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sábado, 20 de junio de 2015

CAPÍTULO 6



Un cuarto de hora después, surgió en el horizonte un establo. Tres vacas lecheras pastaban en un círculo grande, atendidas por un muchacho. Ella lo vio mirar hacia el lugar y le comunicó orgullosa:
—Acabamos de tener un ternero. Cristobal está convencido de que una de las vacas más grandes terminará aplastando al chiquitín, así que se ha autoproclamado su guardián.

Asombrado por el extraordinario vuelco que le dio el corazón al oírla hablar de sus niños, Peter miró en dirección al molino.

—¿Cuántos niños tienes?

—De momento, cinco. A veces uno o dos más.

De qué se extrañaba; era absurdo que se sintiera en absoluto decepcionado. Tenía la impresión de que la gente del campo paría constantemente, ¿por qué iba a preocuparle cuántos hijos tuviera o hubiese perdido ella? Por desgracia, los niños campesinos a menudo contraían enfermedades y morían.

—¿Tienes cinco niños? —volvió a preguntar él, furioso consigo mismo.

Ella plantó sus oscuros ojos cafés en los de él, detectó el gesto de evidente sorpresa en su rostro y empezó a reírse a carcajadas.

—¡No, no son míos! Los niños de Rosewood son nuestros protegidos. Huérfanos —le aclaró—. Salvo Estefano.

De pronto apareció otro niño en lo alto de la colina, tras la cual Peter divisó las cuatro chimeneas de una pequeña casa solariega. Lali alzó la mano para saludar. Absurdamente aliviado de que los niños no fuesen hijos suyos, el noble la siguió al establo. El niño encargado del ganado, que no parecía tener más de siete u ocho años, salió corriendo a recibirlos.

—¡Cristobal, mira dónde pisas! —le gritó ella, luego arrugó la nariz risueña—. Nuestro ganado, aunque escaso, es muy prolífico en su producción de fertilizante.

El estaba a punto de comentar que era un rasgo bastante corriente entre el ganado, pero el grito lo pilló desprevenido. Pensó que el otro muchacho se había hecho daño, y se volvió bruscamente. Con un esfuerzo sobrehumano, logró no espantarse de la horrenda marca de nacimiento del chaval.

—En serio, Leo, no es un pirata —dijo Lali riendo—. Es un caballero que ha perdido el rumbo.

Y la razón, se recordó él en silencio, sobre todo la razón. El desafortunado jovencito la miraba entusiasmado. Ella le acarició la sien, sonriéndole tan genuinamente como si el niño fuese el mismísimo Adonis.

Cielo santo, aquella mujer era un ángel.

Por segunda vez aquel día, él creyó estar soñando. Los niños la miraban con adoración, y el ángel, con voz dorada, les relató risueña la aventura de Lucy, regalándoles caricias mientras hablaba. A sabiendas de que la miraba boquiabierto, Peter apretó la mandíbula con fuerza y procuró permanecer lo más inexpresivo posible.

—Señor Lanzani, te presento a Leo —dijo ella, sonriente, señalando al niño de la mancha de nacimiento—, y a Cristobal.

—Buenas tardes —saludó Peter casi automáticamente.

—Buenas tardes, señor —gorjearon los niños al unísono.

—Tenemos otros cuatro internos en Rosewood —señaló ella—. Luz, Mateo y Alaí están dentro. Estefano y mi hermano, Gastón, están con mi tío en Pemberheath.

—Hoy le toca a Mateo cuidar de Luz —le comunicó Leo.

Mientras Peter imaginaba que Luz debía de ser víctima de alguna dolencia terrible, Lali pidió a los muchachos que fuesen a informar a la señora Peterman de que tenían un invitado.

—¡Te echo una carrera hasta la cima de la colina! —gritó Cristobal, y los muchachos salieron disparados hacia la casa.

—Es hora de cenar. Supongo que estarás muerto de hambre —aventuró Lali.

Peter dejó de mirar a los niños y sonrió. —No quisiera ser una molestia.

—No eres ninguna molestia. Nos encantará que cenes con nosotros.

—En ese caso, admito que estoy bastante hambriento.

Probablemente jamás supiese qué lo movió a aceptar la invitación. Por una parte, quería volver a examinar la mancha de nacimiento de aquel muchacho, comprobar si los otros tenían taras similares, pero, por otra, deseaba contemplar a aquel ángel tanto tiempo como le fuera posible. Todo aquello, Rosewood,

Lucy y el ángel, lo fascinaban más de lo que alcanzaba a comprender. Ella ya había empezado a subir la colina, por lo que Peter aceleró el paso.


