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martes, 30 de junio de 2015

CAPÍTULO 15



Lady Paddington, con una pluma de avestruz colgándole precariamente del sombrero, salió al vestíbulo a recibir a Lali.

—¡Condesa de Bergen! ¡Cuánto me alegro de que haya podido venir a mi pequeña reunión! —graznó con auténtico entusiasmo—. ¡Ay, qué guapa la veo esta noche! ¡Tanto lady Nina como usted son mujeres hermosísimas! —le soltó antes de que Lali pudiera decir una palabra—. Seguro que esta noche se harán amigas en seguida.

¡Qué maravilla de vida! ¡Iba a pasarse la noche entera escuchando a lady Nina presumir de su condenado prometido!

—Venga, que se las voy a presentar, a ella y a su madre, lady Whitcomb. También han venido lord y lady Pritchit con su hija. Me da la impresión de que mi sobrino, lord Westfall, está interesado en la querida Rocío —le susurró a modo de confidencia.

Mientras lady Paddington seguía parloteando, Lali procuró digerir la desagradable sorpresa. Lady Pritchit cada vez se mostraba más hostil con ella, sobre todo desde que había cometido el pecado imperdonable de bailar con Sutherland. Como si le hubiese quedado otro remedio...

—Y, por supuesto, la señora Clark —concluyó lady Paddington.

Lali no prestó atención a los nombres de los otros invitados, aunque ya había oído lo bastante como para saber que aquélla sería una velada tediosa. Se obligó a sonreír y siguió a lady Paddington al salón dorado. En seguida llamó su atención la mujer de la derecha. La había visto con Peter en el baile de Harris.

Vista de cerca, le pareció aún más hermosa de lo que había pensado, con su densa melena de tirabuzones, perfectamente conjuntados con su vestido azul claro. Los colores pastel eran, sin duda, lo que se llevaba, y en su «amplio» guardarropa de ocho prendas, Lali no tenía ni uno.

Nina le hizo una reverencia cortés, y Lali se la devolvió por reflejo. Al mirar a lady Nina, tan bien vestida, se sintió completamente fuera de lugar con su vestido oscuro.

—Es un placer conocerla, lady Whitcomb —murmuró, consciente de su sonrojo—. Y a usted, lady Nina.

—El placer es indudablemente mío, condesa de Bergen —respondió, con mucha labia, la mujer más joven—. Hemos oído hablar mucho de usted.

Lady Paddington le tiró de la manga y Lali sonrió.

—¡Y aquí están lord y lady Pritchit!

Lali los saludó educadamente, y observó el fuerte contraste entre el semblante de lord Pritchit y la mirada repleta de reproches de su esposa. A su lado, muy incómoda, se encontraba Rocío, que habló con tal timidez que Lali apenas pudo oírla.

—Y mi sobrino, lord David Westfall —añadió lady Paddington.

Lali sonrió al guapo joven.

—Es para mí un verdadero honor conocerla, condesa de Bergen —dijo muy sonriente, y, con una gran reverencia, se inclinó sobre su mano.

—Ya conoce a la señora Clark —prosiguió lady Paddington.

Lali se apartó del encantador lord Westfall para saludar a la viuda de un capitán de la Armada Británica, que parecía no separarse nunca de la anfitriona.

—Y, por último, mis sobrinos, su excelencia el duque de Sutherland y lord Lanzani.

A Lali le dio un vuelco el corazón. ¡Aquello era inconcebible! ¡No podía tratarse del mismo tiuque y sobrino del que hablaba lady Paddington! Apretando los dientes, miró a su izquierda. Al parecer, no era tan absolutamente inconcebible.

El duque, que sonreía tranquilo, disfrutaba sin duda de su turbación por tercera vez. El hermano, que se parecía mucho a él, sonreía con despreocupación. Lali miró tímidamente la puerta un instante y procuró recobrar la compostura antes de que alguien se diera cuenta de que la había perdido. Pero, claro, él ya lo había hecho.

—Señora, es una auténtica delicia volver a verla —sentenció el muy cretino.

