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martes, 30 de junio de 2015

CAPÍTULO 17



Lali no pudo dormir después de aquel beso temerario. Por la mañana despertó albergando sentimientos nuevos para ella, y pensamientos contradictorios sobre Peter. Lo único que impidió que se volviese loca de atar fue la llegada de dos cartas de Rosewood. Davis se las entregó en cuanto terminó de desayunar. Con un grito de deleite, Lali se encerró en el comedor para leerlas.

La señora Peterman, en su carta semanal, la informaba orgullosa de una asombrosa cosecha de tomates, que el fastidioso Thadeus se esforzaba por cambiar en su farmacia. La segunda carta la llenó de alegría. Con su destartalada caligrafía infantil, Alaí le relataba, entre montones de admiraciones, la noticia de que Ramsey Baines le había sonreído después de misa. Tras una exposición larga y poco concisa de tan trascendental acontecimiento, le contaba que Leo y Estefano estaban reparando otra valla, y que Mateo quería un libro de poesía si había dinero para semejante extravagancia. Cristobal se había hecho un gorro de pirata con uno de los viejos sombreros de Lali y no habían conseguido convencerlo de que se lo quitase, ni siquiera cuando la señora Peterman lo había amenazado con cortarle la cabeza. Luz, bendita fuera, echaba tanto de menos a Gastón que lo había convertido en invitado de honor de todos sus tés imaginarios, que organizaba al menos un par de veces al día.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Echaba muchísimo de menos a los niños, pero Bartolomé había pospuesto una semana más la promesa de viajar a Rosewood. Cuando la joven había protestado, él le había puesto el grito en el cielo, le había dicho que la culpa era de ella y que, en cuanto se decidiese por una de las dos buenas proposiciones de matrimonio que le habían hecho, podría volver a Rosewood.

Si aquella iba a ser la condición, quizá jamás regresara a Rosewood. De pronto recordó que Máximo había reiterado su propuesta hacía dos noches y que había asegurado que estaba dispuesto a esperar la respuesta de ella el tiempo que fuese necesario. En cierto sentido, resultaba conmovedor; de hecho, casi parecía esperanzado, como si de algún modo creyera que ella podía llegar a amarlo. En otro lugar y en otro momento, quizá habría considerado su oferta. Quizá. Pero, en aquellas circunstancias y precisamente en aquel momento, lo único en lo que podía pensar era en Peter, y el corazón se le retorcía de forma inexplicable en el pecho.

Suspiró hondo y miró el reloj. Aún había tiempo para contestar la carta de Alaí antes de que llegara lord Westfall. Más valía que se distrajera con algo si no quería que la desesperación se la tragara entera.


Peter galopó hasta un lago en medio de Hyde Park y detuvo en seco a la yegua tirando de las riendas. Retirándose el sombrero de la frente, miró el agua, ceñudo, mientras el caballo saciaba su sed. La conducta de Nina aquella mañana aún lo tenía perplejo. Se había ofrecido a llevarla al parque como ella le había pedido la noche anterior, pero ella lo había mirado de una manera extraña y le había preguntado, con aquella voz dulce que la caracterizaba, si no tenía un compromiso previo. Cuando él le había contestado que su cita se había anulado, Nina se lo había quedado mirando un buen rato y después, muy educadamente, había rechazado la invitación alegando un dolor de cabeza.

No le dolía la cabeza. Más bien la perturbaba extraordinariamente su invitación, eso había quedado claro. Ella había entendido su gesto de reconciliación como algo de lo más abominable. A él le había molestado tanto que había decidido irse solo al parque, algo, reflexionó, tan inusual como aburrido. Y no era porque no tuviese una montaña de trabajo esperándolo, ni un discurso que preparar para la Cámara de los Lores. Daría media vuelta, decidió, y regresaría a casa.

No quería pensar por qué, exactamente, había ido hasta allí. Tampoco se atrevía a pensar en el beso de la noche anterior. ¿Cómo se le había ocurrido? Maldito imbécil.

Hizo dar la vuelta al caballo y emprendió el camino, sin dejar de pensar en la reticencia de Nina. Seguramente el nuevo brazalete le haría olvidar lo que la afligía. Mientras lo rumiaba, tomó la curva del sendero principal justo cuando acababa de tomarla el faetón de David. Su primo no lo vio. Iba demasiado absorto en su conversación con Lali.

