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lunes, 6 de julio de 2015

CAPÍTULO 40


—Adelante —gritó Peter al oír un ligero toque en la puerta de su despacho. Levantó la mirada al ver a Elena entrar decidida en la habitación, sus ojos color avellana resplandecientes—. Buenas tardes, mamá. ¿Ocurre algo? —añadió sin inmutarse.

—La verdad es que sí —contestó, y se dirigió al escritorio de él—. ¿Sabes lo que he visto hoy? He visto a un doctor al que creía compasivo rechazar una donación de confitura para su pequeña clínica. Y no un frasco, no, una caja llena. ¿Y por qué crees que lo ha hecho? —inquirió, con los brazos en jarras.

Peter se recostó en la silla.

—Seguro que estás a punto de decírmelo.

Los ojos resplandecientes de su madre se nublaron.

—Ha rechazado la donación porque la mujer que la llevaba no tenía muy buena reputación. ¿Te lo puedes creer? ¿Rechazar una donación por una habladuría?

Le costaba creerlo y negó con la cabeza.

—Me parece una mezquindad.

—¿Una mezquindad? ¡Para mí es el acto más despreciable que he presenciado en mi vida! —espetó ella, furiosa.

Divertido por su indignación, Peter sonrió.

—¿Quieres que le obligue a tragarse la confitura?

—¡La mujer era la condesa de Bergen! Y antes de que vuelvas a decirme que no la mencione en tu presencia, te recuerdo que para bailar un vals memorable hacen falta al menos dos.

El buen humor de Peter se esfumó de pronto. Miró furioso a su madre y de inmediato volvió a su trabajo, ignorándola por completo.

—Gracias por el recordatorio, mamá. Si no hay nada más...

—Sí, sí hay más —susurró, furiosa—. Es víctima del desdén de toda la ciudad, pero no cometió la infracción ella sola y ¡serás un animal si dejas que esto continúe! Cielo santo, la querías lo bastante como para anular tu compromiso, pero, por lo visto, no lo suficiente para evitar su ruina.

Peter dio un fuerte manotazo en el escritorio y algunos papeles se desperdigaron.

—¡Se acabó! —bramó. Elena sonrió, perversa.

—Sí, eso creo —dijo, dio media vuelta y salió airosa del despacho, cerrando la puerta de golpe.

Peter miró furioso hacia la puerta. Su madre era una boba meticona y no tenía derecho a entrometerse en sus asuntos. ¿De verdad creía que él ignoraba que la reputación de Lali era consecuencia directa del deseo incontenible que ella le inspiraba? ¿Qué se supone que iba a hacer él ahora? ¡Ella le había dado la espalda a él, no al revés! Lo había dejado en ridículo, ¿y ahora tenía que acudir a su rescate?

Se sobresaltó al oír que llamaban a la puerta flojito y, por un instante, valoró la posibilidad de cerrar con llave para evitar otra intromisión de su madre.

—¡Adelante! —bramó, y se entretuvo con las facturas que estaba revisando. Que le pusiera el grito en el cielo si quería; él estaba ocupado. Oyó el frufrú de sus faldas al entrar y rezó para que soltara lo que fuese y se largara. El leve olor a gardenias lo irritó; ¡tenía que llevar precisamente ese perfume, con todos los frascos que tenía en su tocador! Mojó la pluma en el tintero.

—Lo siento muchísimo.

Lali. Levantó la cabeza de golpe al tiempo que lanzaba por los aires, sin querer, algunos papeles. Dejando la pluma, se levantó torpemente de la silla y se agarró al borde del escritorio, mudo de asombro. ¡Su madre iba a pagar muy cara aquella jugada!

—Lo siento mucho, Peter. Jamás fue mi intención hacerte daño, te lo juro por Dios.

¿Que lo sentía? ¡Qué palabras tan huecas para alguien que le había inspirado un amor intenso que jamás se había creído capaz de sentir y luego se lo había tirado a la cara! Ella se le acercó, insegura, con los ojos vidriosos.

—Máximo ha vuelto a Baviera —le dijo.

Peter apretó la mandíbula de pura indignación ante la sola mención del nombre de aquel individuo.

—No puedo dejar de pensar en ti, ¿sabes? He... ¡cielo santo, he revivido tus palabras una y otra vez hasta creer que iba a volverme loca!

El se había vuelto loco. Había revivido cada momento de aquella mañana, una y otra vez, un millón de veces. Su unión. El rechazo de ella. Una punzada de dolor le había recorrido la espalda al recordarla desnuda en la casita, dispuesta a casarse con el alemán.

