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sábado, 4 de julio de 2015

CAPÍTULO 29



Tenía la cabeza como un bombo. No sólo eso, debía de haber comido barro la noche anterior, a juzgar por el modo en que le apestaba el aliento. Que Dios lo asistiera, pero aquella mujer lo había hecho sobrepasarse tres noches seguidas ya y la última había sido la peor de todas. Peter levantó la cabeza del escritorio y trató de abrir los ojos, pestañeando ante los rayos de sol que se le clavaban en el cerebro.

Aquella locura tenía que cesar. Tenía abandonadas sus responsabilidades y aterrada a Nina. Ella se esforzaba por ser comprensiva, pero lo agobiaba con su preocupación, su constante pulular, su incesante preguntar si había algo que ella pudiese hacer por él, si necesitaba algo. Sí, necesitaba algo, algo que ella no podía darle.

Cuando la puerta de la biblioteca se abrió y volvió a cerrarse, Peter no levantó la vista.

—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó Pablo. Peter le hizo una seña para que bajase la voz—. ¡Tienes una pinta espantosa, hermano! A juzgar por tu aspecto, supongo que no hace falta que te diga que la condesa de Bergen se ha marchado de Londres...

—¿Q-qué has dicho? —inquirió Peter, levantándose de la silla con un esfuerzo supremo.

—He dicho que tienes una pinta espantosa...

—¡Lo otro!

Pablo suspiró molesto y cogió el cuello de camisa que su hermano se había quitado.

—Se fue. Ayer.

Hundido, Peter cerró los ojos; la cabeza le daba vueltas. Ella se había ido. Se cogió el puente de la nariz y deseó con todas sus fuerzas que la habitación dejase de moverse.

—¿Ayer? —graznó.

—En compañía del alemán.

—Maldita sea —protestó.

—Dios, Peter, ¿cuándo vas a poner fin a este fastidioso encierro tuyo? ¿Recuerdas que te casas en unos días? Deberías tratar a tu prometida con la adoración que merece en vísperas de una ocasión tan especial, en lugar de sumergirte en el alcohol una noche tras otra.

Si hubiera tenido una pizca de fuerza en aquel momento, Peter le habría abierto la cabeza a su hermano. Y Lali le decía que él era arrogante.

—¿Cuánto tiempo piensas servirte de la autocompasión? ¿Cuánto más vas a dejar que engorden los rumores? ¿Sabías que anoche Nina asistió a un concierto sin ti? Les dijo a los Delacorte que estabas enfermo, pero, como te tomaste una copa en White's por la tarde, Delacorte sabía que era una mentira. Ah, pero no te preocupes, tu prometida lo pasó muy bien con su prima, la señorita Broadmoore. Se lo pasó en grande, por lo visto. Parece que las tornas han cambiado: ahora es Nina el blanco de los chismes.
Peter se frotó las sienes en un vano intento de disipar aquel dolor punzante.

—Será blanco de chismorreos constantes en cuanto se convierta en duquesa, así que más vale que se vaya acostumbrando. Dios sabe que yo ya lo he hecho.

El antipático gruñido de Pablo resonó en toda la estancia.

—Mira, lleva a Nina al baile de Fremont esta noche. Eso acabará con las peores especulaciones.

—No sé —dijo Peter con una habla arrastrada mientras se incorporaba despacio en el asiento con una mueca de dolor—. Ya le había prometido mis atenciones a una botella de whisky.

—Muy bien, basta ya —dijo Pablo impaciente, alzando las manos—. Puedo entender que te hayas encaprichado de la condesa, es guapa y encantadora, pero no es más que eso, Peter, un capricho. ¡Se ha ido, por todos los santos! Y, según Paddy, ese asqueroso tío suyo ha anunciado su compromiso con el conde de Bergen. De modo que más vale que pongas fin a este enamoramiento adolescente y continúes con tu vida.

—Dime, Pablo, ¿hay algo más que pueda hacer para complacerte? —preguntó Peter amargamente.

Hastiado, el joven tiró el cuello de camisa.

—Creo que has perdido la cabeza.

La cabeza, no. El norte, pensó él, y se obligó a mirar a su hermano.

—Llevaré a Nina al baile de los Fremont esta noche, que toda la aristocracia londinense sepa que a Sutherland no le pasa nada. Somos una familia muy feliz, no te preocupes.

—Bien —dijo Pablo, y se dirigió a la puerta. Luego se detuvo y miró por encima del hombro—. Animo, no puede ser tan malo. Pronto la habrás olvidado, como a las demás.

