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miércoles, 24 de junio de 2015

CAPÍTULO 11



Peter suspiró impaciente y consultó su reloj de bolsillo. Llevaba más de media hora paseando con su tía abuela, lady Paddington, por el condenado parque, y la buena mujer no parecía cansarse. Tía Paddy, como la llamaba cariñosamente la familia, juntó las manos regordetas delante del pecho y examinó satisfecha a un grupo de jovencitas que paseaban juntas.

—La señora Clark me ha dicho que Pablo está muy interesado en la hermosa señorita O'Meare, ¿lo sabías? Por desgracia, viene de una familia numerosa —añadió señalando con la cabeza a la dama en cuestión.

Peter no alcanzaba a imaginar qué podía tener que ver el tamaño de su familia.

—¿En serio? —observó con hastiada indiferencia—. Pensé que a Pablo le interesaba la señorita Delia Harris.

—¡Ah, tu hermano es de lo más testarudo! ¡Cambia de opinión en cada evento! —graznó—. También está la señorita Rocío Pritchit. Muy hermosa..., ésa es su madre —le susurró Paddy y enhebró su brazo, posesiva, en el de Peter—. Buenos días, lady Pritchit..., señorita Pritchit... —proclamó jovial.

Peter miró con disimulo a la dama, quien, en su afán de darles alcance, casi iba arrastrando a su sumisa hija.

—Lady Paddington, ¿cómo se encuentra? —preguntó ésta sin aliento, mirando a Peter con descaro.

Él inclinó la cabeza respetuosamente y observó que la simplona muchacha no dejaba de mirarse los pies mientras hacía una reverencia.

—Buenos días, excelencia. No sabía que estuviera en la ciudad —señaló lady Pritchit mientras se estiraba coqueta el historiado cuello de encaje.

—¿De veras? Entonces, ¿aún no se han publicado en The Times mis últimos movimientos? —preguntó él, algo sarcástico.

Los labios de lady Pritchit esbozaron una amplia sonrisa que terminó convirtiéndose en una risa similar a un relincho.

—¡Claro que no! ¿Se quedará entonces para la Temporada social? —inquirió con descaro.

—Aún no lo he decidido, lady Pritchit.

—Pero ¿asistirá al menos al baile de Harris? ¡Será el evento de la temporada! Mi Rocío acaba de presentarse en sociedad y espera ilusionada el acontecimiento —anunció con entusiasmo al tiempo que le propinaba a su hija un codazo nada sutil en las costillas. La señorita Pritchit hizo una mueca, pero no levantó la mirada.

—Su excelencia tiene muchos compromisos, lady Pritchit—respondió Paddy altivamente antes de que Peter pudiera abrir la boca—. No me cabe ninguna duda de que aún no ha decidido a cuál de ellos asistirá.

Lady Pritchit se quedó muda y boquiabierta. Se hizo un incómodo silencio hasta que fue consciente de que no tenía nada más que añadir.

—Bueno, quizá tengamos el placer de verlo en el baile de Harris, excelencia. Buenos días, lady Paddington. —Se despidió con una desganada reverencia y agarró por el brazo a su hija, que, sin dejar de examinarse la punta de las zapatillas, se retiró precipitadamente.

Tía Paddy resopló con desdén en cuanto madre e hija desaparecieron de su vista.

—¡Me cuesta creer el descaro de esta mujer! —rezongó indignada—. Por mucho que acabe de presentarse en sociedad, esa muchacha no vale nada. La señora Clark cree que lady Pritchit tiene algunos contactos lejanos, pero nada que le permita fijarse en algo más que un barón, ¡por todos los santos!

Peter tiró de su tía antes de que a ésta le diese una apoplejía y siguieron andando, mientras Paddy iba soltando una retahíla de fatuidades que Peter apenas oía, hasta que de pronto, señalando un landó negro, exclamó:

—¡Ay, Dios mío, es ella!

Peter miró al otro lado del parque, pero no vio más que el pie de una mujer desapareciendo en el interior de un carruaje. La acompañaba lord Van der Mili, un viejo cascarrabias con más dinero del que sabía en qué emplear.

—¿Quién es ella? —preguntó con cortés despreocupación.

—¡La condesa, Peter! Una mujer encantadora, ¡y desafortunada! Debe ser durísimo enviudar a tan tierna edad —suspiró con tristeza.

Peter volvió a mirar el coche, que se alejaba ya de la acera.

—¿Qué condesa es ésa? No recuerdo haber oído hablar de ninguna defunción reciente entre los aristócratas.

