sus formas le satisfacían.
Se percató de que también ellos lo adoraban y una sonrisa se dibujó despacio en
sus labios. Mientras estaba de pie apoyada en la pared de la casa viendo a los
muchachos lanzar espadazos al aire, se dio cuenta de que estaba empezando a
descongelarse el dolor de su corazón. Pero aquello, por sí solo, resultaba
aterrador. ¿En qué estaba pensando? Cuando le tocaba a Mateo, Lali giró sobre
sus talones y se fue, por miedo a mirarlo un solo instante más.
Después de aquello, Peter se plantaba en Rosewood
todos los días, normalmente acompañado de uno de los niños. Le contaba a la
desconfiada señora Peterman que estaba supervisando unas reparaciones en
Dunwoody. Lali no se lo creyó ni por un segundo, pero guardó silencio. No lo
animaba en modo alguno, pero tampoco le pidió que se fuera como lo había hecho
en Blessing Park. Sabía que debía hacerlo, pero no le salían las palabras.
Iba todos los días y la llenaba de su sola
presencia, tranquilizándola sin palabras. Él las hechizaba a todas. Hasta la
señora Peterman empezó a tratarlo mejor, aunque seguía considerándolo culpable
del rechazo del señor Goldthwaite por parte de Lali. En el césped principal, Peter
le enseñaba a Alaí el último baile de Londres, al ritmo de su potente canturreo
de barítono. La pobre muchacha lo admiraba tanto que casi se desmayó y no
mencionó ni una sola vez al señor Ramsey Saines, el joven muchacho con el que
estaba decidida a casarse algún día. Le trajo a Mateo dos libros de ficción,
uno de piratas y el otro de aventuras. Ayudó a Estefano a levantar de nuevo una
valla que el ganado había destrozado. Se llevó a Leo a dar un paseo en Júpiter
su caballo. A la hora de la cena, los niños no hablaban de otra cosa que del
señor Lanzani y las múltiples aventuras que había vivido, escalando montañas,
explorando selvas y conociendo a gente rara que llevaba faldas de hierbajos.
No podía evitar sentirse atraída a dondequiera que
él fuese, pero mantenía una distancia razonable. Al principio, se negaba
incluso a hablar con él, por miedo a traicionarse a sí misma y, en última
instancia, traicionar a Máximo. Pero era imposible resistirse a él. Al cabo de
unos días, Lali empezó a responder tímidamente a su charla. Él le preguntó qué
planes tenía para Rosewood. Ella le explicó detenidamente la idea que había
tenido, y que Máximo había rechazado, de montar una granja lechera y cambiar
sus productos por comida y diversos artículos de confección. Estaba convencida
de que le diría que no iba a funcionar, pero la sorprendió proclamándola una
idea maravillosa, y estuvo de acuerdo en que Rosewood no podía confiar en la
tierra para obtener el grano con el que mantenerse. Se ofreció a ayudar, dijo
que conocía a un lechero que podía ayudarla a empezar si se presentaba la
ocasión. Lali se dio cuenta de que sonreía mientras él hablaba, mientras
charlaba entusiasta de sus sueños con él, alentada y entusiasmada por su
aprobación tácita.
Incluso reunió el valor suficiente para
preguntarle por Sutherland Hall. Él fue animándose según iba hablando de su
casa, entreteniéndola con anécdotas de los tres hermanos, que siempre estaban
haciendo trastadas. De vez en cuando, si ella se le acercaba, él alargaba la
mano y, como si nada, le alisaba un rizo de la sien, o le acariciaba la mejilla
con los nudillos. Sus caricias siempre la sobresaltaban: estaba tan convencida
de que sucumbiría al deseo que él le inspiraba, que procuraba no quedarse nunca
a solas con él.
Era evidente que a él no le preocupaba la
reticencia de Lali. Hacía todo lo posible por estar a solas con ella. Por un
lado, la joven ansiaba pasear con él cuando se lo pedía o montar a Júpiter con
él, o acompañarlo a Pemberheath, pero era demasiado peligroso, demasiado
tentador. Se obligaba a pensar en Máximo.
Se recordaba que Peter debería estar en Londres al
cierre de la sesión parlamentaria, no en Dunwoody, ni pasando el rato en
Rosewood. Había demasiado en juego, se decía tan a menudo, que había empezado a
canturreárselo a sí misma como si se tratase de una recitación.
Aunque pareciese imposible, empezó a amarlo más
cada día, y eso la confundía más y más. Se esforzó por pensar en Baviera, en el
regreso de Máximo, en quién era ella, pero seguía negándose a plantarle cara al
futuro. Continuaba agarrándose a los restos de un sueño. Pero entonces llegó
una carta de Gastón.
