Tras la cena, las mujeres se retiraron al gabinete
y dejaron a los hombres en el comedor para que pudieran fumarse un puro con
tranquilidad. Lady Paddington empezó a contar la enrevesada historia de la
contratación de una criada, durante la cual la señora Clark aclaraba
constantemente los puntos que consideraba más sobresalientes. Lali se sentía
demasiado confusa para prestar atención a su parloteo. En todos sus años de vida,
jamás se había visto tan afectada por la mera presencia de alguien, pero Peter Lanzani
conseguía descolocarla por completo. Podía sentirlo cuando estaba en la sala,
era consciente de que sus ojos la miraban sin parar, tanto si lo miraba ella
como si no. Lo peor era que también era consciente de la presencia de su
hermosa prometida y, por los comentarios de aquella noche, le había quedado
claro que la suya sería la boda de la década.
Se mareaba sólo de pensarlo.
Bastaba con que Peter sonriera y se le fruncieran
los rabillos de los ojos para que a ella le diera un vuelco el corazón. Qué
boba era; no, imbécil la definiría mejor. Peter Lanzani estaba tan lejos de
ella como se podía estar y, aun así, allí estaba ella, soñando con él. ¡Sentada
al lado de su prometida, por el amor de Dios!
Desalentada, echó un vistazo alrededor. Las
mujeres escuchaban a lady Paddington, salvo lady Nina, que sonrió, nerviosa,
cuando Lali la sorprendió mirándolas fijamente a Rocío y a ella.
Cuando al fin los hombres volvieron a reunirse con
ellas, su angustia aumentó considerablemente. Lord Westfall se dirigió de
inmediato al círculo de mujeres y se sentó al lado de Rocío, con lo que la
pobre chica se puso de todos los colores. El duque se acercó parsimonioso y se
instaló junto a lady Nina, justo enfrente de Lali, claro. Como si fuera
consciente del efecto que aquello le producía, le dedicó una sonrisa indolente.
A modo de represalia por el modo en que aquella
sonrisa le afectaba, ella entabló conversación con lord Westfall, sin apenas
darse cuenta de que su amiga se hundía en su asiento. Durante el resto de la
insufrible velada, Lali logró evitar hablar con el duque. Para animar a Rocío,
procuró incluirla en su charla con lord Westfall acerca de las carreras de
caballos de Ascot. Descubrió que, aunque era un poco dandi, el caballero era
muy ingenioso y bien parecido. Cuando ella confesó que sólo había estado en
Hyde Park dos veces, la complació sinceramente que él le propusiera dar una
vuelta en coche por el parque al día siguiente.
Mientras lord Westfall planificaba su excursión, Lali
se dio cuenta de que el duque la observaba. Al haber sufrido durante un buen
rato el desconcertante escrutinio de lady Whitcomb y lady Nina, la alivió
inmensamente que ambas decidieran retirarse. También Peter se levantó y se
dispuso a acompañarlas. En tanto el trío se despedía de todos los presentes, Lali
no dejó de mirarse el regazo. Cuando al fin las invitadas se encaminaron a la
puerta del gabinete, no pudo evitar clavar su vista en él por última vez.
Aunque estaba hablando con Pablo, la miraba directamente. Al verla sonrojarse,
esbozó una sonrisa, luego se fue con las señoras.
Una vez se hubo ido, Lali se desinfló, libre al
fin de la tensión.
—Siéntese aquí a hablar conmigo, condesa —le dijo
lady Paddington desde su sillón. «Dios, más conversación, no», pensó, pero no
le quedó más remedio que hacer lo que le pedían. En cuanto se instaló en el
escabel, lady Paddington se inclinó de inmediato hacia adelante.
—Hacen muy buena pareja, ¿verdad? —Sonriente, miró
a lord Westfall y Rocío, aún sentados en el sofá.
—Ciertamente, señora.
—Debería invitar a la señorita Pritchit a que la
acompañe mañana en su pequeño paseo por el parque. A mi querido David le
encantaría. Claro que me da la impresión de que mi sobrino disfruta de la
compañía de la señorita, pero creo que ella se sentiría incómoda si va usted
—le susurró.
Lali no podía negarse, y la cena más larga de la
historia de la humanidad pronto se convirtió en una maldición eterna cuando se
sentó a escuchar, estupefacta, a lady Paddington y la señora Clark convertir
una charla sobre una nueva capa de lana en una discusión sobre el cuidado y
alimentación adecuados de las ovejas.
Cuando al fin lord Westfall se levantó para irse, Lali
sonrió y le aseguró que recordaría su cita para el día siguiente. Procuró no
mirar a lady Pritchit, pero notaba la furia con que la mujer la estaba mirando.
En cuanto lord Westfall se marchó, Lali se puso en pie, decidida a poner fin a
la velada ella también.
—¿Puedo acompañarla? —preguntó Pablo una vez que Lali
se hubo despedido de lady Paddington y de sus invitados.
