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miércoles, 24 de junio de 2015

CAPÍTULO 12



Dos días después, en una recepción vespertina celebrada en honor de un héroe de guerra convertido en brillante parlamentario, Lali suspiró y se apoyó en la columnata. El salón de baile de lord y lady Granbury estaba sin duda lleno a rebosar, pero a ella la recepción le resultaba desesperadamente aburrida. No habría asistido si su tío no le hubiese exigido que se dejara acompañar por Máximo. A sabiendas de que toda la aristocracia estaría allí, había decidido que si su absurdo intento de emparejarla con el alemán no daba frutos, al menos no perdería la oportunidad de lucir a su sobrina.

Gastón también iba, le dijo, para «tenerlo todo bajo control», aunque Lali sospechaba que era por conocer a sir Robert Peel, ministro del Interior. Su hermano admiraba enormemente al político y las reformas progresistas de éste; de hecho, se había perdido entre la multitud en cuanto habían llegado, sirviéndose de su bastón para abrirse paso.

Lali miró a Máximo, a su lado; él le guiñó un ojo discretamente. Ella intentó sonreír, pero no le apetecía. No le apetecía hacer otra cosa que meterse en su espantosa cama de cortinas de terciopelo púrpura y verde y taparse la cabeza con la colcha.

Su pretendiente. Durante dos días enteros, desde que llegara a Russell Square, la había asfixiado con su presencia. Pasaba por alto el que ella no sintiera lo mismo que él, como debería haber sido si quisiera casarse con él de corazón. Parecía creer que los sentimientos surgirían por su cuenta. A Lali aquello no la convencía ni remotamente y ansiaba un respiro de aquel cortejo, aunque fuese sólo un instante. Aquél parecía un momento tan bueno como cualquier otro, así que, con una sonrisa diabólicamente encantadora, se volvió para mirarlo.

—Máximo, ¿me disculpas un momento? —le dijo con voz dulce—. Necesito hacer uso del tocador.

El conde ni siquiera pestañeó.

—Claro. Te espero aquí —dijo.

Sorprendida por la relativa facilidad de aquello, salió corriendo hacia los tocadores. En su afán por escapar, tropezó con lady Paddington.

—¡Cielo santo! ¡Condesa de Bergen, qué delicia! ¡Mire, señora Clark! ¡Mire con quién he tenido la suerte de tropezarme!

—¡Condesa de Bergen! —exclamó la señora Clark en idéntico tono—. ¡Lady Pritchit nos dijo que se había ido a Baviera!

—No, querida, dijo que esperaba que la condesa de Bergen volviese a Baviera —la corrigió lady Paddington.

—¿En serio? —preguntó la señora Clark, sorprendida—. ¡Estoy casi segura de que dijo que la condesa se había ido! Y yo pensé que sencillamente no podía ser, porque tuve la suerte de encontrarme con su tío, lord Espósito... Fuimos amigos de la infancia, ¿lo sabía, verdad, querida? Y estaba convencida de que me habría mencionado algo tan importante como su partida...

—Condesa de Bergen, tenemos que organizar una reunión —la interrumpió lady Paddington—. Hay muchísimas cosas de Baviera que me gustaría saber. Sé que su última salida fue algo agobiante, con lo de lady Thistlecourt y todo eso, pero nosotras no solemos ser tan...

—¡Incorregibles! —interpuso la señora Clark en voz alta. —Incorregibles —repitió lady Paddington como si se le hubiese ocurrido a ella.

La señora Clark inclinó la cabeza hacia Lali y le susurró en voz alta:

—Hortense Thistlecourt podía aprender un poco de elegancia de usted, condesa de Bergen. Perdió ¿cuántas, ocho o nueve bazas en la mesa del julepe? Dios santo, sé que fueron varias, porque recuerdo haber pensado que jamás había visto a nadie perder tantas veces seguidas. ¿Era la primera vez que jugaba a las cartas, querida? Bueno, da igual. El caso es que fue de lo más deportiva en todo el asunto.