Al verla con David, Peter sintió una presión instantánea en el pecho. ¡Qué ridiculez! Los había oído planear aquel paseo..., ¡maldición!, por eso había ido él, aunque le costara reconocerlo. Puso el caballo al trote, furioso consigo mismo. Aquello era absurdo. Estaba comprometido e iba a casarse, había elegido a la mujer más hermosa de Londres y no tenía motivo alguno para andar merodeando por el parque con la esperanza de tropezarse con una joven. Por mucho que el besarla lo hubiese incendiado, debía volver a casa y poner fin a aquella persecución inútil. Inexplicablemente, dejó que el vehículo lo adelantara.

—¡David! —gritó.

Su primo se volvió bruscamente y, al ver a Peter, detuvo en seguida el coche. Lali, haciéndose sombra con la mano, levantó la vista y lo atravesó con sus ojos. Por un breve instante, pareció que se iba a desmayar. A él no le sentó muy bien, y se revolvió incómodo en la silla.

—¡Sutherland! ¡Qué sorpresa! —sonrió David.

—Buenos días, David. Condesa, un placer —dijo con frialdad.

—Gracias —replicó ella muy seca, luego bajo la vista.

—Buen caballo el que llevas. ¿Es la yegua que le regalaste a lady Nina?

Peter se estremeció por dentro al oír el nombre de su prometida.

—Sí. Ella aún no se siente cómoda montándolo.

—Tampoco es el mejor día para practicar —comentó David con tristeza—. Había pensado en llevar a la condesa de Bergen a dar un paseo por los jardines de Kensington. ¿Por qué no atas a la yegua a la parte posterior del coche y vienes con nosotros?

Lali se quedó boquiabierta, visiblemente horrorizada por la sugerencia. Eso lo molestó, tanto, que de pronto decidió que iba a tener que aguantarlo. Ninguna condesa rural le iba a impedir disfrutar de una tarde agradable.

—Estupenda idea, Westfall —señaló y, pasando una pierna por encima de la silla, saltó al suelo. Ató las riendas de su montura a la parte posterior del faetón y se recordó que Lali no era más que otra mujer, aunque casualmente fuese la única de todo Londres que no lo soportara. Rodeó el vehículo y se subió de un salto al asiento.

David había bajado para ajustar los arreos, y Lali, maldita fuera, lo miraba fijamente como si le hubiesen salido cuernos.

No le habían salido cuernos, en la modesta opinión de Lali. Estaba, si eso era posible, aún más guapo con su abrigo marrón.

—¿Condesa de Bergen? —dijo lord Westfall señalando al asiento del coche. Ella se movió un centímetro y se entretuvo recolocándose las faldas. Cuando lord Westfall subió de un salto, casi aterrizando en su regazo, Lali ni rechistó. Se pegó al duque un poquito más. Lord Westfall se removió inquieto y le lanzó una mirada significativa. Ella, a regañadientes, se movió un poco más, luego otro poco, hasta complacer a su acompañante, y terminar con el muslo pegado al del duque, duro como el acero.

Cuando, ante el tirón de las riendas, el coche retomó la marcha, el repentino movimiento hizo que Lali se abalanzara sobre Peter. Se enderezó nerviosa, precariamente apostada al borde del asiento, con la espalda tan rígida como la actitud de lady Pritchit.

—¿Dónde has comprado la yegua?

—En Rouen.

¿Francia? Cielo santo, ¡debía de haberle costado más cruzar el Canal con la yegua que el propio animal!

—¿Una trotona? —prosiguió lord Westfall.

—Sí.

Lord Westfall rió.

—A lady Nina le costará aprender a montarla.

—Aprenderá —replicó Peter con sequedad.

El acompañante de Lali rió divertido.

—Sí, supongo que lo hará. —Sonrió, luego inició un monólogo sobre la cría de caballos en Rouen, un tema del que, por lo visto, sabía mucho.

Lali apenas oía las respuestas concisas de Peter: le costaba respirar con su muslo abrasando el de ella. Se concentró en su regazo, mirando de reojo, de vez en cuando, aquellos muslos poderosos sobre los que Peter posaba sus manos fuertes enfundadas en guantes de piel flexible. Recordó la sensación de aquella mano al contacto con su mejilla y se le encendió el rostro. Angustiada por la repentina rebeldía de su cuerpo, no se percató de que habían llegado a los jardines hasta que lord Westfall señaló una colorida zona de aguileñas.