—¡No en Inglaterra, en Baviera! —exclamó Paddy como si Peter fuese lerdo—. El conde Bergdorf, Bergstrom o algo así. Una historia de lo más romántica, sin duda. Ella conoció al conde en el continente, y a él lo volvió loco el carácter caritativo de ella y su extraordinario atractivo físico, y ella se enamoró de él, un hombre muy apuesto, y muy rico, según la señora Clark, a quien se lo ha contado todo lord Dowling. Tan fuerte era su vínculo que se casaron en seguida y se instalaron en la Baviera natal de él. Pero un terrible accidente de caza se lo arrebató —relató tía Paddy. Al ver el landó desaparecer en medio de la atestada calle, la anciana suspiró con el arrobamiento de una colegiala.

Por encima de su cabeza cana, Peter puso los ojos en blanco y anotó mentalmente que debía pedirle a Pablo que dejara de contarle aquellos novelones a tía Paddy.


En el interior del carruaje de lord Van der Mili, que se alejaba renqueante de Hyde Park en dirección a Russell Square, iba sentada Lali, con los brazos cruzados en la cintura y la vista fija en el regazo. Llevaba uno de los vestidos viejos de su madre que había adaptado a las nuevas modas. No era ninguna maravilla, pero al menos no era tan malo como para merecer los comentarios poco delicados de lady Pritchit. Al divisar a la deslenguada señora, había confiado en que lord Van der Mili pasaría de largo, pero no, se había detenido a charlar. Al final de la conversación, lady Pritchit había examinado el vestido de Lali, que estaba guarnecido de volantes desde el cuello hasta el bajo, y había comentado, para visible horror de su hija, que el vestido se parecía a uno que había visto en un velatorio hacía muchos años. Lo llevaba la difunta.

Lali sonrió distraída a lord Van der Mili mientras éste exponía las reformas que se estaban debatiendo en la Cámara de los Comunes. Estaba descubriendo, para su desazón, que cuanto más se integraba en la vida aristocrática, más se acentuaba su vanidad femenina. Como era lógico, la promesa de Bartolomé de buscarle una modista no se había materializado y empezaba a pensar que desentonaba entre las mujeres mejor vestidas del país. Gastón intentaba ayudar; se había instalado en las mesas de juego casi nada más llegar a Londres, ansioso por poner a prueba las habilidades que había ensayado durante años en Rosewood. Aunque había tenido cierto éxito y le había podido pagar un vestido nuevo de cuando en cuando, no estaban al nivel de la alta sociedad de la capital. Disgustada por su vanidad, Lali miró ceñuda por la ventanilla. Jamás le habían importado los vestidos, ni los adornos, ni los sombreros o los guantes.

Dios, su desmesurada inseguridad era casi suficiente para enviarla a un convento, pero el desfile constante de hombres viejos y varicosos que Bartolomé le había preparado le resultaba humillante. Había decidido desaparecer cuando Davis llamó a su puerta y le anunció:

—¡Visita!

La tendencia de Lali a escaquearse, no obstante, había sido tema de muchas acaloradas discusiones con Bartolomé.

Suspiró hastiada, ajena al discurso cada vez más entusiasta de lord Van der Mili. Su única alegría, de momento, era la señorita Rocío Pritchit, a la que había conocido en uno de aquellos horrendos eventos y de la que se había hecho amiga inmediatamente. La desgracia particular de Rocío era tener a la madre más desagradable del mundo. Si cualquier hombre miraba hacia donde estaba Lali, lady Pritchit lo tomaba como una afrenta personal hacia su hija.

Lali no había sido consciente de lo mucho que detestaba a aquella mujer hasta que la había oído comentar en voz alta, en una cena, que a los lores de más edad no les gustaría que sus hijos cortejaran a una forastera de contactos desconocidos en Gran Bretaña. Tardó unos minutos en darse cuenta de que se refería a ella. Algunas de las mujeres que rodeaban a lady Pritchit aquella noche asintieron con la cabeza, aunque Lali no entendía por qué. ¡Los hombres que había conocido no eran herederos al trono! Obviamente, lady Pritchit consideraba a Rocío la candidata perfecta de cualquier pretendiente.

Cuando a Lali la habían invitado a casa de la señora Clark, por lo visto, lady Pritchit había montado en cólera. Al parecer, la compañera habitual de la dama, lady Paddington, era tía abuela de un duque o no sé qué personaje de alto copete. Rocío, avergonzada, le había comentado que lady Pritchit temía que ella conociera a aquel duque primero y, por eso, intentaba poner a todas las bobaliconas de su parte. Lali había interpretado aquello como otro infame desafío de la vieja arpía y le había insistido a Rocío que no estaba interesada en ningún viejo duque engreído ni en sus amigos y, por la cuenta que le traía, Rocío la había creído.