Lali no se había dado cuenta de lo rápido que caminaba. Dios, ¿estaba aturdida? En cuanto la invitación a cenar salió de su boca, se le ocurrió que quizá Bartolomé hubiese vuelto ya. Palideciendo sólo de pensarlo, aceleró el paso, ansiosa por llegar a la casa antes que él, angustiada por la idea de que un hombre tan digno, educado y guapo pudiera conocer a Bartolomé. ¡Cielo santo!

Iba casi corriendo cuando llegó a la casa, y habría entrado corriendo y subido a su habitación si Peter no la hubiera detenido agarrándole el brazo con suavidad. Ella jadeó y se miró el brazo en seguida para ver si lo tenía en llamas. Al menos, se lo parecía; un extraño cosquilleo se propagó rápidamente hasta su corazón. Con la respiración contenida, lo miró. Peter Lanzani, quienquiera que fuese, debía ser el hombre más guapo que había visto en su vida. Era alto, más de metro ochenta. Tenía el pelo castaño con mechones dorados y unos cálidos ojos verdes capaces de derretir el hielo. A ella la estaban derritiendo en aquel instante.

—Disculpa, ¡quizá haya parecido que estoy muerto de hambre! —Le sonrió.

A Lali se le encendieron las mejillas; qué estúpida debía de parecer, corriendo a la mesa con la misma desesperación con que Lucy se abalanzaba sobre la bazofia. Él la miró como esperando que dijese algo, pero, ¡por todos los santos!, ella no podía dejar de mirarlo: su rostro de rasgos duros, muy bronceado; sus hombros anchos y muy musculosos; sus piernas fuertes. Se esforzó por dejar de hacer el ridículo y le rió, nerviosa, la broma. Notó que le ardían las mejillas y, cuando la señora Peterman subió los escalones de la entrada trasera abrazada a un enorme bol de cerámica, Lali pensó que jamás se había alegrado tanto de verla. El ama de llaves miró malhumorada al señor Lanzani mientras batía furiosamente el contenido del bol.

—Señora Peterman, le presento al señor Lanzani.

—¿Cómo está, señora Peterman? —dijo él cortésmente.

La señora Peterman gruñó y miró, ceñuda, a Lali.

—Esa condenada cerda ya está otra vez encerrada. ¡He mandado a Leo a buscarte, pensando que el animal había podido contigo!

Lali rió con disimulo, abochornada de lo rara que sonaba. —Lo ha intentado, pero el señor Lanzani ha sido tan amable de echarme una mano.

—La señorita Espósito exagera. Yo más bien diría que ha sobrevivido a pesar de mi ayuda.

—¿Acostumbra a rondar los campos abiertos, señor Lanzani? —espetó la sirvienta.

Lali puso mala cara. La señora Peterman aún se la guardaba por haber rechazado al fastidioso Thadeus y, desde entonces, había tratado como canallas a todos los hombres casaderos en un radio de quince kilómetros a la redonda.

—Su caballo se ha quedado cojo, señora Peterman. Lo he traído aquí para que Estefano lo ayude —murmuró ella, mirando suplicante al ama de llaves.

—Estefano no está aquí —contestó ésta y, dando media vuelta, se metió en la cocina.

¿Por qué no se la tragaba la tierra en aquel preciso momento? Trató de sonreír.

—La señora Peterman es muy protectora. —Puedo entender por qué —dijo él, sonriente. Aquellas simples palabras volvieron a encenderle las mejillas. Desconcertada, entró en la cocina, sin mirar si él la seguía. Asombrosamente, lo hizo. Le pidió a Alaí que le enseñara dónde podía lavarse y tuvo que darle un codazo a la muchacha para que se moviese, porque se quedó boquiabierta mirando al guapo desconocido. En cuanto Peter salió de la cocina, Lali se volvió hacia la señora Peterman.

—Por favor, por favor, dime que Bartolomé no está aquí —gimoteó dejándose caer en un taburete.

La mujer no se dignó a levantar la mirada del fogón.

—No está aquí, ¡y da gracias al cielo! ¿Cómo se te ocurre traerte del campo a un completo desconocido? —espetó.

—¡Su caballo estaba herido! ¿Qué iba a hacer, dejarlo vagando por ahí?