Escribía para confirmarle que Bartolomé y él
llegarían al final de la semana. En el transcurso de la nota, le contaba que,
según las últimas especulaciones, el verdadero motivo de la ruptura de lady Nina
y Sutherland había sido una mujer de título que la aristocracia londinense no
había conocido hasta aquella temporada social. En resumen, le decía que los
cotilleos sobre ella eran maliciosos.
Aquello podría haber bastado para reforzar su
decisión de casarse con Máximo, pero, más adelante, Gastón le contaba que la
aristocracia londinense estaba histérica con el posible destino de la ley de
reforma después de que ésta se hubiese aprobado en la Cámara de los Comunes.
Por desgracia, le escribió, la mayoría de los expertos consideraba que eran
pocas las posibilidades de que la ley se aprobara en la Cámara de los Lores sin
el respaldo de la alianza Reese-Lanzani, que en aquellos momentos resultaba,
como es lógico, muy dudosa. A juicio de Gastón, a todos los efectos, la ley
había muerto ya. De ahí pasaba a relatarle su plan de propugnar él mismo la
reforma, empezando quizá por su propia parroquia. Fanfarroneaba con que, en
cuanto devolviera a Rosewood el estatus que le correspondía, buscaría un escaño
en la Cámara de los Comunes.
Lali había quemado la carta de Gastón. El verla le
recordaba la realidad de la situación más allá de los límites de Rosewood. En
lugar de estar en Londres, donde tanto lo necesitaban, Peter estaba allí. En
lugar de incitar a los lores a que aprobaran las reformas y cambiaran el
destino del país, enseñaba a bailar a Alaí. Cielo santo, aunque pudiese poner
fin a su compromiso con Máximo y seguir a Peter, que no podía, ya no había
esperanza. Estaba arruinada, como Gastón y Máximo habían predicho. Sería una
fuente de bochorno constante para él, la espina que tendrían clavada el conde
de Whitcomb y su familia. Nadie lo tomaría en serio, menos aún después del
escándalo que, por lo visto, se estaba cociendo en Londres. Todo por una noche.
Una noche extraordinariamente hermosa.
Peter entró al galope en Pemberheath y detuvo en seco
a Júpiter junto al establo del pueblo. Desmontó de prisa y, malhumorado, le
echó las riendas a un mozo de cuadras junto con unas monedas. Se le agotaban
los recursos: había probado todo lo que se le había ocurrido para atraer a Lali
hacia sí, y le molestaba inmensamente no poder acercarse a ella, hiciera lo que
hiciese. Si no era porque uno de los niños se le colgaba de la pierna, era
porque la señora Peterman hacía guardia. El ama de llaves no tenía de qué
preocuparse: Lali ya procuraba no quedarse nunca a solas con él. Ni siquiera lo
reconfortaba el que ella pareciese empezar a suavizarse un poco. El día
anterior, por ejemplo, se había reído, a carcajadas, cuando Leo lo había
atizado con una pelota de goma. Peter se había distraído mientras jugaban a la
pelota al ver aparecer a Lali en el césped con aquel sencillo vestido azul
claro. Como consecuencia, le había salido un desagradable chichón a un lado de
la cabeza.
Lali había reído, pero se había negado a pasear
con él. Casi se lo había suplicado, cansado de ser un caballero. «Ven conmigo, Lali.
Sólo a dar un paseo, nada más», le había dicho. Ella había palidecido y se
había mirado nerviosa los pies, para decirle después que no podía. Guando él
quiso saber por qué no, ella había empezado a trazar rayas en el suelo con el
borde de su vieja bota y había murmurado: «A Máximo no le gustaría.» Y el
condenado alemán ni siquiera estaba allí, pero ¡el control que tenía sobre ella
se extendía hasta el maldito continente!
Debía plantar cara a la posibilidad de que había
perdido. Diablos, apenas dormía de tanto plantarle cara. ¿Qué demonios se
suponía que debía hacer? No podía vivir en Dunwoody indefinidamente. Escaseaba
la compañía de seres humanos, salvo por el encargado de la finca y su esposa, a
los que rara vez veía. Con poco que pensar, aparte de salvarla, vagaba inquieto
de habitación vacía en habitación vacía, completamente obsesionado con ella.
