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viernes, 19 de junio de 2015

CAPÍTULO 4



Elena Lanzani, viuda del duque de Sutherland, miró a Peter por encima del borde de su copa de vino y suspiró discretamente. Su hermoso rostro y sus cálidos ojos verdes no dejaban traslucir emoción alguna. Sabía que era una tontería, pero Peter le había preocupado desde el mismo día en que había asumido el título. En contraste con Pablo, que disfrutaba de todos los días como si fueran un nuevo comienzo, él parecía tomarse cada día demasiado en serio, como si el éxito de cada uno fuese exclusivamente responsabilidad suya.

En su modesta opinión, era por completo absurdo. Era un líder fuerte y capaz, con un talento para los negocios que le había permitido ampliar el patrimonio familiar más allá de lo que ella jamás habría imaginado. Podía administrar la fortuna de la familia con los ojos cerrados y, como su liderazgo estaba tan bien considerado en la Cámara de los Lores, todo Londres podía brindar por él si lo deseaba. Sin duda, muchos lo habían querido así. Era uno de los personajes más buscados del país. Siendo un duque joven, inmensamente rico y de una belleza fuera de lo común, su influencia no tenía igual entre los aristócratas. Sin embargo, parecía siempre aburrido, en ocasiones incluso angustiado. Desvió la mirada hacia Nina, sentada a la derecha de su hijo, cuya sonrisa quedaba reservada sólo para él. Peter apenas parecía consciente de su presencia.

Eso era lo que Elena odiaba del compromiso matrimonial, que él apenas era consciente de la presencia de Nina.

Sorbió distraída su vino mientras contemplaba a la preciosa chica. No tenía nada en contra de ella; era una joven agradable y bien educada, hija del afable conde de Whitcomb, y un buen partido para un duque, pero no para su hijo. Elena quería que Peter conociera el gozo puro del amor, como lo habían hecho ella y su querido Fermín, esa absoluta adoración que uno siente por su verdadera alma gemela. Quería que su hijo se casara por amor, no por algún extraño sentido del deber. Confiaba en que, en algún oscuro rincón de su alma, Peter quisiera amar a la mujer con la que iba a casarse, que quizá, sólo quizá, se diera cuenta de que Nina no le tocaba esa fibra que le hiciera querer mover montañas sólo por complacerla.

Desde el otro lado de la mesa, Peter cruzó una mirada con ella y, muy discretamente, alzó una ceja, como preguntándole en qué pensaba. Elena se encogió de hombros, impotente. Él forzó una sonrisa y miró a Pablo, que relataba algún suceso atroz ocurrido durante uno de los alborotos del infame Harrison Green, para gran divertimento de Edwin Reese. Elena había observado que los otros jóvenes se mostraban cautivados por los detalles del asunto Harrison Green, pero como siempre, parecía aburrido.

Su madre estaba equivocada: no estaba aburrido. Maquinaba en silencio el modo de convencer a su futuro suegro para que apoyara un conjunto de reformas que seguramente saldrían de la Cámara de los Comunes durante la siguiente consulta; unas reformas que harían bajar los elevadísimos aranceles que pagaba por su compañía naviera.

Cuando terminó la cena y las mujeres se retiraron al salón verde, Peter, Pablo y lord Whitcomb se quedaron en el comedor para beberse una copa de oporto y fumarse un puro, como siempre. Peter miraba en silencio las manecillas del reloj de porcelana que había sobre la chimenea mientras Pablo y Whitcomb hablaban de un par de perros de caza. Convencido de que la valiosa pieza de relojería se retrasaba, Peter lo comparó con su reloj de bolsillo.

—¿Te aburrimos, Sutherland? —dijo Whitcomb sonriendo. Sobresaltado, Peter se guardó el reloj de inmediato.

—Está reflexionando sobre la noticia de una nueva pérdida en las Indias Orientales —dijo Pablo, riendo.

—¿Es eso cierto? Este negocio con los barcos nunca me ha parecido rentable —observó el anciano conde.

—Resultaría muy rentable si los aranceles no fuesen condenadamente altos —replicó él.

Whitcomb se encogió de hombros.

—Esos aranceles también evitan que el grano extranjero llegue a nuestras orillas y compita con el que tú cultivas aquí, hijo.

—Sí, y cuando los mercados nacionales se ven desbordados, impide que el pequeño agricultor exporte su grano al continente.

Whitcomb rió y dio una calada a su puro.

—No entiendo por qué habría de preocuparte eso. Por lo que sé, la mayoría ni siquiera puede permitirse el impuesto de jornaleros necesario para cosechar el grano. No creo que compitan con tus exportaciones.

—A eso voy, precisamente, Edwin. La competencia es saludable. Este país hace tiempo que necesita una reforma económica. Los impuestos están ahogando los sectores naviero y agrícola; el sistema está anticuado y carece de equidad. Piensa en los beneficios que podrías obtener de tus fábricas si el impuesto de mano de obra fuera el mismo en todos los sectores —dijo Peter sin exaltarse mientras daba un largo sorbo a su oporto y miraba por encima del vaso a su futuro suegro.

—Quizá —concedió Whitcomb, pensativo—. No voy a negar que el campo se lleva la peor parte si lo comparamos con la industria, pero no me gusta el paquete de reformas que intentan introducir los radicales: me temo que pretenden prescindir de todo el sistema parlamentario, y el primer paso será cederles un escaño a los católicos. De eso ni hablar.

