Un cuarto de hora después, surgió en el horizonte
un establo. Tres vacas lecheras pastaban en un círculo grande, atendidas por un
muchacho. Ella lo vio mirar hacia el lugar y le comunicó orgullosa:
—Acabamos de tener un ternero. Cristobal está
convencido de que una de las vacas más grandes terminará aplastando al
chiquitín, así que se ha autoproclamado su guardián.
Asombrado por el extraordinario vuelco que le dio
el corazón al oírla hablar de sus niños, Peter miró en dirección al molino.
—¿Cuántos niños tienes?
—De momento, cinco. A veces uno o dos más.
De qué se extrañaba; era absurdo que se sintiera
en absoluto decepcionado. Tenía la impresión de que la gente del campo paría
constantemente, ¿por qué iba a preocuparle cuántos hijos tuviera o hubiese
perdido ella? Por desgracia, los niños campesinos a menudo contraían
enfermedades y morían.
—¿Tienes cinco niños? —volvió a preguntar él,
furioso consigo mismo.
Ella plantó sus oscuros ojos cafés en los de él,
detectó el gesto de evidente sorpresa en su rostro y empezó a reírse a
carcajadas.
—¡No, no son míos! Los niños de Rosewood son
nuestros protegidos. Huérfanos —le aclaró—. Salvo Estefano.
De pronto apareció otro niño en lo alto de la
colina, tras la cual Peter divisó las cuatro chimeneas de una pequeña casa
solariega. Lali alzó la mano para saludar. Absurdamente aliviado de que los
niños no fuesen hijos suyos, el noble la siguió al establo. El niño encargado
del ganado, que no parecía tener más de siete u ocho años, salió corriendo a
recibirlos.
—¡Cristobal, mira dónde pisas! —le gritó ella,
luego arrugó la nariz risueña—. Nuestro ganado, aunque escaso, es muy prolífico
en su producción de fertilizante.
El estaba a punto de comentar que era un rasgo
bastante corriente entre el ganado, pero el grito lo pilló desprevenido. Pensó
que el otro muchacho se había hecho daño, y se volvió bruscamente. Con un
esfuerzo sobrehumano, logró no espantarse de la horrenda marca de nacimiento
del chaval.
—En serio, Leo, no es un pirata —dijo Lali
riendo—. Es un caballero que ha perdido el rumbo.
Y la razón, se recordó él en silencio, sobre todo
la razón. El desafortunado jovencito la miraba entusiasmado. Ella le acarició
la sien, sonriéndole tan genuinamente como si el niño fuese el mismísimo
Adonis.
Cielo santo, aquella mujer era un ángel.
Por segunda vez aquel día, él creyó estar soñando.
Los niños la miraban con adoración, y el ángel, con voz dorada, les relató
risueña la aventura de Lucy, regalándoles caricias mientras hablaba. A
sabiendas de que la miraba boquiabierto, Peter apretó la mandíbula con fuerza y
procuró permanecer lo más inexpresivo posible.
—Señor Lanzani, te presento a Leo —dijo ella,
sonriente, señalando al niño de la mancha de nacimiento—, y a Cristobal.
—Buenas tardes —saludó Peter casi automáticamente.
—Buenas tardes, señor —gorjearon los niños al
unísono.
—Tenemos otros cuatro internos en Rosewood —señaló
ella—. Luz, Mateo y Alaí están dentro. Estefano y mi hermano, Gastón, están con
mi tío en Pemberheath.
—Hoy le toca a Mateo cuidar de Luz —le comunicó Leo.
Mientras Peter imaginaba que Luz debía de ser
víctima de alguna dolencia terrible, Lali pidió a los muchachos que fuesen a
informar a la señora Peterman de que tenían un invitado.
—¡Te echo una carrera hasta la cima de la colina! —gritó
Cristobal, y los muchachos salieron disparados hacia la casa.
—Es hora de cenar. Supongo que estarás muerto de
hambre —aventuró Lali.
Peter dejó de mirar a los niños y sonrió. —No
quisiera ser una molestia.
—No eres ninguna molestia. Nos encantará que cenes
con nosotros.
—En ese caso, admito que estoy bastante
hambriento.
Probablemente jamás supiese qué lo movió a aceptar
la invitación. Por una parte, quería volver a examinar la mancha de nacimiento
de aquel muchacho, comprobar si los otros tenían taras similares, pero, por
otra, deseaba contemplar a aquel ángel tanto tiempo como le fuera posible. Todo
aquello, Rosewood,
Lucy y el ángel, lo fascinaban más de lo que
alcanzaba a comprender. Ella ya había empezado a subir la colina, por lo que Peter
aceleró el paso.
Lali no se había dado cuenta de lo rápido que
caminaba. Dios, ¿estaba aturdida? En cuanto la invitación a cenar salió de su
boca, se le ocurrió que quizá Bartolomé hubiese vuelto ya. Palideciendo sólo de
pensarlo, aceleró el paso, ansiosa por llegar a la casa antes que él,
angustiada por la idea de que un hombre tan digno, educado y guapo pudiera
conocer a Bartolomé. ¡Cielo santo!