—No, no, pero se lo agradezco mucho —respondió
ella y agitando la mano salió al vestíbulo antes de que él pudiese insistir—.
¿Dónde puedo encontrar un coche de alquiler? —le preguntó alterada al mayordomo
mientras se enfundaba rápidamente en la capa.
—Yo le llamo uno, milady.
—¡No! Por favor, no se moleste... Iré andando
hasta el parque... Seguramente allí encontraré alguno.
—Si me lo permite, señora, no se lo aconsejo.
¡Wallace! ¡Un vehículo para la señora! —espetó, y abrió la puerta principal.
Lali siguió aprisa al lacayo, que, mientras bajaba
la calle en dirección al parque, parecía ir de paseo vespertino. Se planteó la
posibilidad de pedirle que se diera más prisa. En toda su vida, jamás había
sentido una necesidad tan imperiosa de desaparecer. Lo único que quería era
irse a casa y olvidar aquella horrenda noche. ¡Dios, qué tonta era! ¡Cómo podía
dejar que Peter la inquietara así!
Se volvió en seguida al oír un coche que se
encaminaba hacia la calle, pero su semblante se oscureció al ver el blasón
ducal. No podía ser. Sencillamente no podía ser. Cielo santo, ¡qué infierno! Se
volvió de espaldas al coche y lo oyó detenerse. Se abrió la puerta, oyó el
sonido de unos zapatos caros al contacto con el suelo empedrado y, cuando éste
cesó a su espalda, profirió una maldición poco propia de una dama.
—Vaya, vaya, si es la condesa... Creía que David
te habría acompañado ya a casa para poder comunicarle a tu tío sus intenciones
—dijo Peter en tono burlón.
Algo estaba claro: su extrema arrogancia no había
disminuido un ápice desde el baile.
—Disculpa, excelencia, pero ¿no deberías estar con
tu prometida? —espetó ella.
El rió con voz grave.
—Puede, pero le he prometido a Pablo que me
tomaría la última con él en White's.
Percibía su presencia, a su espalda, muy cerca de
ella. Curiosamente se le acababa de hacer un nudo en el estómago. Nerviosa, dio
un paso hacia adelante.
—Pues ve corriendo a su encuentro. En seguida
vendrá a recogerme un coche. —Se hizo un largo silencio; Lali esperó una
respuesta, pero él no dijo nada. ¿Qué estaría haciendo allí de pie, sin decir
nada? Esperó. La mataba la curiosidad, le podían las ganas de mirar. Cuando ya
no pudo soportarlo más, miró bruscamente por encima del hombro.
Aquel ser insufrible estaba sonriendo.
—¡Por el amor de Dios! ¡Eres un hombre de lo más
insufrible! —gritó ella impulsivamente. El sonrió aún más.
—Eso duele, pero te lo perdono por ser tú.
—¿Cómo dices? ¿A qué te refieres con eso? —exclamó
ella muy ofendida.
—Me refiero, condesa de Bergen, a que, desde que
nos reencontramos en la recepción de Granbury, pareces muy disgustada conmigo.
¿Disgustada con él? Claro, el que la creyera una
caza-fortunas y el que fuese a casarse con una mujer guapísima no eran motivos
suficientes para que estuviese disgustada con él. En absoluto. El coche de
alquiler tomó la calle.
—Sinceramente confiaba en que las gardenias
suavizaran tu desdén.
Aquello la sobresaltó.
—¿Las gardenias? Pero si eran de... —Ay, Dios,
había pensado que eran de Máximo, pero ¡no había mirado la tarjeta para
confirmarlo! El corazón empezó a latirle de forma errática. ¡Le había mandado
flores! Gardenias, ¡sus favoritas!
—Ya entiendo —dijo él algo desilusionado—.
Demasiados pretendientes.
—N-no lo sabía —masculló ella. Se le amontonaban
los pensamientos. ¿Por qué le había mandado flores? ¿Qué decía la condenada
tarjeta? Lo miró por encima del hombro y sonrió amablemente—. Eran muy bonitas.
Gracias.
Una extraña emoción recorrió fugaz los ojos de Peter.
—No tan bonitas como su destinataria —añadió él
sosegadamente.
Aquel cumplido tierno e inesperado la arrolló.
Inestable, se acercó a la acera cuando el coche de alquiler se detuvo. Bajó el
lacayo apostado en la parte trasera y se dirigió a la puerta.
—¡Un momento! —bramó él de pronto. Asustada, Lali
se volvió bruscamente para mirarlo. El duque empezó a avanzar con firmeza hacia
ella. De forma instintiva, la joven se lanzó desesperada hacia el coche de
alquiler, pero, de algún modo, él reaccionó antes.
—¡Espere, cochero! —gritó, tapando la puerta con
el brazo para impedir que Lali subiera e impedir a la vez el fisgoneo de los
curiosos—. Gracias, retírese —le dijo al lacayo.