Peter no respondió al momento. La emancipación católica era un punto de gran controversia entre los suyos, pero, sinceramente, a él le traía sin cuidado si los católicos tenían o no un escaño en el Parlamento.

—Lo único que sé es que necesitamos ayuda y un sistema impositivo nuevo y justo. Quizá durante la próxima temporada social podríamos elaborar juntos un paquete de reformas más aceptable.
Apurando su copa, Whitcomb sonrió.

—Eso podría interesarme. Siempre me ha gustado luchar por una buena causa en la Cámara. Bueno, caballeros, ¿vamos a ver qué hacen las mujeres? —Sin esperar una respuesta, se levantó de la mesa.

Peter y Pablo lo siguieron sumisos al salón verde, donde pasaron un par de horas más escuchando en silencio la conversación de las mujeres sobre fiestas de compromiso.

Luego, mientras estaba en el vestíbulo con su madre, Peter oyó a Nina decir que ella y lady Whitcomb volverían al día siguiente para hablar de la fiesta de compromiso de invierno. Logró contener una risa nerviosa.


Dos días después, habiendo escapado del tedio de Sutherland Hall, Peter se detuvo junto a un riachuelo para que su semental, Júpiter, pudiera beber. Había estado persiguiendo al mismo ciervo toda la mañana, pero el animal era astuto y sabía cómo esquivarlo. Imaginaba que se encontraba a menos de ocho kilómetros de su pabellón de caza, Dunwoody. A menudo se acercaba a dicho pabellón, a sólo una jornada de Sutherland Hall, a disfrutar de unos días de respiro de sus obligaciones aristocráticas, o de su boda.

Se frotó los ojos, soltó las riendas mientras Júpiter bebía y se planteó poner fin a la expedición de caza. De pronto, empezó a pensar en Nina. Como era lógico, a ella no le había gustado que saliera cazar. La aterrorizaba la idea de que pudiera pasarle algo y ella no estuviese allí para cuidarlo. Él le había propuesto, lascivo, que lo acompañara y atendiera todas sus necesidades, pero a Nina se le habían puesto los ojos como platos de vergüenza ante semejante insinuación. Nunca se había acostado con ella, respetando su férrea determinación de conservar su virtud hasta el matrimonio.
Por eso había salido solo, incapaz de soportar un día más de ocioso parloteo sobre la boda. Nina y su madre insistían en celebrar la boda durante la Temporada social, lo que significaba que aún tardaría varios meses interminables en llevársela a la cama. Y que aún pasaría varios meses interminables oyendo hablar de ajuares, almuerzos nupciales, fiestas de compromiso y viajes de novios. Cielo santo.

Ella había lloriqueado al verlo marchar. Él había respondido a su femenino despliegue de sentimientos diciéndole que más le valía ir acostumbrándose a sus ausencias. La había dejado de pie a la entrada principal de Sutherland Hall, conminándolo de corazón a que tuviera cuidado. Cuidado, desde luego. Había escalado montañas y cruzado ríos de aguas bravas sin la ayuda de una enfermera y suponía que podría apañárselas si salía de caza él solo unos días.

Un chasquido en los arbustos lo sobresaltó, pero no vio al animal. Júpiter se encabritó de pronto y relinchó con fuerza. Desprevenido, Peter agarró las riendas y trató de contener al inmenso caballo, casi cayendo de la silla en el intento. Montura y jinete cruzaron el riachuelo al galope y se adentraron en la espesura, cegados por el denso follaje y refrenados por la espesa maleza. Cuando el animal atravesó un matorral para salir a un claro unos instantes después, Peter tiró con fuerza de las riendas y logró al fin recuperar el control. El incidente los dejó a los dos jadeando, allí, en el claro, tratando de recobrar el aliento. Peter notó que le escocía la pierna y se la miró. Sus calzones de piel de ciervo se habían rasgado y le sangraba la espinilla donde, obviamente, se había arañado con una zarza.

—¿Qué pasa, que nunca has visto una liebre, viejo amigo? —Acarició despacio el cuello del corcel e intentó dar media vuelta. Júpiter se movió de forma rara y relinchó un poco al posar en el suelo la pata delantera derecha.

Dios. Peter suspiró, hastiado, y desmontó. Lo exploró en busca de algún hueso roto; por suerte no encontró ninguno. En cualquier caso, Júpiter no parecía estar en condiciones de andar.

—¡Maldita sea! —murmuró Peter, echando un vistazo alrededor. Las tierras de Dunwoody eran vastas, pero de forma extraña, con lo que no podía saber con certeza si aún se encontraba en su propiedad. Se quitó el sombrero, nervioso, y se pasó una mano por su abundante cabello mientras decidía qué hacer. No le agradaba la idea de dejar allí a Júpiter, pero, sin conocer el alcance de sus lesiones, no podía arriesgarse a llevárselo muy lejos y provocarle un daño mayor. El regreso a Dunwoody a pie era impracticable; se había alejado demasiado. Si no estaba equivocado, hacia el norte estaba el pueblo de Pemberheath, a dos o tres kilómetros de distancia. Al menos eso esperaba.

A regañadientes, ató las riendas de Júpiter a una rama baja y enterró su pesado rifle bajo un montón de hojas.


—Ojo, no lo pierdas de vista —le dijo sin convicción; luego le acarició el morro y salió del claro en dirección norte, hacia Pemberheath.

Continuará...

+10 :o!!! 

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