La Temporada social comenzó de verdad en los tres
días siguientes a la recepción de Granbury, y Lali asistió a más fiestas y tés
que en toda su vida. Pasaba los días yendo de aquí para allá con el fin de que
la vieran en todos los sitios importantes, y el torbellino de actividad social
empezó a hacer mella en su insignificante guardarropa.
De pie en el tocador de señoras del baile de
Harris, Lali se estiró el vestido de brocado azul zafiro cubierto de una fina
gasa. Le apretaba tanto que temía que el pecho se le fuera a salir por el
escote al menor tropiezo. Lo empeoraba el haber descubierto que era incapaz de
peinarse sin la ayuda de la señora Peterman. Había recurrido a un recogido
sencillo, en absoluto a la altura de los dictados de la moda.
Se estiró el vestido una vez más antes de salir
del tocador al rellano atestado de gente. Despacio, se dirigió al comedor,
donde se había preparado un abundante surtido de comida a modo de bufé. Cogió
disimuladamente un pedazo de queso y se introdujo en el salón de baile, donde
ardían decenas de velas en enormes candelabros de cristal, colgados de
historiados frisos en el techo. Al fondo, cinco juegos de puertas francesas se
abrían a un amplio mirador y a los jardines que se encontraban detrás,
permitiendo que entrase el aire en la atestada casa.
Lali aceptó agradecida un vaso de ponche de un
lacayo y se apostó a un lado, examinando el opulento entorno, hasta que vio a Máximo
al pie de la gran escalera de caracol. Sus ojos recorrieron despacio la
multitud; la vio casi a la vez que ella a él.
Ella frunció el cejo. El conde sonrió y empezó a
avanzar decidido hacia ella. Lali suspiró, apuró el ponche y, con un sigilo que
cualquier ladrón de joyas habría querido para sí, se desplazó de prisa y en
silencio, pegada a la pared, con los ojos fijos en la muchedumbre para
asegurarse de que el bávaro no le daba alcance. En ésas, se tropezó con Rocío
Pritchit.
—Cielos, Rocío, ¿qué haces aquí? —exclamó al darse
cuenta de que había chocado con su amiga tras las hojas enormes de una planta
alta. Con su vestido de satén fucsia y su pelo recién cortado, Rocío le recordó
a una triste muñeca de porcelana—. Te veo pálida. ¿Te encuentras bien?
—También tú lo estarías si tu madre te estuviese
llenando el carné de baile —murmuró la joven.
—¿No quieres bailar? —inquirió Lali.
—Claro que sí, pero ¡no me deja bailar con
cualquiera! Tienen que tener título, y de conde para arriba —masculló
desolada—. La muy ilusa está empeñada en que baile con el duque de Sutherland,
¡ni más ni menos! De verdad cree que con que baile una cuadrilla con él
conseguiré despertar su interés —protestó asqueada.
—¿Está aquí?
—¡No creo! Rara vez asiste a esos actos y, aunque
lo hiciese, no tendría el más mínimo interés en bailar conmigo, te lo aseguro
—gruñó Rocío, lastimera.
—¡Ay, Rocío!, ¿y por qué no? —repuso Lali—. ¡No
puedo imaginar un solo hombre que no quisiera bailar contigo!
Rocío sonrió, sumisa.
—Eres muy amable, pero no lo entiendes. El duque
de Sutherland es uno de los hombres más populares de toda Inglaterra. Todas las
mujeres de este salón querrían bailar con él. Si decide bailar, y nunca lo
hace, no creo que se digne ni a mirarme. Además, cielo santo, si lo hiciera, mi
madre se pondría completamente en ridículo.
Lali se encogió de hombros. Sin duda se trataba de
otro aristócrata pagado de sí mismo. Un hombre así no le convenía a
Rocío en absoluto.
—Es un imbécil —dijo con gran autoridad, sin
percatarse de la mirada de horror de su amiga—. ¡Tengo una idea! Ven conmigo al
fondo del salón, ¡tu madre no nos encontrará allí! Puedes decirle que has
perdido el carné de baile y bailar con quien te plazca.
Rocío miró boquiabierta a Lali como si acabara de
decir una blasfemia, pero, poco a poco, se dibujó una sonrisa trémula en sus
labios.
—No sé —dijo titubeante—. Mi madre tiene muy mal
carácter.
Lali contuvo un resoplido de asentimiento al
respecto.
—¡Vamos! No podrá sacarte a rastras de la pista de
baile sin montar un numerito. Además, conozco a un hombre con suficiente título
para complacerla, y estará encantado de bailar contigo —señaló absolutamente
convencida. Cogió a Rocío de la mano decidida a que Máximo fuese el primero que
la acompañase a la pista de baile.