Ella le ofreció la mano a regañadientes. Sus ojos risueños se encontraron con los de ella mientras él se llevaba su mano a los labios. Lali notó que se ruborizaba y lo maldijo en silencio.

—Excelencia, no esperaba volverlo a ver —murmuró ella.

Él sonrió y se inclinó peligrosamente, sobresaltándola disimuladamente.

—No, ya veo que no —susurró él. Luego añadió—: Permítame que le presente a mi hermano Pablo. La condesa de Bergen, de Baviera.

—Es un gran honor, condesa —respondió lord Lanzani con desenfado—. He oído hablar muy bien de usted, y veo que tenían razón.

Ella le dedicó con deliberación la sonrisa más encantadora de que fue capaz. Él se mostró algo perplejo; sin duda la creyó tan descarada como una tabernera, pero a ella le daba igual. Mientras el duque de Canallilandia viera que ella podía sonreír a cualquiera menos a él, habría logrado su pequeño objetivo. Le regaló al duque una fugaz mirada de suficiencia, pero no sólo no lo perturbó en absoluto, sino que además percibió cierto destello de satisfacción en sus ojos.

Lady Paddington no tardó en sentarla justo enfrente de lady Nina y su madre, al tiempo que ordenaba a Dillon en voz alta que trajese el jerez. Lali sonrió intensamente a la joven, y se notó el pulso acelerado al coger la copa de cristal que el hombre le ofrecía.

—Lady Paddington está desconocida. Ella rara vez organiza eventos —señaló lady Nina a modo de disculpa en cuanto la corpulenta mujer abandonó la estancia afanosa.

—¿Ah, sí? —preguntó Lali, inocente.

—Hace años, le encantaba entretener, pero, claro, por aquel entonces los chicos vivían aquí, preferían este lado del parque a Audley Street.

—¿Los chicos? —inquirió Lali educadamente y, por un momento, dejó de estudiar el líquido pardo de su copa.

—Los hermanos Lanzani —la informó con frialdad lady Whitcomb.

—Y Victorio, claro —añadió Nina con tristeza. Lali asintió y volvió a contemplar su copa de jerez. Victorio. ¿Conocía ella a Victorio?

—Me temo que estoy en desventaja, señora. Creo que no me han presentado a ningún Victorio.

Sorprendida, lady Whitcomb abrió mucho los ojos, pero su hija mantuvo una expresión recatada.

—Victorio era el antiguo duque, el hermano de Peter. Nos dejó hace cinco años.

Peter, lo llamaba Peter. Y su hermano había muerto. Los había dejado. Bebió un trago de jerez para animarse.

—¿Podemos unirnos, señoras?

Lali no estaba segura de si era el jerez o el timbre grave de la voz de Peter lo que le había producido un escalofrío por toda la espalda. El muy sinvergüenza no esperaba respuesta; ya se había instalado en el sofá que había junto a lady Nina. Y la miraba con fijeza. Cielo santo, era exasperante. Lali bajó la vista a la alfombra mientras lady Nina hablaba con lord Lanzani de una nueva yegua que obviamente Peter le había regalado. El duque de Canallilandia intervenía de vez en cuando, pero Lali era del todo consciente de que la vigilaba, lo notaba. Ella, por su parte, se entretuvo mirándole los pies, viéndolo desplazar uno de sus limpísimos zapatos hasta el otro, hasta que se les unió lord Westfall. Lali, que agradecía la distracción, sonrió coqueta.


Peter pensó que iba a tener que echarle un jarro de agua fría a su primo. Claro que su condenado angelito sonreía a los hombres de una forma que los hacía caer a sus pies de inmediato. Maldita fuera, con aquel discreto vestido negro azulado, era la personificación misma de la elegancia; hasta la renombrada belleza de Nina parecía palidecer en comparación. Lali Espósito, o la condesa de Bergen, quienquiera que fuese esa noche, estaba preciosa. Peligrosamente hermosa.

—La condesa me contaba anoche que le gusta el campo —le comentó con despreocupación a David, a lo que su ángel respondió con un gesto contrariado. Él alzó las cejas con fingida inocencia al tiempo que David añadía: —¿Qué parte?

