Rosewood, sur de Inglaterra.
Estefano, el primero de los internos de Rosewood,
esperaba en el apostadero de Pemberheath, encaramado a un viejo carricoche
tirado por dos caballos grises escuálidos que parecían no haber visto un buen
pasto en una decena de años. Por suerte, Rosewood estaba a sólo cinco
kilómetros de Pemberheath, y la ilusión de Lali aumentaba a cada metro. Sin
embargo, cuando tomaron el desvío de Rosewood, su entusiasmo se tornó en
conmoción. La que un día fuera una casa señorial se encontraba en tal mal
estado que apenas la reconocía. Las extraordinarias contraventanas verdes, tan
imponentes durante su juventud, se habían deteriorado con los años, y una de
ellas colgaba de una sola bisagra. Las ventanas de vidrio de las que su madre
se había sentido tan orgullosa presentaban varias grietas. El césped de la
entrada principal estaba plagado de malas hierbas, la valla se desmoronaba, y
una fina columna de humo se alzaba sin fuerza desde una de las cuatro
chimeneas. Dos crías de cabra se comían las malas hierbas próximas a una de las
esquinas de la mansión.
—¿Qué ha ocurrido? —exclamó sin ocultar su
angustia.
—Andamos un poco escasos de fondos —masculló Gastón
con desaliento.
¿Escasos de fondos? A juzgar por el aspecto del
lugar, debían de andar en la indigencia.
—Pero... ¡algún ingreso tendremos! —gritó.
—Es complicado —respondió Gastón con tristeza—. Ya
te lo explicaré —murmuró mientras el carricoche se detenía ante la puerta
principal.
Estefano saltó de inmediato de donde estaba
encaramado y salió disparado para iniciar lo que, por lo visto, para él era la
importantísima tarea de acorralar a las crías de cabra.
La puerta principal se abrió de pronto y un chaval
de casi doce años salió con dificultad gritando:
—¡Ha vuelto! ¡Está en casa! —Una gran mancha
púrpura le cubría la parte superior de la frente, el ojo y la mejilla
izquierdos hasta el cuero cabelludo.
Lali se apeó del coche en seguida, y el niño echó
a correr y le rodeó la cintura con sus brazos flacos.
—¡Cuánto me alegro de verte, Leo! —le dijo ella,
contenta, mientras lo abrazaba con fuerza.
—¿Has viajado en un barco muy grande? —preguntó
él, ansioso.
—Sí, cielo, hemos navegado en un barco muy grande
—respondió ella con una risita—. Pero sólo hemos visto un pirata.
—¡Un pirata! Pero ¿cómo sabíais que era pirata?
—preguntó, sobrecogido.
Lali rió.
—Porque llevaba un tricornio, un parche en un ojo
y una espada en la cintura, ¡por eso!
—¿Era más alto que tío Bartolomé? —gritó desde la
puerta otro niño de unos diez años mientras se acercaba corriendo a Lali.
Ella lo interceptó antes de que se le tirara
encima. Lo estrechó con fuerza entre sus brazos y le besó su dorada cabecita.
—Era más alto que tío Bartolomé y hablaba un
idioma raro —confesó ella arrodillándose.
—¡Te lo dije, Alaí! ¡Te dije que habría piratas!
—Ya lo sé, Mateo —replicó, indignada, una niña
desde la puerta.
Lali sonrió y le tendió una mano a la hermosa niña
de catorce años. Alaí se disponía a acercarse cuando recibió un empujón de la
pequeña Luz, que salía veloz al encuentro de Gastón. Cristobal, otro niño, de
siete años, se apretujó delante de Alaí, con su espada de madera enfundada en
el cinturón. Los niños se amontonaron a su alrededor como crías en busca de
alimento, y Lali los abrazó a todos, respondiendo con paciencia a las preguntas
que le gritaban y riendo, satisfecha, mientras escuchaba de su boca las
novedades.
—¡Más vale que tengas una buena explicación! —se
oyó retumbar una voz hosca procedente de la puerta.
