Bartolomé estaba sentado delante del fuego, con
los pies encima de un taburete, cuando Lali entró en el gabinete con una
bandeja de sopa medicinal. El tiempo inusualmente cálido se había tornado
inusualmente frío, y Bartolomé no había dejado de quejarse desde que habían
aparecido las primeras nubes grises. Tras cerrar la puerta con el pie, Lali se
acercó a donde estaba sentado su tío y dejó la bandeja con ímpetu suficiente
para derramar la sopa.
—No des portazos, niña. Me duele la cabeza —gruñó
él.
Mientras le servía una taza de té, Lali no dijo
nada.
—¿Qué pasa, aún estás enfadada por lo de Estefano?
—suspiró él, y alargó el brazo para tomar el coñac, ignorando el té.
—Me lo prometiste, tío Bartolomé —le recordó ella
con aspereza.
—Es un hombre adulto, Lali —protestó Bartolomé,
irritado—. Si le apetece una cerveza, ¿quién soy yo para negársela?
—Dejando a un lado, de momento, que se podrían
haber matado conduciendo un carro en semejante estado, sabes bien que Estefano
no digiere el alcohol como otros hombres. ¡Ha tardado dos días enteros en
recuperarse!
—No me des la lata con eso ahora —rezongó Bartolomé.
Lali suspiró con fuerza. Con su tío no se podía
razonar. Supuso que debía estar agradecida porque, como él rara vez salía de su
gabinete, no constituía una verdadera amenaza para la integridad de Estefano.
—Por favor, tómate la sopa, tío. El señor
Goldthwaite me ha dado unas hierbas que te aliviarán el dolor —dijo ella, y se
inclinó para coger un periódico viejo.
—¡Goldthwaite! No me gusta que ande husmeándote
las faldas, ¿me oyes, niña?...
—El señor Goldthwaite sabe bien que sus afectos no
son correspondidos —mintió Lali, recolocándole a su tío las almohadas detrás de
la espalda. Al parecer, no había forma de convencer de eso al fastidioso
Thadeus ni a la señora Peterman—. Pero es tan generoso con nosotros que no
puedo pedirle que se mantenga alejado.
—Entonces, ¡lo haré yo! No puedo buscarte marido
mientras ese pesado ande mariposeando a tu alrededor —refunfuñó Bartolomé, y
sorbió ruidosamente la sopa de su cuenco.
Lali meneó la cabeza y se dirigió a la puerta.
—Cielo santo, ¿qué llevas puesto? —bramó él de
pronto.
Ella se detuvo y se miró los pantalones y la
gruesa camisa de lino que a Gastón se le habían quedado pequeños hacía muchos
años.
—Pantalones —anunció ella reanudando su camino.
—¡Que me aspen, muchacha! ¡Ningún hombre querrá
casarse contigo si vistes así! —le gritó él.
Pues sí, que lo aspen, pensó ella, mientras
cerraba la puerta de golpe. Su insistencia en casarla (y realmente insistía)
empezaba a hartarla. Se dirigió al vestíbulo y tomó del perchero un abrigo de
lana. Todo la hartaba, reconoció al tiempo que se ponía el abrigo.
—¿Adónde vas esta mañana?
Lali miró a Gastón por encima del hombro mientras
se encasquetaba un gorro de lana. Él salió cojeando al vestíbulo, se apoyó en
la pared y se cruzó de brazos.
—Debo salvar lo que queda de las calabazas
—murmuró ella.
—Que lo haga Estefano. No es necesario que te
esfuerces tú.
—Gracias al acierto de tío Bartolomé a la hora de
elegir compañero de taberna, Estefano lleva retraso en sus quehaceres. Y yo
necesito estar un rato sola —dijo con sequedad mientras buscaba sus guantes.
—¿Pasa algo? —preguntó Gastón.
Inmediatamente arrepentida de su despliegue de mal
humor, Lali forzó una sonrisa.
—Nada que un momento de soledad no pueda curar,
tranquilo. —Salió por la puerta antes de que su hermano pudiera preguntar más.