El duque de Sutherland y Agustín Sierra, marqués
de Darfield, tras salir de la sala de fumadores, se apostaron, incómodos, a la
puerta del salón de baile. Mientras inspeccionaba la multitud, Agustín suspiró
inconscientemente, lo que hizo sonreír a Peter. No conocía a nadie que odiara
los actos de la Temporada social tanto como su viejo amigo Agustín. En su día
conocido como el Diablo de Darfield, Agustín había rehuido la vida social con
vehemencia hasta que había aparecido su esposa, Candela, y lo había cambiado
todo. Desde entonces, asistía a los actos, pero a regañadientes. Poco antes,
los dos se habían escapado a la sala de fumadores, donde se habían quedado el
tiempo suficiente para que Agustín despojara al duque de doscientas libras
jugando a las cartas.
Peter compartía la falta de entusiasmo de Agustín,
y aquel baile no era muy distinto de todos los demás. La casa estaba llena a
rebosar, las habitaciones resultaban sofocantes, el champán estaba tibio y la
pista de baile era una carrera de obstáculos. Pero a Nina le encantaba y, debía
admitirlo, aquella noche estaba especialmente guapa. Se había sentido muy
orgulloso de bailar con ella.
—Ahí está la feliz marquesa —dijo Agustín con
sequedad, señalando en su dirección. En el centro del grupo de admiradores, Candela
reía con ganas—. Si me disculpas, creo que voy a ir a por mi esposa antes de
que Whitehurst se la lleve —anunció, y se perdió entre la multitud.
Sonriente, Peter examinó la muchedumbre en busca
de Nina. Escudriñó con detenimiento el grupo de gente, hasta que el reflejo de
la luz en alguna joya o cristal lo deslumbró.
Fijó los ojos en el objeto y todo pensamiento
sobre Nina se desvaneció de pronto. A sólo unos metros de él, la señorita Espósito
se deslizaba por el borde de la pista firmemente cogida de la mano de la
señorita Pritchit. Al verla, se le aceleró el pulso; no era de extrañar, el
ángel estaba imponente.
La señorita Pritchit y ella se detuvieron,
juntaron las cabezas y rieron de algo o alguien de la pista de baile. Su
sonrisa era contagiosa; como una estrella radiante, lo iluminaba todo a su
alrededor. Y aquellos chispeantes ojos oscuros... Dios, eran embelesadores. Le
costaba creer que hubiesen brillado de rabia hacía tres días...
Pero ¿qué demonios había dicho?
Cuanto más pensaba en ello, más se indignaba. ¿Qué
había dicho exactamente para provocar semejante ira en ella? ¡Si no había hecho
más que desearle buena suerte! Había reaccionado como si fuese un secreto que
las mujeres iban a Londres en busca de un buen partido.
Tan absorto estaba en el ángel que lady Harris
pudo interceptarlo fácilmente.
—¡Excelencia! ¡Me alegra encontrarlo entre
semejante muchedumbre! Me gustaría mucho presentarle a alguien —ronroneó, y le
enhebró el brazo.
—A su servicio, lady Harris —replicó él
automáticamente, sin apartar la vista de la señorita Espósito, que en esos
momentos hablaba con el mismo hombre con el que la había visto en la recepción.
Lady Harris le dio un toquecito en el brazo con el
abanico.
—Me encantaría presentarle a la condesa de Bergen.
Viene del continente, así que quizá ya se conozcan.
Peter se dio cuenta de que avanzaban hacia la
señorita Espósito. La vio volverse hacia la señorita Pritchit y presentarle al
hombre.
—Estoy convencido de que no —respondió
educadamente.
—Bueno, entonces le gustará conocerla ahora. ¡Es
una verdadera delicia! ¡Una joven muy alegre! Ojalá la hubiera visto la semana
pasada. Perdió por lo menos doce bazas jugando al julepe con lady Thistlecourt,
que nos tumbó a todas sin ningún reparo. En serio, ¡Hortense Thistlecourt se
cree la dueña de las mesas de julepe! ¡Y puede creerse que la pobre niña no
hizo otra cosa que reír, decirle a lady Thistlecourt que el honor la obligaba a
buscar la revancha y luego, como si nada, ofrecerse a traerle una copa! ¿Se lo
imagina? —chismorreó lady Harris.
Peter apenas prestaba atención a su anfitriona. El
desconocido acompañaba a la señorita Pritchit a la pista de baile, y el ángel
sonreía de placer. Después lo volvió a sorprender al gritarle al desconocido en
alemán que por favor procurase sonreír.
—Disculpe, lady Harris, pero ¿dónde está la
condesa? —preguntó impacientemente, ansioso por terminar con aquello para poder
hablar con su ángel.
—¡Está ahí mismo! —respondió ella, contenta, y
señaló a la señorita Espósito.
Peter miró a la señorita Harris, luego a Lali.
—¿Cómo dice? —espetó él.