—Preciosas —murmuró ella.

—¡Las mejores de toda Inglaterra! —exclamó el aristócrata mientras detenía el carruaje.

—Quizá a la condesa de Bergen le sean indiferentes las flores —comentó Peter con frialdad.

¿Indiferente? ¡Si él supiera...! Se arriesgó a mirarlo. Con la mandíbula bien apretada, él le correspondió con una mirada de frío desagrado.

La yegua empezó a relinchar y a tirar de su atadura.

—Está un poco inquieta, Peter. A lo mejor deberías montarla para que se tranquilice —propuso lord Westfall mirando por encima del hombro.

—¿Quieres probarla? —preguntó Peter con apatía.

Lord Westfall se inclinó hacia adelante para examinar la yegua y sonrió entusiasmado. ¡Cielos, no, iba a dejarla a solas con Peter! Ella trató de comunicarle a lord Westfall con la mirada que le desagradaba la idea, pero éste estaba demasiado enamorado del animal, y no dudó en pasarle las riendas a Peter al tiempo que bajaba del coche con un entusiasmo infantil.

—Una vuelta rápida por el parque. ¿Qué te parece si nos encontramos a la entrada? ¿No le importa, verdad, condesa? —preguntó, pero ya había desatado a la yegua.

Sinceramente, no tenía ni idea de si le importaba o no porque ni siquiera podía pensar. Estupefacta, vio cómo lord Westfall se aupaba a lomos del equino y lo ataba corto para evitar que corcoveara. Se despidió contento y salió al galope, con el abrigo ondeando a su espalda. Ella aún lo miraba, incrédula, cuando el faetón se puso en marcha.

—Volverás a verlo, no temas —murmuró Peter—. Prometo no asaltarte, así que deja de mirarme espantada.

Una exclamación de sorpresa se alojó en la garganta de Lali. Sí, la horrorizaba, por supuesto, el efecto que su mera presencia tenía en cada fibra de su ser.

—¿Qué ocurre, condesa? ¿Se te ha comido la lengua el gato? —preguntó él, mirándola furioso de reojo.

—No —respondió ella en seguida—. Es que...

—¿Es que qué? —inquirió él.

Ella tragó saliva, nerviosa.

—Es que..., supongo que no estoy acostumbrada...

—Lo siento —intervino él, apretando mucho la mandíbula—. Tampoco yo estoy acostumbrado a abordar a las mujeres en la calle. Posiblemente bebí demasiado oporto —murmuró.

«Demasiado oporto.» Dios, qué desilusión: lo que para ella había sido un pedacito de cielo, no era más que un momento de embriaguez para él. Ella se miró las manos cruzadas sobre el regazo y trató de combatir otra oleada de extraña emoción a punto de aflorar la superficie. Era boba, pero tenía su orgullo, y moriría antes que permitirle saber lo mucho que le había dolido aquel comentario. Rió de pronto.

—¡Ah, eso! ¡No te preocupes! Claro que fue el oporto. No, no, no, yo me refería a lord Westfall. No estoy acostumbrada a que me dejen por un caballo. —Su propia risa le chirrió en los oídos.

—Te ruego que me disculpes —le pidió él con la mandíbula trémula, y volvió a concentrarse en el camino.

—Por supuesto —respondió ella con ilógica alegría—. No hablemos más de eso.

Él masculló algo en voz baja, pero suavizó el gesto.

—Me disculpo también por lo de David, pero mi primo vive para los caballos. Me lo habría propuesto él mismo antes de que termináramos el paseo, te lo aseguro.

Ella volvió arriesgarse a mirarlo, y recordó cómo aquella boca seria se había posado con ternura sobre la suya. Se dio cuenta de que temblaba y, nerviosa, se aclaró la garganta, incapaz de decir una sola palabra por miedo a farfullar alguna incoherencia llena de emotividad. No podía pensar en él así. No tenía derecho a verlo así.

—E-es... es una lástima que lady Nina no haya podido acompañarte. Creo que le habría gustado mucho. Salúdala de mi parte —soltó, avergonzándose internamente de su estúpido comentario.