Le fastidiaba tener que admitirlo, pero suponía
que podía ser que ella sintiera de verdad algún afecto por Máximo. ¿Significaba
eso que había dejado de quererlo a él como había proclamado tan gozosamente la
noche de la ópera? No lo sabía con certeza, y lo estaba volviendo loco... Volvería
a intentarlo una vez, decidió. Si esta vez ella no se acercaba a él, si no le
proporcionaba algún indicio de que había esperanza, se marcharía. Primero a
Londres para arreglar algunos asuntos, luego, por Dios bendito, saldría de
Inglaterra y quizá se regalara una o dos aventuras. Cualquier cosa que le
limpiase el alma de ella.
Se dirigió con paso airado al fondo de la calle
mayor, preguntándose dónde demonios podía comprarse un ramo de gardenias en
aquel pueblucho dejado de la mano de Dios.
—¡Sutherland!
Peter giró sobre sus talones. Al explorar la calle
atestada, vio a Gastón Espósito, que se le acercaba cojeando, valiéndose de su
bastón para hacer que los carruajes y los caballos lo fueran esquivando.
—Pensé que me llegaría la noticia de que la boda
se había pospuesto —dijo sin aliento al llegar hasta él.
Peter miró a la gente que los rodeaba, luego a Gastón.
—No sabía que estuvieras en Rosewood —murmuró, y
le señaló una bóveda cubierta entre dos edificios.
—Acabamos de llegar. Bartolomé ha ido a buscar a Estefano.
El muy bobo tenía que habernos recogido... Bueno, eso da igual. ¿Qué hay de Lali?
—preguntó el joven, tratando de contener la respiración mientras se situaban
bajo la bóveda.
Peter frunció el cejo.
—Tu hermana es la mujer más intratable que he
conocido jamás —le respondió, irritado, y se apoyó en la barandilla para
asomarse al ruidoso arroyo que corría bajo sus pies.
—Bueno, ¿y qué has hecho? —quiso saber Gastón.
—¿Aparte de ser tan encantador como siempre?
—respondió, mordaz—. No he hecho nada. No puedo acercarme lo bastante a ella ni
para ofrecerle un pañuelo.
—Ay, Dios —resopló Gastón—. ¿Y ya está? ¡Esperaba
más de ti, Sutherland!
Peter se volvió, furioso, hacia él.
—¿Qué demonios quieres que haga? ¿Secuestrarla?
—casi gritó—. ¡Por lo visto, está contenta de casarse con ese bávaro salvaje!
—Te equivocas —lo corrigió Espósito sin
inmutarse—. Te ama desde el día en que se tropezó contigo en Rosewood. Te tenía
idealizado, señor Lanzani. Nunca ha querido a otro desde el día en que casi la
matas.
—Yo no la... —Con un fuerte suspiro de
exasperación, Peter negó, furioso, con la cabeza—. Eso fue antes de Londres,
antes de que llegara Máximo y la reclamase. Es evidente que ha cambiado de
opinión.
—Si crees que Bergen es rival para ti, eres
imbécil. ¿Acaso no ves que Baviera es una solución muy cómoda para ella? —bramó
Gastón. Al ver que Peter no respondía de inmediato, suspiró y miró impaciente
el arroyo—. Escucha, ella cree que Baviera es el único sitio al que puede ir
ahora, y dadas las circunstancias, debo decir que coincido con ella. En
Londres, ya la han crucificado, no le queda esperanza en Inglaterra tal como
están las cosas.
Peter permaneció en silencio, abrumado por las
dudas.
Gastón gruñó de exasperación.
—Conozco a mi hermana. Sé que, cuando quiere a
alguien, lo hace sin ninguna clase de artificio. Ojalá me hubiese dado cuenta
de eso antes —susurró, más para sí que para el duque—. No soporta amarte sin
esperanza... Antes prefiere irse a Baviera. Pero tú puedes hacer que eso
cambie.
Peter volvió a mirar el arroyo, negando despacio
con la cabeza.
—Lo he intentado...
Gastón se agarró con fuerza a la barandilla.
—Lo que dijiste en Londres... Si la amas de
verdad, si verdaderamente la deseas, encontrarás el modo. Pero más vale que te
des prisa. Se casan el sábado y parten a la mañana siguiente. —No esperó una
respuesta, se alejó de la barandilla.
Peter apretó los dientes mientras oía el chasquido
del bastón de Espósito.
Disponía de cuatro días.
Continuará...
+10 :o!!!
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ResponderEliminarme encantaa!!
ResponderEliminarsube otro porfaa!!
ResponderEliminarOjala lali lo acepte :c
ResponderEliminarme encanta la novela
ResponderEliminarsigueeee
Mas!!!!
ResponderEliminarK convincente Gastón
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