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jueves, 2 de julio de 2015

CAPÍTULO 23



Cuando cayó al fin el telón ante la atronadora aclamación de público, Peter sonrió al ver a Lali levantarse de un brinco del asiento para aplaudir con entusiasmo la función. Tras las últimas reverencias, los asistentes empezaron a abandonar el teatro y Lali se volvió hacia Peter, colorada de emoción.

—Ha sido maravilloso —dijo, resplandeciente. Aunque ciertamente había sido maravilloso, él habría hecho cualquier cosa por verla sonreír de aquel modo.

—Me alegro de que te haya gustado. —Le propuso que se tomaran otra copa de champán en tanto esperaban a que se despejara el teatro. Mientras él servía las copas, ella comparaba, risueña, aquella interpretación con las obras que había visto en Bergenschloss.

—Frau Batenhorst tuvo la buena suerte de ver una obra de teatro en Múnich, de niña, y, desde entonces, estaba convencida de que toda actriz que se preciara debía llevar plumas de avestruz, independientemente del papel que representara. Creo que jamás olvidaré el día que hizo de esposa de un granjero pobre, con aquel penacho de plumas de avestruz saliéndole por todas partes.

Peter rió, contagiado de la risa embelesadora de ella. Aquélla estaba siendo, se dijo, una de las noches más agradables que había pasado nunca.

—¡Grafn Bergen! De momento.

Molesto, Peter miró por encima de su hombro al gigante alemán y frunció el ceño por la intrusión, pero su sangre empezó a hervir cuando Lali le dedicó una sonrisa de oreja a oreja al forastero.

—¡Máximo! —exclamó—. ¡Qué sorpresa!

A Peter le dolió que Lali llamase tan alegremente a aquel monstruo por su nombre de pila.

—Perdona la intrusión, pero te he visto desde allí —comentó señalando vagamente al otro lado del pasillo.

—Ah —murmuró Lali, sonrojándose de forma curiosa.

Bergen posó sus fríos ojos en Peter y lo escudriñó descaradamente antes de comentarle a Lali, en alemán, que no sabía que fuese amiga particular del duque. Esta titubeó, luego sonrió cortésmente. Le respondió en alemán que ella era amiga particular de su tía, lady Paddington, que estaba de visita en otro palco. Una sonrisa de suficiencia arrugó el rostro del conde al percatarse de que la anciana probablemente no fuese consciente de la amistad entre ellos, dado que se había quedado en otro palco toda la función y acababa de marcharse con sus amigas.

A Peter le habría gustado hacerle tragar al conde su sonrisa de suficiencia.

—Por lo visto, el conde de Bergen no entiende que en Inglaterra una viuda no precisa una carabina permanente. Claro que los alemanes no son conocidos por su agudeza mental —dijo con frialdad, disfrutando del gesto de asombro que se apoderó del rostro de aquel animal al darse cuenta de que no se equivocaba al juzgar la relación de Peter y Lali,

Ella miró ceñuda al duque, pero eso no lo hizo arrepentirse en absoluto. Al contrario, lo indignó.
Los ojos del conde se fruncieron peligrosamente.

—Quizá no. Pero a los alemanes se nos conoce por nuestra... Rittertum.

Hizo una pausa y miró a Lali en busca de la palabra correcta.

—Caballerosidad —le susurró ella palideciendo.

—Caballerosidad. No permitimos que nuestras mujeres se vean en situaciones cuestionables —concluyó Bergen.

—¿En serio? Supongo que es preferible tenerlas controladas en todo momento, hasta el punto de vigilar todos sus movimientos —espetó Peter fríamente.

Lali, a su lado, frunció aún más el cejo.

—Los bávaros son muy respetuosos con sus mujeres —repuso ella, con una voz serena que contradecía la furia asesina de su mirada.

Una furia irracional empezó a hervirle en las venas. Le costaba aceptar que Lali pudiese albergar algún afecto por aquel hombre cuando él casi tenía que suplicarle que sonriera.

—Te ruego que me perdones, condesa. No sabía que en Baviera se considerara respetuoso despojar a una joven viuda de su herencia y despacharla después. Quizá allí ese tipo de conducta se considere el summum de la caballerosidad —replicó con sarcasmo.

Lali se incorporó de un respingo, y Peter, que presintió la inminente explosión, se levantó de su asiento con similar rapidez. Le cogió la mano con descaro, la enhebró en su brazo y la aprisionó para que no pudiese escapar de él aunque quisiera.

—No sea imbécil, Sutherland —señaló el conde, apretando los puños con los brazos pegados al cuerpo—. No toleraré sus insultos.