—Tengo muchas ganas de invitarla a cenar, condesa. No me importa decirle que estoy deseando que me lo cuente todo de su trágico amor —repuso lady Paddington, emocionada—. Mi sobrino está deseando conocerla, pero asegura que no ha tenido la suerte de hacerlo aún. No entiendo por qué, le digo yo... La señora Clark asegura que ha asistido usted a algunas de las fiestas más de moda y Dios sabe que él siempre va a todas. ¿Qué le parece?

—¿Qué me parece? —preguntó Lali, completamente aturdida por las dos mujeres.

—¿Que si estaría dispuesta a asistir a una pequeña reunión?

—Me encantaría, lady Paddington, y me entusiasmaría tener el privilegio de conocer a su sobrino.

—¡Estupendo! Organizo un pequeño encuentro el próximo jueves a las ocho en punto. Ahora bien, querida, entiendo que sabe que no me refiero a mi sobrino el duque, sino, claro, a lord David Westfall. Me temo que el duque es un poco reticente a asistir a ese tipo de reuniones. Jura que no le importan en absoluto.

—Ah, no, al duque no le interesan en absoluto —confirmó innecesariamente la señora Clark.

—Entonces, ¿le viene bien? —concluyó lady Paddington sin aliento.

—¿Cómo dice? —preguntó Lali con delicadeza. —El día, querida, que si le viene bien.

En aquel momento, habría accedido a cualquier cosa. Y lo cierto era que una cena con aquellas viudas deliciosamente alocadas resultaría una agradable distracción de la atención constante de Máximo.

—Me viene muy bien. Si me disculpan, señoras, necesito ir al tocador —señaló, e intentó marcharse, pero lady Paddington aún no había cerrado el asunto del ya infame incidente en la mesa de julepe.


Peter se detuvo en seco nada más ver el salón de recepciones atestado. Había ido a buscar a Nina y a su madre, pero lo último que quería era someterse a miradas inquisitivas, solo, desprotegido, en un salón de baile repleto de matronas y sus hijas debutantes mientras sus maridos aburridos pasaban el rato, ociosos. El salón estaba lleno a rebosar de lo que él llamaba merodeadoras, mujeres mayores del grupo de tía Paddy que rondaban gabinetes, parques y salones de baile en busca del último cotilleo. Y, si no había cotilleos, se los inventaban.

Meditaba el modo de recoger a Nina cuando vio a la mujer del vestido lavanda. La joven era realmente asombrosa, incluso arrebatadora, de perfil clásico, deliciosa boca roja, piel blanca e impoluta que se extendía tentadora por sus prominentes mejillas. La vio tamborilearse un brazo mientras escuchaba la cháchara de su tía. Desde su posición estratégica, podía admirar todos sus rasgos femeninos, que inevitablemente detectaba, porque eran muchos. Al tiempo que disfrutaba del lento examen de aquella mujer, se dio cuenta de pronto de que ya la conocía. Se esforzaba por ponerle nombre a aquella cara cuando la joven sonrió.

Peter estuvo a punto de ahogarse. Conocía aquella sonrisa; la reconocería en cualquier parte. ¡Maldita sea, era su ángel! Lo había dejado atónito; ¡era la última persona a la que esperaba ver allí! No podía creerlo: ¡la belleza de ojos oscuros estaba en la ciudad para la Temporada social! Pero ¿qué hacía allí? Dios santo, ¿no estaría buscando marido? ¿Qué otra cosa podía ser? ¿Y cómo demonios pensaba conseguirlo? No creía que tuviese los contactos necesarios y, aunque los tuviera, no se la podía recomendar a una familia aristocrática. ¡Por Dios, si vivía en una casa medio derruida con un grupo de niños abandonados! ¡Perseguía a cerdas por el campo y cambiaba calabazas por sebo! ¿A qué miembro de la aristocracia esperaba cazar con esas credenciales?