Lali lo miró coqueta y sonrió con disimulo.

—Soy de Rosewood, a lo mejor lo conoce, cerca de Pemberheath.

—¿Rosewood? —intervino fríamente lady Whitcomb, pronunciando la palabra como si le dejase un mal gusto en la boca—. No he oído hablar de ese lugar. ¿Es usted de allí, entonces?

—Sí —contestó Lali, orgullosa—. Pensarán que no soy parcial, pero, para mí es el lugar más hermoso del mundo. —Y acto seguido empezó a parlotear sobre los atributos de su destartalada hacienda mientras un rubor sonrojaba sus mejillas de porcelana.

No era de extrañar que Peter la hubiese tomado por un ángel. Entonces se dio cuenta de que Lali estaba contando algo de Estefano y que, aunque a Pablo y a David les estaba encantando, Nina exhibía un extraño gesto de estoicismo. Lady Whitcomb parecía horrorizada.

—¡Ah, no! —exclamó Lali a causa de la pregunta que le habían hecho sobre Estefano—. Estefano es bastante grande. Aun así, allí estaba, botando como una pelota de goma a lomos del pobre ternero, con los ojos como globos. Leo y yo lo seguimos casi hasta el pueblo y de vuelta —relató con una risita tonta.

—¿Quién es Leo? —preguntó Nina educadamente.

—Uno de mis protegidos. Tengo cinco en total. —Lo dijo con una sonrisa muy sincera, visiblemente orgullosa.

Nina intercambió una mirada con su madre que le produjo a Peter la clara impresión de que sentía vergüenza ajena.

David, naturalmente, estaba más que feliz de complacer a la hermosa condesa.

—¿Cerca de Pemberheath, dice? Debo encontrar una excusa para visitarla —señaló. Como un cachorro, respondió entusiasmado a la atención que ella le prestaba, y empezó a relatar la historia de su encuentro con un rebaño de ganado, que hizo reír al grupo. Por razones que no entendía ni quería entender, aquello irritó a Peter.

Cuando se anunció la cena, el duque se sentó a la cabecera de la mesa como correspondía a su rango; Nina, a su derecha. Pablo, con mucho disimulo, se las apañó para sentarse al lado de Lali, igual que David. Mientras comían la sopa de tortuga que se sirvió de primero, Peter estuvo observando a Lali furtivamente, mientras procuraba responder a la cháchara de Nina.

Dios, era cautivadora, sobre todo cuando sonreía. Y se reía a carcajadas con Pablo, pensó Peter furioso.

Le pareció que Nina pronunciaba su nombre y a regañadientes apartó la vista de Lali para mirar a su prometida.

—Cielos, pareces preocupado esta noche —le susurró ella, sonriente. Al ver que él no respondía, Nina se ruborizó avergonzada—. Mamá y yo vamos a la ópera mañana por la noche y he pensado que quizá quieras acompañarnos.

—¿A la ópera? Pensé que tu madre volvía a Tarriton para el fin de semana —dijo él sin alterarse.
La sonrisa de la joven empezó a desvanecerse y ella miró a su derecha tímidamente.

—¿Ya no te acuerdas? La abuela está mucho mejor, así que mamá ha decidido quedarse para ayudar a la duquesa con los preparativos de boda.

—Lo había olvidado, pero las acompañaré encantado —respondió él sin más, tratando de escuchar la conversación de Lali.

De pronto, Nina se inclinó hacia adelante.

—¿Peter? ¿Te parece que vayamos a dar un paseo por el parque mañana por la tarde?

Él no tenía ni idea de por qué le preguntaba aquello, pero ella sabía muy bien que le costaba tolerar ese tipo de trivialidades.

—Mañana por la tarde estoy ocupado —contestó él sin más.

Aquella respuesta tajante hizo palidecer a Nina, que se enderezó despacio mientras un coro de carcajadas se alzaba desde el otro extremo de la mesa. Inexpresivo, su prometido se dirigió
a los otros invitados:

—Me ha parecido oír algo sobre una patata —señaló mirando a Lali.