No esperaba en absoluto que la soledad la
aliviara. El problema no era que Bartolomé hubiese dejado que Estefano se
emborrachara de aquella manera, aunque aún estaba muy enfadada por eso. Era...
todo. Todo se había vuelto cabeza abajo desde que el señor Lanzani había estado
en Rosewood hacía dos días.
Maldita fuera, no podía dejar de pensar en él.
Soñaba con él por las noches, pensaba en él todo
el día, y el día anterior lo había confundido con el vicario de lejos.
Irrisorio, porque éste tenía casi setenta años. Nadie la había conmocionado así
jamás. Jamás había estado tan enamorada, que ella recordase, salvo que contara
a Donovan Williams, que la había embelesado tirándole del pelo cuando tenía
ocho años.
Pero ni siquiera Donovan Williams era comparable
al señor Lanzani. Jamás había conocido a un hombre tan guapo y tan masculino.
Le gustaba la poesía, le gustaban los niños y ni siquiera había protestado a
causa de Lucy. Además de todas aquellas cualidades admirables, le provocaba un
extraño cosquilleo en la piel, la hacía reír como una boba sin razón aparente
y, cuando la miraba, Dios, le temblaban las piernas. Lali suspiró melancólica
mientras recorría con dificultad el camino que conducía al campo de calabazas,
tirando de una maltrecha carretilla de madera.
Muy bien, estaba enamorada. ¿Qué iba a hacer al
respecto? ¿Andar por ahí con cara mustia como una colegiala enamorada? El señor
Lanzani no iba a volver. Probablemente estuviera ya en su casa, con su esposa,
por todos los santos, y seguramente ya lo habría olvidado todo.
Ojalá también ella pudiese olvidar.
—¡Señorita Lali! —Lali cerró los ojos y gimió en
voz baja antes de volverse a mirar a Leo, que venía dando botes por el
sendero—. Gastón me ha dicho que venga a ayudarla.
Lali tuvo que hacer acopio de toda su energía para
esbozar una sonrisa. ¡Condenado Gastón! Desde que había cumplido los veinte, se
creía en la obligación de cuidar de ella. A veces la trataba como si fuera a
quebrarse con la más leve de las brisas. Quería a Leo con toda su alma, y en
cualquier otro momento habría agradecido su compañía. Pero no en aquél.
—De acuerdo. Tú vigila por si viene algún pirata
mientras yo recojo lo que queda de las calabazas. —Lo cogió de la mano y,
arrastrando la carretilla con la otra, reanudó el camino hacia el campo de
calabazas.
Leo cumplió estupendamente con su deber de
protegerla tras encontrar un palo que convirtió en espada. Durante casi una
hora, el niño no hizo otra cosa que subirse a la valla y bajarse de un salto,
una y otra vez, gritando «¡En guardia!» para después enfrentarse a una horda de
piratas imaginarios. A pesar de lo triste que estaba, Lali no pudo evitar
sonreír ante semejante despliegue de energía. Tiró a la carretilla la última
calabaza e hizo un cálculo rápido. Había catorce en total, con lo que pagarían
sólo el suministro de sebo de un mes. No era suficiente; necesitaba al menos el
de dos meses, si no tres, para aguantar todo el invierno.
Mientras meditaba el problema en medio del campo, Leo
se apostó corriendo tras ella y le atizó con el palo en la espalda. Asustada, Lali
chilló y se volvió de golpe.
—¡Defiéndete! —gritó el niño.
Lali se puso en jarras y alzó las cejas con aire
amenazador.
—¡Muy bien, bandido! —espetó, agachándose a coger
un palo—. ¡En guardia!
Para deleite del pequeño, ella alzó el palo y,
blandiéndolo al aire, adoptó una pose defensiva. Hizo retroceder a Leo, luego
le permitió que avanzara sobre ella. Y así estuvieron fintando, de un lado a
otro, divertidos con su juego.
—¿Señorita Espósito?
Ella volvió la cabeza de golpe al oír aquella voz.
Apenas le dio tiempo a vislumbrar el hermoso rostro antes de que Leo le clavara
el palo en el estómago desprotegido. Pasmada, cayó de nalgas, sin aliento.
