Elena Lanzani, viuda del duque de Sutherland, miró
a Peter por encima del borde de su copa de vino y suspiró discretamente. Su
hermoso rostro y sus cálidos ojos verdes no dejaban traslucir emoción alguna.
Sabía que era una tontería, pero Peter le había preocupado desde el mismo día
en que había asumido el título. En contraste con Pablo, que disfrutaba de todos
los días como si fueran un nuevo comienzo, él parecía tomarse cada día
demasiado en serio, como si el éxito de cada uno fuese exclusivamente
responsabilidad suya.
En su modesta opinión, era por completo absurdo.
Era un líder fuerte y capaz, con un talento para los negocios que le había
permitido ampliar el patrimonio familiar más allá de lo que ella jamás habría
imaginado. Podía administrar la fortuna de la familia con los ojos cerrados y,
como su liderazgo estaba tan bien considerado en la Cámara de los Lores, todo
Londres podía brindar por él si lo deseaba. Sin duda, muchos lo habían querido
así. Era uno de los personajes más buscados del país. Siendo un duque joven,
inmensamente rico y de una belleza fuera de lo común, su influencia no tenía
igual entre los aristócratas. Sin embargo, parecía siempre aburrido, en
ocasiones incluso angustiado. Desvió la mirada hacia Nina, sentada a la derecha
de su hijo, cuya sonrisa quedaba reservada sólo para él. Peter apenas parecía
consciente de su presencia.
Eso era lo que Elena odiaba del compromiso
matrimonial, que él apenas era consciente de la presencia de Nina.
Sorbió distraída su vino mientras contemplaba a la
preciosa chica. No tenía nada en contra de ella; era una joven agradable y bien
educada, hija del afable conde de Whitcomb, y un buen partido para un duque,
pero no para su hijo. Elena quería que Peter conociera el gozo puro del amor,
como lo habían hecho ella y su querido Fermín, esa absoluta adoración que uno
siente por su verdadera alma gemela. Quería que su hijo se casara por amor, no
por algún extraño sentido del deber. Confiaba en que, en algún oscuro rincón de
su alma, Peter quisiera amar a la mujer con la que iba a casarse, que quizá,
sólo quizá, se diera cuenta de que Nina no le tocaba esa fibra que le hiciera
querer mover montañas sólo por complacerla.
Desde el otro lado de la mesa, Peter cruzó una
mirada con ella y, muy discretamente, alzó una ceja, como preguntándole en qué
pensaba. Elena se encogió de hombros, impotente. Él forzó una sonrisa y miró a Pablo,
que relataba algún suceso atroz ocurrido durante uno de los alborotos del
infame Harrison Green, para gran divertimento de Edwin Reese. Elena había
observado que los otros jóvenes se mostraban cautivados por los detalles del
asunto Harrison Green, pero como siempre, parecía aburrido.
Su madre estaba equivocada: no estaba aburrido.
Maquinaba en silencio el modo de convencer a su futuro suegro para que apoyara
un conjunto de reformas que seguramente saldrían de la Cámara de los Comunes
durante la siguiente consulta; unas reformas que harían bajar los elevadísimos
aranceles que pagaba por su compañía naviera.
Cuando terminó la cena y las mujeres se retiraron
al salón verde, Peter, Pablo y lord Whitcomb se quedaron en el comedor para
beberse una copa de oporto y fumarse un puro, como siempre. Peter miraba en
silencio las manecillas del reloj de porcelana que había sobre la chimenea
mientras Pablo y Whitcomb hablaban de un par de perros de caza. Convencido de
que la valiosa pieza de relojería se retrasaba, Peter lo comparó con su reloj
de bolsillo.
—¿Te aburrimos, Sutherland? —dijo Whitcomb sonriendo.
Sobresaltado, Peter se guardó el reloj de inmediato.
—Está reflexionando sobre la noticia de una nueva
pérdida en las Indias Orientales —dijo Pablo, riendo.
—¿Es eso cierto? Este negocio con los barcos nunca
me ha parecido rentable —observó el anciano conde.
—Resultaría muy rentable si los aranceles no
fuesen condenadamente altos —replicó él.
Whitcomb se encogió de hombros.
—Esos aranceles también evitan que el grano
extranjero llegue a nuestras orillas y compita con el que tú cultivas aquí,
hijo.
—Sí, y cuando los mercados nacionales se ven
desbordados, impide que el pequeño agricultor exporte su grano al continente.
Whitcomb rió y dio una calada a su puro.
—No entiendo por qué habría de preocuparte eso.
Por lo que sé, la mayoría ni siquiera puede permitirse el impuesto de
jornaleros necesario para cosechar el grano. No creo que compitan con tus
exportaciones.
—A eso voy, precisamente, Edwin. La competencia es
saludable. Este país hace tiempo que necesita una reforma económica. Los
impuestos están ahogando los sectores naviero y agrícola; el sistema está
anticuado y carece de equidad. Piensa en los beneficios que podrías obtener de
tus fábricas si el impuesto de mano de obra fuera el mismo en todos los
sectores —dijo Peter sin exaltarse mientras daba un largo sorbo a su oporto y
miraba por encima del vaso a su futuro suegro.
—Quizá —concedió Whitcomb, pensativo—. No voy a
negar que el campo se lleva la peor parte si lo comparamos con la industria,
pero no me gusta el paquete de reformas que intentan introducir los radicales:
me temo que pretenden prescindir de todo el sistema parlamentario, y el primer
paso será cederles un escaño a los católicos. De eso ni hablar.
Peter no respondió al momento. La emancipación
católica era un punto de gran controversia entre los suyos, pero, sinceramente,
a él le traía sin cuidado si los católicos tenían o no un escaño en el
Parlamento.
