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miércoles, 17 de junio de 2015

CAPÍTULO 1



Baviera, 1828.

Gastón Espósito sintió la primera punzada de verdadero pánico: una joven llevaba lo que él creía uno de los vestidos de su hermana. Y, si no se equivocaba, llevaba también un medallón de oro que él le había regalado a Lali por su decimosexto cumpleaños. De pie en el vestíbulo frío y húmedo de un típico castillo gótico, Gastón temió haber llegado demasiado tarde. Mientras la mujer buscaba a alguien que pudiera explicarle lo que él había querido expresar con su lamentable alemán, él no pudo evitar preguntarse una vez más si se vería en una situación en la que no pudiera ayudar a su hermana.

Él se balanceó, apoyándose en el bastón para descansar la pierna mutilada. De no haber sido por el tiempo que había pasado hospitalizado, habría podido salvarla hacía dos años. Habría podido mantenerla y casarla mucho antes de que tío Bartolomé pusiera en marcha su detestable plan. Habría podido...

—Entschuldigen Sie, Herr...

Gastón abandonó sus divagaciones e igualó la mirada de frialdad de un hombre encorvado por los años.

—He venido a por mi hermana —anunció, grandilocuente.

El mayordomo lo observó en silencio. Gastón suspiró, frustrado: no tenía la facilidad de Lali para los idiomas.

—Meine Schwester. Lali Espósito —recalcó Gastón.

Al anciano se le iluminó el semblante de forma visible.

—¡Grafin Bergen! Se alegrará mucho. No sabíamos exactamente cuándo llegaría —respondió, en perfecto inglés, y sonrió mostrando tres dientes.

Sobresaltado, Gastón se irguió.

—¡Exijo saber de inmediato dónde se encuentra!

El anciano juntó los labios al tiempo que se acercaba arrastrando los pies.

—No tengo el menor inconveniente en indicárselo —repuso sorbiéndose la nariz—. No tiene más que pedirlo. En estos momentos, está en los aposentos de los criados.

¡De modo que la habían obligado a servir, los muy bárbaros!

—Dudo que los aposentos del servicio sean el lugar idóneo para una condesa —espetó.

—Disculpe, señor, los aposentos del servicio se encuentran junto al ala norte del castillo —respondió el anciano, indignado, mientras abría la inmensa puerta forrada de roble.

Gastón pasó por delante de él y avanzó lo más rápido que pudo en la dirección indicada. Al volver la esquina, oyó unas carcajadas procedentes de un edificio bajo de piedra levantado a lo largo de la contramuralla. Imaginando que Lali estaba siendo sometida a la peor de las humillaciones, se llevó la mano automáticamente a la pequeña pistola que llevaba en un costado.

Su última carta, en la que le comunicaba la muerte de su marido, Helmut Bergen, parecía indicar que la situación en la casa era tensa. Al nuevo conde, el sobrino de Helmut, Máximo, lo había contrariado el poco ortodoxo matrimonio de ella con el viejo aristócrata. No era de extrañar: su tío guardián, lord Bartolomé Espósito, había dispuesto aquel matrimonio absurdo a cambio de la totalidad del patrimonio del anciano conde a la muerte de éste, una hazaña que había logrado con poco más que una dote. Maldita fuera, si algo le había ocurrido a Lali, estrangularía a Bartolomé con sus propias manos.

Un coro de voces alemanas se alzaba al cielo color pizarra mientras Gastón intentaba apretar el paso, algo casi imposible sobre el suelo de piedra mojado. Otra carcajada hizo que empezara a palpitarle el corazón y se abalanzase sobre la puerta que tenía más a mano. La abrió de par en par, agarrando con fuerza el pomo para mantener el equilibrio.

Fue como si hubiese abierto la puerta del cementerio, al otro lado de la muralla del castillo, y hubiese elegido su tumba. Rodeada de un grupo de personas, Lali, de pie en el centro de la estancia, llevaba un sencillo vestido pardo y el pelo castaño oscuro recogido a la altura de la nuca y cayéndole descuidado por encima de un hombro. En el rincón, un hombre sobresalía de entre los demás, y su rostro reflejaba un tedio absoluto. A juzgar por la exquisita factura de sus ropas, Gastón supuso que se trataba del nuevo conde de Bergen. Y Lali le sonreía entusiasmada.