Se dio cuenta de lo que estaba pensando y frunció el cejo. No debía importarle en absoluto cómo esperaba lograr lo que todas las mujeres querían lograr. Ella no era asunto suyo. Pero... había pensado tanto en ella en los últimos meses... En su cabeza, la había erigido en modelo de virtud, un ángel entre los mortales, una diosa entre los pecadores.

Su ángel se apartó de pronto de Paddy y de la señora Clark y se dirigió al fondo del salón. Un pequeño recuerdo atesorado despertó a Peter de su languidez; sus ojos se clavaron en aquel hermoso trasero. Sintió la repentina e irresistible necesidad de hablar con ella. Con la cabeza baja, empezó a avanzar de prisa por el perímetro de la multitud.

Ella desapareció entre el gentío. La buscó frenético por todo el salón y creyó haberla perdido hasta que volvió a verla, pasando briosa por las puertas que conducían a los jardines. Salió tras ella, pero en seguida lo interceptó sir Robert Peel.

—¡Qué gran placer, excelencia! ¡Precisamente hablábamos de usted! ¿No es cierto? ¿Se propone defender la reforma de la Cámara de los Lores? —preguntó el hombre diminuto.

—Lo he considerado, sir Robert —respondió Peter, consciente de que la multitud que los rodeaba se esforzaba por oír cada palabra.

—Una causa muy digna, sin duda, excelencia, pero las reformas económicas que proponen los radicales conllevan más que una simple enmienda de la legislación fiscal, como seguramente ya sabe —señaló el político con delicadeza.

Peter sabía que se refería a los cambios del sistema de representación parlamentaria, que concretamente concederían un escaño a los católicos. Y también sabía que el ministro del Interior, aunque era de ideas progresistas, no estaba a favor de un cambio tan radical.

—¿De veras? Tendré que repasar su plataforma con detenimiento —señaló, evasivo—. Si me disculpa, señor —dijo, y salió a los jardines antes de que pudieran volver a interrogarlo.

Maldita fuera, la había perdido. Exploró con la mirada la cantidad ingente de rosales, que a lady Granbury le entusiasmaban. ¿Habría vuelto al salón atestado? ¿Se había imaginado que era ella? Seguramente lo había imaginado.

Al darse la vuelta, llamó su atención un destello de lavanda al fondo de los jardines. Tal vez lo hubiese imaginado, pero no pararía hasta averiguarlo. Avanzó decidido hacia la mancha de ese color sin tener ni idea de lo que iba a hacer o decir. Sólo sabía una cosa: si era ella, tenía que volver a mirarla a los ojos.

Cielos, era ella. Lo vio al llegar a la puerta de un pequeño cenador, separado por una valla. Los hermosos ojos azul oscuro se pusieron muy redondos, de sorpresa, y los siguió una sonrisa devastadora reflejo de su satisfacción, que hizo que el corazón se le subiera a la boca. Cerró la boca con fuerza. ¿Qué demonios estaba haciendo?


Lali se preguntó lo mismo mientras manipulaba torpemente la puerta de hierro forjado del cenador. ¿Cómo la había encontrado? ¿Había ido a buscarla? Empezó a latirle el corazón con una desesperación que le robó el aliento. Presa de una gran emoción, tiró con ambas manos de la puerta hasta que cedió y se abrió. Consciente de que sonreía como una boba, entró en el cenador ingiriendo grandes bocanadas de aire para aplacar su excitación. ¿Podía albergar alguna esperanza? Dios santo, ¿podía creer que había ido a buscarla? Con el corazón alborotado, esbozó una sonrisa de oreja a oreja y empezó a pensar, frenética, en qué decir.

Él se metió las manos en los bolsillos y se la quedó mirando un buen rato antes de hablar.

—Señorita Espósito, es un placer volver a verte —dijo él con sequedad.

Lali rió llevada por un absurdo regocijo.

—Señor Lanzani, para mí es un inmenso placer volver a verte a ti.

Él pestañeó, sorprendido, y hundiendo las manos aún más en los bolsillos añadió:

—Te veo extraordinariamente... bien.

