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jueves, 25 de junio de 2015

CAPÍTULO 13



La Temporada social comenzó de verdad en los tres días siguientes a la recepción de Granbury, y Lali asistió a más fiestas y tés que en toda su vida. Pasaba los días yendo de aquí para allá con el fin de que la vieran en todos los sitios importantes, y el torbellino de actividad social empezó a hacer mella en su insignificante guardarropa.

De pie en el tocador de señoras del baile de Harris, Lali se estiró el vestido de brocado azul zafiro cubierto de una fina gasa. Le apretaba tanto que temía que el pecho se le fuera a salir por el escote al menor tropiezo. Lo empeoraba el haber descubierto que era incapaz de peinarse sin la ayuda de la señora Peterman. Había recurrido a un recogido sencillo, en absoluto a la altura de los dictados de la moda.

Se estiró el vestido una vez más antes de salir del tocador al rellano atestado de gente. Despacio, se dirigió al comedor, donde se había preparado un abundante surtido de comida a modo de bufé. Cogió disimuladamente un pedazo de queso y se introdujo en el salón de baile, donde ardían decenas de velas en enormes candelabros de cristal, colgados de historiados frisos en el techo. Al fondo, cinco juegos de puertas francesas se abrían a un amplio mirador y a los jardines que se encontraban detrás, permitiendo que entrase el aire en la atestada casa.

Lali aceptó agradecida un vaso de ponche de un lacayo y se apostó a un lado, examinando el opulento entorno, hasta que vio a Máximo al pie de la gran escalera de caracol. Sus ojos recorrieron despacio la multitud; la vio casi a la vez que ella a él.

Ella frunció el cejo. El conde sonrió y empezó a avanzar decidido hacia ella. Lali suspiró, apuró el ponche y, con un sigilo que cualquier ladrón de joyas habría querido para sí, se desplazó de prisa y en silencio, pegada a la pared, con los ojos fijos en la muchedumbre para asegurarse de que el bávaro no le daba alcance. En ésas, se tropezó con Rocío Pritchit.

—Cielos, Rocío, ¿qué haces aquí? —exclamó al darse cuenta de que había chocado con su amiga tras las hojas enormes de una planta alta. Con su vestido de satén fucsia y su pelo recién cortado, Rocío le recordó a una triste muñeca de porcelana—. Te veo pálida. ¿Te encuentras bien?

—También tú lo estarías si tu madre te estuviese llenando el carné de baile —murmuró la joven.

—¿No quieres bailar? —inquirió Lali.

—Claro que sí, pero ¡no me deja bailar con cualquiera! Tienen que tener título, y de conde para arriba —masculló desolada—. La muy ilusa está empeñada en que baile con el duque de Sutherland, ¡ni más ni menos! De verdad cree que con que baile una cuadrilla con él conseguiré despertar su interés —protestó asqueada.

—¿Está aquí?

—¡No creo! Rara vez asiste a esos actos y, aunque lo hiciese, no tendría el más mínimo interés en bailar conmigo, te lo aseguro —gruñó Rocío, lastimera.

—¡Ay, Rocío!, ¿y por qué no? —repuso Lali—. ¡No puedo imaginar un solo hombre que no quisiera bailar contigo!

Rocío sonrió, sumisa.

—Eres muy amable, pero no lo entiendes. El duque de Sutherland es uno de los hombres más populares de toda Inglaterra. Todas las mujeres de este salón querrían bailar con él. Si decide bailar, y nunca lo hace, no creo que se digne ni a mirarme. Además, cielo santo, si lo hiciera, mi madre se pondría completamente en ridículo.

Lali se encogió de hombros. Sin duda se trataba de otro aristócrata pagado de sí mismo. Un hombre así no le convenía a

Rocío en absoluto.

—Es un imbécil —dijo con gran autoridad, sin percatarse de la mirada de horror de su amiga—. ¡Tengo una idea! Ven conmigo al fondo del salón, ¡tu madre no nos encontrará allí! Puedes decirle que has perdido el carné de baile y bailar con quien te plazca.

Rocío miró boquiabierta a Lali como si acabara de decir una blasfemia, pero, poco a poco, se dibujó una sonrisa trémula en sus labios.

—No sé —dijo titubeante—. Mi madre tiene muy mal carácter.

Lali contuvo un resoplido de asentimiento al respecto.

—¡Vamos! No podrá sacarte a rastras de la pista de baile sin montar un numerito. Además, conozco a un hombre con suficiente título para complacerla, y estará encantado de bailar contigo —señaló absolutamente convencida. Cogió a Rocío de la mano decidida a que Máximo fuese el primero que la acompañase a la pista de baile.