Como había temido Gastón, pasara lo que pasase en aquella habitación atestada, su hermana era el centro. Y la condenada muchacha, sin duda, lo estaba disfrutando. Sin que nadie se percatara de su presencia, Gastón se coló por la puerta. Casi había confiado en encontrarla al otro lado de los fríos muros de piedra, esperando ansiosa a que la rescataran. Pero no. Lali no.

Se despedía contenta, y al mirar alrededor, Gastón pudo ver que varios de los presentes parecían lastimosamente enamorados de ella. De su interminable monólogo en alemán, tan sólo pudo inferir que les estaba contando, a uno por uno, que se marchaba.

Gastón carraspeó con fuerza y logró atraer la atención de la sala. Lali interrumpió por un instante su soliloquio y miró por encima del hombro. Una amplia sonrisa le iluminó el rostro de inmediato, y dando un grito de alegría, se abrió paso entre la multitud y se arrojó a los brazos de su hermano.

—¡Ay, Gas! ¡Cuánto te agradezco que hayas venido! ¡No imaginas las ganas que tenía de verte! ¡Te he echado tantísimo de menos! —Lloró y lo besó con vehemencia en ambas mejillas—. ¡Ay, señor, mírate! ¡Lo guapo que estás! —exclamó.

La cálida punzada de un rubor empezó a subirle a Gastón por el cuello. En seguida la cogió de los brazos y la apartó de sí al tiempo que examinaba con cautela a los presentes.

—Yo también te he echado de menos. ¿Has terminado ya aquí? El coche espera —le dijo en voz baja.

La risa de Lali era musical.

—Sí, deja que acabe de despedirme. —Se volvió hacia la multitud, sonriente.

El grupo le sonrió también. Todos salvo Máximo Bergen, claro, cuyo gesto ceñudo en su duro semblante le produjo un escalofrío a Gastón. Cielo santo, era inmenso, y a juzgar por aquellos rasgos que parecían cincelados en piedra, no era un hombre feliz.

—¿Quién es éste? —preguntó Bergen en inglés con un leve acento alemán.

—Mi hermano Gastón —proclamó Lali, orgullosa—. Mein Bruder—añadió para información de los otros.

Se oyó una ronda de aspavientos, acompañada de amplias sonrisas.

—Vamos, Lali —murmuró Gastón—. Nos espera un coche de alquiler. —La cogió por el codo, con la intención de sacarla de aquella atestada estancia cuanto antes.

—Espera —exclamó Lali—. ¡Me olvidaba de herr Bauer! —Se zafó de él y volvió a perderse entre la multitud, donde una especie de jardinero hurgaba en un tosco saco de cáñamo.

El hombre hablaba muy de prisa en alemán. La pequeña multitud se esforzaba por oír lo que decía. Nervioso, extrajo del saco una patata grandísima y se la ofreció con cariño, con una vocecilla que ya era casi un susurro.

Lali se inclinó hacia adelante, muy concentrada; luego se incorporó y le sonrió, afectuosa. Bergen gruñó, impaciente, y cruzó los brazos sobre su vasto pecho.

—¡Ay, Herr Bauer, danke shoen! —exclamó ella, dándole una palmadita cariñosa en el brazo y haciendo que el jardinero se pusiera rojo como un tomate.

Gastón ya podía añadir a los jardineros tontorrones a la lista de bobos enamoradizos a los que atraía su hermana. Desde que se había puesto tan guapa, los encandilaba a todos. Además de su recio y ensortijado pelo castaño oscuro y sus enormes ojos, tenía una sonrisa con la que podía desarmar fácilmente a un hombre; sin embargo, ella no parecía darse cuenta de la atención que despertaba y, si lo hacía, no le afectaba en absoluto. Gastón jamás la había visto acicalarse ni coquetear de modo alguno. Lali era exactamente lo que parecía, una mujer de lo más ingenua; tanto, que podía aceptar una patata como obsequio de un bobalicón sin apenas inmutarse. Era la persona más generosa que había conocido jamás, muy tolerante con todos y con todo.