Lali levantó la vista y contuvo un grito de
conmoción. A las dos en punto de la tarde, tío Bartolomé llevaba una bata raída
y, a la altura del costado, sujeto con un par de dedos, un vaso con un trago de
whisky. Sin embargo, aún era más sorprendente el que estuviera... enorme. Cielo
santo, habría ganado treinta kilos, o puede que cuarenta. Tenía el semblante
pálido, los mofletes tan llenos como los del viejo y obstinado cerdo de la
finca. Siempre había sido un hombre corpulento, pero aquello... aquello era
algo más que corpulencia. Por alguna razón inexplicable, la irritó. Desde que
había dilapidado la herencia de los hermanos, Bartolomé había ido a vivir a la
finca con ellos. Rosewood se encontraba en la miseria, pero su tío..., bueno,
era obvio que se alimentaba bien. Lali se puso de pie despacio, le soltó la
mano a Mateo y se cruzó de brazos.
—Buenos días, tío.
—¿En qué demonios estabas pensando? —bramó él.
Aquello fue el colmo. Lali frunció los ojos mientras se abría paso, airada,
entre la multitud de niños, con los brazos casi en jarras.
—¿Que en qué estaba pensando yo? ¿En qué estabas
pensando tú? ¡Me lo prometiste, tío Bartolomé! ¡Me prometiste que los niños
estarían bien atendidos!
Sobresaltado, el hombre miró de reojo a la
pandilla de niños que la rodeaba.
—¡Me he encargado de ellos! —bramó, sonrojándose—.
¡No intentes cambiar de tema ni me hables de promesas, niña! ¡Tú has incumplido
la tuya!
Dirigiéndose a donde se encontraba su corpulento
tío, Lali gritó:
—¡Yo no he hecho nada semejante! ¡Firmamos un
acuerdo, que no se cumplió! ¡Ese dinero no me pertenecía! —Mirándolo fijamente
a los ojos, lo desafió en silencio a que le llevara la contraria.
Bartolomé se mostró visiblemente desconcertado.
Nervioso, se recolocó las solapas de la bata mientras murmuraba en voz baja:
—Jovencita impertinente.
Pero Lali no lo oyó. La señora Peterman había
salido a la puerta, con la frente embadurnada de harina y unos mechones de pelo
sueltos del moño. Lali soltó un chillido de alegría y se lanzó a los brazos de
la mujer. Las dos dieron saltos de júbilo mientras se abrazaban la una a la
otra.
Bartolomé recondujo su hostilidad hacia Gastón,
que se acercaba cojeando al centro del bullicio.
—¡Lo pierde todo y ahora cree que puede hacer lo
que le plazca! Por Dios que esto no va a quedar así, fíjate bien lo que te digo
—gruñó.
Gastón alzó una ceja, dubitativo, mientras veía a
la señora Peterman y a Lali, cogidas del brazo, dar media vuelta y entrar a
grandes zancadas en la casa.
—Sí, ya veo cómo tiembla de miedo. —Esbozó una
sonrisa de satisfacción al pasar por delante de su tío para entrar detrás del
puñado de niños que seguían a su hermana.
Había pasado poco más de un mes desde su regreso a
Rosewood, pensó Lali, sentada a la puerta del gabinete del doctor Stephen. Un
mes. Con la mirada perdida en la pared, se maravilló de todo lo que había
sucedido en ese tiempo. En primer lugar, Bartolomé la había mortificado
anunciándole, casi desde el instante de su llegada a Rosewood, que tenía intención
de volver a casarla. Dicho anuncio había venido seguido de un conato de
proposición matrimonial del señor Thadeus Goldthwaite apenas cuatro días
después. Más que suficiente para hacer que saliera gritando de la casa.
¡Cielo santo! Ni siquiera estaba remotamente
interesada en volver a casarse, ni con cualquier anciano moribundo, como sin
duda Bartolomé tenía en mente, ni menos aún con el retaco del boticario, el
fastidioso Thadeus Goldthwaite.
Un sonido llamó su atención y, al levantar la
vista, Lali hizo un aspaviento, horrorizada de ver lo que Leo y Cristobal
habían hecho con un ramo de flores recién cortadas. Había pétalos por toda la
alfombra oriental y por la mesita de la entrada, y en el jarrón sólo quedaban
los tallos pelados de las flores del invernadero. Lali se levantó despacio y se
dispuso a limpiar a toda prisa aquel estropicio antes de que el doctor Stephens
lo descubriera. Leo la ayudó mientras Cristobal los miraba resentido.