El duque de Sutherland y Agustín Sierra, marqués de Darfield, tras salir de la sala de fumadores, se apostaron, incómodos, a la puerta del salón de baile. Mientras inspeccionaba la multitud, Agustín suspiró inconscientemente, lo que hizo sonreír a Peter. No conocía a nadie que odiara los actos de la Temporada social tanto como su viejo amigo Agustín. En su día conocido como el Diablo de Darfield, Agustín había rehuido la vida social con vehemencia hasta que había aparecido su esposa, Candela, y lo había cambiado todo. Desde entonces, asistía a los actos, pero a regañadientes. Poco antes, los dos se habían escapado a la sala de fumadores, donde se habían quedado el tiempo suficiente para que Agustín despojara al duque de doscientas libras jugando a las cartas.

Peter compartía la falta de entusiasmo de Agustín, y aquel baile no era muy distinto de todos los demás. La casa estaba llena a rebosar, las habitaciones resultaban sofocantes, el champán estaba tibio y la pista de baile era una carrera de obstáculos. Pero a Nina le encantaba y, debía admitirlo, aquella noche estaba especialmente guapa. Se había sentido muy orgulloso de bailar con ella.


—Ahí está la feliz marquesa —dijo Agustín con sequedad, señalando en su dirección. En el centro del grupo de admiradores, Candela reía con ganas—. Si me disculpas, creo que voy a ir a por mi esposa antes de que Whitehurst se la lleve —anunció, y se perdió entre la multitud.

Sonriente, Peter examinó la muchedumbre en busca de Nina. Escudriñó con detenimiento el grupo de gente, hasta que el reflejo de la luz en alguna joya o cristal lo deslumbró.

Fijó los ojos en el objeto y todo pensamiento sobre Nina se desvaneció de pronto. A sólo unos metros de él, la señorita Espósito se deslizaba por el borde de la pista firmemente cogida de la mano de la señorita Pritchit. Al verla, se le aceleró el pulso; no era de extrañar, el ángel estaba imponente.

La señorita Pritchit y ella se detuvieron, juntaron las cabezas y rieron de algo o alguien de la pista de baile. Su sonrisa era contagiosa; como una estrella radiante, lo iluminaba todo a su alrededor. Y aquellos chispeantes ojos oscuros... Dios, eran embelesadores. Le costaba creer que hubiesen brillado de rabia hacía tres días...

Pero ¿qué demonios había dicho?

Cuanto más pensaba en ello, más se indignaba. ¿Qué había dicho exactamente para provocar semejante ira en ella? ¡Si no había hecho más que desearle buena suerte! Había reaccionado como si fuese un secreto que las mujeres iban a Londres en busca de un buen partido.

Tan absorto estaba en el ángel que lady Harris pudo interceptarlo fácilmente.

—¡Excelencia! ¡Me alegra encontrarlo entre semejante muchedumbre! Me gustaría mucho presentarle a alguien —ronroneó, y le enhebró el brazo.

—A su servicio, lady Harris —replicó él automáticamente, sin apartar la vista de la señorita Espósito, que en esos momentos hablaba con el mismo hombre con el que la había visto en la recepción.

Lady Harris le dio un toquecito en el brazo con el abanico.

—Me encantaría presentarle a la condesa de Bergen. Viene del continente, así que quizá ya se conozcan.

Peter se dio cuenta de que avanzaban hacia la señorita Espósito. La vio volverse hacia la señorita Pritchit y presentarle al hombre.

—Estoy convencido de que no —respondió educadamente.

—Bueno, entonces le gustará conocerla ahora. ¡Es una verdadera delicia! ¡Una joven muy alegre! Ojalá la hubiera visto la semana pasada. Perdió por lo menos doce bazas jugando al julepe con lady Thistlecourt, que nos tumbó a todas sin ningún reparo. En serio, ¡Hortense Thistlecourt se cree la dueña de las mesas de julepe! ¡Y puede creerse que la pobre niña no hizo otra cosa que reír, decirle a lady Thistlecourt que el honor la obligaba a buscar la revancha y luego, como si nada, ofrecerse a traerle una copa! ¿Se lo imagina? —chismorreó lady Harris.

Peter apenas prestaba atención a su anfitriona. El desconocido acompañaba a la señorita Pritchit a la pista de baile, y el ángel sonreía de placer. Después lo volvió a sorprender al gritarle al desconocido en alemán que por favor procurase sonreír.

—Disculpe, lady Harris, pero ¿dónde está la condesa? —preguntó impacientemente, ansioso por terminar con aquello para poder hablar con su ángel.

—¡Está ahí mismo! —respondió ella, contenta, y señaló a la señorita Espósito.