Por Dios, cómo la necesitaban en Rosewood.

—¡Lali! —la llamó Gastón, impaciente. Con una sonrisa seductora y apretándose la patata contra el pecho, volvió obediente junto a Gastón, despidiéndose con la mano y gritando sonoros auf wiedersehen y leben Sie wohl a los presentes.

En cuanto la tuvo a mano, Gastón volvió a agarrarla del codo y tiró de ella.

Bergen salió del frío y húmedo edificio atestado de gente casi pisándoles los talones, mascullando algo en un alemán incomprensible mientras Gastón se llevaba a su hermana, casi a rastras, al carruaje.

—¡Eso no es así! —exclamó Lali a algo de lo que dijo el bávaro y le dedicó un gesto medio sonriente medio ceñudo por encima del hombro.

Gastón intentó apretar el paso. Pero Lali, que era una bendita, se detuvo en cuanto llegaron al patio y se volvió para mirar al hombre que en una ocasión había amenazado con sacarla de allí a la fuerza.

—¡Adiós, conde de Bergen! Has sido muy generoso, dadas las circunstancias, y quiero que sepas que te lo agradezco —concluyó con una respetuosa reverencia.

Bergen separó mucho sus enormes piernas y se cruzó de brazos.

—¿Así que te vas? —inquirió, ceñudo—. Pensé que teníamos un acuerdo.

Gastón miró a Lali de soslayo, dispuesto a discutir si hacía falta.

—¿Un acuerdo?

—Ah, eso. —Ella le restó importancia con un gesto de la mano—. Al conde de Bergen se le ha metido en la cabeza que debería quedarme a regentar la casa. Yo accedí a ayudarlo, pero sólo hasta que vinieras a buscarme. Y ya estás aquí, de modo que ya he cumplido mi parte del trato. —Sonrió a Máximo y asintió, resuelta, con la cabeza.

El resopló.

—Bergenschloss te sienta bien. ¿Para qué vas a volver a esa granja cuando podrías regentar todo esto como quisieras? —insistió él, recorriendo figuradamente con el brazo el viejo muro exterior del castillo en dirección a la vivienda principal.

—¿Pretendes convertir a mi hermana en tu ama de llaves? —preguntó Gastón a Bergen, malhumorado.

—¡No, claro que no! —espetó el gigante—. Bergenschloss necesita una ama y yo estoy fuera a menudo...

—Máximo, sabes que no puedo quedarme —le dijo ella, cariñosa.

—¿Por qué? —saltó él, furioso. Pero en seguida se interrumpió, y empezó a peinarse el pelo rubísimo con la mano mientras " miraba fijamente al suelo—. Reconozco que he dicho algunas cosas de las que me arrepiento —añadió, nervioso—. Y no me extraña que quieras irte de aquí. Pero tú has traído... la alegría a Bergenschloss y yo... ellos quieren que te quedes —concluyó, señalando por encima del hombro al grupo de criados reunidos a su espalda.

Lali sonrió.

—¡Qué tierno! Pero no puedo quedarme.

—Sí puedes —replicó Bergen con los brazos en jarras.

Sorprendentemente, Lali se dirigió hacia donde estaba el gigante. El alemán la miró de forma extraña, tan extraña que Gastón avanzó unos pasos y agarró con fuerza su bastón por si lo necesitaba.

—Ahora me necesita mi familia, ya lo sabes —le susurró Lali, y entonces, para sorpresa de Gastón, su hermana se puso de puntillas y besó al alemán en la cara—. Pero agradezco tus amables palabras.

Bergen parecía tan espantado como Gastón y tardó un rato en reaccionar. Despacio, su rostro empezó a ensombrecerse mientras la contemplaba; en la mejilla, le latía un músculo de forma errática. Gastón notó que contenía la respiración, a la espera de la explosión que estaba convencido que iba a tener lugar. Sin embargo, Bergen lo sorprendió meneando de pronto la cabeza.

—Quizá puedas venir a vernos —murmuró suspirando hondo.