Peter resopló cuando la puerta se hubo cerrado y su hermano hubo desaparecido. Jamás la olvidaría. No había whisky suficiente en el mundo para eso.


La indignación de Pablo, sospechaba Peter, había hecho que Elena acudiera corriendo, pues la repentina aparición de su madre no podía explicarse de otro modo. Estaba sentado en su estudio, con la cabeza colgándole de una de las orejas del sofá de cuero, mirando fijamente el fuego. Lali se había ido con el condenado alemán, y no había nada que él pudiese hacer al respecto. El mismo estaría casado a finales de mes; no le extrañaba que ella fuese a hacer lo mismo. A fin de cuentas, todo el mundo debe encontrar a su pareja, alguien de su misma categoría social y que satisfaga las expectativas de la aristocracia inglesa. Todo el mundo tiene que sentar cabeza a la larga. Él lo haría. Ella también. La vida continuaba. Y él aprendería a soportar aquella agonía.

Era eso lo que meditaba cuando Elena se plantó a la puerta de su santuario, con los brazos en jarras. Peter, que no estaba de humor para una charla materna, apenas la miró.

—Parece que mi hijo tiene un problema —señaló con voz imperiosa.

Eso era decirlo suavemente. Peter suspiró impaciente.

—¿Qué pasa, Pablo ha olvidado mencionarme algún otro delito?

—El sarcasmo no te sienta bien, Juan Pedro —dijo ella, entrando en la estancia como si flotara—. Además, Pablo tiene razón. Te has comportado de forma abominable estos últimos días.

—Debo agradecerle a Pablo su completo dossier.

—He hablado con Nina hace un rato —prosiguió ella, ignorando el sarcasmo mordaz de su hijo—. Me confesó que has estado muy distante con ella. Teme que te lo estés pensando mejor. Algo muy lógico, claro.

—Qué bueno —se mofó—. Sólo Nina puede conseguir que mi conducta suene razonable.

Elena se dejó caer al borde de una silla que había junto a él.

—No hago más que preguntarte por qué te portas así. Eres un hombre educado, Peter, un hombre decente y cariñoso. No eres de los que provocan chismorreos ni desatienden los sentimientos de otros o hacen daño intencionadamente a los seres queridos.

—Mamá, lo siento, ¿de acuerdo? —se disculpó él con una gélida impaciencia.

Pero ella siguió como si aún no hubiese hablado.

—Así que me he preguntado ¿qué demonios ha podido hacer que olvide todo civismo y se comporte de ese modo? ¿Qué ha podido hacer que repudie las lecciones que ha aprendido desde niño sobre venerar a las mujeres de su vida?

—Estupendo. ¿Y qué contesta Elena? —señaló él burlón.

—Que sólo puede haber una razón. Que, por fin, su hijo ha descubierto el amor.

Sorprendido, Peter se volvió hacia ella; lo miraba fijamente, desafiándolo a que lo negara.

—No me cabe duda de que Elena tenía una opinión al respecto —añadió él despacio.

Ella sonrió con ternura.

—Sólo que reza para que sea verdad —murmuró ella. Peter frunció el cejo con desaprobación; para él era inconcebible que su madre quisiera lo que insinuaba.

Sin embargo, con su sonrisa, ella le confirmó que así era.

—Soy madre, Juan Pedro, y conozco bien a mi hijo. Sé que no expresa sus sentimientos, suponiendo, claro, que albergue alguno. Sé que cree que ha encontrado un buen partido, uno que contará con la aprobación de todos. También sé que no ama a su prometida y que lleva a otra mujer en su corazón. Y que jamás habría esperado que algo así sucediese, ni en mil años.

Dolido de que ella lo hubiese calado tan hondo, resopló con desdén.

—¿Y qué tiene que ver el amor con todo esto? —preguntó, conflictivo.

—No seas imbécil, cariño. Tiene que ver todo con todo. —Sonrió.

Con gran condescendencia, Peter meneó la cabeza, pero Elena se limitó a reír.

—¿Recuerdas el día de la fiesta de los jardines de lady Darfield?

El asintió receloso.

—Aquella fiesta me pareció extraordinaria. Jamás te había visto mirar a una mujer como mirabas a la condesa de Bergen, y en seguida supe lo que era. Como dicen los franceses, «el amor verdadero es como un fantasma: muchos hablan de él pero pocos lo han visto».

Peter puso los ojos en blanco, exasperado.