—Cielo santo, ¿te encuentras bien? —preguntó Peter,
de pronto a su lado, con la rodilla hincada en el suelo. Le pasó un brazo por
los hombros para estabilizarla mientras ella jadeaba nerviosa.
—Señor Lanzani —dijo ella con voz ronca—. Pareces
resuelto a verme perder la vida en un campo de calabazas. Él rió.
—¡Y tú pareces dispuesta a facilitármelo! —La
cogió por la cintura y la levantó como si nada.
Lali aún no había recuperado el aliento, pero ya
no era por la caída.
Peter se inclinó sobre ella, escudriñó su rostro y
arrugó un poco la frente. Cielos, le cubría las costillas con la mano. Lali
esbozó una sonrisa tontorrona cuando el brazo fuerte de él la soltó despacio. Sus
ojos verdes miraron por detrás del hombro de ella, que se acordó de Leo y se
volvió.
El niño la miraba boquiabierto, visiblemente
angustiado por el resultado de su ataque.
—Lo siento —saltó—. ¡Creía que estaba mirando,
señorita Espósito!
Ella rió y le revolvió el pelo.
—Vas a ser el mejor pirata de todos los tiempos, Leo.
Qué barbaridad, eres rapidísimo. Eso es muy importante en el manejo de la
espada, ¿verdad, señor Lanzani?
—Yo lo considero más importante que el juego de
pies o la fuerza —coincidió solemne.
—¿Ves? —Sonrió ella. Luego, cogiéndole la cara con
las manos, le besó la frente—. ¿Crees que podrías llevar la carretilla hasta el
granero? —le preguntó con ternura.
—¿De verdad está bien, señorita Espósito?
—preguntó el niño con la preocupación reflejada en los ojos.
Lali rió.
—Estoy perfectamente.
Leo la miró con escepticismo, pero lo aceptó.
Después, volviéndose hacia Peter, murmuró:
—Buenos días, señor. —Y se marchó tirando como
pudo de la vieja carretilla.
Lali y Peter se quedaron el uno junto al otro,
viendo cómo Leo avanzaba por el sendero arrastrando el cargamento de calabazas.
Bueno, Peter lo miraba. Ella se esforzaba por ocultar el temblor que su
presencia física le producía. Eso, unido a la terrible vergüenza que le
producía el que la hubiese encontrado jugando a los piratas vestida con unos
pantalones de hombre, la indujo a abrazarse a su propia cintura sin darse
cuenta.
—Tienes frío —comentó él de repente. Se quitó el
abrigo y se lo echó a ella por los hombros antes de que pudiese responder. El
olor de su perfume, tan discreto que casi había que imaginarlo, le inundó los
sentidos.
—T-te preguntarás... —empezó Lali mientras veían a
Leo adentrarse en el siguiente campo.
—Sólo si Lucy tiene tanta hambre —comentó con
sarcasmo.
A ella se le escapó una risita.
—Claro que sí. Pero tiene prohibido comerse las
calabazas. Ya tengo apalabrada la cosecha a cambio de sebo.
—¿Cómo dices?
Lali le sonrió.
—Para hacer velas. Tenía calabazas de sobra para
dos meses de sebo, pero, según mis cálculos, Lucy nos ha dejado con lo justo
para un mes. Y, si se come eso, me veré obligada a ofrecer sus jamones a
cambio.
Peter guardó silencio un buen rato, mirándole la
boca. A Lali se le empezó a acelerar el pulso.
—Les proporcionaré encantado el sebo que necesiten.
No es necesario que lo cambies por las calabazas.
Su propia risa le resultó desagradablemente
chillona.
—Gracias, señor Lanzani, pero las cultivo para
eso.
—¿Para cambiarlas por sebo? —preguntó él con
visible incredulidad.
—Para cambiarlas por algo. En su día, no pensaba
en el sebo, pero la señora Pennypeck me dijo que le vendrían bien para hacer
repostería y, como su marido tenía más sebo del que necesitaban, me pareció un
buen trueque. Se le ocurrió a Leo.
—Así que... —sonrió él, mirándole la camisa y los
pantalones— haces trueques con calabazas.