Peter miró a la señorita Harris, luego a Lali.

—¿Cómo dice? —espetó él.

—¡No pasa desapercibida! —apuntó lady Harris—. ¿Verdad que es preciosa?

Cielo santo, por primera vez en su vida, Peter se había quedado sin palabras. ¿De dónde había sacado lady Harris la idea de que Lali Espósito fuese condesa..., la condesa bávara de la que todos hablaban? ¡Era imposible! ¡La muy tramposa jamás había mencionado el título!

—Tiene que haber algún error —sentenció.

—¡No, no hay error, se lo aseguro! ¡Esa es la condesa de Bergen! —confirmó satisfecha lady Harris.


Lali rió para sí mientras Rocío y Máximo se perdían entre la multitud de bailarines. Al conde no le había gustado nada, pero la joven casi se había desmayado. Era un hombre guapo, había que reconocerlo, cuando sonreía. Algo que no hacía a menudo. No obstante, intentaba ser encantador.

—¡Lali!

Se volvió al oír la voz de Candela y, dando un chillido de emoción, se lanzó a los brazos de su amiga.

—¿Dónde demonios has estado? ¡No he sabido nada de ti desde que dejaste Rosewood! ¡Debería estar enfadadísima contigo! —exclamó enfáticamente, luego la apartó un poco de sí para poder examinarla.

—¡Ay, Candela, no te imaginas lo mucho que te he echado de menos! —gritó Lali.

—¿Cuándo vuelves a Pemberheath? El nuevo establo de Rosewood ya está terminado, pero es demasiado distinguido para establo. Los niños están muy orgullosos de él.

—¡Cuánto los echo de menos! —gimoteó con sentimiento—. Tío Bartolomé me ha prometido que iremos de visita dentro de quince días.

—¡Qué vestido tan bonito llevas! —proclamó Candela, sincera.

—¿Tú crees? No he tenido mucha suerte con la costurera.

—¿En serio? —sonrió Candela—. Conozco a una bastante asequible. Yo le encargo todos mis vestidos...

—¿Podrías presentármela, querida? —Al mirar de reojo a su derecha, Lali vio a un hombre alto de dulces ojos. Dios, qué guapo era..., casi tan guapo como el arrogante del señor Lanzani. Tapó en seguida aquel pensamiento prohibido con una sonrisa de oreja a oreja.

—Agustín, cariño. Me complace presentarte por fin a la condesa de Bergen —espetó Candela.

Lord Darfield le cogió la mano y se inclinó galante sobre ella.

—Un verdadero placer —dijo, encantador—. Mi esposa habla con mucho cariño de usted y de sus enormes tomates.

Lali le hizo una elegante reverencia.

—Yo también le tengo mucho cariño a su esposa, milord, pero es por su patrocinio de mis tomates por lo que la adoro —respondió Lali riendo discretamente.

—Es usted muy amable, condesa de Bergen, porque creo que los dos sabemos que se ha convertido en su obsesión. ¡Comemos tantos tomates en Blessing Park que temo que empiecen a brotarme de las orejas! —exclamó el marqués al tiempo que tomaba un par de copas de champán de un lacayo que pasaba por allí y se las entregaba a las mujeres.

Lali rió al tiempo que se llevaba la copa a los labios.

—¡Condesa de Bergen! Permítame que le presente a su excelencia el duque de Sutherland.

Ella miró a regañadientes por encima del hombro e inmediatamente se atragantó con el champán, con el que le roció la manga al marqués. ¿Duque? ¿Su caballero rural era el duque de Sutherland? El marqués le cogió la copa antes de que se le cayera y Candela le dio una fuerte palmada en la espalda. El supuesto duque no hizo el más mínimo intento de desdibujar aquella insolente sonrisa de sus labios. Con exagerada floritura, se sacó un pañuelo blanco del bolsillo de la pechera y se lo ofreció.

—Lamento haberla sobresaltado, señora —dijo con exagerada cortesía.

—¡Cielos, lo siento muchísimo! —se disculpó lady Harris horrorizada.

Presa de la conmoción, Lali tomó nerviosa el pañuelo que él le ofrecía y, sin delicadeza alguna, se limpió la boca y la mano. No podía quitarle los ojos de encima, menos aún hablar. Candela la sacó del trance con un puntapié, y Lali, obediente, improvisó una torpe reverencia. El duque, maldito fuese, le dedicó una amplia sonrisa.

—Es un verdadero placer conocerlo, excelencia —se oyó decir con voz ronca.

Sonriendo muy divertido, él le tomó la mano y le rozó con los labios los nudillos, sin dejar de mirarla.