La señora Peterman la miró severamente mientras le servía, malhumorada, un gran cuenco de estofado. Lali lo ignoró. No podía explicarse, y mucho menos explicárselo al ama de llaves, que habría ido con aquel desconocido hasta el mismísimo infierno por una de sus cálidas sonrisas. Ni que el corazón le palpitaba al ver aquellas piernas fuertes moverse enfundadas en esos calzones de piel de ciervo tan ajustados. Se dirigió garbosa a la zona del comedor preparada para los niños y, con más vehemencia de la que esperaba, dejó el recipiente sobre la vieja mesa llena de marcas. Sobresaltó a Mateo, absorto en la lectura. Con sólo diez años, devoraba todos los libros que entraban en la casa. A su lado estaba Luz, su pupila de aquel día. Esta sólo tenía cuatro años, por lo que su supervisión era una responsabilidad que compartían los niños mayores.

—Leo me ha dicho que has traído un pirata a cenar —comentó Mateo, esperanzado.

Lali sonrió y le pasó varios cuencos de madera, haciéndole una seña para que pusiera la mesa.

—Leo se equivoca, cariño. El señor Lanzani es un caballero con un caballo cojo. Dudo que haya estado nunca en un barco.

Mateo lo meditó mientras repartía con cuidado los cuencos por la mesa, luego sonrió.

—A veces los piratas se hacen pasar por caballeros. A lo mejor te ha dicho eso para no asustarte.

—Te aseguro que no es un pirata, sino un hombre en busca de un buen veterinario.

—¡Sí, pero igual iba hacia su barco cuando el caballo se hizo daño!

—Estamos a muchísimos kilómetros del mar, cariño —señaló Lali, acariciando los cabellos del niño.

—¡Pero ha tenido que ir por ese camino, señorita Lali! —gritó Cristobal desde la puerta, luego corrió a ocupar su sitio en la mesa—. ¡Leo dice que se toparía con el alguacil si fuese por la carretera principal!

—¿El alguacil? —rió ella—. ¿Y qué crees que haría el alguacil si se encontrara al señor Lanzani? Sin el botín de un asalto, no tendría motivo para detenerlo. Me temo que Leo te ha llenado la cabeza de historias inventadas.

—Tampoco creo que tu historia sea mucho mejor —bufó la señora Peterman desde la puerta de la cocina. Dejó en la mesa un par de hogazas de pan recién hecho que Lali empezó a cortar en rebanadas de inmediato.

—No es ninguna historia, señora Peterman —respondió jovial y paciente—. ¡Es un hecho!

—Bah, es un pirata —declaró Leo con gran autoridad en cuanto entró en el pequeño comedor—. Lleva botas de pirata. Botas de pirata de las caras.

—Estas botas no le gustarían ni al más ruin de los piratas —dijo Peter.

Lali levantó la vista. Su caballero llenaba el estrecho umbral de la puerta con su cuerpo atlético y el modo en que sonreía a los niños volvió a producirle vértigo. Bajó de nuevo la mirada y se dio cuenta de que había cortado un pedazo de pan del tamaño de un ladrillo. Rápidamente lo dividió en tres rodajas, después le dedicó a Peter una amplia sonrisa, completamente consciente de que estaba a punto de ponerse en ridículo. Le señaló una silla.

—Por favor, siéntate, señor Lanzani. Y, te lo ruego, no hagas mucho caso a estos niños. Desde que Gastón empezó a leerles historias fantásticas de piratas por las noches, creen que todos los hombres adultos son merodeadores de alta mar.

Alaí seguía inmóvil junto a la puerta, mirando fijamente a Peter.

—Alaí —le dijo Lali con dulzura, y la niña se acercó despacio a la mesa, tan incapaz de quitarle los ojos de encima a aquel hombre como la propia Lali.

Por lo general, la pequeña no hablaba de otra cosa que de Ramsey Baines, de quien estaba locamente enamorada, pero se sentó enfrente de Peter, tan boquiabierta de admiración que a Lali le dieron ganas de reír. Sabía perfectamente cómo se sentía.

—No soy un pirata —les explicó a los niños—, ni lo he sido en los últimos cinco años. Hace varios años que me vi obligado a dejar de serlo. El alguacil Richards... —hizo una pausa y miró con picardía a los niños.

Un terror expectante se apoderó de los rostros de los pequeños, salvo del de Luz, que moldeaba una rebanada de pan en forma de muñeca. Peter se encogió de hombros despreocupadamente.

—Disculpen, no quiero aburriros con los detalles —se excusó, y se sirvió una ración abundante de estofado.

Lali contuvo una risita de satisfacción al tiempo que instaba a Alaí a que cogiera un trozo de pan.