—Me encantaría —accedió Lali.

—Te vamos a echar de menos —añadió Bergen, malhumorado.

Ella se asomó por detrás del cuerpo inmenso de él y sonrió a los criados.

—Yo también los voy a echar de menos a todos, hasta a ti, Máximo —dijo guiñándole el ojo, sonriente; luego dio media vuelta y se encaminó al coche—. ¿Estás listo, Gas?

Por supuesto, muy listo. Metió a Lali en el carruaje que los esperaba y le dio la señal al cochero antes de que Bergen pudiera volver a abrir la boca. Cuando el vehículo se puso en marcha, Lali asomó la cabeza por la ventanilla y siguió despidiéndose, agitando la mano, riendo al ver cómo los criados le gritaban palabras de despedida y se atropellaban los unos a los otros. Lo último que Gastón vio mientras el carruaje cruzaba el puente, traqueteante, fue a Bergen siguiéndolos malhumorado con la mirada y con los brazos cruzados tensamente sobre el pecho.


Cuando al fin dejaron atrás las murallas del castillo, Lali cerró la ventana y se acomodó en el ajado asiento de cuero.

—¡Ay, Gastón, cuánto te agradezco que hayas venido! ¡Te he echado tantísimo de menos! Además, ¡ni te imaginas lo caprichoso que se ha vuelto Máximo!

Sí se lo imaginaba. Mientras avanzaban a trompicones por aquella carretera bávara casi intransitable, Lali le habló, entusiasmada, de los últimos meses pasados en Bergenschloss, como si no hubiese sido una absoluta locura que renunciara hasta al último penique de su herencia, como si fuera completamente razonable que Bergen hubiera pasado de amenazarla con colgarla de los torreones a pedirle que fuera el ama de llaves de aquella monstruosidad llamada Bergenschloss.

—El conde de Bergen es un imbécil —dejó caer Gastón en algún momento de la cháchara de su hermana—. No alcanzo a comprender cómo te las apañas para atraerlos a todos.

—El conde de Bergen no es un imbécil Lo que pasa es que ahí arriba está muy solo. Él está acostumbrado a vivir en la ciudad, ¿sabes? Y, por cierto, yo no atraigo a..., bueno..., a imbéciles —añadió con desaprobación—. Oye, me parece que has crecido tres ó cuatro centímetros —señaló cambiando en seguida de tema.

Gastón sonrió tímidamente.

—Tres —admitió él, orgulloso.

—La señora Peterman habrá tenido que arreglarte todas las camisas para que te queden bien de los hombros. Estás estupendo.

Él se sonrojó.

—Bueno, supongo que he crecido desde la última vez que me viste. Me he habituado a caminar todos los días —confesó él, e inició un relato entusiasta de lo sucedido en los últimos dos años, repitiendo las mismas cosas que le había contado ya en sus innumerables cartas y explicándole todo lo que ansiaba compartir con su querida hermana desde el día en que ella se había marchado de Rosewood.


No llegaron a Rosewood tan pronto como Lali habría querido. Después de haber viajado varios días en diligencias mal ventiladas y en un desvencijado barco mercante, estaba ansiosa por llegar a casa y volver a ver a los niños.

—¿Seguro que los niños están bien? —le preguntó a Gastón por segunda vez mientras la diligencia avanzaba a buen ritmo por una carretera llena de baches que serpenteaba por la campiña inglesa.

—La señora Peterman cuida de esos polluelos como mamá gallina. No permitiría que les ocurriera nada.

—¿Y Bartolomé? La señora Peterman me contó que estaba peor de la gota.

—¡De la gota! —resopló Gastón con desdén—. A nuestro tío le encanta quejarse, eso es todo.

Lali frunció el cejo y escudriñó a su hermano. Aunque insistía en que todo iba bien, por lo que le había contado, ella sabía que no era así. Gastón contaba el dinero que llevaba en la bolsa todas las mañanas, y no necesitaba que nadie le dijera que la falta de apetito de su hermano era fruto de su escaso capital.