—¡Máximo! —exclamó Lali con moderación—. No te ofendas. Por favor. Le he prometido a Gastón que volveré a casa sana y salva. Se enfadará si se entera de que he sido el motivo de una disputa en público.

Bergen no pareció oírla y miró a Peter con odio.

—Máximo, por favor —repitió ella.

Él se la quedó mirando, con los músculos de la mandíbula muy apretados y, haciendo un gran esfuerzo, habló al fin:

—Hablaré contigo en otro momento —se limitó a decir, y lanzándole una mirada fulminante a Peter, dio media vuelta y salió del palco.

—¡Buenas noches! —le gritó ella mientras se iba; luego se volvió hacia Peter con tal furia que él incluso hizo una mueca de dolor. Se zafó de él impaciente—: ¡Eres despreciable!

—¿Qué delito he cometido? Dime, por favor. ¿Que me ofenda el que se deshiciera de ti? ¿O que te aceche como si fueses su presa? ¿Tanto te duele eso?

—¡Sí! ¡Claro que sí! —gritó ella, enfadada—. ¡No es asunto tuyo, en absoluto! ¡Cómo te atreves a desafiarlo tan abiertamente! ¿Y con qué fin? ¿Para humillarlo en público? —Apartó a empujones el mobiliario para poder salir del palco, pero Peter la atrapó y la obligó a tranquilizarse.

Estaba algo arrepentido, pero no lo bastante como para aplacar su frustración cada vez mayor.

—Te ruego que me disculpes, pero ésta es mi noche. Me la he ganado limpiamente. ¡Y en mis planes no había incluido a tu sombra!

—¡No era necesario que lo humillaras!

—Dudo que sea posible humillar a un hombre así —respondió Peter sin alterarse.

—Y por lo visto, tampoco es posible conseguir que te comportes civilizadamente —espetó ella furiosa—. ¡Qué arrogancia!

—Te comportas como si hubiese desairado a tu amante —gruñó Peter—. ¿Es eso lo que es? ¿Por eso le permites que te siga a todas partes? —inquirió impaciente al tiempo que dedicaba una sonrisa forzada a un conocido.

—¿Mi qué? —preguntó ella, espantada con una falsa sonrisa congelada en los labios mientras caminaban, el uno junto al otro, hacia la magnífica escalera de caracol—. ¿No pensarás que voy a responderte? ¡No sabes nada de mí, nada en absoluto! ¡Eres arrogante, presuntuoso y entrometido!

—Excelencia, ¡qué placer verlo! Espero que se encuentre bien.

Peter forzó una sonrisa.

—Buenas noches, lady Fairlane. Ciertamente, estoy muy bien.

—Condesa de Bergen —añadió la mujer, algo fría, le pareció a Peter.

Empezaron a bajar aprisa la escalera y, con un gesto de absoluta placidez, Peter le susurró:

—No habías terminado aún, ¿verdad?

—¡Claro que no! —exclamó ella con una mezcla de risa y sollozo—. Te creía muchas cosas, pero no pensé que pudieras ser tan cruel. —Sonrió a una pareja de ancianos que se les acercaba.

—Supongo que ahora sí has terminado. Permíteme que te responda con igual entusiasmo... —Se detuvo cuando la pareja les dio alcance.

—Buenas noches, señor y señora Bardett —saludó Lali.

Curiosamente, Peter observó que la mujer respondió al saludo de la joven alzando la barbilla con un inconfundible gesto de desdén.

—Sutherland, oí su discurso en la Cámara. ¡Muy inspirado! —comentó emocionado el caballero de pelo cano al tiempo que escudriñaba a la condesa.

—Gracias —respondió Peter cordialmente, intrigado por el modo en que Bartlett examinaba a Lali de arriba abajo. —Buenas noches, condesa de Bergen —dijo el anciano. —Buenas noches —respondió ella.

Peter le apretó con fuerza el codo y la empujó hacia adelante.

—Como iba diciendo, quizá yo sea la criatura más despreciable que has tenido la desgracia de conocer, pero tú eres la más testaruda, mojigata y... —se interrumpió al ver que se acercaba otro caballero.

—Sutherland, espero verlo por White's esta semana. Tengo una propuesta parlamentaria que comentarle, viejo amigo, un encuentro de inteligencias, por así decirlo.

Al oír aquello, Lali resopló y Peter le pellizcó el codo a modo de advertencia.

—¿Qué le parece el jueves por la tarde, lord Helmsley?

—Perfecto. Buenas noches, excelencia. —Sonrió e hizo una reverencia, deslizando la mirada subrepticiamente hacia Lali.

