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martes, 30 de junio de 2015

CAPÍTULO 14



—Gracias, Finch, no hace falta que me acompañes.

Desde su escritorio, Peter levantó la mirada para ver a su hermano pequeño recorrer parsimoniosamente la gruesa alfombra y dejarse caer en el sofá de piel. Con una amplia sonrisa, estiró sus largas piernas delante de él y se metió una mano por la cinturilla de los pantalones.

—¿Qué te hace sonreír así esta tarde? —preguntó Peter con sequedad—, ¿Te sientes satisfecho de ti mismo o es algún chisme?

Pablo rió divertido.

—Un chisme. Por lo visto esta mañana toda la aristocracia londinense habla del duque de Sutherland.

—¡No me digas! —replicó éste sin ganas.

—Te digo, excelentísima excelencia. ¿No te ha llegado el rumor? —inquirió Pablo con un brillo especial en sus ojos color avellana.

Peter negó con la cabeza.

—Pues debes de ser el único de Londres que no se ha enterado de que el distante duque de Sutherland prestó una atención inusual a una condesa viuda, una hermosa condesa bávara.

Peter puso los ojos en blanco.

—Gracias, Pablo, por tan excitante cotilleo. ¿No tendrías que estar camino de tu entrevista exclusiva con el director de The Times?

La sonora carcajada de su hermano pequeño llenó la estancia.

—¿Lo niegas?

Peter se encogió de hombros; estaba muy acostumbrado a los rumores e insinuaciones que lo rodeaban a diario. Durante la Temporada social, tras un evento como el baile de Harris, era blanco de especulación de todos los salones.

—No niego haber hablado con la condesa de Bergen. Si eso se puede tildar de «atención inusual», entonces me declaro culpable.

—Y supongo que el que tu secretaria enviase dos docenas de rosas desde el invernadero de Park Lañe esta mañana no es más que una coincidencia —señaló Pablo como si nada.

Peter esbozó una sonrisa lenta. Se recostó en el asiento y puso un pie encima del caro escritorio de caoba. Luego se cruzó las manos sobre la nuca y sonrió cariñoso a Pablo.

—Precisamente por eso te dejo a ti los detalles del negocio. Nunca se te escapan las cosas pequeñas que pueden parecer insignificantes a los demás.

Pablo aceptó el cumplido con una inclinación de cabeza.

—Pero deberías haber cotejado la destinataria de las rosas. Eran para Nina Reese.

—Sí, las rosas eran para Nina, pero las gardenias iban a Russell Square —replicó Pablo.

Peter rió con ganas.

—Vale, por si te interesa, al parecer, ofendí a la condesa. No le gusta que le recuerde que, cuando la conocí, estaba lidiando con una cerda.

—¿Cómo dices?

Su hermano sonrió y asintió con la cabeza.

—La conocí cerca de Dunwoody el otoño pasado y estaba a punto de convertirse en la cena de una cerda descomunal. Traté de ayudarla y a punto estuve de romperme el cuello.

Aquella imagen inconcebible hizo fruncir el cejo de incredulidad a su hermano.

—Una cerda vieja y arisca, por cierto. Las dos procedentes de una pequeña hacienda llamada Rosewood.

Pablo pareció haber entendido algo repentinamente.

—Ya. ¿Y por eso te quedaste una semana más de lo previsto?

—De eso nada —rezongó Peter, desviando la vista sin querer a la pila de documentos que tenía delante.

—Tengo entendido que la condesa acaba de llegar a Inglaterra. Según Paddy, enviudó recientemente a causa de un accidente de caza.

—Tía Paddy cree todo lo que quiere creer —intervino Peter con sequedad—, además de todo lo que la señora Clark le pide que crea.

—No obstante, parece haber salido de la nada. Yo no he tenido el placer de conocerla, pero sí he conocido a su hermano. Se dice que ha amasado una pequeña fortuna en los garitos de juego de Southwark —observó Pablo—. Al parecer, es inusualmente hábil con las cartas.