—No tengo nada que decirte —señaló él con aspereza—. Vete y no vuelvas. —Le dio la espalda y se puso a mirar por la ventana, rígido.

A Lali empezaron a flojearle las piernas; se agarró al canto del escritorio y se quedó mirándole la espalda. ¡Se acabó! Se había terminado. Lo había perdido. Humillada, se retiró, sin ver, hacia la puerta. Había sido una tontería ir hasta allí. ¡Haberlo amado había sido un error! Dios, ¿cómo se le había ocurrido volver a Londres? ¿Por qué no lo había dejado estar?

Agarró el pomo de bronce y tiró despacio.

«Tu sitio está a mi lado.»

Él le había susurrado esas palabras en la casita, y ella sabía de corazón que así lo creía. Había ido a por ella. Había abandonado sus obligaciones, todo, y había ido a por ella. Aquel recuerdo la enfureció de pronto. Todo aquello había sido muy difícil para los dos, pero él pensaba que su dolor era mayor, que él era el único que había sufrido.

Lali miró por encima del hombro. Peter seguía de pie junto a la ventana, con las manos sujetas a la espalda, las piernas separadas. ¿Cómo se atrevía? El dolor, la rabia, la frustración salieron a la superficie y, de pronto, cerró de golpe la puerta y se volvió para mirarlo. El ruido lo sobresaltó; se volvió, con la mirada encendida.

—¡Eres un hipócrita, Peter! ¡Me dijiste que mi sitio estaba a tu lado y te creí! —gritó, furiosa.

—¡Por los clavos de Cristo! —maldijo él, rabioso, y volvió a darle la espalda—. ¡Tu sitio no está al lado de nadie! Eres una egoísta...

—¿Egoísta? —repitió, espantada. Luego rió histérica—. ¡Claro! Soy muy egoísta, ¿verdad? ¡Por eso me he humillado delante de toda la condenada aristocracia londinense para poder decirte que te quiero con locura, Peter! ¡Te he querido desde el momento en que apareciste por Rosewood y me iré a la tumba queriéndote!

El se volvió un poco, lívido.

—Por favor, ahórrame la escenita. Es demasiado... patética —le replicó con acritud y se cruzó de brazos en actitud defensiva.

¡Maldito fuera! ¡Maldito fuera! Se dirigió briosa al centro de la estancia y se limpió las lágrimas de la cara.

—¿Tan dolido estás que no quieres más que destruirme, Peter?

Peter soltó una carcajada despectiva.

—¿No te hagas ilusiones? ¡Ya no siento nada por ti!

—¡Eres un mentiroso! Sé lo mucho que estás sufriendo... porque yo también sufro, lo creas o no. Pero ¡al menos yo no me engaño a mí misma!

A él se le inflaron las ventanas nasales y, sin darse cuenta, apretó los brazos contra el pecho.

—Ni te miento a ti, ni me engaño a mí mismo. ¡Lo que, tonto de mí, pensaba que sentía por ti, por suerte, ha desaparecido! ¡Se ha evaporado! Me lo he sacado de dentro a golpes y ya no hay forma de resucitarlo, ¿entiendes? ¡No te engañes pensando otra cosa! —le gritó.

Si le hubiese clavado un cuchillo en el corazón, no le habría dolido tanto, pero Lali sabía que mentía. Alzó la barbilla.

—¡No te engañes tú! ¿O acaso eres tan arrogante que te crees el único que ha tenido que sufrir los grilletes del deber y el honor?

Peter frunció los ojos peligrosamente, pero no respondió.

—Tranquilo, yo también sé lo que es amar sin esperanza —prosiguió ella con tesón—. Temer la noche porque el soñar contigo me destroza el alma.

Peter parpadeó de prisa; por primera vez, Lali detectó en sus ojos verdes aquel lustre. También él lo sabía y el corazón traidor de Lali se fue con él.

—Lo sé, Peter. ¡Sé lo que es querer hasta ser capaz de dejarlo todo por una caricia! Vendería mi alma por un beso tuyo. Mi corazón está en tus manos, ¿no lo sabes?

Sus conmovedoras palabras resonaron en el silencio y se colaron en el pozo vacío de su alma.

—Yo no tengo tu condenado corazón, ¡maldita sea! —espetó, furioso, negándose a reconocer la dolorosa opresión que aquella mentira le producía en el pecho—. Si eso fuera cierto, jamás me habrías dejado marchar aquella mañana. ¿Cómo pudiste dejarme salir por la puerta, Lali? —bramó. La intensidad de sus emociones hizo que un escalofrío le recorriera el cuerpo entero. Notó que los ojos se le llenaban de lágrimas y de inmediato le dio la espalda. Pero entonces la oyó reprimir un sollozo.