La mujer se trasladó de pronto a la otomana que había delante de él y se inclinó hacia adelante, apoyándole la mano en la rodilla.

—Ay, cariño, ¡ni te imaginas lo cierto que es! Yo tuve la fortuna de conocer el amor verdadero con tu padre, y no alcanzo a explicarte lo valioso que es. En los tiempos que corren, en que los matrimonios suelen ser de conveniencia, siempre me ha desesperado que encontraras el amor verdadero. Me había resignado a que te casaras con cualquier boba recién presentada en sociedad a la que no le interesara otra cosa que el hecho de que le hicieran reverencias...

—¡Mamá!

—Pero sé lo que vi en tus ojos aquel día, ¡como sé lo que vi en los de ella! La amas, Peter, ¡y no puedo quedarme parada mientras se escapa la oportunidad de verte felizmente casado!

El intentó negarlo, pero era tan incapaz de mentirle a su madre como a su hermano. Además, habría sido inútil. Ella estaba preparada para que él la desafiara, podía verlo en la posición de sus labios.

—Ha dejado la ciudad —dijo él despacio, dubitativo—. En compañía del alemán.

—Ja —bufó Elena con un manotazo al aire—. A mí él no me preocupa, ¿y a ti?

—Me parece que en realidad ella no me quiere —murmuró él.

—¡Bobadas!

—Cree que la he utilizado.

—¿Lo has hecho?

—No —espeto él, furioso—. Jamás lo haría.

Elena le cogió la mano y la sostuvo con ternura entre las suyas. Se hizo el silencio en la estancia mientras madre e hijo se miraban. Curiosamente, se sintió de pronto aliviado, como si le hubiesen quitado un gran peso de encima.

—Debes ir a buscarla, claro —dijo ella al fin—. Y no dejes que ese alemán te lo impida. La condesa no lo ama.

Peter estuvo a punto de poner en duda la sabiduría de su madre en ese frente.

—¿Y qué pasa con Nina?

Elena suspiró con tristeza.

—Bueno, eso no va a ser fácil. Te odiará, te despreciará por completo, pero algún día te agradecerá que hayas sido sincero con ella.

—Cuesta imaginarlo —se mofó él.

—Supongo que le llevará años. Quizá esto te suene algo retorcido, pero tu incertidumbre no es justa para ella. Ella te adora y tú no puedes corresponder a ese afecto. Sospecho que algún día, antes o después, ese vínculo se romperá. ¿Y quién sabe? Puede que se sienta aliviada de algún modo. Tú no has sido precisamente un novio atento.

Peter miró a su madre con cautela.

—Antes no pensabas así.

—Claro que sí —dijo ella, acariciándole el dorso de la mano—. Pero imagino que me daba un poco de miedo hablar de ello. Hasta que no volviste de Tarriton no me di cuenta de la intensidad de tus sentimientos por la condesa. Y hasta estos últimos días no he sido consciente de lo desolado que estabas. Sea como fuere, ninguna madre puede ver sufrir así a un hijo y no querer remover cielo y tierra por arreglarlo. —Se llevó la mano de Peter a los labios y la besó.

A él se le llenaron los ojos de lágrimas; abochornado, pestañeó y miró en seguida al suelo.

—G-gracias, mamá. Pensaré en lo que me has dicho.

Elena le sonrió.

—Sé que lo harás, cariño. Ahora, si me disculpas, debo ir a mejorar la existencia de mi hijo menor.

—Temo que va a ser difícil mejorar dos vidas en un solo día, pero permíteme que te sugiera que empieces por su maldita costumbre de chismorrear sobre su hermano.

Elena se levantó, riendo. Se agachó para darle un beso en la mejilla a Peter.

—Te quiero, Peter. Sólo quiero lo mejor para ti.

Él le agarró la mano y le besó los nudillos.

—Lo sé. Y yo te quiero por eso.

Continuará...

+10 :')

13 comentarios:

  1. Awww que linda elena!!! Lo dejo libre!!!

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  2. Aunque pense que también iba a arreglar el problema de nina

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  3. No puedo creer como no hizo nada excepto emborracharse

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  4. Que linda su mami , me encanta mas

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  5. es tan tonto este chico jaja espero que vaya por ella! quiero mas!

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  6. quierooo otroo mass pliss!

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  7. que lindo alena! se dio cuenta de lo siente su hijo y quiere q sea feliz... espero mas

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  8. ++++++++++++++++++++++++++

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  9. me encanta esta novela.. espero que puedan ser felices los dos

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