—¡No pasa desapercibida! —apuntó lady Harris—. ¿Verdad
que es preciosa?
Cielo santo, por primera vez en su vida, Peter se
había quedado sin palabras. ¿De dónde había sacado lady Harris la idea de que Lali
Espósito fuese condesa..., la condesa bávara de la que todos hablaban? ¡Era
imposible! ¡La muy tramposa jamás había mencionado el título!
—Tiene que haber algún error —sentenció.
—¡No, no hay error, se lo aseguro! ¡Esa es la
condesa de Bergen! —confirmó satisfecha lady Harris.
Lali rió para sí mientras Rocío y Máximo se
perdían entre la multitud de bailarines. Al conde no le había gustado nada,
pero la joven casi se había desmayado. Era un hombre guapo, había que
reconocerlo, cuando sonreía. Algo que no hacía a menudo. No obstante, intentaba
ser encantador.
—¡Lali!
Se volvió al oír la voz de Candela y, dando un
chillido de emoción, se lanzó a los brazos de su amiga.
—¿Dónde demonios has estado? ¡No he sabido nada de
ti desde que dejaste Rosewood! ¡Debería estar enfadadísima contigo! —exclamó
enfáticamente, luego la apartó un poco de sí para poder examinarla.
—¡Ay, Candela, no te imaginas lo mucho que te he
echado de menos! —gritó Lali.
—¿Cuándo vuelves a Pemberheath? El nuevo establo
de Rosewood ya está terminado, pero es demasiado distinguido para establo. Los
niños están muy orgullosos de él.
—¡Cuánto los echo de menos! —gimoteó con
sentimiento—. Tío Bartolomé me ha prometido que iremos de visita dentro de
quince días.
—¡Qué vestido tan bonito llevas! —proclamó Candela,
sincera.
—¿Tú crees? No he tenido mucha suerte con la
costurera.
—¿En serio? —sonrió Candela—. Conozco a una
bastante asequible. Yo le encargo todos mis vestidos...
—¿Podrías presentármela, querida? —Al mirar de
reojo a su derecha, Lali vio a un hombre alto de dulces ojos. Dios, qué guapo
era..., casi tan guapo como el arrogante del señor Lanzani. Tapó en seguida
aquel pensamiento prohibido con una sonrisa de oreja a oreja.
—Agustín, cariño. Me complace presentarte por fin
a la condesa de Bergen —espetó Candela.
Lord Darfield le cogió la mano y se inclinó
galante sobre ella.
—Un verdadero placer —dijo, encantador—. Mi esposa
habla con mucho cariño de usted y de sus enormes tomates.
Lali le hizo una elegante reverencia.
—Yo también le tengo mucho cariño a su esposa,
milord, pero es por su patrocinio de mis tomates por lo que la adoro —respondió
Lali riendo discretamente.
—Es usted muy amable, condesa de Bergen, porque
creo que los dos sabemos que se ha convertido en su obsesión. ¡Comemos tantos
tomates en Blessing Park que temo que empiecen a brotarme de las orejas!
—exclamó el marqués al tiempo que tomaba un par de copas de champán de un
lacayo que pasaba por allí y se las entregaba a las mujeres.
Lali rió al tiempo que se llevaba la copa a los
labios.
—¡Condesa de Bergen! Permítame que le presente a
su excelencia el duque de Sutherland.
Ella miró a regañadientes por encima del hombro e
inmediatamente se atragantó con el champán, con el que le roció la manga al
marqués. ¿Duque? ¿Su caballero rural era el duque de Sutherland? El marqués le
cogió la copa antes de que se le cayera y Candela le dio una fuerte palmada en
la espalda. El supuesto duque no hizo el más mínimo intento de desdibujar
aquella insolente sonrisa de sus labios. Con exagerada floritura, se sacó un
pañuelo blanco del bolsillo de la pechera y se lo ofreció.
—Lamento haberla sobresaltado, señora —dijo con
exagerada cortesía.
—¡Cielos, lo siento muchísimo! —se disculpó lady
Harris horrorizada.
Presa de la conmoción, Lali tomó nerviosa el
pañuelo que él le ofrecía y, sin delicadeza alguna, se limpió la boca y la
mano. No podía quitarle los ojos de encima, menos aún hablar. Candela la sacó
del trance con un puntapié, y Lali, obediente, improvisó una torpe reverencia.
El duque, maldito fuese, le dedicó una amplia sonrisa.
—Es un verdadero placer conocerlo, excelencia —se
oyó decir con voz ronca.
Sonriendo muy divertido, él le tomó la mano y le
rozó con los labios los nudillos, sin dejar de mirarla.
—El placer es todo mío..., condesa.
—Confiaba en que ya se conocerían —señaló lady
Harris mirando fijamente la mano de Lali, aún entre las del duque.