Miró a lord Van der Mili, que se había puesto como un tomate. Ciertamente, pensó mientras observaba al menos odioso de los pretendientes de Bartolomé, había conocido a muchos jóvenes casaderos, pero ninguno de su gusto. Eran demasiado melindrosos, demasiado esnobs, demasiado afeminados, demasiado viejos o demasiado jóvenes. Ninguno de ellos parecía tan fuerte, ni tan bondadoso, ni tan masculino como el señor Lanzani. En contra de su voluntad, terminó comparando a todos los hombres con él y reprendiéndose después por complicar tantísimo la situación. Porque se descubría buscando al señor Lanzani en todos los salones de baile, y no una pareja adecuada, como supuestamente debía hacer.

Por Dios que lo intentaba; de verdad procuraba encontrar cualidades admirables en los hombres a los que conocía, pero, si tenía que casarse, quería hacerlo con un hombre tan viril como el señor Lanzani, y tan guapo. Y definitivamente con alguien que la besara como él la había besado. Un pequeño escalofrío le recorrió la espalda al recordarlo, y sonrió.

Aún sonreía cuando el landó se detuvo delante de la casa de Russell Square. Le tendió la mano a lord Van der Mili automáticamente.

—Gracias por la agradable velada, milord —dijo con dulzura. Agitado por su diatriba, lord Van der Mili miró inquieto por la ventanilla.

—¿De modo que ya hemos llegado a Russell Square? —Sí, milord.

El cochero abrió la puerta en el mismo instante en que Van der Mili le cogía la mano.

—Condesa de Bergen, si me lo permite... Su tío ha ido tan amable de dejarme venir a verla tres veces ya y creo que es obvio que hay cierta, cómo lo diría, cierta estima mutua entre nosotros. Éste es un momento tan oportuno como cualquiera para llegar a un entendimiento, ¿no le parece?
Ay, Dios, ¿a un entendimiento? El único entendimiento al que podía llegar con lord Van der Mili era que jamás habría un entendimiento entre ellos. La miró expectante, metiendo y sacando la lengua nervioso por entre sus viejos labios. Ella pestañeó.

—¿Tiene hora, milord?

—¿Hora? —inquirió él perplejo.

—Sí, ¿qué hora es, por favor?

El demacrado rostro de Van der Mili palideció aún más. A regañadientes, le soltó la mano y sacó el reloj, que miró impaciente.

—Son las cuatro en punto, señora.

—¡Debería estar más atenta! Le había prometido a mi hermano que lo ayudaría con..., ¡esta tarde! Gracias otra vez, milord —repitió y, cogiendo su retículo, bajó a toda prisa del landó—. ¡Buenos días! —gritó, se despidió enérgicamente con la mano, y caminó lo más rápido que pudo.

Davis apareció en la puerta mientras ella recorría veloz el camino de entrada, y Lali, agradecida, subió de un salto los escalones y entró en la casa antes de que lord Van der Mili pudiera pedirle que volviera.

En el diminuto vestíbulo se apoyó en la pared mientras Davis escudriñaba el landó, rezando para que lord Van der Mili no le mencionase a Bartolomé aquel pequeño episodio. Imaginaba lo furibundo que se pondría cuando se dio cuenta de que alguien la miraba fijamente. Despacio, volvió la cabeza y un hombre se situó delante de ella. Lali dio un chillido.

—¡Máximo!

Él se limitó a saludar con la cabeza, con las manos cogidas a la espalda mientras la estudiaba con detenimiento.

—¡Conde de Bergen! ¿Qué haces aquí?

Máximo retiró las manos de la espalda y la obsequió con un enorme ramo de rosas.

—Para ti —se limitó a decir.

Perpleja, Lali cogió las flores sin mirarlas siquiera.

—Pero ¿qué haces aquí?

—He venido a Londres por negocios.

—¿Q-qué negocios?

Máximo miró ceñudo a Davis, apostado junto a la puerta.

—¿Hay algún sitio donde podamos hablar? —preguntó él, y señaló con la cabeza hacia la salita.

Aún boquiabierta, Lali lo vio dirigirse a la puerta de la salita, detenerse y asomarse tímidamente al interior para luego perderse dentro. Ella miró las rosas que llevaba en la mano y meneó la cabeza. El mundo entero se había vuelto loco, loco de remate. Depositó las flores en una urna griega enorme, que Davis usaba de vez en cuando como tope para la puerta, y siguió a Máximo hasta la salita.

—Conde de Bergen, exijo saber qué haces en Londres —dijo Lali mientras atravesaba la puerta y se cruzaba de brazos—. Y no sólo en Londres, sino aquí, en Russell Square.

Con el índice y el pulgar, Máximo cogió una pezuña de oso que llevaba disecada desde tiempo inmemorial e hizo una mueca de asco.

—Obviamente he venido a verte —contestó él, volviendo a dejar con cuidado el trofeo en su sitio—. El Kartoffelmann piensa en ti. Te ha hecho un... santuario.

A pesar de la impresión, Lali soltó una carcajada.