—El placer es todo mío..., condesa.

—Confiaba en que ya se conocerían —señaló lady Harris mirando fijamente la mano de Lali, aún entre las del duque.

Candela miró espantada a su amiga mientras Peter sonreía jovial y le soltaba poco a poco la mano.

—Estoy convencido de que recordaría el enorme placer de conocer a una... condesa... tan célebre... y tan hermosa —respondió con mucha labia.

Lali palideció y se tapó la boca fingiendo toser o atragantarse. Luego miró incómoda a la sonriente lady Harris.

—Su excelencia viaja con frecuencia al continente, condesa —pió su anfitriona—. Quizá conozca a ese estupendo primo suyo, condesa de Bergen. ¿Lo llamamos?

—¿Primo? —intervino Peter educadamente, acentuando su sonrisa de listillo.

—No, no es eso exactamente —balbució Lali.

Peter frunció el cejo. Lady Harris, Candela y lord Darfield se inclinaron hacia adelante como si temieran perderse la explicación.

—N-no es mi... Es sobrino de mi marido. De mi difunto marido —trató de aclarar tontamente. Completamente desconcertada, le devolvió torpemente el pañuelo a Peter—. Gracias —masculló.

—No, milady, por favor, quédeselo. Puede que vuelva a necesitarlo —dijo, y tuvo el descaro de guiñarle un ojo muy sutilmente.

Ante la carcajada contenida de lord Darfield, Lali, abochornada, notó que se le aceleraba el pulso y, peor aún, experimentó un acaloramiento indescriptible que le encendió el rostro. Se le ocurrió un millón de réplicas ingeniosas, pero el muy sinvergüenza la había dejado muda. Paralizada, lo vio saludar a Candela con sofisticado encanto:

—Lady Darfield, como siempre, un inmenso placer.

—Peter, déjate de formalidades —protestó Candela, y le dio un abrazo cariñoso.

—Sutherland, me sorprendes. Jamás te había visto adentrarte tanto en el salón de baile —comentó lord Darfield, insolente. Luego se volvió hacia su esposa—: A propósito de salones de baile, querida, están tocando un vals.

—Ya, pero yo preferiría...

—Seguro que la condesa se quedará por aquí un rato más, ¿verdad? —le dijo a Lali—. Excelente —respondió al gesto mudo de asentimiento de ésta, y prácticamente empujó a su mujer a la pista de baile.

—Quizá la condesa quiera hacerme el honor —inquirió Peter, satisfecho.

¿Bailar con él? Ah, no, ni por su vida bailaría con él.

—No, gracias... Mi amiga Rocío...

—¡Bah! —declaró lady Harris, y le dio un golpecito en el brazo a Lali con el abanico—. ¡Rocío Pritchit se las puede apañar sola!

El duque sonrió satisfecho al oír aquello.

—Si quiere, me quedo aquí para explicárselo —insistió la mujer. Luego le dio un empujoncito a Lali.

Por todos los santos, no había forma elegante de librarse de aquello. El muy pillo sonreía como si nunca se hubiese divertido tanto. Se planteó la posibilidad de hacerle un desaire por haberle mentido, para empezar, pero sólo iba a conseguir llamar la atención, y el muy sinvergüenza lo sabía bien.

—Por supuesto —contestó fría y ceñuda, y deliberadamente le puso la mano en el brazo como si estuviese tocando a un leproso. Él sonrió, cubrió la mano de ella con la suya y la acompañó a la pista.

Mientras Peter la guiaba entre la multitud, recordó de pronto las palabras de Rocío: «Es uno de los hombres más populares de toda Inglaterra». ¡Dios santo, todo ese tiempo había estado soñando con el duque de Sutherland! ¡No con un caballero rural, sino con un duque! Sintió una punzada de pánico en la boca del estómago.

Peter, que aún sonreía cuando llegaron a la pista de baile, hizo una reverencia y empezó a bailar con ella, haciéndola girar hacia el centro de la pista antes de que pudiera levantarse las faldas para ejecutar la correspondiente reverencia. La punzada de pánico se agudizó cuando Lali fue consciente de lo fácilmente que se acomodaba entre los brazos de él. ¿Cómo había podido ser tan ingenua de tomarlo por un caballero rural? Cielo santo, un marqués, un duque y un conde o dos residían cerca de Pemberheath. ¿Por qué ella no lo sabía? Virgen santa, además bailaba con tanta elegancia... Probablemente se había formado en el continente, porque aquella habilidad para moverse no era algo innato. Bailaba como besaba..., maldita fuera, ya no iba a poder dejar de pensar en eso. ¡Estupendo! ¡La había besado un duque! Aturdida por el extraordinario giro de los acontecimientos, podía hacer poco más que mirarle fijamente la bufanda blanca inmaculada que llevaba al cuello.