—Claro —murmuró él. Un músculo de la mandíbula le latía de forma errática.

Lali se obligó a mirar hacia otro lado y concentrarse en el paisaje. Pasearon en silencio durante lo que pareció una eternidad hasta que llegaron a un lago. De repente, Peter detuvo el coche.

—Hacía tanto que no me adentraba tanto en el parque que había olvidado lo hermoso que es.

—Es precioso —coincidió Lali con tristeza.

Él hizo una pausa para contemplar el lago, aparentemente más relajado.

—¿Te gustaría dar una vuelta? —preguntó de pronto, y bajó de un salto antes de que ella pudiera contestar.

Ella, falta de voluntad, asintió con la cabeza y, cuando quiso darse cuenta, las manos fuertes de Peter la alzaban por la cintura para apearla del faetón. Una vez en tierra, no la soltó. La miró con detenimiento. Demasiado detenimiento. Lali notó que se sonrojaba y se apartó de inmediato, antes de que él pudiera percatarse de cómo la estremecía.

Le pareció oír un leve suspiro mientras él señalaba un camino que conducía a un bosquecillo de sauces. Ella se puso en marcha, obediente, y caminaron, uno al lado del otro, sin decirse nada. El sonido de voces humanas, los relinchos de los caballos y los chirridos y crujidos de una decena de carruajes empezaron a extinguirse a medida que se adentraban en el bosquecillo. En circunstancias normales, habría sido un paseo agradable y tranquilo, pero Lali no podía ignorar el pensamiento persistente de que no debía estar allí sola con él. No, definitivamente, no debía estar a solas con él. Pero no le pidió que volvieran.

—Cuando yo era niño, mis hermanos y yo pasábamos muchas horas explorando el parque. Si no me equivoco, hay un claro a escasa distancia de aquí.

Tenía razón. La hierba estaba alta y húmeda en el claro apenas visitado. Mientras ella se recogía como podía las faldas del vestido para no estropear el bajo, Peter se dirigió despacio a un pequeño estanque y se puso en cuclillas para beber. El muslo que había estado en contacto con el de ella se dilató de pronto contra el tejido de sus calzones. Dios, qué calor hacía, pensó de repente, e impulsivamente se quitó el sombrero mientras él se mojaba la cara. Los músculos de la espalda se tensaron bajo el tejido del abrigo; ella intentó imaginar cómo sería su espalda desnuda. Craso error; mientras lo miraba, una extraña sensación se apoderó de su estómago. Dio media vuelta de pronto y cruzó a toda prisa el claro antes de que se desbordaran sus pensamientos. También Peter intentaba simplificar los suyos, pero le era imposible. Que Dios lo asistiera, en su día sólo se había fijado en sus ojos, pero de pronto lo veía todo: su esbelta figura, el modo en que el vestido resaltaba sus curvas femeninas, los dedos finos y elegantes con que sostenía despreocupadamente su sombrero. Observaba pequeños detalles, como la forma en que se mordisqueaba el labio inferior cuando se ponía nerviosa o bajaba la mirada recatadamente cuando reposaba. Y en esos momentos el modo en que cruzaba a toda prisa el claro, sin pretensión aparente.

Llevaba el pelo recogido a la altura de la nuca y Peter recordó cómo lo tenía en el campo de calabazas, cuando la había visto por primera vez: abundante, ondulado y suelto. Se levantó despacio con la imagen de Lali desnuda en su cama, envuelta en su exuberante melena. Maldita sea, ¡qué demonios hacía él allí! Trató de pensar en Nina, trató de recordar sus ojos. Los ojos de su prometida eran grandes, pardos y bonitos, pero no chispeaban como los de Lali.

Ella se detuvo para inhalar la fragancia de una mata de lilas. La posibilidad de que ella se casara con aquel alemán apareció de pronto en la cabeza de Peter, dolorosa como una espina. No era asunto suyo, en absoluto, pero aquel ángel era demasiado encantador, demasiado hermoso..., demasiado bueno para el bávaro. Lali era demasiado buena para cualquier hombre, para cualquiera menos para... Se detuvo en seco.

Balanceando distraída el sombrero que llevaba en la mano, Lali se apartó de la mata de lilas y le sonrió, nerviosa.