—¿El Patata me ha hecho un santuario?

Máximo dejó de estudiar un instante el candelabro elaborado con una antigua empuñadura de espada y asintió solemnemente antes de pasar a un cuadro rarísimo de dos hadas y un perro.

—Pero... ¿cómo has sabido que estaba aquí? —preguntó ella.

—Tenía la dirección de Rosewood. Frau Peterman me envió aquí. Helga te manda recuerdos —dijo, y le entregó un pequeño pergamino plegado.

Lali cruzó la estancia para coger la carta.

—Frederic anda mustio desde que te fuiste. No le apetece cumplir con sus obligaciones —prosiguió.

Lali sonrió al recordar al inquieto asistente de Máximo.

—Deberías mandarlo a París, donde pudiera hacer justicia con algunos mequetrefes.

El conde se volvió de pronto, sus ojos clavados en el rostro de Lali.

—Cumpliría con su deber de buena gana si tú estuvieses en Bergenschloss, el Kartoffelmann quizá dejara que alguien se comiese una de sus preciadas patatas, y Frederic ya no andaría mustio.

Lali se tapó la boca con la mano enguantada y contuvo una carcajada de sorpresa. Máximo arrugó su pálida frente. ¡Cielo santo, lo decía en serio! Sí, el mundo entero se había vuelto loco de atar.

—¡No puedo volver a Bergenschloss! ¡Tengo responsabilidades que atender aquí!

—Cásate conmigo y dejarás de tenerlas.

—¿Que me case...? ¿Ya has olvidado que una vez quisiste colgarme de los muros del castillo? —preguntó ella, tratando desesperadamente de contener la hilaridad que aquel ofrecimiento absurdo le producía.

—No lo he olvidado.

—Perdona, pero ¿no crees que te contradices? —repuso ella. Máximo arrugó el gesto y se observó las yemas de los dedos un momento. Luego volvió a mirarla.

—He pensado mucho en ti. Podrías ser muy feliz en Bergenschloss.

Lali apenas pudo contener la risa histérica que le bullía en la garganta.

—¡Máximo! ¡No puedo casarme contigo! —gritó.

Impaciente, él levantó una ceja muy por encima de la otra, y la histeria de Lali empezó a dar paso a la conmoción.

—¿Qué es lo que crees que no puedes tener en Baviera? ¿A tus huérfanos? Puedes cuidarlos allí si quieres —le ofreció.

—¿A mis huérfanos? —gritó Lali, procurando controlar el pánico que se empezaba a apoderar de ella—. Aprecio tu oferta, de verdad, pero mi sitio está en Inglaterra. Tengo que pensar en Rosew...

—Yo me ocuparé de Rosewood.

—Pero... ¡y los niños! Necesitan...

—Tráetelos.

Lali lo miró boquiabierta, pasmada. Al final, meneó la cabeza despacio.

—No, Máximo. No puedo casarme contigo. Petrificado, le preguntó:

—¿Qué puedo hacer para convencerte?

—¿Cuánto está dispuesto a ofrecer? —inquirió Bartolomé desde la puerta.

Sobresaltada por la intrusión, Lali se volvió para mirar a su tío.

—¡Tío, he dicho que no!

Bartolomé la ignoró, sus ojos fijos en Máximo.

—¿Cuánto? —volvió a preguntar.

—¿Quién es usted? —quiso saber el aristócrata.

—Lord Bartolomé Espósito, señor, el tío de Lali. ¿Cuál es su oferta?

Máximo miró de arriba abajo al corpulento hombre antes de preguntar como si nada:

—¿Cuánto quiere?

Lali se volvió hacia el alemán; la histeria dio paso a la rabia.

—¡He dicho que no! ¡No!

Como si no hubiese hablado siquiera, Máximo, con una mirada estoica, se dirigió a Bartolomé:

—¿Cuáles son sus condiciones?

Lali lanzó los brazos al aire, soltó un chillido de desesperación y se dirigió a la puerta.

—Hablen todo lo que quieran. ¡Adelante! ¡No voy a casarme contigo!

Bartolomé y Máximo la miraron impasibles, como si acabase de proclamar que prefería pescado para la cena.

—¡Tío, tu y yo teníamos un acuerdo! —gritó.

Él se encogió de brazos. Ella se volvió rápidamente hacia Máximo.

—¡Te dije en Baviera que no podía vivir allí! —Al ver que Máximo no respondía, dio media vuelta y salió airada de la estancia, cegada por el miedo a que su tío llegara a algún tipo de trato con Máximo.

Los dos hombres la vieron marchar y luego se miraron el uno al otro. Bartolomé cogió la botella de coñac y dos vasos

—¿Hablamos? —Sonrió y le señaló a su invitado la silla de abultada tapicería de terciopelo rojo.


Continuará...

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