El hombre miró inquieto a Lali, pero, no queriendo
discutir con el aristócrata, giró sobre sus talones y desapareció por la
puerta.
Atrapada entre el coche de alquiler y el poderoso
cuerpo de Peter, Lali se apoyó en el carruaje mientras él se inclinaba despacio
sobre ella, dejando caer su peso sobre el vehículo. Los ojos de él se pasearon
por su pecho y se recrearon en sus labios fruncidos para deslizarse después
hasta sus ojos.
—Dios santo, Lali, me fascinas —murmuró. Su dulce
aliento le acarició la mejilla y le produjo un escalofrío en todo el cuerpo—.
Estás llena de sorpresas. No puedo dejar de preguntarme si ese gigante es digno
de tus afectos.
Su proximidad era una droga fuerte para los
sentidos de la joven, le temblaban las rodillas. Se apretó con fuerza el
bolsito contra el estómago.
—¿Quién... Máximo? —balbució ella, irreflexiva. Se
dibujó en los labios de Peter una sonrisa lenta, que contradecía la mirada
oscura y penetrante de sus ojos verdes.
—Sí, él.
Sin darse cuenta, Lali le miró los labios. El
recuerdo de aquel primer beso se apoderó de ella en forma de extraño cosquilleo
en la boca del estómago. Su intuición le dijo que pisaba terreno peligroso.
—C-creo que d-deberías dejarme sola —farfulló.
—Yo también lo creo, pero me temo que no puedo.
—Tras aquella desconcertante revelación, Peter se inclinó un poco más y posó
con delicadeza la palma de la mano en su mejilla.
Lali inspiró hondo con aquella suave caricia,
pasmada del calor que propagó con rapidez por su cuello.
Él quería besarla.
Durante un instante de locura, ella ansió que lo
hiciera, pero, cuando notó el aliento de él en sus labios, el miedo, el decoro
y la imagen de lady Nina la llevaron a levantar la mano y empujarlo por el
pecho.
—No lo hagas —le susurró ella atropelladamente.
El timbre ronco de la voz de ella hizo que a Peter
se le alborotara el corazón. Le cubrió la mano con la suya y la apretó con
fuerza contra su corazón acelerado. Ella hizo un aspaviento y le miró la mano
con atención. Peter era incapaz de resistirse a ella y, despacio, fue
acercándose hasta acariciar con sus labios los de ella. Sobresaltada por la
calidez de su aliento, él gimió en voz baja y se apoyó en ella y posó con
delicadeza sus labios en los de ella. Lali relajó la mandíbula, y él introdujo
la lengua en aquella dulce fruta prohibida, saboreando su leve gusto a vino, el
suave barniz de sus dientes.
Peter notó cómo se estremecía su esbelto cuerpo e
intensificó el beso, ansioso por saciar sus sentidos de ella. Lali echó la
cabeza hacia atrás cuando él empezó a besarla más apasionadamente; extendió los
dedos sobre su corazón acelerado. A Peter lo recorrió un peligroso deseo, que
se desplegó de inmediato en su entrepierna.
Oyó voces y se sobresaltó; la voz aguda de lady
Pritchit despidiéndose destrozó aquel momento. Atónito, él alzó la cabeza con
brusquedad y dio media vuelta, obligando a Lali a retirar la mano de su pecho.
Los Pritchit estaban en el umbral de la puerta de la casa de su tía, a punto de
marcharse. Lali pasó por delante de él torpemente, haciéndolo tambalearse, y se
metió en el coche de alquiler sin esperar al lacayo.
Se le había caído el bolso. Peter se sentía
avergonzado, algo poco corriente en él y que lo abrumaba. Recogió
precipitadamente el bolsito de cuentas y se lo entregó a Lali. Esta se negó a
mirarlo, la vista clavada al frente, visiblemente abochornada. El dirigió su
mirada al cochero y le ordenó con voz ronca:
—A Russell Square.
Una angustia vergonzosa le escapó de los pulmones
cuando el coche dio la vuelta en dirección al parque. El sentimiento de culpa y
la conmoción por lo que acababa de hacer pugnaban en su interior con la calidez
de Lali, su sabor, que aún le recorría las venas. Peter se atusó el pelo, se
dio cuenta de que temblaba un poco y se metió las manos en los bolsillos. Qué
cerca había estado, pensó frenético... en más de un sentido.
Dio la vuelta y salió, trémulo, de entre las
sombras en dirección a la casa, saludando a su tía a gritos desde lo lejos.
Continuará...
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Sube más!!!
ResponderEliminarjajaja mas!!!!!1 me encanta
ResponderEliminarSube más!!!
ResponderEliminarEstá preciosa la nove!
ResponderEliminarmás más más
ResponderEliminarmas no nos podes dejar asi
ResponderEliminarVaya con Pete ,no se k hace aún con la insulsa.
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