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miércoles, 1 de julio de 2015

CAPÍTULO 21



Peter no podía creer lo que estaba haciendo. Sentado en un faetón, en Russell Square, con un ramo de gardenias en el regazo, le costaba creer que hubiese ido realmente a verla. Cielo santo, ni siquiera recordaba la última vez que había ido a ver a una mujer. Pero no le quedaba otra opción, después de dos días y dos noches de inquietud creciente en Londres, había decidido que necesitaba verla y resolver de algún modo su lucha interna, o volverse loco. Eso suponiendo, claro, que no estuviese ya de atar.

Llevaba al menos quince minutos sentado en el coche a la puerta de la casa. Al llegar a la plaza, había visto al bávaro salir de la vivienda con una caja al hombro llena de algo que parecían tomates. Peter odiaba al gigante por estar en Londres, por seguirla a todas partes. Por cargar con la condenada caja de tomates.

Una pareja de ancianos pasó por delante y se lo quedó mirando, intrigada. Suspiró y se obligó a bajar del coche. Cogió las gardenias, se dirigió a la puerta principal y llamó. Un hombre menudo le abrió casi inmediatamente y lo miró con gran recelo.

—Buenos días. ¿Está en casa la condesa de Bergen?

—Tarjeta —sentenció el hombrecillo.

Obediente, Peter se sacó una del bolsillo del abrigo y la depositó en la bandeja que el anciano le plantó delante. El mayordomo echó un vistazo a la tarjeta y lo sobresaltó cerrándole la puerta en las narices. Peter descansó su peso en la otra pierna, sintiéndose completamente ridículo por tener que esperar allí plantado como si fuese un jovenzuelo conquistador. Por suerte, el anciano de pelo cano no tardó en abrir la puerta de nuevo.

—Salita —proclamó y, con la cabeza, le indicó el camino.

Peter le dio las gracias de modo similar y entró. Increíblemente, logró contener su gran sorpresa al ver la inusual decoración. Camino de la puerta que el mayordomo le había indicado, sólo se detuvo a mirar con detenimiento una armadura completa.

Entró en la salita y echó un vistazo alrededor. Para gran decepción suya, descubrió que Gastón Espósito estaba sentado solo en aquella estancia.

—Usted debe de ser el señor Espósito. Soy Peter Lanzani, duque de Sutherland.

—Sé quién es —respondió el joven, y se levantó despacio de su asiento, enderezándose para alcanzar más altura, y se acercó cojeando al escritorio principal.

Algo cohibido, Peter se cambió de brazo el ramo de gardenias que traía.

—¿Está en casa la condesa de Bergen? —inquirió, incómodo por tener que preguntar.

—No. Ha salido con lord Westfall —replicó Gastón con frialdad, luego se cruzó de brazos, más por mantener el equilibro, al parecer, que por afectación.

Molesto al saber que había vuelto a salir con David, Peter suspiró.

—Entiendo.

—¿Seguro?

El tono amargo del comentario lo sorprendió.

—¿Cómo dice?

—Mi hermana no es ninguna vividora. Es una joven sencilla. Y no entiendo, se lo juro, por qué la persigue.

Eso era lo que Peter llamaba ir directo al grano. El condenado ramo de gardenias empezaba a irritarlo y se lo pasó nervioso al otro brazo.

—Disculpe, señor Espósito, pero yo no persigo a su hermana —le replicó con aspereza—. Sólo vengo a hacerle una visita de cortesía.

—¡No voy a cruzarme de brazos mientras juega con ella! —anunció Espósito, inflando su joven pecho—. No hay razón alguna por la que deba visitarla. Ella pertenece a un estatus social inferior y, dado que usted va a casarse, sólo puedo concluir que está jugando con ella.

Atónito ante semejante acusación y, lo que era peor, lo que había de cierto en ella, Peter frunció los ojos amenazadoramente.