—La condesa nos contaba que, en Moviera, la patata constituye un elemento tan esencial de la dieta cotidiana que la han elevado al rango de deidad —le comunicó risueña la señora Clark—. ¿Cómo ha dicho, condesa de Bergen?

Lali se encogió de hombros, recatada.

—Que hay un viejo refrán: «Es preferible que te siente mal a que no te siente». —Se oyeron risas comedidas por toda la mesa. —Cuéntele lo del Hombre Patata —la instó la dama. Lali se ruborizó, pero accedió educadamente a resumir la historia que acababa de contarles a los otros, que había un caballero bobo que creía ver el rostro de diversas personas en las patatas. Lord Pritchit quiso saber cómo podía ser eso, y Lali, algo indecisa, le cantó más del Hombre Patata. Mientras hablaba, lady Pritchit y lady Whitcomb la miraban con creciente desaprobación. «¡Qué típico!», pensó Peter. La aristocracia londinense no toleraba las diferencias culturales. A Pablo, en cambio, la historia le hizo muchísima gracia.

—¿Tuvo oportunidad de salir de Baviera, condesa? —preguntó. —No viajaba a menudo, pero, por suerte, pude visitar París. Creo que es una de mis ciudades favoritas. ¿Cuál es la suya, señora Clark? —inquirió astutamente para desviar la conversación de su persona.

La aludida, ensimismada en su filete de rodaballo, levantó la mirada del plato y fanfarroneó:

—¡Londres, sin duda! Paddy y yo estuvimos en París una vez, pero no nos gustó. Demasiado exótico, ¿verdad?

—Plus je vis d'etrangers, plus j'amai ma patrie —espetó Pablo.

Lali rió con ganas.

—¿Qué? ¿Qué ha dicho? —quiso saber la señora Clark.

—Es de una obra de teatro francesa, señora Clark. Viene a decir algo así como que «cuantos más forasteros veo más amo mi tierra natal» —aclaró Lali.

¿Hablaba francés y alemán? Aquella mujer no paraba de sorprenderlo. Peter disimuló su asombro con un bocado de pescado y la señora Clark miró ceñuda a Pablo.

—Pues sí, ¡eso es precisamente lo que he pensado! —exclamó ella, provocando las risas de todos.

—Normandía es muy bonita en otoño —intervino Nina—. Nosotros hemos pensado ir allí después de la boda.

Se hizo un incómodo silencio en la sala, salvo por el ruido de tía Paddy sorbiendo el vino.

—¿Usted viaja, lord Lanzani? —preguntó Lali al poco.

—He ido a los lugares típicos, pero, a diferencia de mi andariego hermano, he pasado la mayor parte de mi vida en Inglaterra. Yo, personalmente, prefiero el suelo británico a todos los demás —declaró.

Lord Whitcomb lo secundó entusiasta «Eso, eso».
—«He viajado entre extraños. Por tierras allende el mar, ¡lejos de Inglaterra! ¿Sabía hasta entonces lo mucho que te amaba?» —Al finalizar, Lali sonrió.

El resto de los invitados, temporalmente atónitos por su declamación, enmudecieron.

—Wordsworth —dijo Peter en voz baja desde el otro extremo de la mesa.

Lady Pritchit aspiró el aire con desdén y clavó con saña el cubierto en su pescado.

—¡Se lo enseñan en la escuela, excelencia! Mi Rocío también sabe poesía. Recita algo, querida —le pidió con urgencia a su hija.

A ésta se le encendió el rostro de pánico.

—No es necesario —dijo lady Paddington en un intento de mediar.

—¡Si se le da muy bien la poesía! ¡Vamos, querida, recítanos algo! —insistió lady Pritchit.


Visiblemente abochornada, Rocío recitó torpemente un pasaje de Los cuentos de Canterbury con la magnánima ayuda de todos los comensales, que declamaban los fragmentos que recordaban. Peter miró de reojo a Lali mientras los otros masacraban el poema. Ella le devolvió tímidamente la mirada. Sin saber muy bien por qué, a él se le encogió el pecho y de inmediato devolvió su atención a Rocío.

Continuará...

+10 :)!!!

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