Candela miró espantada a su amiga mientras Peter
sonreía jovial y le soltaba poco a poco la mano.
—Estoy convencido de que recordaría el enorme
placer de conocer a una... condesa... tan célebre... y tan hermosa —respondió
con mucha labia.
Lali palideció y se tapó la boca fingiendo toser o
atragantarse. Luego miró incómoda a la sonriente lady Harris.
—Su excelencia viaja con frecuencia al continente,
condesa —pió su anfitriona—. Quizá conozca a ese estupendo primo suyo, condesa
de Bergen. ¿Lo llamamos?
—¿Primo? —intervino Peter educadamente, acentuando
su sonrisa de listillo.
—No, no es eso exactamente —balbució Lali.
Peter frunció el cejo. Lady Harris, Candela y lord
Darfield se inclinaron hacia adelante como si temieran perderse la explicación.
—N-no es mi... Es sobrino de mi marido. De mi
difunto marido —trató de aclarar tontamente. Completamente desconcertada, le
devolvió torpemente el pañuelo a Peter—. Gracias —masculló.
—No, milady, por favor, quédeselo. Puede que
vuelva a necesitarlo —dijo, y tuvo el descaro de guiñarle un ojo muy
sutilmente.
Ante la carcajada contenida de lord Darfield, Lali,
abochornada, notó que se le aceleraba el pulso y, peor aún, experimentó un
acaloramiento indescriptible que le encendió el rostro. Se le ocurrió un millón
de réplicas ingeniosas, pero el muy sinvergüenza la había dejado muda.
Paralizada, lo vio saludar a Candela con sofisticado encanto:
—Lady Darfield, como siempre, un inmenso placer.
—Peter, déjate de formalidades —protestó Candela,
y le dio un abrazo cariñoso.
—Sutherland, me sorprendes. Jamás te había visto
adentrarte tanto en el salón de baile —comentó lord Darfield, insolente. Luego
se volvió hacia su esposa—: A propósito de salones de baile, querida, están
tocando un vals.
—Ya, pero yo preferiría...
—Seguro que la condesa se quedará por aquí un rato
más, ¿verdad? —le dijo a Lali—. Excelente —respondió al gesto mudo de asentimiento
de ésta, y prácticamente empujó a su mujer a la pista de baile.
—Quizá la condesa quiera hacerme el honor
—inquirió Peter, satisfecho.
¿Bailar con él? Ah, no, ni por su vida bailaría
con él.
—No, gracias... Mi amiga Rocío...
—¡Bah! —declaró lady Harris, y le dio un golpecito
en el brazo a Lali con el abanico—. ¡Rocío Pritchit se las puede apañar sola!
El duque sonrió satisfecho al oír aquello.
—Si quiere, me quedo aquí para explicárselo
—insistió la mujer. Luego le dio un empujoncito a Lali.
Por todos los santos, no había forma elegante de
librarse de aquello. El muy pillo sonreía como si nunca se hubiese divertido
tanto. Se planteó la posibilidad de hacerle un desaire por haberle mentido,
para empezar, pero sólo iba a conseguir llamar la atención, y el muy
sinvergüenza lo sabía bien.
—Por supuesto —contestó fría y ceñuda, y
deliberadamente le puso la mano en el brazo como si estuviese tocando a un
leproso. Él sonrió, cubrió la mano de ella con la suya y la acompañó a la
pista.
Mientras Peter la guiaba entre la multitud,
recordó de pronto las palabras de Rocío: «Es uno de los hombres más populares
de toda Inglaterra». ¡Dios santo, todo ese tiempo había estado soñando con el
duque de Sutherland! ¡No con un caballero rural, sino con un duque! Sintió una
punzada de pánico en la boca del estómago.
Peter, que aún sonreía cuando llegaron a la pista
de baile, hizo una reverencia y empezó a bailar con ella, haciéndola girar
hacia el centro de la pista antes de que pudiera levantarse las faldas para
ejecutar la correspondiente reverencia. La punzada de pánico se agudizó cuando Lali
fue consciente de lo fácilmente que se acomodaba entre los brazos de él. ¿Cómo
había podido ser tan ingenua de tomarlo por un caballero rural? Cielo santo, un
marqués, un duque y un conde o dos residían cerca de Pemberheath. ¿Por qué ella
no lo sabía? Virgen santa, además bailaba con tanta elegancia... Probablemente
se había formado en el continente, porque aquella habilidad para moverse no era
algo innato. Bailaba como besaba..., maldita fuera, ya no iba a poder dejar de
pensar en eso. ¡Estupendo! ¡La había besado un duque! Aturdida por el
extraordinario giro de los acontecimientos, podía hacer poco más que mirarle
fijamente la bufanda blanca inmaculada que llevaba al cuello.