—Señor Espósito, por esta vez, le perdono el inmerecido ataque a mi persona. Si cree que mi amistad con la condesa de Bergen precisa la aprobación social, se equivoca —resolló ofendido, e indignado se tragó el nudo de hipocresía que se le hizo en la garganta—. Quizá sea preferible que vuelva en un momento más oportuno. —Sin esperar una respuesta, abandonó a grandes zancadas la estancia con las malditas gardenias aún en sus brazos.

Pasó aprisa por delante del mayordomo, ocupado engrasando los goznes de la armadura y, de pronto, se detuvo. Se volvió bruscamente y le endosó el ramo al diminuto hombre, que lo cogió sin pestañear apenas y de inmediato lo dejó a los pies de la armadura. Pasmado, Peter salió hacia su coche y subió de un salto al asiento, luego puso al ruano a trote rápido, sin saber muy bien adonde se dirigía. Contuvo una carcajada amarga. Por lo visto, últimamente no veía con claridad absolutamente nada de lo que lo rodeaba.


A las dos en punto de la tarde del día siguiente, Peter llegó a Russell Square a caballo, desmontó sin dudarlo un instante y le dio una moneda de dos peniques a un mozo para que le guardase la montura. Enfiló decidido el estrecho sendero que conducía a la puerta principal y llamó con rotundidad.

—Buenas tardes —dijo Peter cuando se abrió la puerta—. Por favor, comunícale al señor Espósito que he venido a ver a su hermana. Otra vez.

El extraño y diminuto mayordomo no pestañeó, se limitó a cerrarle la puerta en las narices como había hecho el día anterior. Peter se apoyó desenfadadamente en el marco de la puerta hasta que ésta volvió a abrirse al cabo de unos minutos.

—¿Salita? —saltó Peter.

El gesto estoico del sirviente no varió; se limitó a asentir con la cabeza y hacerse a un lado. Tras depositar su sombrero y sus guantes en una mesita, Peter cruzó el vestíbulo, percatándose vagamente de que la armadura había cambiado de sitio desde el día anterior.

La salita estaba vacía y observó por primera vez la extraña mezcla de elementos decorativos y trofeos de caza. Se hallaba ya distraído cuando oyó el ruido de un bastón sobre el suelo de madera del pasillo.

—¿Me buscaba? —preguntó Espósito con una sonrisa de suficiencia mientras entraba en la estancia cojeando. Con un gesto de impaciencia, se acercó a un sillón.

—Buscaba a su hermana, pero seguro que no está en casa —contestó Peter mientras Espósito se sentaba.

Miró el corbatín de Peter y su chaleco ajustado.

—Está en lo cierto —respondió.

—Déjeme adivinar. Ha ido a pasear con lord Westfall.

Sonriendo satisfecho, Espósito negó con la cabeza.

—Con el conde de Bergen.

Peter miró impaciente hacia el techo liso.

—Jamás habría pensado que a alguien pudiese gustarle tanto pasear por el parque como a su hermana.

—Lo que a ella le guste no es asunto suyo. Mi hermana no desea verlo.

—Supongo que eso se lo ha dicho ella —inquirió Peter con una risa socarrona.

—Si no recuerdo mal, usó el término «imbécil». Yo, en su lugar, olvidaría esta locura.

—Usted no está en mi lugar, señor Espósito —replicó Peter sin alterarse—. Ni le gustaría estar, créame. Como yo sí, sólo me queda esperar. —Dicho esto, se sentó en un sofá rojo.

Aquello llamó la atención de Espósito.

—¿Cómo dice? —preguntó, incrédulo—. No puede quedarse aquí esperando.

—¿Y quién me lo va a impedir? —inquirió Peter muy sereno. Espósito se quedó paralizado y se sonrojó.

—Su actitud es una ofensa a la hospitalidad de mi tío.

Peter sonrió.

—Su tío está pasando el día en Wallace House. Lo sé bien porque mi tía Paddy ha estado más de media hora quejándose del desafortunado giro de los acontecimientos.