—¿El alguacil Richards? ¡Qué curioso! —señaló ella mientras ponía un cuenco delante de Luz—. Dicen que lleva muchos años persiguiendo a un despiadado pirata. —Hizo una pausa y miró pensativa por la ventana—. No ha conseguido atraparlo. Cuentan que la idea aún lo atormenta. Pero seguramente no se trata del mismo alguacil Richards.

Lali miró a Peter, que le respondió con una sonrisa traviesa. Los niños, incrédulos, dejaron de comer, pendientes de la respuesta del aristócrata.

—Seguramente no —coincidió él sin inmutarse.

Los hombros de los niños se descolgaron al unísono, fruto de la desilusión.

—Salvo que te refieras a Robert Richards —añadió él.

De pronto, los niños se irguieron, con la cuchara congelada entre el cuenco y la boca, y miraron instantáneamente a Lali.

—¡Pues claro! ¿Lo conoces? —preguntó ella.

Entonces Peter comenzó a tejer una fantástica aventura en alta mar, salpicada de emocionantes encuentros cara a cara con el imaginario alguacil Richards. Los niños, embelesados, apenas probaban el estofado. Tampoco Lali era precisamente inmune a su encanto. Quería abrazarlo, por tratar a los niños con respeto y dignidad. Quería gritar a los cuatro vientos que a Peter no parecía importarle la horrenda mancha de nacimiento de Leo. Su admiración por el señor Lanzani, ya peligrosamente notable, creció a pasos agigantados durante aquella comida.

Por desgracia para todos ellos, con la visible excepción de la señora Peterman, la cena terminó demasiado pronto. Lali no tuvo más remedio que pedir a los niños que siguieran con sus tareas, besándoles la cabecita según los iba despachando con firmeza. Todos querían quedarse con el señor Lanzani, igual que ella.

Y habría ideado un modo de hacerlo si el señor Goldthwaite no hubiese elegido tan inoportunamente aquel momento para visitarlos. Oyó que llamaban a la puerta mientras servía el té. Un momento después, el boticario entró garboso en el pequeño comedor con un enorme ramo de margaritas a medio marchitar, sus orondas mejillas sonrosadas. Si había algo peor que Bartolomé, era el fastidioso Thadeus. ¿Por qué tenía que ir a verla precisamente entonces?

—Buenas tardes, señor Goldthwaite —saludó Lali, hastiada.

—Buenas tardes, señorita Espósito —respondió él sorbiendo el aire—. Me he tomado la libertad de traerte unas margaritas. Es la temporada, y he pensado que te alegrarían la cómoda —explicó, deslizando sus pequeños ojos marrones hacia Peter.

—Gracias, señor Goldthwaite, pero no tengo cómoda —dijo ella sin entusiasmo. Se quedó de pie esperando que le entregaran las condenadas flores y luego se las llevó de inmediato a la cara para ocultar su bochorno. ¡Dios, no quería ni imaginarse lo que estaría pensando Peter!—. Señor Goldthwaite, le presento al señor Lanzani —señaló con frialdad y, al oír a la señora Peterman a su espalda, se volvió para encasquetarle las margaritas, lo que le mereció otra mirada censora del ama de llaves.

—¿Cómo está, señor Goldthwaite? —inquirió Peter.

—Muy bien, señor. No lo he visto nunca por aquí. ¿Es usted un benefactor?

Lali gruñó.

Peter ignoró educadamente aquella pregunta tan indiscreta. —La señorita Espósito ha tenido la amabilidad de traerme hasta aquí después de que mi caballo se quedara cojo. Ahora voy a Pembertheath en busca de ayuda —explicó al tiempo que se ponía en pie.

Lali sintió una punzada de pánico y se precipitó a su lado, perfectamente consciente de su reacción.

—Estefano aún no ha vuelto, pero estoy segura de que no tardará...

—¡Bobadas! ¡Yo no tengo inconveniente en llevar al señor Lanzani a Pemberheath! Pero le ruego, señor, que salgamos cuanto antes. No tenía previsto parar aquí, pero, como llevaba las margaritas, no podía dejar que se marchitaran —señaló el señor Goldthwaite, y se dirigió de inmediato a la puerta.

—Se lo agradezco mucho, señor. —Peter se volvió y sonrió cariñosamente a Lali—. Señorita Espósito, te agradezco inmensamente tu hospitalidad. Buenas tardes, señora Peterman. —Hizo una pequeña reverencia a la adusta ama de llaves y siguió al señor Goldthwaite, que salió anadeando a toda prisa de la estancia.