—Y... con manzanas y tomates cuando es temporada
—murmuró ella, consciente del acaloramiento que le subía por la columna—.
Luego, claro, está la leche extra... No es que nos sobre, la verdad, pero un
día llenaremos los cubos.
Él alzó la mirada y sonrió. Su sonrisa era
perfecta, repleta de dientes blanquísimos. A Lali empezaron a flojearle las
rodillas. Cielo santo, se iba a desmayar. De forma inconsciente, retrocedió un
paso.
—N-no... s-sabía que vivías cerca. —Me alojo
temporalmente en mi pabellón de caza. Cazaba. Claro, tenía aspecto de cazador,
tan alto, esbelto, musculoso y... Dios, le estaba mirando la boca otra vez.
—¿Ya está bien entonces? —preguntó con un hilo de
voz. Peter arrugó la frente, confundido. —¿Quién? —Tu caballo.
Él soltó una sonora carcajada.
—Sí, Júpiter está perfectamente. Por lo visto, no
estaba tan cojo como quería hacerme creer. ¿Te gustaría echarle un vistazo?
—preguntó señalando a donde lo tenía atado.
Sí, quería echarle un vistazo, cualquier cosa con
tal de no seguir mirándolo a él o volvería a caerse de nalgas.
—Mucho —respondió ella sonriendo.
Júpiter era un enorme semental negro, y a su lado,
los dos viejos caballos grises de Rosewood parecían dos ponis gordos. Peter le
dio unas zanahorias que llevaba en las alforjas, y Lali se subió en una piedra
grande para situarse a la altura del animal, riendo animadamente mientras le
daba de comer. Le preguntó a Peter qué cazaba, y él le contó que perseguía a un
ciervo que llevaba tres días escapándosele. Lali dedujo que estaba solo en el
pabellón y lo imaginó por las noches, leyendo en silencio un libro de poesía.
Le acarició el morro al semental, con una leve sonrisa en los labios.
—¿Quieres montarlo? —preguntó Peter cuando se
acabaron las zanahorias y el caballo empezó a inquietarse.
Lali pestañeó. ¿Montar aquella cosa inmensa? Jamás
había montado un caballo más intimidante que sus viejos amigos grises.
—No sé... —meditó ella, mirando fijamente a uno de
los ojos grandes y redondos del animal. Peter soltó una risotada.
—Permíteme que te devuelva el favor de rescatarme
y te lleve a Rosewood. Ha refrescado mucho; no me extrañaría que empezase a
llover.
Lali lo miró recelosa. El frunció el cejo.
—¿Tienes miedo? —preguntó, visiblemente divertido.
¡Pues claro que sí! De todas formas, le dedicó una
sonrisa de medio lado.
—Por desgracia, señor, «temo la deshonra más que
la muerte».
Peter rió al identificar el fragmento de Homero.
—Siendo así, no permitiré que te deshonren —dijo
él, sonriente. Se apartó y le hizo una reverencia—. Señora, tu carruaje espera.
Lali bajó de la piedra y se acercó despacio al
lomo del caballo.
—Mete el pie en el estribo —le indicó él desde
detrás.
Apenas llegaba, pero en cuanto lo rozó, él la
cogió por la cintura y la subió a lomos de Júpiter Ella se instaló a horcajadas
sobre el inmenso equino y se agarró en seguida al pomo para no caerse por el
otro lado. Con un suave movimiento fluido, él montó a su espalda y la rodeó con
los brazos para coger las riendas.
—Bueno, ¿estás lista? —preguntó Peter,
abanicándole la mejilla con su aliento.
Estaba perfectamente lista, casi pintada en su
regazo, apretada contra aquel pecho duro como un muro de ladrillo. Sus brazos
musculosos la rodeaban. Sus muslos fuertes envolvían los de ella, y se dio
cuenta de lo pequeñas que parecían sus piernas al lado de las de él. Le costaba
respirar; se le aceleraba el pulso por segundos.
—C-creo que sí —susurró.
—No tengas miedo —la tranquilizó él, cariñoso—.
Con lo fuerte que te agarras al pomo, es imposible que te caigas.