Espósito se puso aún más serio. Peter meneó la cabeza.

—Deseo hablar con su hermana, señor, y, salvo que decida batirme en duelo con el alemán para conseguirlo, no me queda sino esperar a que vuelva.

—No puede imponerle así su presencia si ella no quiere verlo —insistió Espósito.

Claro que podía. Peter miró al joven que tenía enfrente, visiblemente indeciso e incómodo. Estaba convencido de que Espósito no tenía ni idea de lo que era que a uno le ardiesen las entrañas de anhelo, evitar el descanso para que el sueño de las caricias de una mujer no lo atormentara.

—¿Es ella la que no quiere verme o es usted? —preguntó Peter tranquilamente.

Gastón abrió mucho los ojos; Peter respiró hondo.

—Le honra proteger así a su hermana; es muy afortunada de tenerlo.

El joven lo miró receloso, sin saber muy bien qué responder.

—Es una responsabilidad que no me tomo a la ligera.

—Por supuesto que no. Pero el caso es que hay ocasiones en que un hombre debe sopesar su responsabilidad en circunstancias que escapan a su control.

El hermano de Lali frunció el cejo.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Quiero decir que, en ocasiones, independientemente de su situación, un hombre conoce a alguien tan extraordinario que debe seguir su instinto. Yo no juego con su hermana, señor. No podría; la respeto demasiado. Jamás le haría ningún daño, pero su amistad es muy importante para mí. Tanto que estoy dispuesto a desafiar los convencionalismos sociales por poder hablar con ella. Debo hablar con ella.

Espósito no dijo nada, visiblemente confundido. Peter sonrió con frialdad.

—¿Podría al menos ofrecerle a un hombre una copa después de semejante confesión?

Gastón titubeó. Despacio, se levantó de la silla y se acercó cojeando al aparador.

—¿Oporto? ¿O prefiere whisky? —preguntó muy serio.

—Whisky.

Le sirvió un vaso, él se puso un oporto. Luego volvió a su sitio y miró por la ventana mientras bebía a sorbos. Peter estaba dispuesto a esperar, a discutir, a batirse en duelo si hacía falta. Entendía que Espósito estuviese molesto; aquello era la personificación del descaro, lo sabía, pero... a grandes males, grandes remedios. Permanecieron sentados en silencio durante lo que parecieron horas, hasta que Espósito apuró su bebida y miró a Peter de reojo.

—¿Cuánto tiene pensado esperar? Aún puede que tarden horas.

—Lo que haga falta.

Con un resoplido, Espósito volvió a levantarse. Se acercó al aparador, cogió la botella de oporto y se la llevó a su sitio. Se sentó, le quitó el tapón a la botella y la ladeó. Se sirvió otro vaso, luego dejó la botella de mala manera en una mesa, haciendo que la pezuña del oso disecado de Dowling se tambaleara de forma extraña.

—Lali tiene razón, ¿sabe? Es usted un imbécil arrogante. Supongo que lady Nina está al tanto de su visita de cortesía —insinuó.

Peter lo miró ceñudo por encima del borde de su vaso.

—Le aseguro que mi prometida no me prohíbe que mantenga amistades.

—No me trate con condescendencia, Sutherland. No soy estúpido.

El muchacho tenía agallas, debía reconocérselo.

—No, yo jamás lo llamaría estúpido. —Peter se puso de pie y se acercó al aparador—. Muy al contrario. —Siguiendo el ejemplo de su anfitrión forzoso, cogió la botella de whisky y volvió al sofá con ella—. Sus incursiones en Southwark lo demuestran. Hay que ser muy listo para ganar con tanta frecuencia.

El vaso de oporto se detuvo a medio camino de la boca de Espósito.

—¿Cómo sabe eso?

—Los rumores vuelan, amigo mío —repuso Peter—. Tengo entendido que sus ganancias no son nada despreciables. El alemán debe exigir una dote sustanciosa.

Espósito miró su vaso.