—Una curiosidad —dijo él al fin—: ¿cómo has conseguido escapar de Magnus? No te pierde de vista ni un segundo.

Ella arrugó un poco la frente.

—Máximo —lo corrigió— es mi amigo. A veces me acompaña y otras no. Sólo está de visita en Londres.

Peter arqueó un ceja, algo incrédulo.

—¿En serio? No lo he visto visitar a nadie más que a ti.

—Eso es porque no conoce a muchas personas en la capital —señaló ella con un movimiento coqueto de la cabeza—. Tampoco se le da muy bien la charla intrascendente.

—¿Se le dan bien los huérfanos? —espetó él, sorprendido de su propio comentario. Era una auténtica grosería, pero Peter sonrió satisfecho al ver que ella alzaba de inmediato las cejas, malhumorada.

—De hecho, vino a Londres desde Rosewood. Ya ha conocido a los niños y le parecen encantadores.

—Supongo que no le queda más remedio si quiere hacerse con tu mano.

Ella se cruzó de brazos, furiosa. El sombrero le botaba sobre el costado, señal de que, bajo sus faldas, daba golpecitos nerviosos con el pie en el suelo.

—No va a hacerse con mi mano —replicó ella con gran rotundidad—. La condesa de Bergen es... —Miró al suelo. El sombrero dejó de moverse—. ¿Y para cuándo es tu boda? —preguntó de repente.

Dios, directo a la boca del estómago. Por si no era bastante con que se sintiese un canalla por lo que le había hecho la noche anterior y con que ella pareciera considerarlo poco más que una indiscreción momentánea, o que su deseo de volver a verla lo confundiese hasta un punto difícil de imaginar, tenía que mencionarle a Nina, la única persona de toda la condenada Inglaterra en la que no quería pensar en aquel momento.

—Para agosto —gruñó él.

—Lady Nina estará preciosa de novia. —Lali forzó una sonrisa, pero ésta parecía pintada en su rostro. Sus ojos decían algo completamente distinto.

—No tanto como tú —repuso él en voz baja.

Lali lo miró, espantada.

—Disculpa, excelencia, pero tus cumplidos me resultan algo... desconcertantes —señaló, ceñuda.

Desconcertantes y condenadamente molestos, Peter lo reconocía. Pero ni la mitad de molestos que un ataque de celos infundados e injustificados. Se quitó el sombrero de golpe y se peinó con la mano. Ella ladeó la cabeza y lo miró, ceñuda y preciosa. A la luz que pasaba por entre las ramas de un sauce, el rostro de la joven le recordaba a una hermosa pintura en la que uno descubría algo nuevo cada vez que la miraba. El pulso se le aceleró de pronto.

—¿Te gusta la pintura? —le preguntó él distraídamente.

La sorpresa invadió el rostro de ella.

—¿Cómo dices?

—¿Que si te gusta la pintura, los cuadros y esas cosas?

Ella lo miró como si acabara de pedirle que le pegara un tiro a su carísima yegua.

—P-pues..., ¿por qué lo preguntas? —inquirió, recelosa, mientras él se acercaba a ella despacio.

—Me recuerdas a un retrato.

—¿A un retrato?

«Uno de valor incalculable por cierto», pensó él, y aquel momento podía disfrutarlo a solas.

—¿Te molesta?

—Bueno..., ¿qué retrato es? —preguntó ella, desconfiada. La rodeó como si nada, admirándola encubiertamente desde todos los ángulos mientras fingía examinar el paisaje. Se detuvo con toda la intención a su espalda y constató el sonrojo de su cuello, la suave curva de sus hombros.

—«Hoy se han vuelto pintores, mis ojos, y han trazado tu belleza en la tabla, de mi albo corazón. Todo mi cuerpo es marco, de tu propia hermosura y bella perspectiva del arte del pintor.» —Ese retrato —murmuró él.

Las mejillas de Lali, visiblemente desconcertada, se tiñeron de un rosa seductor mientras él la rodeaba despacio hasta situarse delante de ella. Lali bajó tímida la mirada a los botones del chaleco de Peter.

—Shakespeare escribió sobre ti —le susurró él. Ella levantó los párpados poco a poco.

—Halagos huecos, excelencia.