Presa de una intensa emoción que no le era familiar, Lali miró a la señora Peterman con un gesto de impotencia, y ella se encogió de hombros, desesperanzados. A sabiendas de que no podía hacer más que desear buenas tardes al caballero, Lali cogió el sombrero que se había dejado olvidado en el perchero y salió corriendo tras él.

—¡Señor Lanzani! —lo llamó mientras salía al camino.

El se volvió, con una sonrisa en los labios y en sus ojos verdes. Ella le entregó el sombrero. Él lo agarró con una mano y tiró un poco, pero ella no lo soltaba.

—Eh..., gracias por ayudarme a salir del apuro —añadió, nerviosa. ¿Qué demonios estaba haciendo?

—No he sido de gran ayuda —dijo él riendo.

—¡Señor Lanzani, por favor! —gritó Thadeus desde su carriola.

Lali lo miró muy ceñuda, luego se volvió hacia su caballero con una sonrisa cautivadora.

—Si alguna vez te encuentras casualmente por la zona, a los niños les encantará que vengas a vernos —manifestó e, inmediatamente consciente de su descaro, desvió nerviosa la mirada—. Nos... les ha gustado mucho tu relato.

—Señorita Espósito...

—¡Señor Lanzani! ¡Tengo que irme ya! —bramó el señor Goldthwaite desde el coche. Cielo santo, Lali habría tumbado de un sopapo a aquel pavo real pequeño y regordete, y le habría llenado el buche de margaritas.

—Gracias otra vez, señorita Espósito —dijo Peter. Pero se quedó de pie delante de ella, frunciendo los ojos al compás de su sonrisa.

—No hay de qué, señor Lanzani —contestó ella, mirándolo fijamente.

La sonrisa de él se transformó en un gesto risueño.

—Señorita Espósito..., el sombrero.

Lali bajó la vista; aún sujetaba el sombrero. Horrorizada, lo soltó tan de repente que él reculó un paso. Riendo, Peter se dirigió al carruaje.

¡Qué maravilla! ¡Había conseguido parecer una auténtica pánfila! Una vez instalado en el apretado asiento que quedaba junto al señor Goldthwaite, Peter volvió a mirarla. Tras decir adiós con la mano de forma pretendidamente desenfadada, Lali fingió examinar una enredadera que se había adherido al muro exterior de la casa. Cuando oyó que partía el carruaje, maldijo mil veces su estampa, y la del fastidioso Thadeus.


Peter miró atrás por última vez mientras el coche se alejaba de la destartalada finca. No se había equivocado: ella era un ángel, un ángel muy provocativo. Cuando el señor Goldthwaite tomó con precipitación la primera curva, haciendo que el coche se escorara, Peter se agarró el sombrero y al asiento a la vez.

—¿Tiene prisa? —le preguntó con sequedad en cuanto el carruaje se enderezó.

—Me esperan asuntos urgentes que resolver —espetó el hombrecillo—. Hoy no debería haberla visitado.

—¿Hace mucho que conoce a la señorita Espósito? —inquirió Peter, perfectamente consciente de que era ella la causante de su angustia.

Claro que no le extrañaba. Lali eran tan cautivadoramente hermosa como bondadosa, la clase de mujer que podía provocar en un hombre una devoción ciega.

—Conozco a la señorita Espósito de toda la vida.

—Seguro que es una buena amiga —comentó Peter sin saber qué más decir.

El señor Goldthwaite soltó una carcajada.

—¿Amiga? ¡Prácticamente estamos prometidos, señor! —soltó indignado.

Peter no tenía ni idea de qué había entre los dos, pero, en su humilde opinión, el señor Goldthwaite tenía más posibilidades de casarse con Lucy que con Lali Espósito.

Continuará...

+10 :)!

10 comentarios:

  1. <<Jjajaaajajaajaaja,si k Tadeus se quede con Lucy,ajaajajajaa

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  2. Bajo la coraza d hombre frío ,hay un pirata sensible y amoroso.

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  3. Los niños alucinando con Peter!!!!

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  4. La señora Peterman ,me está cayendo como el cul.....:No digamos Tadheus ,ni Bartolomé.

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  5. Como me encanta k pongas este tipo d novelas,d época.
    Me encantan y me divierten.
    Gracias Danii !!!!

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  6. sube mas por favor!!!

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  7. -Tenia mas posibilidades de casarse con Lucy que con Lali Esposito Jajajajajajajaja :D

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  8. Mas vale q Peter regrese a visitarlos ;)

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  9. Me dio gracia el capitulo, sobre todo el final jajaja

    +++

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