La llevaba tan bien atada que la indujo a echar un vistazo disimuladamente a su atuendo de etiqueta. Llevaba un frac negro que sus anchas espaldas llenaban por completo y una chaleco de satén blanco perfectamente ajustado a su enjuta cintura, tal y como vestía en sus ensoñaciones. Se atrevió a mirarlo a la cara; un rizo castaño le caía por la frente bronceada. Peter sonrió lánguidamente, rebosante de encanto ducal.

—Vaya, vaya, señorita Espósito. Al parecer, se te está dando mejor de lo que yo pensaba.

Aquel comentario la devolvió a la realidad.

—Condesa de Bergen —lo corrigió muy seria.

Para mayor irritación de ella, Peter se fingió sorprendido.

—¿Condesa? Mis disculpas, señora, juraría que la primera vez te presentaste como señorita Espósito a secas.

—Entonces quizá los dos nos malinterpretamos, porque juraría que tú te presentaste como caballero —le replicó.

Él no pudo reprimir una sonrisa, luego se la arrimó un poco más para no chocar con otra pareja, pero, cuando la pareja en cuestión pasó de largo, Peter no la soltó, sino que la mantuvo apretada contra su cuerpo. Demasiado apretada. Tanto que su perfume le hacía cosquillas en la nariz.

—Perdóname, pero estoy algo desconcertado. Cuando nos conocimos, no mencionaste que estuvieras emparentada con la nobleza —observó él con una alegre sonrisa.

Sí, pero tampoco él le había dicho exactamente quién era. ¡Dios, era la personificación de la pomposidad!

—Me da la impresión de que no soy la única ingenua de tu gran abanico de amistades que te cree un caballero. Por cierto, tampoco tú te acordaste de mencionar que estuvieras emparentado con la nobleza.

La carcajada sonora y rotunda de Peter le produjo a Lali un escalofrío en la espalda.

—Touché, señora. En aquel momento, no me pareció adecuado. No creí oportuno asustarte con mi identidad después de que rozaras el desastre, ni creo que a la señora Peterman le hubiese hecho mucha gracia. Pero, volviendo a tu nombre, ¿de verdad te llamas Lali Espósito o se trata de otra falsa identidad? —inquirió él haciéndola girar de nuevo.

—Como ya he dicho, soy la condesa de Bergen —contestó, furiosa.

Los descarados ojos verdes de Peter danzaron risueños.

—Ah, sí, claro que sí.

La incomodó el acaloramiento que le producía su mirada, por lo que trató de apartarse un poco de él. Pero Peter, testarudo, la estrechó en sus brazos con mayor fuerza.

—Quizá debería preguntártelo de otro modo. Imagina mi sorpresa al conocerte como señorita empobrecida, a la caza de una célebre, y descubrir que eres célebre condesa bávara. Entenderás que me extrañe —añadió él.

El malestar de Lali se convirtió en una indignación que la sonrisa diabólica de Peter no hizo más que intensificar. ¿Acaso se creía el único digno de un título? Tampoco le extrañaba. Todos los aristócratas que había conocido se consideraban infalibles. Sí, sólo conocía a su tío y a Máximo Bergen, pero, aun así, los dos tendían a ser intolerablemente arrogantes. En cualquier caso, su arrogancia palidecía al lado de aquello.

—Me sorprende, milord, que desconozcas, como es evidente, que es una terrible grosería hacerle ese tipo de preguntas a una dama.

—Y condesa, no lo olvides —reconoció él en tono cordial.

—¡Pareces disfrutar interrogándome! —refunfuñó ella—. ¿Acaso crees que a mí no me disgusta que me ocultaras tu identidad?

—No es lo mismo. Pero me gustaría saber por qué tú me ocultaste la tuya.

¿Así que ahora se la había ocultado? Frunció el cejo y apretó los labios con fuerza.

—Craso error —dijo a propósito de su contrariedad—. Deberías sonreír y asentir con la cabeza como si mi conversación fuese terriblemente fascinante, que lo es. Con cualquier otra actitud, sólo conseguirás que todos los presentes en este salón de baile, incluido yo mismo, nos preguntemos por qué la condesa de Bergen está tan enfadada con el duque de Sutherland. ¿Por qué no me cuentas mejor cómo te has topado exactamente con ese título misterioso?