—Es obvio que le resulta inconcebible que Bergen no precise dote. Imagine, un matrimonio sin el intercambio comercial de rigor. Mis ganancias son para Rosewood. Claro que de eso usted no sabe nada, porque no es algo que le divierta —respondió con arrogancia.

—Al contrario, estoy muy familiarizado con Rosewood —reconoció Peter.

Espósito levantó la cabeza de golpe y frunció los ojos a modo de muda acusación. Peter rió y levantó la mano como suplicando.

—No suponga lo peor. Me topé con la finca un día que mi caballo se quedó cojo. De forma completamente accidental, se lo aseguro.

Los ojos de Espósito, visiblemente atónito, se abrieron mucho mientras exploraba el rostro de Peter.

—¿Aquél era usted? ¿El señor Lanzani?

—¡Claro que era yo! Seguramente ya lo sabía —replicó Peter.

—Lanzani. Maldita sea. ¡Debería haberlo supuesto! —gruñó, cerrando los ojos.

—Imagino que no por eso me va a apreciar —inquirió Peter con una risita irreverente.

Espósito le dedicó un gesto de desaprobación.

—¿Es por ello menos duque? ¿Cambia eso su inminente matrimonio? ¿Mejora en algo la situación de mi hermana?

Demonios, no había una buena respuesta para eso, pensó Peter, y sabiamente decidió no contestar. Apuró el whisky y se sirvió otro. ¿Qué pretendía realmente hacer con Lali cuando la viera, aparte de estar cerca de ella y respirarla?

Gastón no confiaba en lo que el duque quería de verdad, y eso lo inquietaba. ¿Amistad? Le costaba creer que eso fuese todo. Se sirvió otro oporto y miró a Sutherland con recelo. Cielo santo, ¿cómo había pasado por alto una conexión tan obvia? Peter Lanzani, duque de Sutherland, el señor Lanzani. ¿Cómo no había sido capaz de sumar dos y dos? ¿Por qué no se lo había dicho Lali? Porque, se recordó furioso, ella sabía que él era el señor Lanzani, el caballero rural del que se había enamorado locamente. Y cada vez que había salido a colación el tema de Sutherland, Gastón se había deshecho advirtiéndola de las intenciones del muy sinvergüenza. Cielo santo, habían discutido amargamente sobre ello el fin de semana anterior, en Rosewood. El sospechaba lo que ella sentía. Ella, por supuesto, lo había negado con rotundidad, pero de pronto todo era claro como el agua. Lali amaba a aquel canalla. Aquel canalla capaz de cambiar una nación con un simple discurso.

Todo parecía indicar que la ley de emancipación católica se aprobaría en la Cámara de los Lores, y eso se debía en gran medida a la constante persuasión de Sutherland durante los últimos dos días. Gastón lo sabía bien; había seguido los debates con atención. La perspectiva lo entusiasmaba. Si se les concedía un escaño en el. Parlamento a los católicos, no tardarían en llegar otras reformas que permitieran una representación equitativa. Y, con una representación justa, o más bien una representación que defendiera los intereses de las fincas pequeñas como Rosewood, era muy posible que la residencia de la familia volviera a florecer. El día anterior, sin ir más lejos, había colaborado en el ensalzamiento del duque de Sutherland como héroe popular. La imagen de aquel poderoso agente de cambio resultaba difícil de reconciliar con la del hombre que estaba sentado en su salita en aquel momento.

—Hace muy buen tiempo para esta época del año, ¿no le parece? —preguntó el duque distraído.