La llevaba tan bien atada que la indujo a echar un
vistazo disimuladamente a su atuendo de etiqueta. Llevaba un frac negro que sus
anchas espaldas llenaban por completo y una chaleco de satén blanco
perfectamente ajustado a su enjuta cintura, tal y como vestía en sus
ensoñaciones. Se atrevió a mirarlo a la cara; un rizo castaño le caía por la
frente bronceada. Peter sonrió lánguidamente, rebosante de encanto ducal.
—Vaya, vaya, señorita Espósito. Al parecer, se te
está dando mejor de lo que yo pensaba.
Aquel comentario la devolvió a la realidad.
—Condesa de Bergen —lo corrigió muy seria.
Para mayor irritación de ella, Peter se fingió
sorprendido.
—¿Condesa? Mis disculpas, señora, juraría que la
primera vez te presentaste como señorita Espósito a secas.
—Entonces quizá los dos nos malinterpretamos,
porque juraría que tú te presentaste como caballero —le replicó.
Él no pudo reprimir una sonrisa, luego se la
arrimó un poco más para no chocar con otra pareja, pero, cuando la pareja en
cuestión pasó de largo, Peter no la soltó, sino que la mantuvo apretada contra
su cuerpo. Demasiado apretada. Tanto que su perfume le hacía cosquillas en la
nariz.
—Perdóname, pero estoy algo desconcertado. Cuando
nos conocimos, no mencionaste que estuvieras emparentada con la nobleza
—observó él con una alegre sonrisa.
Sí, pero tampoco él le había dicho exactamente
quién era. ¡Dios, era la personificación de la pomposidad!
—Me da la impresión de que no soy la única ingenua
de tu gran abanico de amistades que te cree un caballero. Por cierto, tampoco
tú te acordaste de mencionar que estuvieras emparentado con la nobleza.
La carcajada sonora y rotunda de Peter le produjo
a Lali un escalofrío en la espalda.
—Touché, señora. En aquel momento, no me pareció
adecuado. No creí oportuno asustarte con mi identidad después de que rozaras el
desastre, ni creo que a la señora Peterman le hubiese hecho mucha gracia. Pero,
volviendo a tu nombre, ¿de verdad te llamas Lali Espósito o se trata de otra
falsa identidad? —inquirió él haciéndola girar de nuevo.
—Como ya he dicho, soy la condesa de Bergen
—contestó, furiosa.
Los descarados ojos verdes de Peter danzaron
risueños.
—Ah, sí, claro que sí.
La incomodó el acaloramiento que le producía su
mirada, por lo que trató de apartarse un poco de él. Pero Peter, testarudo, la
estrechó en sus brazos con mayor fuerza.
—Quizá debería preguntártelo de otro modo. Imagina
mi sorpresa al conocerte como señorita empobrecida, a la caza de una célebre, y
descubrir que eres célebre condesa bávara. Entenderás que me extrañe —añadió
él.
El malestar de Lali se convirtió en una
indignación que la sonrisa diabólica de Peter no hizo más que intensificar.
¿Acaso se creía el único digno de un título? Tampoco le extrañaba. Todos los
aristócratas que había conocido se consideraban infalibles. Sí, sólo conocía a
su tío y a Máximo Bergen, pero, aun así, los dos tendían a ser intolerablemente
arrogantes. En cualquier caso, su arrogancia palidecía al lado de aquello.
—Me sorprende, milord, que desconozcas, como es
evidente, que es una terrible grosería hacerle ese tipo de preguntas a una
dama.
—Y condesa, no lo olvides —reconoció él en tono
cordial.
—¡Pareces disfrutar interrogándome! —refunfuñó
ella—. ¿Acaso crees que a mí no me disgusta que me ocultaras tu identidad?
—No es lo mismo. Pero me gustaría saber por qué tú
me ocultaste la tuya.
¿Así que ahora se la había ocultado? Frunció el
cejo y apretó los labios con fuerza.
—Craso error —dijo a propósito de su
contrariedad—. Deberías sonreír y asentir con la cabeza como si mi conversación
fuese terriblemente fascinante, que lo es. Con cualquier otra actitud, sólo
conseguirás que todos los presentes en este salón de baile, incluido yo mismo,
nos preguntemos por qué la condesa de Bergen está tan enfadada con el duque de
Sutherland. ¿Por qué no me cuentas mejor cómo te has topado exactamente con ese
título misterioso?