—No pasa nada —los tranquilizó en seguida Lali, y
buscó algún sitio donde tirar los pétalos. No había ningún receptáculo a la
vista salvo un paragüero. Guiñándoles el ojo con picardía, tiró los pétalos al
paragüero, luego se volvió y se llevó un dedo a los labios antes de dirigirse
con los niños a un asiento solitario del pasillo.
Los hizo sentarse a sus pies y siguió meditando su
dilema. Aunque agradecía poder estar de vuelta en casa, la enfermaba el estado
deplorable en que se encontraba Rosewood. Gastón le había explicado que, debido
al incremento constante de los impuestos de la parroquia, el descenso de los
precios del grano y los cercamientos que habían sufrido, a consecuencia de los
cuales los ricos se quedaban con las mejores tierras, Rosewood se había quedado
con tan sólo una parcela de tierra arable, pero sobre-utilizada.
—¡Lo que necesitamos es un representante! —había
exclamado, furioso, su hermano—. No hay nadie en el Parlamento que vele por
nuestros intereses.
Ella no entendía todo aquello, pero sí sabía que
sus tierras estaban tan estropeadas que no soportaban una cosecha de grano
decente y, aunque la hubieran soportado, ellos no disponían de dinero para la
mano de obra, ni para los impuestos parroquiales. De modo que se había devanado
los sesos por encontrar un modo de resolver el problema.
Se había obsesionado tanto con arreglar las cosas
que no había prestado atención a la señora Peterman cuando ésta había intentado
exponerle su solución para Rosewood. Lali no acabó de entenderlo hasta el día
en que el señor Goldthwaite se había presentado en Rosewood con hierbas para la
tos que sufrían la mayoría de los niños.
Entonces le enseñó a Lali algunas de las hierbas
que había plantado en su inmenso jardín. Aquel jardín había hecho pensar a la
joven en la posibilidad de trocar por víveres las hortalizas y frutas que tan
rápidamente parecían crecer en cualquier parte. Tan absorta estaba en sus ideas
que el torpe intento de besarla del señor Goldthwaite la sorprendió tanto que
se le paró el corazón un instante.
—¡Señor Goldthwaite! —chilló cuando aquel hombre
rechoncho la apresó de pronto en un abrazo blindado, y frunció los labios para
besarla—. ¡Cielo santo, suélteme!
El hombre se puso tan colorado como una cereza y
le soltó los brazos de inmediato. Lali buscó desesperada un garrote con el que
atizarlo, pero, al no encontrar ninguno, se llevó las manos a la cadera y lo
miró con cara de odio.
—¿Qué demonios cree que está haciendo? —le
preguntó con la autoridad de una condesa.
El tendero regordete se irguió todo lo que pudo,
unos cinco centímetros por debajo de ella, y le replicó con arrogancia:
—¿Qué cree usted que estoy haciendo?
Por desgracia, la carcajada de Lali los
desconcertó a los dos, con lo que el rostro colorado del señor Goldthwaite se
tornó púrpura.
—Lo siento, señor Goldthwaite, no pretendía
reírme. Verá...
—Lo veo perfectamente, condesa de Bergen —la
interrumpió él muy serio.
—Espósito. Señorita Espósito —lo corrigió Lali.
Para agonía de Bartolomé, se empeñaba en usar su nombre de soltera, convencida
de que tenía más derecho a aquel título que al heredado de los Bergen.
—La señora Peterman me ha dado a entender que
ahora es usted viuda...
—¡Ah, señor Goldthwaite! Por favor, antes de que
siga, debe saber que mi sitio está en Rosewood. Esos niños me necesitan.
El fastidioso Thadeus infló su abultado pecho.
—Ciertamente lo entiendo, señora, y aplaudo su
bondad. Ésas son cualidades que deben buscarse en una esposa y usted posee tal
abundancia de ellas que estoy decidido a...
—¡Señor Goldthwaite, no siga! —le gritó ella,
horrorizada, levantando la mano—. Discúlpeme, por favor. Hay algo que debo
hacer ahora mismo —se excusó de forma poco convincente, dio media vuelta y se
dispuso a huir, pero el señor Goldthwaite la cogió por la mano y la agarró con
fuerza—. Señor Goldthwaite, debe dejar de pensar en mí...