Sabía muy bien que había hecho lo impensable al desafiar a Bartolomé y ceder su herencia a Máximo. En aquel momento, había sido un gesto muy noble, pero empezaba a pensar que quizá hubiese pecado de impetuosa. El sentimiento de culpa fue apoderándose de ella, y se miró indecisa la puntera desgastada de las botas.

—Supongo que Bartolomé estará enfadado... —dijo ella.

—A lo hecho, pecho —señaló Gastón. Hizo una pausa y la miró de reojo—. Pero ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué se lo diste todo a Bergen?

¿Por qué? Porque los dos años que ella había estado casada con el anciano conde habían sido una auténtica farsa, porque el anciano senil jamás le había puesto una mano encima, porque su herencia correspondía en realidad a la familia de Máximo. A él, para ser exactos.

—No me correspondía a mí. Tío Bartolomé hizo un trato, y yo no cumplí mi parte.

—¡Pues claro que sí! Te casaste con el viejo, ¿no?

Se casó con él por poderes, sí, pero el anciano conde, ya muy débil, jamás había entendido quién era ella.

—Ya estaba muy mayor y jamás me puso una mano encima. Ni siquiera llegó a conocerme. Mi parte del trato consistía en proporcionarle un heredero, pero nunca fui su esposa de verdad. De modo que no lo cumplí.

Gastón se sonrojó un poco y miró al otro lado, por la ventanilla.

—¿Se quedó Bergen con tus cosas? He visto a una mujer con uno de tus vestidos...

—¡No, no! Ésa era Helga, la fregona. Le encantaba el vestido y, como no tenía nada que ponerse para la boda de su hermano, se lo regalé. Yo no lo necesitaba. —Rió—. En Rosewood, apenas salgo.

Gastón no sonrió.

—¿Y el medallón?

—Lo perdí desgraciada pero justamente en una partida de cartas —le explicó, sonriente. Su hermano siguió mirando por la ventanilla, silencioso, demasiado silencioso.

Dios, ¿qué había hecho? Cuando había entrado en el estudio de Máximo con el documento por el que renunciaba a las propiedades y la fortuna de Bergen, casi había podido oír los alaridos de protesta de Bartolomé desde el otro lado del mar del Norte. Hasta Máximo la había mirado como si estuviese loca. El había entendido, en cuanto había llegado de Suiza, lo que Bartolomé había hecho. Todo el patrimonio de Helmut a cambio de un heredero, ¡qué absurdo! El anciano senil ya octogenario había firmado sin pensar un documento por el que ella se quedaba con todo a cambio de nada. Máximo la había despreciado por aquella farsa matrimonial y ambos habían soportado aquella violenta situación durante muchos meses hasta la muerte de Helmut.

Al fallecer éste, Máximo se había hecho con el título y, libre al fin para decir y hacer lo que le viniera en gana, había tachado a Lali de ladrona. Y con razón, según lo entendía ella. Bartolomé se había aprovechado de Helmut. Tan convencida estaba, que había ignorado las cartas de la señora Peterman, en las que el ama de llaves dejaba entrever la lamentable situación de Rosewood. Debía ignorarlas, porque no era ético que se apropiara de la herencia de Bergen. Como era lógico, Máximo había coincidido con ella. Cierto era que se había suavizado un poco en las últimas semanas, si es que un hombre con el corazón de piedra podía suavizarse, pero eso no había cambiado nada.

Hasta aquel preciso momento, momento en que se arrepentía de haber rechazado el que podía ser el único medio de subsistencia de Rosewood.

—Por todos los santos, tengo ya veinticuatro años —espetó, de pronto consciente de la gravedad de lo que había hecho—. Veinticuatro —repitió, gesticulando enfática—. ¿Cómo he podido ser tan impetuosa?

—No es culpa tuya, cielo —la tranquilizó Gastón.