Peter la empujó con escasa delicadeza hacia un lacayo que se acercaba.

—La capa roja, por favor. —Se volvió de pronto y se la quedó mirando—. Mojigata y frívola. ¿A cuántos hombres llevas de cabeza, Lali? ¿Cuántos corazones te habrán servido en bandeja cuando...?

—¡Yo no soy frívola! —exclamó ella, indignada. El lacayo le entregó la capa, y Peter, a regañadientes, la soltó para ayudarla a ponérsela. La observó con cautela mientras se enfundaba su gabán y, tras cogerle al lacayo su sombrero de gala, volvió a engancharla rápidamente por el brazo y salió con ella por la puerta.

—En eso te equivocas por completo. Vas tirando de ellos como si de una cometa profusamente decorada se tratase. ¡Cielos, si incluso he perdido la cuenta! Goldthwaite, Westfall, Van der Mili y ese bruto de Máximo. Por el amor de Dios, me pregunto por qué demonios sigo queriendo verte. ¡Debo de estar loco! —se quejó con aspereza. Miró al cielo; había empezado a lloviznar. Suspirando exageradamente, bajó con ella la escalera a toda prisa en dirección al coche que los esperaba.

Lali, curiosamente, guardaba silencio. Él la miró con recelo; ella tenía la mirada puesta en el horizonte, pero Peter pudo ver las lágrimas que le brillaban en los ojos.

—¡Dios mío! —gruñó—. Lali...

—No soy frívola. Soy una persona muy honrada. Lo soy de verdad —dijo con voz trémula.

Aquello le produjo el mismo efecto que una dolorosa bofetada. De pronto, aceleró el paso hacia la fila de coches y la arrastró consigo.

—No llores —le suplicó en voz baja.

—Sé que te lo parezco, pero tú no lo entiendes. Jamás lo has entendido —espetó ella impotente a medida que avanzaba a trompicones junto a él. Peter le hizo una seña a uno de los cocheros—. ¡Yo no busco sus atenciones! ¡Yo no quería venir a Londres, pero no tuve elección! Me habría quedado muy a gusto en Rosewood, y voy a volver en cuanto pueda, posiblemente mañana.

El cochero abrió la puerta de la calesa, y Peter, sin pensarlo, cogió a Lali por la cintura y la subió al vehículo. Ella se agarró en seguida a los lados de la estrecha puerta para impedir que la metiera en él y le lanzó una mirada de odio por encima del hombro.

—Y tampoco he pedido verte a ti, comoquiera que se interprete eso.

El conductor del carruaje, nervioso, bajó la cabeza; sin duda habría preferido estar en cualquier otro sitio en aquel momento. También Peter. Se introducieron en el carruaje casi de un salto y cerrando la puerta de golpe tras bramarle las instrucciones al cochero.

Ella había aterrizado a cuatro patas en los cojines de terciopelo y se disponía a recolocarse, mascullando algo ininteligible y respirando hondo para contener los sollozos que se le agolpaban en la garganta.

—Lali, por Dios, no llores. No era mi intención...

—Yo no voy tirando de ellos. Es Bartolomé quien me los azuza, yo jamás —musitó—. Quiere que me case con el más rico y no me dejará en paz hasta que no lo haga, porque no hay otra solución para Rosewood. Pero ¡yo no lo creo! Tenemos productos con los que comerciar, como la lana o la leche, y sinceramente no veo por qué tengo que casarme —señaló con tristeza—. También le he explicado a Máximo que no puedo casarme con él, pero él alberga la fantasía de que cambiaré de opinión...

Peter se habría pateado si hubiera podido. Se había dejado llevar por la rabia, por unos celos injustificados de Bergen y había hablado con una rudeza que le era impropia. El coche arrancó y Lali se agarró a los cojines, tan desolada que Peter, de forma instintiva, se pasó al otro lado y la estrechó entre sus brazos.

Ella no se resistió.

—No pretendía disgustarte —le murmuró en la nuca—. No te disgustaría por nada del mundo.

—Tú no puedes disgustarme. —Lali sorbió el aire y, contradiciendo lo que acababa de decir, se secó una lágrima de la mejilla.

Él le pasó dos dedos por debajo de la barbilla y le levantó la cara para que lo mirara.

—Lo siento —se disculpó—. Lo que he hecho ha estado mal, aunque se tratase de Máximo. Pero me he dejado llevar por los... Maldita sea, no voy a fingir que entiendo que hay en ti que me hace comportarme de forma tan irracional, pero no puedo evitar... sentirme como me siento. Dios, Lali, te quiero, ¿lo sabes? Te quiero como jamás he querido a nadie en mi vida... —Se interrumpió, consciente de lo mucho que significaba para los dos lo que acababa de decir.