—Señorita Espósito, ni imagina lo que mi
corazón...
—Tengo que entrar, de verdad.
—Pero, señorita Espósito, ¡hay algo que quiero
decir! —le gritó él muy serio.
Lali dio media vuelta y salió corriendo del
jardín. Lo último que vio fue al señor Goldthwaite inclinando el sombrero para
despedirla.
Cuando entró corriendo en la cocina, la señora
Peterman la recibió con una extraña mirada de regocijo.
—¿Qué, has hablado ya con el señor Goldthwaite?
—le preguntó la canosa ama de llaves sonriendo desenfadadamente.
Lali se dejó caer en un banco de madera.
—Que Dios me asista. ¡Thadeus Goldthwaite quiere
casarse conmigo!
—¡Eso es estupendo! —exclamó, entusiasmada, la
señora Peterman, dando una palmada con las manos embadurnadas de masa.
Lali la miró espantada; sin duda, se había vuelto
loca. ¡Era la más peregrina, inconcebible e increíble de las ideas!
—¡Señora Peterman, eso es imposible!
—¿Imposible? —le gritó el ama de llaves—. ¡Es
perfecto! Debes considerar los aspectos prácticos de una unión así, Lali.
Es un buen hombre y está bien situado. Y le
preocupan esos niños, no lo olvides —le comentó alegremente, y empezó a elogiar
a Thadeus Goldthwaite de tal forma que Lali empezó a pensar que el rechoncho
boticario debía de ser descendiente del mismísimo Hércules.
Sentada en el vestíbulo del doctor Stephens, a Lali
le faltaba el aire al pensar en lo interesados que parecían estar todos en su
estado civil. Antes que desposarse con el señor Goldthwaite o con cualquier
otro, se tiraría por un precipicio. Si alguna vez volvía a casarse, sería por
amor. Sin embargo, al parecer, toda la población adulta de Rosewood quería
verla casada por los aspectos prácticos. Y los entendía. Obviamente, lo mejor
para Rosewood era que ella se casara con un hombre acaudalado y, como, por lo
visto, Bartolomé y la señora Peterman se empeñaban en casarla, ella había
buscado desesperadamente otra solución. Si lograba que las tierras volvieran a
dar beneficios, razonó, podría parar aquella carrera desenfrenada hacia el altar.
Al menos se le había ocurrido una idea, y esa idea
era la que la había llevado hasta la casa del doctor aquel día. Los dos niños
que la acompañaban, a pesar de la energía con que correteaban por la alfombra,
tenían una tos que no remitía.
Se abrió de pronto una puerta. Lali desvió la
mirada de los niños hacia un anciano caballero que la miraba por encima de sus
anteojos de montura metálica.
—¿Quién eres? No recuerdo haberte visto por aquí
—dijo bruscamente.
Lali se levantó y, tras instruir a los dos niños
con cariño, le tendió la mano educadamente. —Soy Lali Espósito.
—¿Espósito? Yo conocí a una señorita Espósito...
Cielo santo, ¿eres tú? ¡Madre mía, cuánto has cambiado!
—Sí, señor —confirmó ella cortésmente, luego miró
con atención a los niños.
El doctor le siguió la mirada y escudriñó a los
pequeños.
—¿Son hijos tuyos?
—Son internos de Rosewood.
—Ah, de Rosewood, claro.
—Tienen una tos que no se les pasa —le informó.
El doctor la rodeó y, llevándose las manos a la
cadera, estudió a los niños con detenimiento. Leo, con su desagradable mancha
de nacimiento, lo miró a los ojos. El más pequeño se toqueteó el raído
cinturón.
—Pásalos dentro y veremos qué podemos hacer con
esa tos que no remite —señaló él de pronto, luego dio media vuelta y volvió a
meterse en el espacioso gabinete.
El doctor Stephens se acercó a una estantería
repleta de frasquitos de diversas formas.
—Tráeme a uno de los niños —dijo, abstraído,
mientras examinaba uno de los pequeños recipientes.