A Gastón le pareció un comentario de lo más ridículo viniendo de semejante visionario, dado que había llovido cuatro de cada siete días desde que estaban en Londres, y así se lo hizo saber. A Sutherland lo ofendió la caracterización que Gastón hizo de Londres como nido de toda clase de conductas desviadas, lo que los llevó a hablar de los méritos de la capital en general. Como los dos apuraban una copa detrás de otra, la conversación terminó convirtiéndose en un acalorado debate sobre cuestiones diversas, desde el Parlamento hasta el comercio exterior, del que obviamente Peter sabía mucho, pasando por el Gobierno y la inversión en valores privados, con la que Gastón estaba muy familiarizado. Y entonces, milagrosamente, los dos hombres empezaron a coincidir en el tipo de reformas que hacían falta para el fomento de una economía sana. Después de su quinto vaso de oporto, Gastón llegó incluso a elogiar el discurso más reciente del duque sobre ese mismo tema.

Al cabo de tres horas, Gastón y Peter habían discutido sobre todos los temas sociales habidos y por haber, habían bebido lo bastante para ver borroso y aún no habían resuelto el problema tácito que Lali les planteaba. Gastón se mostraba inflexible en ese frente. Con cada vaso de oporto, su deber para con su hermana se arraigaba aún más. Peter estaba dispuesto a acampar en el sofá si era necesario, pero, como aquello no era solución, llevado por la embriaguez, se le ocurrió proponerle una apuesta.

—Muy bien, Espósito —dijo, sonriente, mientras el contenido de su vaso chapoteaba peligrosamente y él se esforzaba por encaramarse al borde del sofá—, ya que se le dan tan bien las cartas, ¿por qué no invierte en lo que defiende?

—Yo siempre defiendo mis inversiones—intentó corregirlo Gastón.

Peter frunció el cejo y le hizo un gesto con la mano.

—No, no. Le hablo de una apuesta. La siguiente. —Hizo una pausa para contener un eructo de embriaguez y se limpió la palma de la mano en el corbatín—. Muy bien. Esta es la apuesta —repitió.

—¿Cuál es la apuesta? —preguntó Gastón como si se hubiese perdido algo.

—Estoy pensando —lo fustigó Peter, y cerró los ojos con fuerza, hizo una mueca de mareo y se concedió un instante para centrarse—. Es la siguiente. Quiero asistir a la ópera. Nos lo jugamos a las cartas.

—¿El qué? —preguntó Gastón visiblemente confundido. —La ópera.

—¡No quiero ir a la ópera con usted! —espetó Gastón con desdén, y le dio otro trago largo a su oporto.

—Cielo santo, conmigo no. Yo con Lali —exclamó Peter, horrorizado.

—Usted conoce bien a mi hermana, señor —soltó Gastón.

—¡Obviamente no tanto como Máximo! Maldita sea, ¿cuántas vueltas puede dar al parque un condenado carruaje? —gritó Peter.

Gastón rió. Peter miró furioso a su joven adversario, luego se agarró al brazo del sofá hasta que la habitación dejó de dar vueltas. Cuando pudo al menos enfocar, le lanzó una mirada de odio a Gastón.

—¿Nos lo jugamos? —repitió.

—Permítame que me aclare —balbució Gastón, e intentó inclinarse hacia adelante pero volvió a caerse de espaldas—. Si gana usted, yo llevo a Lali a la ópera.

—¡No! —bramó Peter, y maldijo por lo bajo, impaciente—. Si gano yo, yo llevo a Lali a la ópera —lo corrigió, aporreándose el pecho—. Gana la carta más alta. Es sencillísimo, Espósito.

—Pero ¿y si gano yo? —quiso saber Gastón.

Peter se calló mientras trataba de encajar el tapón en la botella de whisky. Le hizo una seña a Gastón con la mano y miró ceñudo la botella.

—Debería ganar algo —accedió.

—¡Sí! ¡Debería! —exclamó Gastón asintiendo enérgicamente con la cabeza.

—A ver..., ¿le gusta mi caballo? —preguntó Peter. Gastón rechazó la oferta con una palmada en el aire. —No voy a darle uso.

—En Sutherland Park tengo buenos perros de caza —le ofreció—. ¿Le gusta cazar?

Gastón suspiró, miró con insistencia el bastón que tenía apoyado en la silla, luego miró a Peter.