Ella abrió la boca para hablar, pero, tras mirar
de reojo a su alrededor, decidió no gritar que no se había topado con su título
más de lo que, al parecer, lo había hecho él, y que su supuesta indignación no
era más válida que la de ella. Cerró la boca con fuerza. Sin duda los miraba
más de uno, incluidos Rocío y, como era lógico, Máximo. Sólo le faltaba la
vigilancia de Gastón, pero estaba en la sala de juego. Volvió a mirar a Rocío y
la observó con tristeza. Durante aquel instante, Lali llegó a la conclusión de
que no podía escapar del arrogante duque sin montar una escena, que, en unos
minutos, debería decirle algo que lo apaciguara y que él tendría que hacerle al
menos alguna concesión por obligarla a someterse a su voluntad. Habría
preferido darle un buen puñetazo en la nariz, pero se conformaba con un pequeño
gesto amable.
—Muy bien —susurró ella enfadada, luego forzó una
sonrisa—. Te contaré de dónde ha salido mi título.
Peter inclinó la cabeza, victorioso.
—Con una condición —añadió ella fríamente—.
Tendrás que bailar con la señorita Pritchit. Él soltó una carcajada.
—¿Con Rocío Pritchit? ¡Para eso necesito un
incentivo mayor que la historia de tu título!
—Ya me has oído —susurró ella; luego, a riesgo de
pillarse los dedos, le dedicó una sonrisa que esperó le pareciera sincera.
A él no le resultó muy sincera, pero debía de ser
la sonrisa más seductora que había visto jamás.
—¿Qué? ¿Accedes a bailar con la señorita Pritchit?
—inquirió ella, nerviosa.
Peter rió. Hermosa, descarada y pragmática hasta
el final.
—¿Puedo preguntar por qué?
—Porque sí. —Lali sonrió con dulzura y miró al
otro lado del salón de baile—. Sería un detalle bonito.
Aquel razonamiento lo alcanzó como un derechazo
inesperado. ¿Un detalle bonito?
—¿Eso es todo? ¿O te guardas alguna jugada sucia?
—preguntó él, y en cuanto la música llegó a su fin, se despidió con una
caballerosa reverencia.
Los extraordinarios ojos de Lali bailaban como el
fuego.
—¡Que petulante! ¡Bailar con la señorita Pritchit
no es ninguna jugada sucia! ¡Todos los aristócratas son iguales!
—Discúlpame, pero los aristócratas estamos
cortados por el mismo patrón que las condesas —dijo, al tiempo que la
arrastraba por el codo hasta la pista de baile.
—¿Tenemos un trato? —inquirió ella.
No le pedía gran cosa.
—Muy bien. Sacaré a bailar a esa ratita.
Asintiendo firmemente con la cabeza, Lali se zafó
de él y salió de la pista de baile como si encabezara una estampida. Con
destreza, él volvió a agarrarla del codo.
—La gente va a pensar que hay un incendio si sales
de aquí así.
—¡Voy a terminar con todo esto de una vez!
—murmuró ella, furiosa, pero se detuvo para cogerle una copa de champán a un
lacayo que pasaba por su lado. Le dio un trago, un buen trago, y dejó de golpe
la copa medio vacía en la mesa. Lo miró furibunda. Luego, con Peter pisándole
los talones, salió al aire fresco y se lo llevó a un lugar medio apartado.
Él apoyó una cadera en la barandilla y cruzó las
manos en el regazo.
—¿Y bien?
Ella miró a los jardines iluminados por la luna y
suspiró hondo, angustiada. Sus ojos eran asombrosos; lo más embrujador que Peter
había visto en su vida. Recorrió con la mirada su esbelto cuello, el hermoso
contorno de su pecho, y el largo y esbelto perfil de su cuerpo enfundado en
aquel provocativo vestido.
—Muy bien —dijo ella volviéndose despacio hacia
él. Peter, a regañadientes, la miró a la cara.
—Me casé con un hombre muy viejo y senil —explicó despacio—.
Mi tío me comprometió con el conde Helmut Bergen de Bergenschloss, en Baviera.
La ceremonia se celebró por poderes, de modo que yo no supe... lo enfermo que
estaba hasta que llegué allí, —Hizo una pausa.
El se mantuvo intencionadamente imperturbable. De
pronto ella bajó la vista y se quitó un hilo imaginario del vestido.
—La condición de mi compromiso matrimonial era un
heredero a cambio de una generosa renta vitalicia y, después, como es lógico,
la finca a la muerte de mi esposo. —Lali lo miró a través del velo de sus
largas pestañas.
El se aseguró de que no pudiera descifrar su
expresión. Ella volvió a inspirar hondo para tranquilizarse.
—Helmut murió hace varios meses.
—¿Un accidente de caza? —preguntó él.
Lali soltó un bufido y puso los ojos en blanco,
para gran sorpresa de él.