No era un hombre dado al sentimentalismo. Se había
curado de aquella enfermedad hacía varios años. De joven, se le había ocurrido
que no podría ejercer bien la medicina si se implicaba emocionalmente con todos
los desafortunados a los que visitaba. Conocía a Leo, lo conocía desde que era
un bebé y sabía que su madre había intentado ahogarlo. Lo había visto
esporádicamente a lo largo de los últimos diez o doce años y, como era de
esperar, al pobre muchacho lo traumatizaba la enorme mancha de nacimiento que
afeaba su aspecto. Como si no bastara con ser hijo de una ramera que después lo
había abandonado, llevaba sobre sí una horrible marca a causa de la cual la
gente se volvía a mirarlo.
Cuando se dio la vuelta para ver qué retenía al
muchacho, no pudo evitar quedarse boquiabierto. Al parecer, la señorita Espósito
había obrado un milagro en el desafortunado chaval. Arrodillada a su lado, le
apartaba el pelo rojo de los ojos y le susurraba algo con una sonrisa que llevó
incluso al doctor Stephens a sentarse cómodamente para observarla. Leo estaba
de pie, erguido, y el facultativo habría jurado por sus revistas médicas que el
muchacho sonreía. Jamás lo había visto sonreír. Asombrado, vio al niño
acercarse a él con orgullo y decisión.
—La señorita Espósito dice que va a darme una
cucharada de felicidad —anunció el muchacho.
—¿Cómo dices? —logró espetar el anciano mientras
miraba a Leo.
La señorita Espósito se aclaró la garganta; el
doctor Stephens levantó la vista a tiempo para recibir una mirada penetrante de
ella.
—Una cucharada de felicidad. Para que se me pase
la tos —repitió Leo.
—Una cucharada de felicidad, ¿no? A ver, deja que
te oiga respirar, muchacho —señaló acercando el oído al pecho de Leo. Comprobó
si tenía fiebre—. Sí, una cucharada de felicidad es lo que necesitas —añadió,
estupefacto de que él, conocido por su actitud apenas compasiva con los
moribundos, llamara «cucharada de felicidad» al líquido asqueroso que estaba a
punto de verter en la boca de aquel niño. Cogió un frasco de la estantería y
preparó una cucharada grande—. Bueno, abre bien la boca —le indicó, y le
administró la pócima.
Leo tragó, luego se volvió hacia la señorita Espósito.
Ella le sonrió, cariñosa, y le tendió la mano. El muchacho la tomó de inmediato
y empujó al otro niño, que se situó resuelto junto al doctor Stephens.
—La señorita Espósito dice que a mí va a darme una
dosis doble de felicidad —proclamó con orgullo.
Protestando, el doctor Stephens se inclinó para
escuchar la respiración del muchacho. Ella tenía razón; el murmullo de los
pulmones de Cristobal era peor que el de Leo.
—Doble dosis, entonces —murmuró, y preparó la
pestilente medicina.
Cristobal se tragó la primera dosis sin rechistar,
esperó pacientemente la segunda, luego dio media vuelta y regresó al lado de la
señorita Espósito.
—¿Cuánto durará la felicidad? —le preguntó.
—Yo diría que hasta mañana, ¿no es así, doctor
Stephens?
—Así es —respondió él con sequedad.
—Me parece, y corríjame si me equivoco, señor, que
los muchachos empezarán a sentir el cosquilleo de la felicidad en los pies
dentro de un momento. Creo yo. Chicos, por favor, sientense junto a la puerta y
no toquen nada. Hay algo de lo que quiero hablar con el doctor Stephens —dijo
ella.
Como dos perfectos caballeretes, los muchachos se
sentaron obedientemente junto a la puerta.
A los ojos del médico, todo lo que acababa de
presenciar era un condenado milagro. Fuera lo que fuese lo que aquella mujer
había hecho para reforzar la autoestima de los dos muchachos, merecía todo el
apoyo que él fuera capaz de ofrecerle. Maldición, aunque sólo fuera eso, quería
saber cómo lo había conseguido.
—No sé lo que has hecho...
—Se refiere a las flores —sonrió ella quitándole
importancia con un movimiento de la mano—. Lo siento muchísimo; me temo que
estaba un poco preocupada —confesó con voz dulce.