Ella abrió la boca para hablar, pero, tras mirar de reojo a su alrededor, decidió no gritar que no se había topado con su título más de lo que, al parecer, lo había hecho él, y que su supuesta indignación no era más válida que la de ella. Cerró la boca con fuerza. Sin duda los miraba más de uno, incluidos Rocío y, como era lógico, Máximo. Sólo le faltaba la vigilancia de Gastón, pero estaba en la sala de juego. Volvió a mirar a Rocío y la observó con tristeza. Durante aquel instante, Lali llegó a la conclusión de que no podía escapar del arrogante duque sin montar una escena, que, en unos minutos, debería decirle algo que lo apaciguara y que él tendría que hacerle al menos alguna concesión por obligarla a someterse a su voluntad. Habría preferido darle un buen puñetazo en la nariz, pero se conformaba con un pequeño gesto amable.

—Muy bien —susurró ella enfadada, luego forzó una sonrisa—. Te contaré de dónde ha salido mi título.

Peter inclinó la cabeza, victorioso.

—Con una condición —añadió ella fríamente—. Tendrás que bailar con la señorita Pritchit. Él soltó una carcajada.

—¿Con Rocío Pritchit? ¡Para eso necesito un incentivo mayor que la historia de tu título!

—Ya me has oído —susurró ella; luego, a riesgo de pillarse los dedos, le dedicó una sonrisa que esperó le pareciera sincera.

A él no le resultó muy sincera, pero debía de ser la sonrisa más seductora que había visto jamás.

—¿Qué? ¿Accedes a bailar con la señorita Pritchit? —inquirió ella, nerviosa.

Peter rió. Hermosa, descarada y pragmática hasta el final.

—¿Puedo preguntar por qué?

—Porque sí. —Lali sonrió con dulzura y miró al otro lado del salón de baile—. Sería un detalle bonito.

Aquel razonamiento lo alcanzó como un derechazo inesperado. ¿Un detalle bonito?

—¿Eso es todo? ¿O te guardas alguna jugada sucia? —preguntó él, y en cuanto la música llegó a su fin, se despidió con una caballerosa reverencia.

Los extraordinarios ojos de Lali bailaban como el fuego.

—¡Que petulante! ¡Bailar con la señorita Pritchit no es ninguna jugada sucia! ¡Todos los aristócratas son iguales!

—Discúlpame, pero los aristócratas estamos cortados por el mismo patrón que las condesas —dijo, al tiempo que la arrastraba por el codo hasta la pista de baile.

—¿Tenemos un trato? —inquirió ella.

No le pedía gran cosa.

—Muy bien. Sacaré a bailar a esa ratita.

Asintiendo firmemente con la cabeza, Lali se zafó de él y salió de la pista de baile como si encabezara una estampida. Con destreza, él volvió a agarrarla del codo.

—La gente va a pensar que hay un incendio si sales de aquí así.

—¡Voy a terminar con todo esto de una vez! —murmuró ella, furiosa, pero se detuvo para cogerle una copa de champán a un lacayo que pasaba por su lado. Le dio un trago, un buen trago, y dejó de golpe la copa medio vacía en la mesa. Lo miró furibunda. Luego, con Peter pisándole los talones, salió al aire fresco y se lo llevó a un lugar medio apartado.

Él apoyó una cadera en la barandilla y cruzó las manos en el regazo.

—¿Y bien?

Ella miró a los jardines iluminados por la luna y suspiró hondo, angustiada. Sus ojos eran asombrosos; lo más embrujador que Peter había visto en su vida. Recorrió con la mirada su esbelto cuello, el hermoso contorno de su pecho, y el largo y esbelto perfil de su cuerpo enfundado en aquel provocativo vestido.

—Muy bien —dijo ella volviéndose despacio hacia él. Peter, a regañadientes, la miró a la cara.

—Me casé con un hombre muy viejo y senil —explicó despacio—. Mi tío me comprometió con el conde Helmut Bergen de Bergenschloss, en Baviera. La ceremonia se celebró por poderes, de modo que yo no supe... lo enfermo que estaba hasta que llegué allí, —Hizo una pausa.

El se mantuvo intencionadamente imperturbable. De pronto ella bajó la vista y se quitó un hilo imaginario del vestido.

—La condición de mi compromiso matrimonial era un heredero a cambio de una generosa renta vitalicia y, después, como es lógico, la finca a la muerte de mi esposo. —Lali lo miró a través del velo de sus largas pestañas.

El se aseguró de que no pudiera descifrar su expresión. Ella volvió a inspirar hondo para tranquilizarse.

—Helmut murió hace varios meses.

—¿Un accidente de caza? —preguntó él.

Lali soltó un bufido y puso los ojos en blanco, para gran sorpresa de él.