—Por lo visto, has oído la versión romántica de mi
tío. Me temo que murió por causas naturales debido a su avanzada edad. Y como
él y yo no..., es decir..., como no le proporcioné un heredero, no pensé que
tuviera derecho a la herencia. De modo que se la cedí al nuevo conde, y él
estuvo completamente de acuerdo con mi decisión. Pensó que debía regresar a
Inglaterra sin demora. —Juntó las manos, tímida, y, sin darse cuenta, empezó a
balancearse sobre los talones—. No mencioné mi título en Rosewood, porque me
parece..., bueno, hueco. Apenas estuve casada dos años y lo cierto es que
Helmut no tuvo nunca claro quién era yo. Habría preferido quedarme en Rosewood,
pero, como tenemos problemas económicos, mi tío está decidido a volverme a
casar —señaló ella, frunciendo el cejo por un instante—. ¡Ha sido él quien ha
divulgado lo de mi título, no yo! —Lo miró tímidamente—. En serio, en Rosewood
el título no vale para mucho, así que no parecía importar.
Sólo importaba porque aumentaba su atractivo.
Aquella mujer era fascinante. Debía de ser la única mujer del país que pensaba
que un título no importaba o que renunciaría a su herencia.
—Tu tío está en lo cierto. Un título incrementará
considerablemente tus posibilidades de encontrar un buen partido —observó él,
distraído.
Lali entrecerró sus preciosos ojos y apretó los
puños sin levantarlos. Su reacción lo pilló por sorpresa.
—Eres un canalla arrogante —susurró, furiosa.
—¿Qué he dicho ahora? —preguntó él, asombrado.
—¿Está todo el mundo en esta ciudad tan
obsesionado como tú por los buenos partidos?
Peter rió.
—Volvemos a lo mismo. ¿No es a eso a lo que has
venido?
Ella hizo un aspaviento, de sorpresa o de
indignación, no lo sabía seguro. De pronto a él se le ocurrió que estaba
furibunda porque ya había encontrado un buen partido.
—Perdóname, a lo mejor ya te han hecho alguna
proposición.
—¿Quién es el hombre rubio al que he visto
contigo? —inquirió Peter como si nada.
Su hermoso rostro se enrojeció, y él pensó por un
instante que iba a explotar o a darle un puñetazo en la nariz.
—Excelencia, no tengo por qué darte ninguna otra
explicación, ni creo que la necesites —replicó ella con voz gélida—. Como ya ha
quedado claro, para tu satisfacción, espero, que tengo derecho a estar aquí, te
agradeceré que me dejes en paz. —Dicho esto, dio media vuelta bruscamente y se
dirigió al salón de baile, contoneándose con descaro. Maldita fuera, ¿qué había
dicho esta vez?
Después de aquello, Lali no volvió a verlo en un
buen rato. Se había propuesto no mirar, pero al final cedió a la abrumadora
tentación. Allí estaba, apoyado en una columna, sonriendo con su habitual
engreimiento mientras ella bailaba una cuadrilla con lord Wesley. Apartó la
mirada en seguida, pero, al cabo de un segundo, no pudo resistir la tentación
de echar otro vistazo. Él aún la miraba... y siguió mirándola hasta que terminó
el baile. Cuando lord Wesley la sacó de la pista de baile para llevarla de
nuevo junto a su opresiva madre, Peter le hizo un gesto con la cabeza. A Lali
le dio un brinco el corazón. Bailar con el duque significaría tanto para Rocío...
Casi temiendo lo que pudiese hacer, nerviosa, lo vio acercarse con aire de
suficiencia para sacar a bailar a su amiga. Vio que sonreía encantada y que su
madre casi se desmayaba, y no pudo evitar sonreír ella también al verlo salir a
la pista con ella. Peter le hizo un discreto movimiento con la cabeza a modo de
acuse de su gratitud no expresada. Sin preocuparse por la repercusión que aquel
levísimo gesto de intimidad pudiera tener en sus sentidos, dio media vuelta.
Pero iba sonriendo.
Cuando Máximo insistió en una segunda oportunidad,
Lali se dio cuenta de que no paraba de buscar al duque. El siempre la
sorprendía mirándolo y siempre le dedicaba una sonrisa de suficiencia, como si
supiera bien lo mucho que le estaba descabalando su estabilidad emocional. Lali
apartó de inmediato la mirada y asintió a algo que el alemán le había dicho,
prometiéndose que no volvería a mirar. Y no lo hizo, en realidad no.
De pie al lado de su prometido, Nina le siguió la
mirada hasta la pista de baile, y sintió una punzada de decepción al descubrir
cuál era el objeto de su atención. La condesa bailaba entonces con lord
Hollingsworth. Algo intranquila, volvió a mirar de reojo a su prometido. Le
parecía que no dejaba de mirar a la condesa. Creyó que serían imaginaciones
suyas, pero, cuando él se excusó, con la vista aún fija en la dama, ella salió
de la vista con el semblante completamente falto de color.
No eran imaginaciones suyas; no se había imaginado
nada en toda la noche. Sí, Peter solía ir acompañado de otras mujeres, pero eso
no significaba nada, porque siempre volvía con ella, siempre. Aquella vez no
iba a ser distinta. Se retiró de la pista, confundida e irreflexiva.