—Ah, no es lo más apropiado, ¿verdad? —murmuró, abochornado—. Déjeme pensar... Tengo dinero.

A Gastón se le iluminó el semblante.

—¡Sí! ¡Dinero! ¡Dos mil libras! —exclamó con regocijo.

Peter frunció el cejo.

—¿Dos mil libras? ¡Madre mía, sólo voy a llevarla a la ópera!—protestó socarrón.

—Pero ¡se trata de mi hermana!

—Eso es cierto —le concedió Peter, satisfecho, y al fin encajó el tapón en el cuello de la botella de whisky. Su sonrisa triunfante se desvaneció de inmediato en cuanto se percató de que su vaso estaba vacío.

—Entonces, estamos de acuerdo —resolvió Gastón con firmeza. Se levantó, con más parsimonia de la esperada, cogió su bastón y se acercó como pudo al escritorio—. ¿Mejor un dos de tres? —preguntó por encima de su hombro mientras buscaba las cartas, perfectamente amontonadas sobre el escritorio.

—Dos de tres —aceptó Peter.

Gastón encontró las cartas al cabo de un rato, hizo un comentario sobre el servicio de aquella casa y se tiró en el sofá, dejándose caer como un saco de patatas al lado de Peter.

—Más le vale no perder, Sutherland. Dos mil libras son mucho... mucho... mucho dinero —farfulló Gastón.

—Para mí no —reconoció Peter despreocupadamente, y alargó la mano para coger las cartas. Cortó la baraja con mucha parafernalia, por la parte más baja, y sacó un dos de diamantes. Gruñó y se dejó caer sobre el respaldo del sofá, llevándose un brazo a los ojos con un exagerado ademán.
—Ja —exclamó Gastón un instante después, riendo contento. Peter asomó por debajo del brazo; sonriendo como un imbécil, Gastón le bailó un seis de picas delante de la cara a Peter. Maldita sea, necesitaba un milagro.

Luego empezó Gastón, y sacó un ocho de tréboles. Esa vez, Peter se dejó de aspavientos y cerró los ojos para cortar la baraja. Sacó un diez de diamantes. Espósito se quedó pasmado y apenas arqueó una ceja.

—Supongo que me aceptará un cheque —dijo Peter con sequedad.

—Por supuesto —accedió Gastón amigablemente.

Mientras éste barajaba torpemente, Peter contenía la risa. Iba a perder, lo sabía, pero el estar tan cerca de ganar le resultaba divertidísimo en aquel momento. Sonrió a Gastón.

—Mañana por la noche a las nueve en punto —dijo con tranquilidad, luego apuró su último whisky, cortó la baraja y sacó la reina de corazones.

Gastón miró la carta alucinado. Soltó un gemido y miró fijamente las cartas un buen rato, antes de alargar la mano para cortar lo que quedaba del mazo. Le dio la vuelta a la carta despacio. Los dos hicieron un aspaviento a la vez y se miraron perplejos.

El tres de picas.

Peter había conseguido su condenado milagro.

—¡No se la puede llevar sin carabina! —gritó Gastón, enfadado.

—No, no, claro que no. Paddy también va —murmuró Peter, perplejo de su suerte.

Se hizo el silencio en la estancia mientras los dos miraban fijamente el tres de picas que Gastón tenía en la mano. Al fin, éste habló, con voz ronca:

—Deme su palabra.

A pesar de su estado de embriaguez, Peter no tuvo que preguntarle a qué se refería.

—La tiene —respondió él, tranquilo.

Gastón tiró la carta perdedora al suelo y se puso en pie. Una vez logrado el equilibrio con la ayuda del bastón, miró a Peter sin emoción alguna.

—Tengo su palabra —repitió.


Peter asintió con la cabeza en silencio y observó cómo Gastón abandonaba la salita. Sólo entonces se dejó caer sobre el respaldo del sofá completamente alborozado y se recordó que no debía dejarse el caballo al salir.

Continuará....

+10 :D!!! 

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