—¿Cómo dices?
—Las flores. Por desgracia, no tengo dinero, si no
las reemplazaría con gusto, pero es una situación que lamentablemente no puedo
remediar de momento. Por favor, no diga nada aún, porque quiero proponerle
algo. Verá, los niños de Rosewood no reciben la atención médica que necesitan.
Stephens debió de parecer perplejo mientras se
ajustaba los anteojos, porque ella se explicó rápidamente:
—No, no por chichones ni moratones, ni cosas así.
Pero la tos, las enfermedades de naturaleza más grave, no las controla un
médico hasta que es demasiado tarde, y los niños se contagian tan fácilmente
que, cuando queremos darnos cuenta, ya lo tiene todo Rosewood, de modo que se
me ha ocurrido que quizá podríamos llegar a un acuerdo por el que usted nos
visitara de cuando en cuando, no necesariamente a cambio de dinero, sino de
algo infinitamente más agradable, creo yo.
El doctor Stephens había desistido de entender la
relación de todo aquello con las flores y había captado al fin el hilo de la conversación,
o eso creía.
—No alcanzo a imaginar lo que has hecho, pero te
aseguro que...
—Hablo de tomates, señor, ¡grandes como jamones!
¡Y judías, calabazas y coles! Al parecer, hay cierto talento en Rosewood, y me
atrevería a decir que es el del cultivo de frutas y verduras. No podemos
comernos todo lo que cultivamos, porque crece muy de prisa, ¿sabe?, y, por
desgracia, la señora Peterman le ha estado echando a Lucy, una vieja cerda
enorme, lo que sobraba. Seguro que sabe que los cerdos subsisten perfectamente
con algo menos exquisito que frutas y verduras, de manera que le propongo un
trueque...
—¡Señorita Espósito! —casi le gritó el anciano.
La joven pestañeó, extrañada. El se quitó las
gafas y se pellizcó el puente de la nariz.
—Sinceramente, doctor Stephens —sonó otra voz
femenina—, cualquiera con una pizca de juicio sabe que es un desperdicio darle
a un puerco algo mejor que bazofia.
El médico gruñó y, al abrir un ojo, vio a la
marquesa de Darfield de pie en el umbral de la puerta, con su hijita Alexa. La
marquesa era una de las pacientes favoritas del doctor, a pesar del exasperante
hábito de ignorar sus sabios consejos. Con su pelo oscuro y sus ojos color
violeta, era tan hermosa como la misteriosa señorita Espósito. No pudo evitar
observar que, situadas la una al lado de la otra, las dos mujeres componían un
notable cuadro.
—Lady Darfield, estaba a punto de decir...
—Su idea me parece sencillamente estupenda. Me
llamo Candela Sierra, y me gustaría mucho ayudar. La señorita Espósito sonrió, agradecida.
—Yo soy Lali Espósito. ¿Conoce Rosewood? Es una
finca pequeña, a unos kilómetros de aquí, y ando buscando un modo de hacerla un
poco más autosuficiente. Los niños que viven allí... Bueno, creo que deberían
aprender a ser tan responsables como sea posible. Pero no pueden aprender si
nadie negocia con ellos, y, por desgracia, no viene nadie a Rosewood, salvo el
boticario, claro, pero no puedo esperar que se lleve todas esas verduras, y...
—¡Señorita Espósito! ¡Por favor, lo que trataba de
decirte es que lo que has hecho con esos muchachos es asombroso, y me encantará
ayudarte en cuanto pueda, incluso llevándome tomates grandes como jamones!
—bramó el doctor Stephens.
Las dos mujeres se lo quedaron mirando como si
estuviera loco. Lady Darfield arrugó la frente con aire censor y le susurró a Lali:
—Estaba convencida de que aceptaría.
—¿En serio? Yo no lo tenía tan claro, pero
esperaba que lo hiciera. Por desgracia, andamos escasos de fondos —respondió la
señorita Espósito.
—¡No debe preocuparse por eso! —le dijo lady
Darfield con aire desenfadado—. Al doctor Stephens no le preocupa el dinero;
gana lo bastante para mantenerse. Se encargará encantado de los niños que usted
protege.