—Te aseguro que no lo son. Prescindo de la etiqueta cuando no me permite admirar algo hermoso con franqueza y sinceridad.

Su sonrojo se acentuó y, por primera vez desde la recepción de Gransbury, ella le sonrió de verdad y lo dejó sin aliento. Consumido de inmediato por el deseo de saborear de nuevo aquellos labios gruesos y rosados, le acarició impulsivamente la mejilla con los nudillos. Ella inspiró con suavidad ante aquella caricia inesperada y, por un momento cegador, Peter vio a su ángel. Aquellos ojos chispeantes, aquellas pestañas oscuras, los labios algo separados...

—Eres una belleza incomparable —declaró él sin pensarlo—. Y te lo digo, señora, desde lo más hondo del alma.

Ella retrocedió de inmediato.

—No entiendo por qué te empeñas en decirme esas cosas, excelencia —señaló nerviosa—. No está bien que...

—Hubo un tiempo en que me llamabas por mi nombre de pila. Di mi nombre, Lali. —Peter acortó la distancia entre los dos, sus dedos se posaron en el hueco donde el cuello se curvaba para formar el hombro; el tacto de su piel era sedoso. Sus ojos se abrieron mucho—. Di mi nombre —repitió él mientras la cogía con suavidad por el codo y la atraía hacia sí.

—P-Peter —balbució ella. Un escalofrío le recorrió la espalda—. Peter —repitió en voz baja.

Cuando sus labios rozaron los de ella, Lali se estremeció de forma convulsiva, lo que generó en él otra alarmante punzada de deseo. Dios, qué dulce sabía. I & acarició con ternura el cuello mientras sus labios ablandaban los de ella, despacio, hábilmente. Una fuerte oleada de placer empezó a fluir por él; la ancló a su severa erección, el pecho casi le ardía por la sensación de tenerla pegada a su cuerpo. Notó que ella le rodeaba despacio la cintura con los brazos, abrazándose con fuerza a él al tiempo que separaba tímidamente los labios.

Cielo santo, se incendiaba. Introdujo la lengua en la boca de ella y la paseó por sus tiernos recovecos. Cuando la de ella se deslizó con precaución entre los labios de él, estalló en el interior de Peter una pasión sin precedentes.

Lo que fuese que había hecho, se dijo Lali maravillada, lo había sobresaltado, porque de pronto él la agarró con mayor fuerza aún. La lengua de él se abalanzó sobre la de ella con tal vehemencia que le vapuleó las defensas y la indujo a responder con idéntica intensidad. De algún modo, la lazada con que se sujetaba el pelo se deshizo, la melena le cayó por los hombros y Peter le atrapó un mechón. La besó con una pasión casi imposible y las caricias de su lengua casi la impulsaban a desearlo. Sí, lo deseaba, más de lo que nunca había deseado nada. Se apretó contra él, asombrada por la increíble sensación de placer que le producía el contacto del miembro erecto de él con su vientre. Cuando él le deslizó la mano desde el cuello hasta el pecho, ella le jadeó en la boca e instintivamente le agarró el miembro ardiente con la suya. Pero no tenía ni idea de cómo ofrecerle todo lo que estaba sintiendo y saciar su hambre.

La experiencia la conmocionó. También activó una señal de alarma en el cerebro que la hizo separarse de pronto, sorprendiéndose hasta a sí misma. Peter levantó la cabeza despacio y le acarició la sien con los dedos.

—Mi ángel —le susurró.

Las secuelas de sus besos y las palabras seductoras de Peter se agitaban en lo más hondo de su ser. Aquellos ojos de profundidad insondable flotaban por su rostro. Ella le miró los labios y, de pronto, se dio cuenta de lo que había hecho. Se había dejado besar con pasión por un hombre prometido a otra mujer, le había permitido que hiciera estallar un inimaginable deseo en su interior. ¡Y qué poco le había costado consentírselo! Aquello estaba mal, muy mal.

—¡Ay, Dios mío! —dijo, sofocada. Cerró los ojos para no ver su hermoso semblante, pero no sirvió de nada. Él en seguida intentó abrazarla, pero Lali, que no confiaba en su propio cuerpo, lo empujó del pecho para zafarse de sus brazos.