Ella parecía igual de sorprendida. Tenía los ojos llenos de lágrimas y le temblaba un poco el labio inferior. Aquello era superior a sus fuerzas, así que le besó la frente con ternura. La oyó ahogar un sollozo más y se inclinó para besarla en la boca. Sus labios le resultaban increíblemente tentadores: tiernos y húmedos, salados por las lágrimas. Los moldeó con los suyos, ella suspiró levemente.

Aquel leve suspiro despertó en él un deseo voraz. La lengua de Peter se deslizó despacio por el contorno de aquellos labios, luego se introdujo en su dulcísima boca para saborearla. Los dedos de Lali se enroscaron inocentes alrededor de la muñeca de él y la seducción de aquel pequeño detalle fue derribando poco a poco las sólidas defensas del hombre. Desoyendo la débil oposición de su conciencia, la atrajo hacia sí, aplastándola contra su cuerpo mientras su boca se adueñaba de la de ella con una sed intensa que no lograba saciar.

Ella se relajó en sus brazos, adaptando su cuerpo sin esfuerzo a los firmes contornos del de él. Lo invadió el deseo, que terminó manifestándose en una potente erección sobre el vientre de Lali. El se sumergía más, le pedía más, y ella le respondía con entusiasmo. Con un brazo, Peter la ancló a la erección que le reventaba los pantalones. Se sirvió de la otra mano para recorrerla, acariciarla, trazar el perfil de su pecho. Empezó a frotarse contra ella con una suave ondulación que la incitaba a acercarse aún más. Peter se quitó de golpe los guantes y la estrechó entre sus brazos, por miedo a que se le escapara y se fundiera con los cojines, en los que se encontraban, de algún modo, postrados. En su mano albergaba el pecho de ella y paseaba el pulgar por el satén de su vestido. Impaciente, coló la mano por el pronunciado escote y le acarició el pezón con la palma. Ella le gimió de placer en la boca.

Aquel sonido seductor lo despertó de la adormecedora sensación que le producía el cuerpo de Lali bajo el suyo. Aunque necesitó toda la fuerza de voluntad que fue capaz de reunir, Peter se obligó a parar. Se alzó despacio y la miró desde arriba. Allí tumbada, el pecho se le inflaba con cada bocanada de aire que inhalaba. La gardenia que llevaba prendida se le había aplastado. Cielos, cuánto la deseaba. Pero no la tomaría en los cojines de su coche como a una vulgar ramera, por mucho que le apeteciera. Le cogió la cara con las manos, le besó los ojos con ternura y la ayudó a incorporarse.

Cuando le pasó la mano temblorosa por los labios hinchados, vio que sus ojos eran casi negros. Un mechón de pelo suelto le caía seductor por la cara y Peter jamás se había sentido tan excitado. Una voluntad de hierro le impidió pedirle al cochero que los llevara a la casa cerrada de su madre en Berkley Street, donde podría dar rienda suelta a su deseo. Sería tan condenadamente fácil... Alarmado por el rumbo que tomaban sus pensamientos, se sentó de forma impulsiva en el asiento de enfrente de ella.

—No sabía que un beso podía ser así —susurró Lali.

«Yo tampoco», pensó él, impotente.

—Lali... —murmuró él, pasándose la mano por el pelo—. No debería haber... Tú mereces mucho más —espetó con voz áspera.

Ella no respondió y, sin saber muy bien qué hacer, Peter se agachó para recoger su sombrero.

Ella no respondía porque estaba preguntándose qué demonios podía haber mejor que aquel beso. Se sentía sencillamente aturdida; primero por lo agradable de la sensación, luego por la llama intensa que había encendido en su interior. El escalofrío que el extraño relámpago que había sentido cuando los labios de él se habían posado sobre los suyos se había derretido de inmediato. Su cuerpo supuraba calor y ella había perdido el juicio. Aunque él había puesto fin a tan extraordinario beso, Lali aún se sentía atrapada por la tela de araña del deseo físico, presa de la inimaginable pasión que le bullía dentro.

Se apartó el mechón de pelo del ojo. Miró hacia abajo, observó desolada que la gardenia se había aplastado y, distraída, trató de arreglarla. No se atrevía a mirarlo, empeñada en superar las sensaciones abrumadoras que se debatían en su cuerpo, su corazón y su alma. Cielos, su anhelo por él había crecido mucho más de lo que ella había podido imaginar, y el temor de no poder tenerlo jamás se le hizo aún más insoportablemente real.