Lali le dedicó al doctor una amplia sonrisa.
—Sospechaba que no era tan cascarrabias como me
quería hacer creer. Entonces, ¿cree que puedo contar con la ayuda de él?
—¡Por supuesto! —asintió lady Darfield con
entusiasmo.
Incrédulo, el doctor Stephens miró a una mujer y
luego a la otra, ambas tan seductoras que habrían puesto de rodillas a
cualquier otro hombre. Sin mediar palabra, se dio la vuelta bruscamente y
volvió a su escritorio.
Cuando Lali Espósito al fin se marchó —con dos
frascos de felicidad a cambio de un cajón de tomates que debía entregarse al
día siguiente—, las mujeres ya habían quedado en verse en Rosewood para decidir
lo que se podía hacer. Como en todo, Candela Sierra se había implicado en
aquello por completo. Sonrió, contenta, al doctor Stephens mientras él
examinaba el corte de la rodilla de Alexa y le insistió en que también ella
había sabido siempre que no era tan «cascarrabias» como quería hacerle creer.
Durante las semanas siguientes, Lali estableció un
trueque de productos naturales por medicinas, harina y labores de costura dos
veces a la semana. En los áridos campos de trigo, brotaron calabazas, y también
tomates y bayas por toda la estacada. Cada mañana, tras terminar sus clases, Lali
y los niños desherbaban y regaban sus pequeños huertos.
A los niños les encantaba su trabajo. Medían los melones
todos los días, buscaban pepinos ocultos tras las matas frondosas y disponían a
su gusto las calabazas. Su pequeño huerto pronto fue lo bastante grande como
para abastecer a unas cuantas cocinas más y, con la ayuda de Candela, que se
empeñó en llevar a cabo los trueques personalmente, los habitantes de
Pemberheath poco a poco fueron acostumbrándose a los niños y a sus «trueques».
Con la llegada del otoño, Rosewood empezó a
parecerse a la modesta casa de campo que un día fuera. Lali lo logró, a pesar
de tener que ocuparse de su desaseado tío al tiempo que discutía con él sin
parar sobre su futuro. Gastón se cuidaba mucho de decirle lo que debía hacer,
pero, a petición suya, había conseguido de saldo un par de libros sobre
inversiones. Era muy misterioso con sus planes, pero, de vez en cuando,
levantaba la vista de sus libros, se pasaba la mano por el pelo rubio y
sonreía. Con aquellos ojos azul claro llenos de vida, le aseguraba a su hermana
que pronto iría todo bien en Rosewood.
Lali esperaba de verdad que tuviera razón. A la
finca le hacía falta más de lo que un boyante comercio de verduras podía
proporcionarle. Con la ayuda de Candela, empezó a planificar la inclusión en un
futuro de productos lácteos y lana que pudieran trocar por una asistencia más
sustancial.
Apreciaba mucho su amistad con la marquesa. Por
una vez en su vida, Lali entendía la cita: «De todos los dones celestiales que
los mortales alaban, ¿qué otro tesoro fiel puede en el mundo igualar a un
amigo?». Además, al contrario de lo que podía haber esperado, a Candela no le
preocupaba lo más mínimo que ella no tuviera un centavo. Ni siquiera cuando la
señora Peterman le había comunicado alegremente a la aristócrata que Lali era,
en realidad, la viuda del conde de Bergen, a ésta no pareció importarle que no
le hubiera revelado su verdadera identidad.
Las dos mujeres intimaron aún más, por extraño que
pareciera gracias al fastidioso Thadeus. Su constante persecución de Lali la
había llevado al límite de su paciencia y ella le había confesado su dilema a Cande.
Cuando ésta terminó de reírse, y después de declarar que a Lali le convenía
tanto el señor Goldthwaite como la ya famosa cerda vieja, Lucy, la ayudó a
librarse de su ardiente admirador. Pero al pobre señor Goldthwaite no había
quien lo convenciera; jamás perdía la oportunidad de quedarse mirando a Lali
con el anhelo de un perro atrapado en el lado equivocado de la puerta.
Continuará...
+10 :D!
en el próximo cap aparece Peter!!
Me copa :)
ResponderEliminarQuiero otrooo!
juli volve con tú blog por fa
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