Avanzando penosamente entre los rastrojos de
trigo, Lali no veía a Lucy por ninguna parte. Hacía más calor de lo normal para
aquella época del año, así que se detuvo para abrirse el cuello de su vestido
de faena. Examinó distraída una caña de trigo que Lucy había pisoteado en su
huida y se preguntó cuánto vivían los cerdos. Lucy debía de ser viejísima ya, y
cuanto más vieja se hacía, más terca se volvía. Por razones que escapaban a su
entendimiento, los niños la adoraban. La última vez que al animal se le había
metido en la cabeza salir a dar un paseo en busca de comida, a Estefano y a
ella les había costado mucho trabajo convencerla de que volviese a casa, y
aquella vez no se había ido tan lejos. Como Estefano se había llevado a Bartolomé
y a Gastón a Pembertheath, tendría que encerrar a Lucy ella sola. No tenía ni
la más remota idea de lo que haría cuando al fin encontrara a aquel jamón
ambulante, pero, si no volvía con ella, los niños se pondrían histéricos.
Llegó al final del campo, sin encontrarla aún. Más
allá de dicho campo de trigo baldío, había un huerto de manzanos nuevos, donado
por los amigos de Candela, lord y lady Haversham. Después de eso, unos tallos
larguiruchos de maíz cosechado. Y, más allá aún, un campo de calabazas, que Lali
ya había trocado por sebo suficiente para los dos meses siguientes.
Cielo santo, qué calor hacía. Su densa mata de
pelo le dejaba el cuello pegajoso; trató de recogérsela, pero consiguió poco
más que retirarse de la cara unos cuantos mechones sueltos. Se pasó una mano
por la frente y siguió avanzando por el campo, meneando la cabeza ante el
destrozo que la enorme cerda había causado al arrasar con su caminar los tallos
de maíz.
Encontró a Lucy entre varias calabazas
despedazadas, ronzando alegremente.
—¡No, no! —gruñó Lali.
Cuando la vio acercarse, el terco animal se situó
delante de la calabaza que devoraba y miró furiosa a Lali.
—¡Lucy, sal de ahí ahora mismo! —insistió la
joven, perfectamente consciente de que ésta no había obedecido una orden en su
larga vida.
La cerda respondió con un sonoro bufido de
advertencia. Lali la rodeó despacio, pensando que si lograba arrancar la última
calabaza de la hilera, la seguiría. Pero en cuanto alargó la mano para cogerla,
Lucy embistió. Chillando, ella se apartó de su camino. Jamás la había embestido
antes. La cerda, situada entre Lali y la calabaza a medio comer, empezó a
patear la tierra como un toro. Lali retrocedió prudentemente, pero no convenció
de sus buenas intenciones a la marrana, que siguió pateando la tierra y
bufando, furiosa. Además de la comida, Lali sólo conocía una cosa que calmaba a
Lucy.
Cantó, algo atropelladamente, un tema de una obra
de teatro de Shakespeare. Si había algo que a Helmut, ya moribundo, le gustaba,
era el buen teatro. Inglés, alemán o francés, le daba igual. En Bergenschloss
se habían representado muy distintas obras, con el consiguiente gasto
extraordinario, y si Helmut sentía predilección por una en concreto, ésa se
representaba varias veces.
—¿Quién es Silvia, y por qué a tantos hace de amor
suspirar? —cantó Lali con dulzura, luego hizo una pausa. Prosiguió de inmediato
al ver que Lucy volvía a patear la tierra furiosa—. ¿Quién es Silvia, que
consigue de todos hacerse amar...? —Mientras cantaba, el animal dejó de patear
y la miró con recelo—. La dama pura y hermosa, fragante como una rosa. Tiene
gracias a millares y es su rostro angelical. Pero ¿qué son sus encantos
conociendo su bondad...?