—¡Ah! —sonrió ella, sonrojada—. ¡Gracias! ¡Yo a ti también!

Los dedos de él resiguieron la pequeña valla a su espalda y se aferraron a ella. Cielo santo, le latía tan fuerte el corazón que estaba convencida de que empezaría a levitar en cualquier momento. Además, empezaban a dolerle las mejillas de la sonrisa que no lograba borrar de sus labios.

Los ojos verdes de Peter se posaron en el rosal que había junto a ella, luego volvieron a clavarse en su rostro.

—¿Puedo preguntarte qué haces aquí? —dijo él.

Con aquella sola pregunta, Peter le arrebató todas sus fabulosas esperanzas. No había ido a buscarla. Pensándolo bien, ni siquiera parecía muy contento de verla. De hecho, se lo veía incómodo. Su expresión le dolió. Sólo le faltaba darle una patada en la espinilla.

—Yo podría preguntarte lo mismo —replicó ella. El se mostró sorprendido.

—Perdóname. Sólo quería decir que me extraña mucho verte en Londres. No pensaba que..., bueno, que tú... fueras a... disfrutar de... la Temporada social.

Lali titubeó. No era lo que había dicho, sino cómo lo había dicho. Pensaba que ella no pintaba nada allí. Tal vez no, pero ¿quién era él, el condenado rey de Inglaterra? Por lo que ella sabía, no era más que un caballero rural, sin más derecho a estar allí que ella.

—Pues sí disfruto —mintió ella.

El asintió distraído mientras su mirada flotaba hasta la boca de ella, le recorría el vestido y después volvía a ascender despacio hasta sus ojos. Aquel examen tan directo le produjo un acaloramiento que le encendió de inmediato las mejillas. Dios santo, no lo recordaba tan increíblemente guapo.

—Siendo así, espero que se te dé bien —señaló él con ligereza.

¿Que se le diera bien? Lali frunció los ojos.

—Discúlpa, pero no sé qué has querido decir con eso.

Peter la miró repentinamente ceñudo.

—Sólo que la mayoría de las solteras que toman parte en la Temporada social londinense lo hacen por una razón muy concreta, ¿no es así?

La verdad la enfureció.

—¿Acaso es asunto tuyo? —espetó ella.

Entonces él sonrió y a ella se le cayó el alma a los pies.

—Discúlpame. Imagino que me ha sorprendido encontrarte aquí —le contestó Peter.

¿Sorprendido? ¿Que una mujer como ella asistiera a una recepción elegante? Lali frunció el cejo; él la atravesaba con sus ojos verdes, algo que la enfurecía casi tanto como aquella sonrisa lenta dibujada en sus labios.

—Tienes razón, no es asunto mío y, como es lógico, te deseo lo mejor en tu búsqueda de un compañero adecuado —concluyó él.

Una intensa sensación de pánico le atenazó la garganta hasta casi ahogarla y le hizo mirar la gravilla que había bajo sus pies. Humillada, deseaba desesperadamente desengañarlo, hacerle ver que no era ella quien buscaba pareja, que era cosa de Bartolomé.

—Señor Lanzani... —Lali alzó la cabeza e inmediatamente la aturdió la profundidad de aquellos ojos verdes. Ciertamente no recordaba que aquel canalla arrogante fuese tan guapo. Por alguna razón, su cabeza eligió aquel momento para recordar que probablemente estuviese casado. La expresión de Lali mostró su contrariedad; tal vez ella estuviese en la ciudad por una razón muy concreta, pero él era un imbécil mentiroso—. Te ruego que me disculpes. Debo reunirme con mi grupo en el salón de baile —dijo con frialdad.

Él se revolvió, incómodo, y la siguió con la mirada. —Discúlpame, por favor. Déjame explicarme. Tan sólo me preguntaba qué te habría traído a Londres, pues pensaba que tu corazón pertenecía a Rosewood y entonces, claro, lo he entendido, y me siento...

De forma inconsciente, Lali soltó un chillido de frustración.