—¡No! —se apresuró a sugerirle él—. No pienses. No hagas nada, Lali, sólo déjame abrazarte —añadió la joven, alargando los brazos.

El terror se apoderó de ella, lo deseaba como nunca había deseado nada en su vida, y la intensidad de aquella sensación le daba pánico.

—¡No, no...! ¡Esto es una locura! ¡No podemos seguir!

—Lali...

—¡No! —chilló ella.

Peter bajó las manos de inmediato. La miró fijamente, sus ojos exploraban el rostro de ella. Temblorosa, Lali observaba cómo subía y bajaba el pecho de él con cada respiración entrecortada. En un intento desesperado de borrar de su mente aquel anhelo, las contó (una, dos, tres, cuatro...). El miedo se convirtió en humillación. Como una vulgar ramera, había consentido sus insinuaciones. Con el orgullo hecho trizas, Lali dio media vuelta y se alejó de él.

—Debes pensar que soy una fulana...

—¡Lali! —exclamó él con dureza y, agarrándola por los hombros, la obligó a volverse—. ¡No vuelvas a decir eso jamás! —añadió, enfadado—, Si alguien tiene la culpa, soy yo. —Se agachó para ponerse a su nivel y la miró fijamente a los ojos—. Pero hay algo muy fuerte entre nosotros, Lali, ¡no puedes negarlo!

Hablaba tan fervientemente que ella pensó que también él se sentía aturdido.

—No lo niego —movió despacio la cabeza.

Los ojos de Peter resplandecían como el fuego.

—Cuando te veo, cuando estoy cerca de ti, me pierdo. Me... —Se interrumpió. Luego se enderezó y miró sin ver por encima del hombro de ella—. Me pierdo —repitió en voz baja, y la abrazó.

Ella se había perdido en el mismo instante en que él había aparecido en Rosewood por primera vez. Incluso entonces había deseado a aquel hombre con toda su alma. La confusión, un anhelo extraordinario y una angustia terrible la alborotaban por dentro. Lali enterró la cabeza en el hombro de Peter.

—Yo también me pierdo —murmuró, expresando en voz alta sus pensamientos sin darse cuenta—. Pero ¡está mal! De esto no va a salir nada bueno.

Notó la tensión en el cuerpo de Peter, luego él la soltó y dejó caer los brazos, derrotado.

—Lo sé, ángel. No podrá ser nunca.

Sonaba tan desolado que a ella se le cayó el alma a los pies de desesperación. Él acababa de encender en ella una llama que no se extinguiría en toda su vida, de eso estaba convencida. Era tan sumamente injusto... Le dio la espalda, conteniendo las lágrimas mientras se manoseaba el pelo como una loca.

—Q-quiero irme a casa —gimió.

—Claro. —Él le señaló solemne el sendero, abatido.

Desesperada, ella salió primero hacia el faetón, a toda prisa y sin mirar atrás. Cuando llegó al carruaje, tiró el sombrero al asiento y subió, por miedo a que él la tocara y aquel infierno empezase a arder de nuevo en su interior. Él se sentó a su lado y, sin decir una palabra, puso en marcha el coche.

El paseo por el parque fue dolorosamente silencioso y la alivió ver a lord Westfall esperándolos cerca de la entrada. Sonreía y, cuando el vehículo se detuvo, alargó el brazo para darle una palmada en el cuello a la yegua.

—Una yegua extraordinaria, Peter... —Se interrumpió y miró a la joven. Oscureció su semblante de inmediato una expresión que Lali interpretó como indignación. Madre de Dios, se habría muerto de vergüenza. Lord Westfall le dedicó una mirada fría a Peter—. Debo acompañar a la condesa de Bergen a casa —dijo en tono cortante, y se bajó de su montura.

Peter le cambió el sitio en seguida. Montó la yegua aprisa, luego la miró, su semblante pálido, como esculpido en piedra.

—Buenos días —dijo, e hizo girar al animal en dirección a Pall Mall. Mientras se alejaba al galope, notó una dolorosa presión en el pecho.

El brusco balanceo del carruaje le devolvió la cordura a Lali. Miró tímidamente a lord Westfall. Era obvio que se esforzaba por fingir que no pasaba nada, pero no lo estaba consiguiendo en absoluto. En su vida se había sentido más avergonzada. Ni tan terriblemente confundida.

Continuará...

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