Dejando a un lado, de momento, lo ridículo que
resultaba estar allí en medio de un campo de calabazas cantándole a una cerda, Lali
no tenía ni idea de qué hacer. Si paraba, Lucy la embestiría. Pero tampoco iba
a quedarse allí cantando todo el día como si fuera boba. Atrapada entre la
valla de madera y la marrana, Lali trató de pensar mientras cantaba.
Peter se detuvo y se quitó el abrigo, luego
levantó el pie. Genial. Una piedra le había agujereado una de sus carísimas
botas. Con lo que había pagado por aquellas Hessians de piel hechas a medida,
tenía que haber podido ir andando hasta Escocia y volver. Se echó el abrigo al
hombro y prosiguió, haciendo una mueca de dolor cada vez que pisaba algún canto
que se le clavaba en la planta del pie. Dios, jamás se había sentido tan
desdichado. Primero aquel ciervo tozudo, luego Júpiter y en esos momentos la
bota. Y, para rematarlo, se estaba derritiendo bajo aquel sol abrasador. Se
tiró rabioso del cuello de la camisa, maldiciendo por lo bajo a su sastre. De
pronto, un sonido inusual llamó su atención... Debía de ser una alucinación.
Se detuvo para escuchar mejor. Una voz dulce y
cantarina se alzaba en el aire procedente de la nada. «La dama pura y hermosa,
fragante como una rosa. Tiene gracias a millares y es su rostro angelical. Pero
¿qué son sus encantos conociendo su bondad...?» Definitivamente, tenía
alucinaciones. Aquella era una canción de Los dos hidalgos de Verona. La idea
de que alguna campesina pudiera cantar un tema de una obra de Shakespeare le
resultaba irrisorio. Con un gesto burlón, reanudó su camino, pero en seguida se
detuvo en seco. Cantemos todos a Silvia, a sus dones y ternura. Rindámosle
pleitesía por su exquisita hermosura, pues nadie al verla a su lado no se
siente enamorado... Aquello no era una alucinación, seguro. Peter se volvió
despacio hacia el lugar del que procedía el sonido e inspiró en silencio.
Dios todopoderoso, no era ninguna campesina.
Allí cerca, en medio de un campo, había una mujer
espectacular. ¿Mujer? Era un ángel, con el pelo castaño oscuro apenas recogido
a mitad de la espalda y algunos mechones ondulados cayéndole por la cara.
Cielos, qué hermosa era. Los clásicos rasgos aristócratas, nariz pequeña y
recta, labios gruesos del color de las rosas. Peter sacudió la cabeza y volvió
a escudriñarla. ¿Habría caminado demasiado rato al sol? ¿Era aquello una
fatamorgana? Se acercó despacio a la valla, cautivado por su voz y su
extraordinaria belleza. Un movimiento a su derecha perturbó su contemplación y
lo obligó a apartar la mirada de aquella visión angelical. No era una ilusión.
En un sueño, no aparecería aquella cerda
descomunal y furibunda. Ni el ángel llevaría un sencillo vestido marrón y un
par de botas de suela gruesa. El ángel no era más que una joven que estaba...,
cielos, no tenía ni idea de qué hacía. Salvo estar allí plantada en medio del
campo, cantándole a un porcino.
De pronto, se sintió avergonzado de mirarla así,
como si fuera una obra de arte de valor incalculable. Como mínimo, debía
preguntarle si sabía cuánto quedaba para Pemberheath. Apoyó una pierna en la
tosca valla y gritó: —¡Buenos días!
Tanto el animal como la mujer se sobresaltaron y
lo miraron con los ojos como platos. Al cabo de un instante, ella volvió a
mirar con recelo a la cerda, y la cerda la miró a ella. Entonces, de repente,
la marrana embistió.