—Si no te importa, salvo que cuentes con la autorización del rey para interrogarme así, ¡no veo qué puede importar lo que yo esté haciendo en Londres! —Alzó la barbilla, satisfecha de sí misma por haber sido capaz de replicarle a pesar de lo mucho que la aturdía su sola presencia.

Pero no era ella la única aturdida. Presa de su propia turbación y de la aparente indignación de ella, Peter recorrió con la mirada aquellos ojos enmarcados en unas pestañas largas y oscuras, el cuello de cisne y el tentador volumen de su busto. Los ojos de Lali chispeaban de irritación y a él le parecieron los ojos más encantadores que había visto jamás. Se agarró las manos a la espalda, preguntándose distraído por qué le molestaba tanto que ella entrara en el mercado del matrimonio, y por qué a ella la enfurecía tanto que él le expusiera lo obvio.

—Señorita Espósito, ciertamente no es asunto mío lo que haces o no haces en Londres. Sólo comentaba que me ha sorprendido. No debería parecerte tan terriblemente extraño teniendo en cuenta que te he visto cantarle a una cerda, fintar con un huerfanito y estamparte en un árbol subida en un trineo —intentó bromear—. Por supuesto, si es el matrimonio lo que buscas, no me cabe la menor duda de que lo conseguirás. —Pensó que le dedicaba un cumplido, pero sus chispeantes ojos se fruncieron peligrosamente.

—¿En serio? —dijo ella con voz dulce—. No imaginas lo mucho que me alegra contar con tu aprobación. Gracias a Dios, ya no pasaré una noche más en vela ahora que sé que me apoyas. Si me disculpas, debo volver adentro, donde los caballeros no hacen comentarios sobre los motivos por los que una dama asiste a una estúpida recepción vespertina. ¡Buenas noches! —espetó y, con un movimiento seco de cabeza, salió por delante de él.

Maldición, ¿qué había dicho? Pasmado, Peter contempló el suave balanceo de las caderas de su ángel y la elegancia de su movimiento a pesar de lo acelerada que iba. Pensó en sus oscuros ojos mientras la veía esquivar con delicadeza a una pareja. Desapareció por la puerta y él, encogiéndose de hombros, perplejo, la siguió adentro.

Para su mayor indignación, Peter se encontró buscando de nuevo a su ángel. No fue difícil encontrarlo; sobresalía de forma natural entre el resto de la gente. Iba acompañada de un joven que se apoyaba en un bastón. Supuso que era su hermano Gastón, pues los niños de Rosewood le habían hablado de su lesión. Le molestó observar que lo aliviaba que se tratara de su hermano.

Pero aquello no fue nada comparado con la indignación que se apoderó de él cuando un hombre guapo y corpulento se acercó a ella. Lali sonrió al desconocido y él, de manera instantánea y posesiva, le puso la mano en la región lumbar para conducirla entre la multitud hasta la puerta. Lo enfureció el sentir la más mínima curiosidad y lo desconcertó sin duda la inusual punzada de celos que notó en el pecho.

—¿Peter?

Se volvió de inmediato con una sonrisa inocente en los labios al oír la voz de su prometida. Ella le sonrió, cariñosa. Aquella encantadora sonrisa le hizo alegrarse de que fuese ella, su prometida y no una mujer petulante que iba cantándoles a las cerdas. No pudo contenerse: le pasó un brazo por la cintura y le plantó un tierno beso en la frente, haciéndola sonrojarse.

Nina se apartó de él con una risa nerviosa y miró tímidamente a su alrededor.

—Cielo santo, ¿qué haces? Siento haberte hecho esperar.

Él sonrió, desvergonzado, y volvió a besarle la frente. A Nina se le encendieron las mejillas y miró recatada al suelo, con aquella sonrisita nerviosa aún en los labios.

—Cariño, por favor. ¿Qué va a pensar la gente? —le susurró con dulzura.


—Me da igual —respondió él y rió al ver agrandarse los ojos de la joven.

Continuará...

+10 :o!!

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