—¡Por tu trabajo, Peter! Todo el mundo decía que eras el único que podía hacerlo. ¡Tú eras el único que podía cambiar las cosas para tanta gente! ¡Para Rosewood! ¡El país entero te necesitaba, no sólo yo! No quería arruinarte la carrera. Ya había hecho bastante daño, suficiente escándalo. Y... y le había dado mi palabra a otro. ¡Mi palabra sagrada! —Gimió de dolor.

El hizo una mueca; la pena de su rechazo, que tan viva y fuerte era hacía apenas unos momentos, empezaba a escapársele, como las lágrimas que ya no era capaz de contener.

—¡Dios, lo siento tanto...! ¡Podría darte el cielo y no serviría para expresar lo mucho que lo siento! —sollozó ella. Él se volvió despacio y la miró, desolado. —Pero mi sitio está a tu lado, ¡y sabes de corazón que es cierto! Si no lo crees, si no puedes perdonarme algo de lo que también tú eres culpable, ¡devuélveme mi corazón! ¡Devuélvemelo, Peter! —le exigió, desesperada.

Se hizo el silencio un instante. Un instante de claridad en que el amor que sentía por ella ahogó los restos de su furia.

—¡No! —exclamó él con voz ronca e hizo una mueca de dolor mientras ella se tapaba la cara con las manos, derrotada—. Tú me lo diste. Dios sabe que quizá no lo merecía, pero no voy a renunciar a él, ni ahora ni nunca. Me pertenece.

Lali dejó de respirar y alzó la mirada despacio, perpleja.

—Lo siento, ángel —dijo él con voz dulce y, tembloroso, se limpió las lágrimas de un ojo—. Por favor, perdóname el daño que te he hecho —le suplicó.

Un destello de duda cruzó el rostro de Lali, y a Peter se le encogió el corazón.

—Si no puedes perdonarme, al menos prométeme que pasarás por delante de mi casa todos los días a las tres. —Miró a la ventana—. Prométeme que pasarás por debajo de esa ventana para recordarme, todos los días de mi vida, que si no me hubiese cegado mi estúpido orgullo, habrías sido mía.

Ella gimió en voz baja, él se volvió hacia ella con una sonrisa trémula en los labios.

—Entonces..., ¿mi sitio está a tu lado? —le preguntó ella en un susurro.

—Tu sitio debe estar a mi lado, ángel, porque llevo tu corazón justo aquí —dijo él con voz ronca, golpeándose el pecho—. Y Dios sabe que no he tenido el mío en todas estas horribles semanas.

Lali dio un grito y se lanzó a sus brazos, con aquellos magníficos ojos llenos de lágrimas. Él se prometió en silencio que no pasaría un solo día sin mirarlos y la ahogó en un beso intenso y arrebatador.

—Perdóname, Lali —susurró—. Perdóname.


Elena llevaba al menos media hora esperando delante de la puerta del despacho, paseándose nerviosa. ¡No oía nada! Había esperado los gritos, pero eso ya había pasado hacía un rato. Y de pronto no se oía nada: sólo silencio.

Cuando giró el pomo de la puerta, le dio un susto de muerte que la hizo dar un brinco en su escondite, tras la consola. Peter salió primero, arrastrando a la condesa, con una mano bien anclada en su muñeca; ella corría para igualar su paso. ¡La estaba echando! Derrotada, Elena se dejó caer contra la pared mientras avanzaban a toda prisa por el pasillo. ¡Ay, el desgraciado de su hijo! ¿Es que no veía lo mucho que se querían? ¡Estúpido!

Se apartó de la pared y se disponía a intervenir cuando la condesa lo agarró por el brazo y lo detuvo. Para asombro de Elena, ella se puso de puntillas y le susurró algo al oído a Peter. Él soltó una sonora carcajada.

—¡Cielo santo, eres un angel perverso! —La besó apasionadamente, luego la cogió en brazos,

Elena se tapó la boca con la mano al ver a Peter subir las escaleras de dos en dos mientras Lali lo regaba de besos.

Cuando desaparecieron en la planta superior, Elena salió de su escondite tras la consola, con los brazos en jarras.


—¡Vaya, vaya, qué indecentes! —Riendo satisfecha, dio media vuelta y se fue en la dirección opuesta, con una amplia sonrisa en los labios.

Continuará...

+10 :D!!!
Se viene el epílogo!

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