El ángel dio media vuelta y se dirigió a la valla,
su larga melena ondeando al viento como una bandera irreal. Corría tanto como
podía, igual que la tremenda cerda. Peter soltó el abrigo y le tendió los
brazos con la intención de ayudarla, pero el animal, que debía de pesar al
menos el cuádruple que ella, avanzaba a una velocidad alarmante y se acercaba
peligrosamente. Ella debió de notarlo, porque echó un vistazo por encima del
hombro y soltó un chillido. Al llegar a la valla, poco antes que la marrana,
ignoró los brazos que el hombre le tendía y se lanzó a ciegas en una nube de
lana marrón y pelo sedoso, aterrizando justo encima de él. Peter logró, de
algún modo, cogerla por la cintura, pero el impacto le hizo perder el
equilibrio y los dos cayeron al suelo y rodaron por un pequeño terraplén.
Repentinamente, tumbado boca arriba, el duque miró
parpadeando al cielo azul, sin saber muy bien qué le había ocurrido. Aún tardó
un instante más en darse cuenta de que tenía la mano atrapada bajo el firme
trasero de ella. Antes de que pudiera hacer nada al respecto, su visión del
cielo azul se vio bruscamente obstaculizada por el hermoso rostro del ángel, un
par de vivos ojos color cobalto fruncidos de forma amenazante y aquella melena
brotándole por los hombros y recogiéndose en su pecho.
—¿Estás chiflado? —le chilló ella mientras se
levantaba de un salto.
Algo aturdido, él se incorporó despacio sobre los
codos y la miró con recelo mientras ella se sacudía la tierra y la hierba del
vestido.
—¿Que si estoy chiflado yo? —preguntó, incrédulo—.
¡Señora, no era yo quien le cantaba a la cerda!
—¡La has asustado! La tenía controlada hasta que
has llegado tú, ¿o es que no te has dado cuenta? —le gritó el ángel.
Perplejo, Peter terminó de incorporarse como pudo,
cogió su sombrero y se puso de pie. La muchacha le estaba gritando. Nadie se
atrevía a gritarle. Ni siquiera a levantarle la voz. La mayoría de la gente ni
siquiera le hablaba.
—A lo mejor yo la he asustado, pero ¿y tú qué? —le
repuso—. Esa cerda tenía intención de tragarte entera, ¡y ahí estabas tú,
cantándole como lo haría un actor en escena!
—¿En escena? La estaba calmando, ¿o es que no lo
has visto? —gritó, y se llevó los puños a las enjutas caderas para poder
mirarlo furiosa.
—¿Calmándola? ¡Qué bobada! ¡Podía haberte matado,
criatura! —le gritó.
—¿A quién estás llamando criatura? —le replicó
casi a gritos. Luego, con la rapidez con que pasan las nubes por el cielo, la
rabia se esfumó de su rostro, y Lali rió.
No fue una risita tonta como las de las mujeres de
su entorno, sino una carcajada sonora y sentida. Se llevó las manos al tronco
como para contener la risa y se arqueó hacia atrás, divertida. Su pelo
reflejaba los rayos del sol poniente en mechones de un intenso dorado. Sus
labios rosados cubrían una hilera de dientes blancos y perfectos, y reía con
tanta vehemencia que le brotaban lágrimas de los rabillos de sus resplandecientes
ojos azules. Completamente desacostumbrado a semejante despliegue de júbilo, Peter
cambió de postura, incómodo.
—¿T-te has dado cuenta? —jadeó mientras alzaba una
mano para limpiarse una lágrima—. ¡Estamos discutiendo por una vieja cerda terca!
—exclamó, divertida, y concluyó con otro repique de melodiosa risa.
Peter supuso que debía agradecer que, en lugar de
ponerse histérica por el susto, a ella le hubiera dado por reír a carcajadas,
con aquella dulce risa contagiosa.
—¿Estás bien? —le preguntó, esbozando una sonrisa
lenta.
Ella negó con la cabeza, haciendo bailar los
tirabuzones por su rostro perfecto.
—No —respondió riendo—, ¿y tú?
—No.
Lali lo miró por entre los mechones ondulados.
—¡Me muero de vergüenza! ¡Te he saltado encima!
Pensé que..., no sé..., que te apartarías.
Peter rió mientras se agachaba a recoger su
abrigo.
—Pretendía ayudarte a saltar la valla. Ella rió
con descaro.