La inundó una ola de admiración. Cuánto quería a su hermano. Aún no había logrado dejar de sentirse culpable por su cojera. La fiel ama de llaves de Rosewood, la señora Peterman, sostenía la teoría de que Lali no había podido perdonarse nunca el hecho de haber salido ilesa de aquel accidente, de haber discutido a sus nueve años con su hermano de cinco, quien finalmente se sentó junto al cochero, o de que Gastón hubiera salido despedido después de sufrir el percance que le mutiló la pierna y acabó con la vida de sus padres. Además, a juicio de la señora Peterman, el sentimiento de culpa de Lali era lo que la llevaba a esforzarse tanto por Rosewood. Lali era menos romántica al respecto: se esforzaba porque amaba su hogar.

Durante los primeros años tras la muerte de sus padres, la finca había ido bastante bien, y Bartolomé había optado por criarlos bajo la máxima de «ojos que no ven, corazón que no siente». Gastón había proseguido su formación en la escuela parroquial y a ella la habían sometido al severo tutelaje de la esposa de Bartolomé, lady Julia Espósito. La tía Julia se propuso inculcar a su pupila toda la elegancia y el decoro femeninos de que era capaz. La vieja arpía logró su propósito hasta su fallecimiento, hacía ya diez años, y a Lali le había ido muy bien en Rosewood. Muerta su tía, Lali se negó a aprender una sola cosa más del arte de ser una dama y se inició en el estudio de cosas útiles, como técnicas agrícolas, citas y proverbios, e idiomas.

Sin embargo, con los años, la finca se había precipitado hacia el abismo de la pobreza. Mientras Bartolomé gastaba la menguante herencia de los hermanos, como su estatus legal de tutor forzoso le autorizaba a hacerlo, Gastón y Lali vivían prácticamente al día. Las pocas tierras que les quedaban, de las que no se había apropiado aún la parroquia, pronto se tornaron sobre-utilizadas e improductivas.

Había sido idea de la señora Peterman aceptar al primer inquilino diez años antes. Se llamaba Estefano, un pánfilo quinceañero y, al parecer, una vergüenza para su acaudalada familia. El vicario de la diócesis lo había dispuesto todo: a cambio de un lugar donde instalar a su hijo para perderlo de vista, el padre de Estéfano ofrecía un estipendio que al menos les permitía llevar comida a la mesa. El trato había resultado tan provechoso que el vicario le había propuesto a la señora Peterman el alojamiento de huérfanos en la finca por un pequeño estipendio de la parroquia, con lo que había llevado más dinero a lo largo de los años.

Su tío había aceptado de muy buena gana las cantidades insignificantes que le proporcionaban los desafortunados muchachos y a Lali le había satisfecho el trato, hasta que Bartolomé había convencido al moribundo Helmut Bergen de que aceptara una propuesta matrimonial por completo descabellada, valiéndose de poco más que un pequeño retrato de Lali. Al principio, se había negado rotundamente, pero luego, bajo la insoportable presión de su tío, lo había hecho por Rosewood y por los niños.

¡Los niños! ¡Qué ganas tenía de verlos! Estaba Alaí, de pelo rubio y grandes ojos verdes, y Cristobal, que soñaba siempre con el día en que pudiera ser pirata de verdad. Luego estaban Mateo, al que le gustaban los libros tanto como a Lali, y la pequeña Luz, una rubia preciosa que adoraba a Gastón. Y, cómo no, Leo, el querido Leo, el más brillante y trágico de todos ellos. Nacido de una ramera de taberna, el pobre niño llevaba desde su nacimiento una marca color púrpura que le cubría media cara.

Con los años, Lali había llegado a aceptar que la muerte de sus padres había sido una bendición. De no haber sido por aquel horrendo día de primavera, Gastón y ella jamás habrían conocido a los internos, que lo eran todo para ella. Y pensar que había perdido la única oportunidad que tenía de mantenerlos... ¿Qué demonios iba a hacer ahora?

Lali miró a Gastón, que había viajado miles de kilómetros para ir a buscarla, y le tomó la mano impulsivamente.

—¡Ay, Gastón! ¡Lo he echado todo a perder!

Gastón le pasó un brazo por el cuello.

—Hiciste lo correcto, cielo. Saldremos adelante —la tranquilizó—. Siempre lo hemos hecho, y seguiremos haciéndolo sin necesidad de robarle a un anciano moribundo. Hiciste lo correcto —repitió.

Continuará...

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