—Por lo visto, has oído la versión romántica de mi tío. Me temo que murió por causas naturales debido a su avanzada edad. Y como él y yo no..., es decir..., como no le proporcioné un heredero, no pensé que tuviera derecho a la herencia. De modo que se la cedí al nuevo conde, y él estuvo completamente de acuerdo con mi decisión. Pensó que debía regresar a Inglaterra sin demora. —Juntó las manos, tímida, y, sin darse cuenta, empezó a balancearse sobre los talones—. No mencioné mi título en Rosewood, porque me parece..., bueno, hueco. Apenas estuve casada dos años y lo cierto es que Helmut no tuvo nunca claro quién era yo. Habría preferido quedarme en Rosewood, pero, como tenemos problemas económicos, mi tío está decidido a volverme a casar —señaló ella, frunciendo el cejo por un instante—. ¡Ha sido él quien ha divulgado lo de mi título, no yo! —Lo miró tímidamente—. En serio, en Rosewood el título no vale para mucho, así que no parecía importar.

Sólo importaba porque aumentaba su atractivo. Aquella mujer era fascinante. Debía de ser la única mujer del país que pensaba que un título no importaba o que renunciaría a su herencia.

—Tu tío está en lo cierto. Un título incrementará considerablemente tus posibilidades de encontrar un buen partido —observó él, distraído.

Lali entrecerró sus preciosos ojos y apretó los puños sin levantarlos. Su reacción lo pilló por sorpresa.

—Eres un canalla arrogante —susurró, furiosa.

—¿Qué he dicho ahora? —preguntó él, asombrado.

—¿Está todo el mundo en esta ciudad tan obsesionado como tú por los buenos partidos?

Peter rió.

—Volvemos a lo mismo. ¿No es a eso a lo que has venido?

Ella hizo un aspaviento, de sorpresa o de indignación, no lo sabía seguro. De pronto a él se le ocurrió que estaba furibunda porque ya había encontrado un buen partido.

—Perdóname, a lo mejor ya te han hecho alguna proposición.

—¿Quién es el hombre rubio al que he visto contigo? —inquirió Peter como si nada.

Su hermoso rostro se enrojeció, y él pensó por un instante que iba a explotar o a darle un puñetazo en la nariz.

—Excelencia, no tengo por qué darte ninguna otra explicación, ni creo que la necesites —replicó ella con voz gélida—. Como ya ha quedado claro, para tu satisfacción, espero, que tengo derecho a estar aquí, te agradeceré que me dejes en paz. —Dicho esto, dio media vuelta bruscamente y se dirigió al salón de baile, contoneándose con descaro. Maldita fuera, ¿qué había dicho esta vez?


Después de aquello, Lali no volvió a verlo en un buen rato. Se había propuesto no mirar, pero al final cedió a la abrumadora tentación. Allí estaba, apoyado en una columna, sonriendo con su habitual engreimiento mientras ella bailaba una cuadrilla con lord Wesley. Apartó la mirada en seguida, pero, al cabo de un segundo, no pudo resistir la tentación de echar otro vistazo. Él aún la miraba... y siguió mirándola hasta que terminó el baile. Cuando lord Wesley la sacó de la pista de baile para llevarla de nuevo junto a su opresiva madre, Peter le hizo un gesto con la cabeza. A Lali le dio un brinco el corazón. Bailar con el duque significaría tanto para Rocío... Casi temiendo lo que pudiese hacer, nerviosa, lo vio acercarse con aire de suficiencia para sacar a bailar a su amiga. Vio que sonreía encantada y que su madre casi se desmayaba, y no pudo evitar sonreír ella también al verlo salir a la pista con ella. Peter le hizo un discreto movimiento con la cabeza a modo de acuse de su gratitud no expresada. Sin preocuparse por la repercusión que aquel levísimo gesto de intimidad pudiera tener en sus sentidos, dio media vuelta. Pero iba sonriendo.

Cuando Máximo insistió en una segunda oportunidad, Lali se dio cuenta de que no paraba de buscar al duque. El siempre la sorprendía mirándolo y siempre le dedicaba una sonrisa de suficiencia, como si supiera bien lo mucho que le estaba descabalando su estabilidad emocional. Lali apartó de inmediato la mirada y asintió a algo que el alemán le había dicho, prometiéndose que no volvería a mirar. Y no lo hizo, en realidad no.


De pie al lado de su prometido, Nina le siguió la mirada hasta la pista de baile, y sintió una punzada de decepción al descubrir cuál era el objeto de su atención. La condesa bailaba entonces con lord Hollingsworth. Algo intranquila, volvió a mirar de reojo a su prometido. Le parecía que no dejaba de mirar a la condesa. Creyó que serían imaginaciones suyas, pero, cuando él se excusó, con la vista aún fija en la dama, ella salió de la vista con el semblante completamente falto de color.