—¿Y creías que con esa bestia en los talones iba a
pasar delicadamente por encima?
—Supongo que sí —reconoció él. Dios, su sonrisa
resplandecía tanto como el sol que los abrasaba.
—Soy Lali Espósito —lo informó, y le tendió la
mano.
Un cosquilleo leve e indescriptible le inundó la
boca del estómago al tomar aquellos dedos largos y hermosos entre los suyos.
—Peter Lanzani —murmuró él, con los ojos clavados
en su mano. De pronto consciente de sí mismo, alzó la mirada.
Con las mejillas algo sonrojadas, ella retiró la
mano poco a poco. Se miró la puntera de las recias botas mientras se cogía las
manos a la espalda recatadamente.
—Por lo visto, la cerda ha decidido que no mereces
la pena como festín —observó Peter.
Lali levantó la cabeza de golpe y, con un pequeño
aspaviento, se inclinó hacia un lado para mirar detrás de él.
—¿Dónde demonios se ha ido ahora ese animal
estúpido? —murmuró por lo bajo—. Sinceramente, por la forma en que Lucy se
empeña en salir corriendo, ¡cualquier diría que nunca le damos de comer!
—¿Lucy?
—Le pusimos nombre hace ocho años, cuando empezó a
resultar obvio que era demasiado vieja para ser una buena cena de Navidad.
—Entiendo. ¿Y le cantas a menudo? —preguntó Peter,
esbozando otra de esas sonrisas tan poco usuales en él.
—No, sólo cuando se pone furiosa —contestó ella
con voz suave y los ojos clavados en los labios de él.
Peter deseó por lo más sagrado que ella dejara de
mirarle así la boca. Inusitadamente ruborizado, se volvió con brusquedad hacia
el campo.
—Al parecer, a Lucy le gustan las calabazas.
—Sí, demasiado. —Ceñuda, Lali se dirigió a la
valla.
Las piernas de Peter se movieron por su cuenta,
pero su mirada siguió el suave balanceo de las estrechas caderas de ella y el
rebotar de los tirabuzones castaño oscuro un poco más arriba de éstas. Recordó
el tacto de aquel trasero pequeño y redondo y, sorprendentemente, sintió una
necesidad imperiosa de tocar aquellos rizos. Ella se volvió de pronto y lo
asustó.
—¿Te has perdido?
—¿Perdido? —balbució él.
—Perdido. Espero no resultar demasiado directa,
señor Lanzani, pero ¿hay alguna razón por la que estés aquí?
Peter se sentía tan cautivado por aquellos ojos oscuros
y tan aturdido por aquel trato infrecuente que, por un momento, fue incapaz de
pensar en una respuesta.
—Supongo que podría decir que he perdido el rumbo.
—«Por no hablar de la razón», añadió para sí—. Mi caballo se ha quedado cojo, y
yo iba a buscar ayuda a pie. Pensaba que el pueblo de Pemberheath estaba
cerca...
—Cinco kilómetros más —lo informó ella—. ¿Dónde
tienes el caballo?
—En un pequeño claro a unos kilómetros al sur.
¿Serías tan amable de indicarme por dónde debo ir? —preguntó él, sintiéndose de
lo más absurdo por mirarla con la admiración absoluta de un escolar. Pero,
demonios, a fin de cuentas era humano, y ella tenía los ojos más espectaculares
que él había tenido la fortuna de ver.
—¡Vendrás conmigo a Rosewood! Cuando vuelva Estefano
del pueblo, lo mandaré en busca de ayuda —propuso ella, luego sonrió con tal
encanto que él tuvo que tragar saliva. Había oído hablar de Rosewood. Pero ¿Estefano?
¿Estaba casada entonces?
—¿Está tu marido en casa?
—¿Marido? —preguntó ella, confundida, y soltó una
carcajada—. No estoy casada, señor Lanzani. Estefano vive conmigo en
Rosewood..., con mi tío y mi hermano, claro —añadió precipitadamente.
Lo dejó pasmado que ella se complaciera tanto de no
estar casada.