—¿En serio? Jamás lo habría tomado por un jugador. Según parece, no tienen un chelín. Claro que yo tampoco la habría creído jamás una condesa.

—Me da la impresión de que te interesa un poco esa mujer —comentó el joven, satisfecho—. Pero no voy a ser yo quien saque a la luz tu pequeño entretenimiento.

—No es un entretenimiento, querido hermano. ¿Has olvidado que me caso cuando termine la Temporada social? —preguntó Peter, sonriente.

—Yo no, ¿y tú? —le replicó Pablo, risueño. Luego se levantó para irse—. Te dejo antes de que me empales con ese abrecartas. Por cierto, mamá ha cerrado la casa de Berkley Street para mudarse a mi casa de Mount Street. Asegura que no soporta vivir sola.

—Hace doce años que no soporta vivir sola —resopló Peter—. Creo que ya va siendo hora de que la convenzamos para que la venda.

—Podemos intentarlo, pero sabes tan bien como yo que es de la opinión de que uno no vende sus propiedades a menos que esté arruinado o muerto. Ah, y no olvides que nos toca asistir a la cenita de Paddy mañana por la noche. ¿Le confirmo que verá a su sobrino favorito?

—Por favor. Y dile que yo también iré —respondió el duque con una sonrisa.


Al otro lado de la ciudad, Gastón volvió a contar las cincuenta libras que había recaudado en las mesas de juego de Harris la noche anterior. Unidas a las ganancias de su reciente incursión en Southwark un par de noches antes, tenía ya dinero suficiente para proporcionarle a Lali un guardarropa adecuado. Si Dios le concedía un poco de suerte, en seis semanas tendría bastante para pagar el interés del capital que Bartolomé había tomado prestado de su fideicomiso. Por suerte, ganaba con regularidad y había empezado a reunir una suma limpia lo bastante grande para invertir en valores privados con un rendimiento decente. Había estudiado con entusiasmo sus libros de inversiones y estaba convencido de que podría lograr su objetivo final de mantener Rosewood.

Dobló los billetes y se los metió en el bolsillo de la pechera del abrigo en el instante en que Davis entraba en la habitación.

—El conde de Bergen —anunció con una reverencia. Luego giró sobre sus talones y salió.

Gastón hizo una mueca; no le hacía mucha gracia el alemán, menos aún la posibilidad de que su hermana viviese en Baviera. Máximo entró cargado con un inmenso ramo de lilas.

—Buenos días, conde de Bergen —suspiró Gastón—. ¿Son para mí?

El conde ni siquiera sonrió.

—¿Está Lali en casa? Me gustaría hablar con ella un momento.

—Lo siento, pero duerme. Anoche llegamos a casa bastante tarde.

—Sí, lo sé —contestó Máximo, distraído. Gastón estudió, impaciente, al pretendiente de Lali. —¿Se le ha ocurrido que a lo mejor a ella no le apetece que la vigilen tan de cerca?

—Sí —respondió él sin más, y echó un vistazo a la estancia. Sus ojos se posaron en la mesa que había junto a las ventanas principales, en la que descansaba un ramo de gardenias al lado de otro de rosas.

Gastón le siguió la mirada y sonrió satisfecho.

—Como ve, no es el único hombre que se disputa sus atenciones.

—Quizá no, pero su tío está conforme con mis condiciones —respondió bruscamente.

—Sí, pero ¿y Lali?

El alemán frunció los ojos, amenazador. De pronto, se acercó a la mesa, dejó su ramo encima de las gardenias, dio media vuelta y salió de la estancia sin decir una palabra. Gastón miró por la ventana, sonriendo en silencio al verlo salir de la casa, bajar los escalones y enfilar la calle con brío en dirección a Covent Garden.

—Por lo visto, no —se respondió y, sin dejar de sonreír, volvió a sus libros.


