Sutherland Hall, Inglaterra.
Juan Pedro Lanzani se apeó del elegante tílburi en
cuanto éste se detuvo delante de su inmensa mansión georgiana de Southampton.
Tras saludar al lacayo con un gesto seco, entró por la puerta de doble hoja de
roble al vestíbulo de mármol donde otros dos lacayos lo esperaban con su
mayordomo, Finch.
—Bienvenido a casa, excelencia —dijo el hombre con
una reverencia.
Peter le tiró el sombrero a un lacayo.
—Finch —respondió sin entusiasmo, y le entregó al
mayordomo sus guantes de piel—, puedes comunicarle a mi madre que he vuelto.
¿Dónde tengo la correspondencia? —preguntó mientras se estiraba los puños
franceses de su camisa de seda.
Otro lacayo ataviado con la librea plateada y azul
del duque de Sutherland se acercó para despojarlo de su capa.
—En el estudio, excelencia.
Peter asintió con la cabeza y recorrió a toda
prisa el pasillo de mármol, acompañado del leve crujido de sus Wellington
relucientes bajo su paso resuelto. Ni miró el nuevo damasquinado de las
paredes, ni las docenas de rosas dispuestas en las consolas del vestíbulo. Al
cruzar la puerta de su estudio, se deshizo del abrigo, lo tiró descuidadamente
a una silla de abultada tapicería en terciopelo verde y se encaminó al
historiado escritorio Luis XIV del centro de la estancia.
—Whisky —le dijo a un lacayo mientras tomaba la
correspondencia.
Instalado, muy digno, en una silla de cuero
corintio color burdeos, examinó con detenimiento los montones de cartas
acumuladas durante las dos semanas que había pasado en Londres. Además de la
habitual correspondencia de negocios, había algunas invitaciones a eventos sociales.
Esas las echó a un lado. Sus ojos se posaron en una misiva lacrada con el sello
de sus abogados de Ámsterdam. Ignorando el whisky que el lacayo le había dejado
junto al codo, la abrió. La miró por encima y maldijo en voz baja.
¡Cielos, más problemas con la condenada compañía
de trueque! Arrugó bruscamente el nuevo informe de pérdidas y lo lanzó al otro
lado de la estancia, en dirección al fuego. Por si el reciente episodio de
pérdidas no fuera suficiente, los aranceles británicos lo estaban asfixiando.
Aunque contara realmente con un cargamento, los impuestos sobre la importación
eran tan abusivos que ésta resultaba casi inviable económicamente.
Inquieto, se puso en pie y cogió su whisky,
despidiendo al lacayo con un brusco movimiento de cabeza mientras se dirigía a
los ventanales del otro lado de la estancia. Contempló la vasta extensión de
césped verde y el mirador al borde del lago que señalaba la tumba de su
hermano. A Juan Pedro Lanzani, vizconde de Bellingham, no le correspondía ser
el duque de Sutherland, con todas las responsabilidades derivadas de la fortuna
familiar. Ese iba a ser Victorio; a él le tocaba ser el segundo hijo, el que
contara con títulos menores y dispusiera de tiempo para entretenerse con
aventuras mundanas.
Quizá algunos pensaran que había vivido aventuras
suficientes para toda una vida, pero él no estaba de acuerdo. Cuando Victorio
aún vivía y cumplía con sus deberes de duque, Peter se sentía presa de un tedio
sofocante. Al enterarse por un viejo amigo de la familia de los tesoros que su
hermano había descubierto en África, Peter había aceptado encantado su
propuesta de acompañarlo en el siguiente viaje. Aquella experiencia en la
llanura del Serengueti había agudizado su apetito de verdadera aventura. Desde
entonces, había ascendido al Himalaya, había viajado a Oriente en barco y había
descubierto los parajes vírgenes de América.
Era un tipo de vida que le sentaba bien y que aún
anhelaba, pero un trágico accidente cuando montaba a caballo se había cobrado
inesperadamente la vida de Victorio hacía cinco años. Recordaba con amargura el
día en que lo habían hecho llamar y, al llegar a casa, se había encontrado con
el cuerpo sin vida de su querido hermano y con su automática conversión en
duque. Sus responsabilidades cambiaron tan de repente como la actitud de los
que lo rodeaban: las personas con las que se relacionaba, conocidas y
desconocidas, se mostraban afanosamente diligentes en su presencia. Así, aparte
de tener que superar su pérdida, se vio de pronto al mando de un poderoso
ducado y una inmensa fortuna. Ya nunca más había dispuesto de un par de meses
de ocio para explorar tranquilamente el mundo.
Ya hacía cinco años que era duque, pensó agotado.
Cinco años le había costado acostumbrarse a ser el centro de atención. Cinco años
para aprender los intríngulis de las propiedades familiares y aceptar las
enormes responsabilidades de ser duque, entre las que se encontraba, por
supuesto, la de tener herederos. Al menos Victorio le había facilitado bastante
esa parte señalando por fin una fecha para su boda con lady Nina Reese, que
todos esperaban.