—Agradecería mucho cualquier ayuda que Estefano me
pueda proporcionar.
Sonriendo aún, ella se echó con elegancia un
grueso mechón de tirabuzones por encima de un hombro. Los ojos de Peter
siguieron el movimiento, y volvió a tragar saliva con fuerza.
Lali enfiló un sendero apenas discernible.
—Me temo que hay un buen trecho —se disculpó ella.
—Lo único que lamento es no poder ofrecerte la
comodidad de un carruaje —le dijo él.
La joven rió como si aquélla fuese la mayor
ridiculez que podía haber dicho, y lo era, claro.
—Hace un día demasiado hermoso para ir en coche,
señor Lanzani. Pasarán muchos meses hasta que volvamos a disfrutar de tan buen
tiempo.
¿Buen tiempo? Él estaba completamente asfixiado.
Cojeando un poco, se apostó junto a la encantadora criatura. Los ojos de Lali
se posaron en la franja de rojo intenso que podía vislumbrarse a través de los
caros calzones de piel de ciervo.
—Una zarza, creo —se adelantó él.
—¿Cómo dices?
Peter se señaló la pierna.
—Júpiter se ha enredado en una zarza, creo —le
aclaró.
—Sí, una zarza —murmuró ella, y volvió a centrarse
en el sendero que tenían delante, pero no antes de que él se percatara de su
sonrojo.
Caminaron varios minutos sin que ninguno de los
dos hablase.
—¿Dónde has aprendido la canción que cantabas?
—quiso saber él.
—Es una cancioncilla de una obra de Shakespeare
—dijo ella con un movimiento de muñeca a la vez desdeñoso y sutil.
—Los dos hidalgos de Verona —señaló él.
Sorprendida, Lali lo miró con los ojos muy
abiertos.
—¡Pues sí! ¿Cómo lo sabes? —Le sonrió,
visiblemente encantada.
¿Que cómo lo sabía? Era un generoso mecenas de las
artes, tenía palcos en los mejores teatros y salas de conciertos de Europa.
Pero todo aquello resultaba un tanto pretencioso en aquellas circunstancias.
—Soy admirador de Shakespeare —se limitó a decir.
—Ay, el Cisne de Avon —añadió ella con un suspiro.
Peter arqueó una ceja. No sólo cantaba a
Shakespeare, sino que también citaba a Ben Jonson.
—¿Has leído a Jonson?
El ángel rió discretamente.
—Aunque vivamos algo apartados, no estamos tan
aislados como para no tener un libro de literatura inglesa.
El asintió con la cabeza y siguió examinándola en
silencio mientras avanzaban. Vestida con aquel sayo marrón y esas horribles
botas, parecía una simple campesina. Pero su discurso era el de una mujer de
noble crianza, y obviamente muy leída. Representaba una dicotomía inusual, algo
que él no acababa ni tenía necesidad de comprender, menos aún mientras ella lo
mirara con aquellos ojos azules tan vivos. Lali se llevó una mano a la frente y
se apartó un mechón de pelo suelto. Por segunda vez, Peter experimentó el deseo
incontenible de tocar aquel rizo rebelde.
—¿Lees poesía? —le preguntó ella. Él asintió con
la cabeza y mencionó un par de sus autores favoritos. Le sorprendió que la
chica los conociera a todos y que le recitara pequeños fragmentos de los poemas
que más le gustaban. Lo tenía completamente embrujado, pasmado de haber
encontrado a una criatura tan inusual en medio de un campo de calabazas.
Continuará...
+10 :D!!!!
me encanta!! seguila!! :D
ResponderEliminar++++
ResponderEliminar@x_ferreyra7
Subí más :)
ResponderEliminarEl teatro y la poesía ,ya tienen algo en común.
ResponderEliminarEl primer encuentro de los dos, me encanto ♡
ResponderEliminarUn capitulo mas porfa :)
ResponderEliminarPeter no se va a olvidar mas del primer encuentro con Lali jajaja
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