Lali no tenía absolutamente nada que ponerse ni estaba de humor para asistir a la cena de lady Paddington. Era culpa de él: desde el baile de Harris, no había sido capaz de quitarse a Peter de la cabeza. No dispuesta a reconocer que la atraía como ningún otro hombre, y desesperada porque así fuera, repasó angustiada su escaso guardarropa. ¿Por qué demonios tenía que sentirse atraída por él? ¡Estaba prometido, por todos los santos! Sacó, furiosa, un vestido del armario y lo examinó con ojo crítico para después tirarlo encima de la cama con los demás.

Aquello era ridículo. Ni siquiera debería estar pensando en él. Había ido a Londres con un propósito, y no era el de hacerle ojitos a un duque. Además, seguramente, para él no era más que otra de sus conquistas, eso si pensaba siquiera en ella, y estaba convencida de que no. ¡Qué ridiculez! ¡Qué más le daba lo que pensara de ella!

Suspirando de frustración, se plantó las manos en las caderas y examinó los vestidos esparcidos por su pequeña habitación; luego se decidió sin entusiasmo por un recatado vestido negro azulado que le había hecho una de esas costureras supuestamente asequibles. Se dijo que no importaba mucho lo que se pusiera. No iba a asistir nadie que le interesara. No había nadie que le produjera ese efecto. El único hombre que se aproximaba remotamente a esa sensación era...

—¡Basta! —se reprendió, furiosa. Cogió un colgante de vidrio y se lo puso, luego se acercó al espejo de cuerpo entero y contempló pensativa su reflejo. A pesar de lo mucho que odiaba el motivo por el que estaba en Londres, le gustaban las fiestas, las luces resplandecientes y los trajes fabulosos. Pero todo aquello era una ilusión. Su sitio estaba en Rosewood, con los niños, y era a Rosewood adonde regresaría en breve. Con o sin un buen partido.

Sí; además, ¿qué era exactamente un buen partido? Confiaba en poder al menos conocer a un hombre que pudiese llegar a gustarle con el tiempo. Tras haber estado en contacto con lo mejor que Londres tenía que ofrecerle, cada vez le parecía más improbable que el amor formase parte del lote en algún momento. De hecho, había renunciado a aquel ridículo ideal en el instante en que Bartolomé había considerado en serio la propuesta de lord Van der Mili. Ya sólo le quedaba confiar en poder respetar a su futuro marido. Sus ojos se deslizaron al lavabo empotrado y a los ramos de flores mustias. Las rosas eran de lord Van der Mili, al que Bartolomé tenía perfectamente controlado, para poder tirar de él al primer indicio de que el anciano quisiera superar la propuesta de Máximo por la mano de su sobrina. El alemán le había enviado las otras, como todos los días. Se había vuelto muy persistente y, por alguna razón, le había enviado dos ramos después del baile.

Lali esbozó una sonrisa. Aunque no se explicaba por qué el conde de Bergen había cambiado de opinión sobre ella y, de pronto, parecía muy decidido a perseguirla. Según le había dicho, había comprado una casa en Bedford Square, una zona muy en boga, para estar cerca por si ella cambiaba de parecer. Y cuando ella le dijo que no le agradaba su vigilancia constante, él le había respondido, muy pragmático, que era necesario, porque ella no iba a permitirle verla de ningún otro modo.

Había que respetar semejante dedicación a una causa. Y ella lo respetaba, pero jamás podría amar a Máximo. Lo quería como amigo, siempre lo había hecho, incluso cuando él había sospechado que ella engañaba a su tío y había querido entregarla a las autoridades bávaras. Pero no podía sentir por él más que eso.

Suspiró, se acercó a la ventana y apartó las cortinas verde claro. Asomada a Russell Square, pensó que quizá no estuviese del todo dispuesta a renunciar al amor. Por desgracia, no disponía de tiempo para esperarlo; debía casarse si quería salvar Rosewood.


Debía sentar la cabeza cuanto antes, y ningún duque guapo y arrogante se lo iba a impedir. Por mucho que ella quisiera que lo hiciese.

Continuará...

+10 :(

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