Tan real que, en aquel momento, pensó que haría lo que fuera por averiguar qué se sentía al ser amada por Juan Pedro Lanzani. Cielo santo, al cabo de dos meses cumpliría veinticinco años y nunca había experimentado lo que su cuerpo en esos momentos le reclamaba con vehemencia. Cuando el cochero giró hacia Russell Square, sufrió un ataque de pánico. Puede que nunca volviera a tener aquella ocasión, ¡en toda su vida! Jamás amaría de aquel modo, y su única oportunidad se desvanecía con el golpeteo de los cascos de los caballos sobre el suelo adoquinado. Se iría a la tumba anhelando con desesperación las caricias del hombre al que amaba si no hacía algo. Ya.

—¿Peter?

El levantó la cabeza bruscamente, sus ojos de un verde intenso buscaron los de ella. Se agarró la rodilla con una mano, como si temiera tocarla sin querer.

—Peter —repitió ella, retorciéndose por dentro al comprobar el tono de desesperación de su propia voz.

—¿Qué pasa, cielo? —le preguntó él en voz baja.

Aquel apelativo hizo que a Lali le diese un brinco el corazón. Le miró los extremos sueltos del corbatín, aterrada de decir en voz alta lo que estaba pensando. Pero, Dios, Peter había despertado algo en su interior que nadie más que él podía satisfacer, algo que ella sencillamente debía saber. Lali levantó los ojos y lo miró; la aterraba pedírselo. Lo que estaba pensando era inmoral. ¿Cómo podía tener pensamientos tan pecaminosos? ¡Era viuda! ¿Quién iba a enterarse? ¡El estaba prometido! Pero no se había casado aún. ¿Tan terrible era? ¿Se iba a condenar eternamente por una experiencia, por una sola noche? ¿Realmente le importaba en aquel momento? Jamás volvería a tener una oportunidad como aquélla, y estaba dispuesta a sufrir las consecuencias. Se sonrojó visiblemente de sus propios pensamientos y en sus labios se dibujó una sonrisa torcida, incierta.

Peter alzó una ceja.

—¿M-me... enseñas? —espetó, espantada. Él alzó la otra ceja.

—Que te enseñe... ¿el qué, mi amor? —preguntó él con cautela.

Ella se aclaró nerviosa la garganta y volvió a intentarlo.

—Que me enseñes... cómo..., ya sabes..., eh..., cómo se ama. —Ella. Abochornada, se puso como un tomate por haber manifestado en voz alta su deseo, en clarísimo inglés, con lo que no había confusión posible.

Curiosamente a Peter no pareció ofenderle su descaro. Al contrario, sus ojos se oscurecieron de inmediato como consecuencia de un deseo que ella, instintivamente, entendió idéntico al suyo.

—Lali...

—Enséñame —volvió a susurrarle ella, con mayor insistencia, de pronto resuelta a no dejar que el decoro se interpusiera a su decisión.

El se mostró indeciso; ella, impulsivamente, se inclinó hacia adelante y le cubrió la mano con la suya.

—Sólo una noche, ¿recuerdas?

Por un instante, Peter se sintió desconcertado, temió haberla interpretado mal, y también no haberlo hecho. Estaría loco, loco de atar, si se lo planteara siquiera, pero en los ojos de Lali brillaba una luz que parecía venir de lo más hondo de su ser, y que lo llamaba. Apretó la mandíbula para contener aquel deseo voraz. Seguramente la lujuria le hacía imaginar cosas.

—Por favor —le susurró ella, como para garantizarle que no lo había imaginado, y logró seducirlo por completo sin guiñarle siquiera un ojo.

Peter abrió de pronto la abertura de ventilación del techo del vehículo.

—¡Cochero! ¡Al 14 de Berkley Street! —bramó.


Ella sonrió, casi agradecida, le pareció a él, y aquello casi lo dejó postrado. Se la subió al regazo, perdiendo el control de sus pensamientos mientras le besaba la curva del brazo y le quitaba poco a poco los guantes. ¡Aquello era una locura! ¡Él era duque! ¡Un caballero, por Dios! Sin embargo, su cabeza no era capaz de generar un solo argumento que lo detuviera. Hasta el último ápice de sensatez que trataba de anidar en él se eliminaba de inmediato. Sólo pensaba en Lali; todos sus sentidos, todos los poros de su piel estaban repletos de ella, de su dulce sabor y del fragante olor de su pelo. Pensó que no llegarían a Berkley Street en la vida.

Continuará...

+10 :D!!!!

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