No eran imaginaciones suyas; no se había imaginado nada en toda la noche. Sí, Peter solía ir acompañado de otras mujeres, pero eso no significaba nada, porque siempre volvía con ella, siempre. Aquella vez no iba a ser distinta. Se retiró de la pista, confundida e irreflexiva.

—¿Vas a permitírselo?

Nina hizo un aspaviento. Se había tropezado con sus padres, apostados junto a una ventana abierta.

—¿El qué? —dijo ella tragando saliva. Lady Whitcomb frunció el cejo en señal de desaprobación —¿Vas a permitirle a tu prometido que siga a la condesa como un perrito faldero?

—Vamos, Marta —trató de calmarla su marido—. Sutherland es un tipo popular.

—Ni la mitad de popular que la condesa, por lo visto —rezongó ella—. No le quita los ojos de encima.

Nina echó un vistazo a la pista de baile. Peter estaba donde había estado casi toda la noche: cerca de la condesa. Con un suspiro contenido en la garganta, se recordó que Peter odiaba los bailes y que la condesa no era más que una distracción. No hacía más que divertirse. No había nada que temer. Nada.

—No tardará en volver, madre, lo sé —respondió Nina deseando poder creerlo.

Su madre hizo un ruidito en señal de desaprobación, pero su padre intervino antes de que pudiera expresar su opinión:

—¿Qué les parece si comemos algo? Con tanto baile le entra a uno hambre —señaló, cariñoso, mientras sacaba a las dos mujeres del salón de baile.

Ninguno de los Reese se percató de la cercanía de un hombre con bastón que miraba fijamente a su hermana y al duque de Sutherland.


Camino de casa en un coche de alquiler, Gastón aún reflexionaba sobre la extraordinaria posibilidad de que el duque de Sutherland estuviese interesado en su hermana. No sólo era duque, sino también famoso. Algunos lo consideraban un radical por encabezar el movimiento de reforma de la Cámara de los Lores. Era atrevido, y sus ideas muy novedosas y refrescantes. A los ojos de Gastón, era precisamente lo que la gente del campo necesitaba en el Parlamento. Estaba prometido a una mujer hermosa con la que iba a casarse para crear una alianza familiar que, según The Times, repercutiría de forma considerable en la década siguiente. Y andaba coqueteando descaradamente con su hermana. Gastón miró a Lali. Apoyada en los cojines, miraba soñadora por la deslustrada ventanilla con una sonrisa de felicidad en los labios.

—¿Lo has pasado bien?

—Aja —asintió ella.

—¿Has conocido a alguien de especial interés? ¿O la condesa de Bergen los mantiene a todos a raya? —Una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios, pero Lali negó despacio con la cabeza—. Me ha parecido que te unía algo al duque de Sutherland

—dijo él discretamente.

Lali abrió mucho los ojos y rió.

—¿Él? ¡Ni hablar! —Volvió a reír, pero Gastón sabía que era una sonrisa fingida.

El muy libertino la había impresionado.

—Está prometido, ¿lo sabes? —le dijo él con mucho tacto—. Con lady Nina Reese, la hija del conde de Whitcomb.

Visiblemente sorprendida, la joven lo miró de pronto y exploró su semblante.

—¿Prometido? —repitió con un hilo de voz,

—¿No lo sabías?

Lali pestañeó, luego bajó la mirada y se encogió de hombros.

—No, pero ¿por qué iba a saberlo? Apenas lo conozco y ya sabes cómo son los aristócratas a veces. Miran mucho a quién presentan a quién —declaró, luego añadió en voz tan baja que su hermano apenas pudo oírla—: Además, me parece que yo no le intereso.


Gastón guardó silencio. Pero no podía estar más equivocada. 

Continuará...

+10 :o!!!

15 comentarios:

  1. pobre de nina por una parte por que peter no le va a prestar nada de atencion jajaja
    estaba pensando en ella y vio a lali y se olvido completamente jajajajja
    me dan tanta risa peter y lali que los 2 no saben que tienen sentimientos

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  2. Se pone interesante la cosa !!

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  3. Q risa peter y lali no se ponen de acuerdo. Peter ni se imagina que lali tuvo muchas propuesta cuando se entere... masss

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  4. Me encantooooooo! Quiero otroooo!

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  5. Otro , otroooo porfass adoroooo que subas capitulosss hace maraton!!!

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  6. Le ocultó el noviazgo.
    Cuando se encuentren d nuevo.....

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  7. Será Peter quien tenga k responder.

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  8. al fin me puse al dia! me encanta la novee

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