—Lo único que sé es que necesitamos ayuda y un
sistema impositivo nuevo y justo. Quizá durante la próxima temporada social
podríamos elaborar juntos un paquete de reformas más aceptable.
Apurando su copa, Whitcomb sonrió.
—Eso podría interesarme. Siempre me ha gustado
luchar por una buena causa en la Cámara. Bueno, caballeros, ¿vamos a ver qué
hacen las mujeres? —Sin esperar una respuesta, se levantó de la mesa.
Peter y Pablo lo siguieron sumisos al salón verde,
donde pasaron un par de horas más escuchando en silencio la conversación de las
mujeres sobre fiestas de compromiso.
Luego, mientras estaba en el vestíbulo con su
madre, Peter oyó a Nina decir que ella y lady Whitcomb volverían al día
siguiente para hablar de la fiesta de compromiso de invierno. Logró contener
una risa nerviosa.
Dos días después, habiendo escapado del tedio de
Sutherland Hall, Peter se detuvo junto a un riachuelo para que su semental,
Júpiter, pudiera beber. Había estado persiguiendo al mismo ciervo toda la
mañana, pero el animal era astuto y sabía cómo esquivarlo. Imaginaba que se
encontraba a menos de ocho kilómetros de su pabellón de caza, Dunwoody. A
menudo se acercaba a dicho pabellón, a sólo una jornada de Sutherland Hall, a
disfrutar de unos días de respiro de sus obligaciones aristocráticas, o de su
boda.
Se frotó los ojos, soltó las riendas mientras
Júpiter bebía y se planteó poner fin a la expedición de caza. De pronto, empezó
a pensar en Nina. Como era lógico, a ella no le había gustado que saliera
cazar. La aterrorizaba la idea de que pudiera pasarle algo y ella no estuviese
allí para cuidarlo. Él le había propuesto, lascivo, que lo acompañara y
atendiera todas sus necesidades, pero a Nina se le habían puesto los ojos como
platos de vergüenza ante semejante insinuación. Nunca se había acostado con
ella, respetando su férrea determinación de conservar su virtud hasta el
matrimonio.
Por eso había salido solo, incapaz de soportar un
día más de ocioso parloteo sobre la boda. Nina y su madre insistían en celebrar
la boda durante la Temporada social, lo que significaba que aún tardaría varios
meses interminables en llevársela a la cama. Y que aún pasaría varios meses
interminables oyendo hablar de ajuares, almuerzos nupciales, fiestas de
compromiso y viajes de novios. Cielo santo.
Ella había lloriqueado al verlo marchar. Él había
respondido a su femenino despliegue de sentimientos diciéndole que más le valía
ir acostumbrándose a sus ausencias. La había dejado de pie a la entrada
principal de Sutherland Hall, conminándolo de corazón a que tuviera cuidado.
Cuidado, desde luego. Había escalado montañas y cruzado ríos de aguas bravas
sin la ayuda de una enfermera y suponía que podría apañárselas si salía de caza
él solo unos días.
Un chasquido en los arbustos lo sobresaltó, pero
no vio al animal. Júpiter se encabritó de pronto y relinchó con fuerza.
Desprevenido, Peter agarró las riendas y trató de contener al inmenso caballo,
casi cayendo de la silla en el intento. Montura y jinete cruzaron el riachuelo
al galope y se adentraron en la espesura, cegados por el denso follaje y
refrenados por la espesa maleza. Cuando el animal atravesó un matorral para
salir a un claro unos instantes después, Peter tiró con fuerza de las riendas y
logró al fin recuperar el control. El incidente los dejó a los dos jadeando,
allí, en el claro, tratando de recobrar el aliento. Peter notó que le escocía
la pierna y se la miró. Sus calzones de piel de ciervo se habían rasgado y le
sangraba la espinilla donde, obviamente, se había arañado con una zarza.
—¿Qué pasa, que nunca has visto una liebre, viejo
amigo? —Acarició despacio el cuello del corcel e intentó dar media vuelta.
Júpiter se movió de forma rara y relinchó un poco al posar en el suelo la pata
delantera derecha.
Dios. Peter suspiró, hastiado, y desmontó. Lo
exploró en busca de algún hueso roto; por suerte no encontró ninguno. En
cualquier caso, Júpiter no parecía estar en condiciones de andar.
—¡Maldita sea! —murmuró Peter, echando un vistazo
alrededor. Las tierras de Dunwoody eran vastas, pero de forma extraña, con lo
que no podía saber con certeza si aún se encontraba en su propiedad. Se quitó
el sombrero, nervioso, y se pasó una mano por su abundante cabello mientras
decidía qué hacer. No le agradaba la idea de dejar allí a Júpiter, pero, sin
conocer el alcance de sus lesiones, no podía arriesgarse a llevárselo muy lejos
y provocarle un daño mayor. El regreso a Dunwoody a pie era impracticable; se
había alejado demasiado. Si no estaba equivocado, hacia el norte estaba el
pueblo de Pemberheath, a dos o tres kilómetros de distancia. Al menos eso
esperaba.
A regañadientes, ató las riendas de Júpiter a una
rama baja y enterró su pesado rifle bajo un montón de hojas.
—Ojo, no lo pierdas de vista —le dijo sin
convicción; luego le acarició el morro y salió del claro en dirección norte,
hacia Pemberheath.
Continuará...
+10 :o!!!
Se viene el encuentro? 😍
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ResponderEliminarMas porfa :)
ResponderEliminarTiene razón Peter q nina parece amaestrada :D
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ResponderEliminarotrooo!!
ResponderEliminarmás más más
ResponderEliminarhayyy dale masss me encanta,fascina y muchos otros sinonimos massss
ResponderEliminarDime k las tierras d los dos son colindantes.....
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