—¿Vas a permitírselo?
Nina hizo un aspaviento. Se había tropezado con
sus padres, apostados junto a una ventana abierta.
—¿El qué? —dijo ella tragando saliva. Lady
Whitcomb frunció el cejo en señal de desaprobación —¿Vas a permitirle a tu
prometido que siga a la condesa como un perrito faldero?
—Vamos, Marta —trató de calmarla su marido—.
Sutherland es un tipo popular.
—Ni la mitad de popular que la condesa, por lo
visto —rezongó ella—. No le quita los ojos de encima.
Nina echó un vistazo a la pista de baile. Peter estaba
donde había estado casi toda la noche: cerca de la condesa. Con un suspiro
contenido en la garganta, se recordó que Peter odiaba los bailes y que la
condesa no era más que una distracción. No hacía más que divertirse. No había
nada que temer. Nada.
—No tardará en volver, madre, lo sé —respondió Nina
deseando poder creerlo.
Su madre hizo un ruidito en señal de
desaprobación, pero su padre intervino antes de que pudiera expresar su
opinión:
—¿Qué les parece si comemos algo? Con tanto baile
le entra a uno hambre —señaló, cariñoso, mientras sacaba a las dos mujeres del
salón de baile.
Ninguno de los Reese se percató de la cercanía de
un hombre con bastón que miraba fijamente a su hermana y al duque de
Sutherland.
Camino de casa en un coche de alquiler, Gastón aún
reflexionaba sobre la extraordinaria posibilidad de que el duque de Sutherland
estuviese interesado en su hermana. No sólo era duque, sino también famoso.
Algunos lo consideraban un radical por encabezar el movimiento de reforma de la
Cámara de los Lores. Era atrevido, y sus ideas muy novedosas y refrescantes. A
los ojos de Gastón, era precisamente lo que la gente del campo necesitaba en el
Parlamento. Estaba prometido a una mujer hermosa con la que iba a casarse para
crear una alianza familiar que, según The Times, repercutiría de forma
considerable en la década siguiente. Y andaba coqueteando descaradamente con su
hermana. Gastón miró a Lali. Apoyada en los cojines, miraba soñadora por la
deslustrada ventanilla con una sonrisa de felicidad en los labios.
—¿Lo has pasado bien?
—Aja —asintió ella.
—¿Has conocido a alguien de especial interés? ¿O
la condesa de Bergen los mantiene a todos a raya? —Una pequeña sonrisa se
dibujó en sus labios, pero Lali negó despacio con la cabeza—. Me ha parecido
que te unía algo al duque de Sutherland
—dijo él discretamente.
Lali abrió mucho los ojos y rió.
—¿Él? ¡Ni hablar! —Volvió a reír, pero Gastón
sabía que era una sonrisa fingida.
El muy libertino la había impresionado.
—Está prometido, ¿lo sabes? —le dijo él con mucho
tacto—. Con lady Nina Reese, la hija del conde de Whitcomb.
Visiblemente sorprendida, la joven lo miró de
pronto y exploró su semblante.
—¿Prometido? —repitió con un hilo de voz,
—¿No lo sabías?
Lali pestañeó, luego bajó la mirada y se encogió
de hombros.
—No, pero ¿por qué iba a saberlo? Apenas lo
conozco y ya sabes cómo son los aristócratas a veces. Miran mucho a quién
presentan a quién —declaró, luego añadió en voz tan baja que su hermano apenas
pudo oírla—: Además, me parece que yo no le intereso.
Gastón guardó silencio. Pero no podía estar más
equivocada.
Continuará...
+10 :o!!!
Mas!!!!
ResponderEliminarpobre de nina por una parte por que peter no le va a prestar nada de atencion jajaja
ResponderEliminarestaba pensando en ella y vio a lali y se olvido completamente jajajajja
me dan tanta risa peter y lali que los 2 no saben que tienen sentimientos
Se pone interesante la cosa !!
ResponderEliminarQ risa peter y lali no se ponen de acuerdo. Peter ni se imagina que lali tuvo muchas propuesta cuando se entere... masss
ResponderEliminar++++++++++
ResponderEliminarSybe más!
ResponderEliminarMás!!
ResponderEliminarotro !!
ResponderEliminarMe encantooooooo! Quiero otroooo!
ResponderEliminarOtro , otroooo porfass adoroooo que subas capitulosss hace maraton!!!
ResponderEliminarLe ocultó el noviazgo.
ResponderEliminarCuando se encuentren d nuevo.....
Será Peter quien tenga k responder.
ResponderEliminaral fin me puse al dia! me encanta la novee
ResponderEliminarMasssss!
ResponderEliminarMassssssssss
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