Puso a Júpiter al trote, y la inercia del
movimiento la incrustó aún más en su regazo. Cuando su cabeza entró en contacto
con la de él, nerviosa, se quitó de un tirón el anticuado gorro de lana; él
levantó la mano para apartarle los rizos de la cara. Notaba todos los músculos
de su cuerpo, cada movimiento de sus extremidades para guiar al caballo. Su
aroma parecía penetrarla, invadiendo sus sentidos, abrasando su piel donde sus
cuerpos se tocaban. Estaba en la gloria.
Al llegar al granero, ella le pidió que parara,
con la triste excusa de que tenía que echar un vistazo al ternero. Su tío la
mataría si la veía a lomos de un caballo con un desconocido, ¡y con pantalones!
Peter la complació y, con la ligereza de un pajarillo, se apeó primero para
ayudarla a bajar. La levantó sin esfuerzo, dejando que su cuerpo rozara el de
él hasta que sus pies tocaron el suelo. Las piernas no la sostenían; se escoró
hacia un lado antes de lograr enderezarse. Él le dedicó una sonrisa torcida y
perezosa, como dándole a entender que sabía cómo se sentía.
La abochornó muchísimo el ser tan terriblemente
transparente, así que se quitó en seguida el abrigo de Peter de los hombros y
se lo devolvió.
—Gracias, señor Lanzani. Muy amable —dijo con toda
la rotundidad de la que fue capaz.
—Ha sido un placer, señorita Espósito —contestó él
y se puso el abrigo. Luego se metió las manos en los bolsillos y esbozó una
sonrisa.
Lali se quedó un poco cortada, sin saber muy bien
qué hacer o decir a continuación. Nerviosa, empezó a retorcer el gorro de lana
con las manos.
—Cultivas muchas verduras —comentó Peter,
señalando con la cabeza la valla en la que estaban enredadas las hojas de una
calabaza.
—Parece que se nos da bien —contestó ella en voz
baja, hipnotizada por sus claros ojos verdes—. ¿Quieres algo?
Los ojos verdes volvieron a posarse en ella para
quedarse allí. —Impresionante —murmuró él.
—Bueno... —se sonrojó ella—. No es tan
impresionante. Ya no cultivamos mucho trigo...
De repente, él le llevó la mano a la sien para
apartarle un mechón de pelo de la cara. La suave caricia de sus dedos le
produjo un ardiente escalofrío por todo el cuerpo.
—Ya sabes que los impuestos son elevados —murmuró
ella a lo tonto.
—Me refería a ti. Verdaderamente impresionante
—añadió en voz baja, luego le cogió la mano y se la llevó a los labios.
¡Dios, qué labios tan tiernos! Con una sonrisa, Peter
le soltó la mano, se apartó y volvió a montar su caballo.
—Buenas tardes, señorita Espósito. —Se tocó el ala
del sombrero a modo de saludo y enfiló al galope el camino por el que habían
llegado.
Lali se quedó clavada donde estaba un buen rato,
tocándose con cuidado la sien donde él había posado sus dedos. Cuando al fin él
desapareció en la distancia, ella dio media vuelta, salió corriendo hacia la
casa y entró por la puerta de atrás, presa de un absurdo vértigo. Gastón le
preguntó qué le había pasado; ella rió y respondió enigmática:
—Nada que un poco de soledad no pueda curar.
—Dicho esto, sonrió angelical a su hermano y subió flotando la escalera que
conducía a su habitación.
Continuará...
+10 :)!!
que hermoso capitulo!!! me encanta masss
ResponderEliminarjaja Bartolome me da gracia como trata a Lali. esta barbara la novela! seguilaaa
ResponderEliminarmasssssssssss
ResponderEliminarme hiper gusta mass nove porfas!
ResponderEliminarEsta muy interesante la novela.
ResponderEliminarMe he qdado con ganas de más
ResponderEliminarSube más xfa!!
ResponderEliminarMe encanta la novela ♡♡
ResponderEliminarSubí mas porfa :)
ResponderEliminarEl tío de Lali va hacer todo un problema u.u
ResponderEliminar++++++
ResponderEliminar@x_ferreyra7
Jajajjajajja,sube en una nube
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