Victorio llevaba prometido a Nina casi desde el
nacimiento de ella. La alianza de las familias Lanzani y Reese era casi
legendaria. Su padre, Fermín, había entablado amistad con el joven conde de
Whitcomb antes de que ninguno de los dos se casara, y ambos habían creado una
especie de monopolio gracias a su asociación en el campo de la producción de
hierro. Las fábricas Lanzani-Reese habían logrado retirar del mercado a otras
fábricas en la producción de cañones, armas y herrajes durante la guerra
peninsular, proporcionando a ambas familias unos beneficios indecentes. Los dos
hombres eran de ideas muy similares, y el poderoso bloque parlamentario que
formaron en la Cámara de los Lores no había hecho sino reforzar su amistad de
tantos años. Todo el mundo sabía que, cuando el bloque Lanzani-Reese votaba una
ley, ésta se aprobaba.
Era completamente lógico que sus hijos perpetuaran
la alianza, y a Victorio le satisfacía la idea de casarse con Nina, a pesar de
que le llevaba quince años. Peter la recordaba siempre hermosa y amable, pero
aún iba al colegio cuando su hermano murió. Cuando ella había hecho su
presentación en sociedad tres años antes, Peter había decidido que no iba a encontrar
una solución mejor a su responsabilidad ducal de engendrar herederos. Su título
le exigía un matrimonio comercialmente ventajoso y Nina, sin duda, reunía los
requisitos. Además, la habían educado para que fuera la esposa de un duque, era
lo bastante bonita y una compañía tranquila y agradable. Sería una buena
esposa, por eso había terminado proponiéndole matrimonio, como esperaban todos,
hacía dos años, cuando ella había cumplido los veintiuno.
El sonido de las puertas correderas al abrirse
interrumpió los pensamientos de Peter, que se volvió.
—Bienvenido a casa, cielo. —Su madre, Elena, entró
con elegancia en la habitación seguida de Nina, que iba cogida del brazo de Pablo,
el hermano menor de Peter.
El duque cruzó la estancia para saludarlos.
—Gracias, madre. Espero que te encuentres bien.
—Claro. Sólo puedo quejarme de un leve dolor de
espalda —dijo Elena, sonriente—. No merece la pena siquiera mentarlo. Te
complacerá saber que lord y lady Whitcomb están de visita en casa de la hermana
de ésta, en Brighton. Como está tan cerca, le he pedido a Nina que pase el fin
de semana con nosotros.
—Me complace mucho —señaló Peter, y besó a la
joven en la mejilla.
Ella se sonrojó un poco y bajó su mirada risueña
al suelo.
—Pareces cansado. ¿No duermes bien? —murmuró ella.
—Me encuentro bien, Nina.
—¿Estás seguro? Parece como si te preocupara algo
—insistió.
—Son los negocios. —Le tendió la mano a Pablo, y
luego añadió—: Las Indias Orientales.
—¿Qué, otra vez? Por Dios, Peter, ¡tendríamos que retirarnos!
Esbozó una sonrisa mientras se sentaba en un sofá
de cuero. Pablo se dejó caer a su lado mientras Elena se acomodaba cerca del
fuego. Nina cogió el abrigo que su prometido se había quitado y lo dobló con
cuidado sobre uno de los brazos de la silla antes de sentarse allí con Elena. Peter
informó a Pablo del contenido de su correspondencia al tiempo que jugaba
distraído con su vaso de whisky vacío. Sin que nadie se diera cuenta, Nina se
levantó de su sitio y se acercó a Peter.
—¿Una copa, querido? —le preguntó en voz baja.
El la miró un instante, le entregó el vaso y
retomó su conversación con Pablo, que analizaba con vehemencia los pros y los
contras de invertir en la Compañía de las Indias Orientales. Nina volvió con un
vaso de whisky y se lo dio sonriendo silenciosa.
Por el rabillo del ojo, Peter la vio volver a su
sitio. Tuvo el pensamiento breve e impío de que a veces se comportaba como un
perro bien amaestrado. Delicadamente sentada con el abrigo de él plegado en el
regazo, sonrió a los otros sin pronunciar una sola palabra. En contraste, Elena,
sentada al borde de la silla, se inclinaba hacia adelante para escuchar con
atención a sus hijos hablar de los elevados aranceles y de la necesidad de una
reforma económica. De cuando en cuando, también ella ofrecía su opinión.
Hablaron hasta que apareció Finch y, librando de
inmediato a Nina del abrigo de Peter, anunció que el baño de su excelencia
estaba listo. Este apuró la bebida y se levantó.
—Si me disculpan, mamá, Nina... —se despidió con
la cabeza y empezó a cruzar la gruesa alfombra—. Supongo que la cena será a la
hora de siempre —comentó por encima del hombro.
—A las ocho en punto, cielo. El señor y la señora
Whitcomb cenarán con nosotros.
Peter asintió con la cabeza y salió por la puerta
con Finch pisándole los talones.
Continuará...
+10 :)
más más más
ResponderEliminarnovela novela novela
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ResponderEliminar=)
ResponderEliminarmas mas mas mas mas mas mas mas mas mas massssssssssssssssssssssssss
ResponderEliminarya odio a Nina
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ResponderEliminarse pone buena la cosa...
ResponderEliminarmasss ahora se viene lo intereresante! estoy odiando a nina
ResponderEliminarMe encantan estas historias que hablan del pasado y mujeres que no se dejan dominar por el estupido pensamiento de que las mujeres tienen que ser esposas, buenas, calladas y bla bla bla. Ahora que se conozcan! :)
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ResponderEliminar@x_ferreyra7
K autómata Nina .
ResponderEliminarPeter un frío total.