Iba casi corriendo cuando llegó a la casa, y
habría entrado corriendo y subido a su habitación si Peter no la hubiera
detenido agarrándole el brazo con suavidad. Ella jadeó y se miró el brazo en
seguida para ver si lo tenía en llamas. Al menos, se lo parecía; un extraño
cosquilleo se propagó rápidamente hasta su corazón. Con la respiración
contenida, lo miró. Peter Lanzani, quienquiera que fuese, debía ser el hombre
más guapo que había visto en su vida. Era alto, más de metro ochenta. Tenía el
pelo castaño con mechones dorados y unos cálidos ojos verdes capaces de
derretir el hielo. A ella la estaban derritiendo en aquel instante.
—Disculpa, ¡quizá haya parecido que estoy muerto
de hambre! —Le sonrió.
A Lali se le encendieron las mejillas; qué
estúpida debía de parecer, corriendo a la mesa con la misma desesperación con
que Lucy se abalanzaba sobre la bazofia. Él la miró como esperando que dijese
algo, pero, ¡por todos los santos!, ella no podía dejar de mirarlo: su rostro
de rasgos duros, muy bronceado; sus hombros anchos y muy musculosos; sus
piernas fuertes. Se esforzó por dejar de hacer el ridículo y le rió, nerviosa,
la broma. Notó que le ardían las mejillas y, cuando la señora Peterman subió
los escalones de la entrada trasera abrazada a un enorme bol de cerámica, Lali
pensó que jamás se había alegrado tanto de verla. El ama de llaves miró
malhumorada al señor Lanzani mientras batía furiosamente el contenido del bol.
—Señora Peterman, le presento al señor Lanzani.
—¿Cómo está, señora Peterman? —dijo él
cortésmente.
La señora Peterman gruñó y miró, ceñuda, a Lali.
—Esa condenada cerda ya está otra vez encerrada.
¡He mandado a Leo a buscarte, pensando que el animal había podido contigo!
Lali rió con disimulo, abochornada de lo rara que
sonaba. —Lo ha intentado, pero el señor Lanzani ha sido tan amable de echarme
una mano.
—La señorita Espósito exagera. Yo más bien diría
que ha sobrevivido a pesar de mi ayuda.
—¿Acostumbra a rondar los campos abiertos, señor Lanzani?
—espetó la sirvienta.
Lali puso mala cara. La señora Peterman aún se la
guardaba por haber rechazado al fastidioso Thadeus y, desde entonces, había
tratado como canallas a todos los hombres casaderos en un radio de quince
kilómetros a la redonda.
—Su caballo se ha quedado cojo, señora Peterman.
Lo he traído aquí para que Estefano lo ayude —murmuró ella, mirando suplicante
al ama de llaves.
—Estefano no está aquí —contestó ésta y, dando
media vuelta, se metió en la cocina.
¿Por qué no se la tragaba la tierra en aquel
preciso momento? Trató de sonreír.
—La señora Peterman es muy protectora. —Puedo
entender por qué —dijo él, sonriente. Aquellas simples palabras volvieron a
encenderle las mejillas. Desconcertada, entró en la cocina, sin mirar si él la
seguía. Asombrosamente, lo hizo. Le pidió a Alaí que le enseñara dónde podía
lavarse y tuvo que darle un codazo a la muchacha para que se moviese, porque se
quedó boquiabierta mirando al guapo desconocido. En cuanto Peter salió de la
cocina, Lali se volvió hacia la señora Peterman.
—Por favor, por favor, dime que Bartolomé no está
aquí —gimoteó dejándose caer en un taburete.
La mujer no se dignó a levantar la mirada del
fogón.
—No está aquí, ¡y da gracias al cielo! ¿Cómo se te
ocurre traerte del campo a un completo desconocido? —espetó.
—¡Su caballo estaba herido! ¿Qué iba a hacer,
dejarlo vagando por ahí?
La señora Peterman la miró severamente mientras le
servía, malhumorada, un gran cuenco de estofado. Lali lo ignoró. No podía
explicarse, y mucho menos explicárselo al ama de llaves, que habría ido con
aquel desconocido hasta el mismísimo infierno por una de sus cálidas sonrisas.
Ni que el corazón le palpitaba al ver aquellas piernas fuertes moverse
enfundadas en esos calzones de piel de ciervo tan ajustados. Se dirigió garbosa
a la zona del comedor preparada para los niños y, con más vehemencia de la que
esperaba, dejó el recipiente sobre la vieja mesa llena de marcas. Sobresaltó a Mateo,
absorto en la lectura. Con sólo diez años, devoraba todos los libros que
entraban en la casa. A su lado estaba Luz, su pupila de aquel día. Esta sólo
tenía cuatro años, por lo que su supervisión era una responsabilidad que
compartían los niños mayores.
—Leo me ha dicho que has traído un pirata a cenar
—comentó Mateo, esperanzado.
Lali sonrió y le pasó varios cuencos de madera,
haciéndole una seña para que pusiera la mesa.
—Leo se equivoca, cariño. El señor Lanzani es un
caballero con un caballo cojo. Dudo que haya estado nunca en un barco.
Mateo lo meditó mientras repartía con cuidado los
cuencos por la mesa, luego sonrió.
—A veces los piratas se hacen pasar por
caballeros. A lo mejor te ha dicho eso para no asustarte.
—Te aseguro que no es un pirata, sino un hombre en
busca de un buen veterinario.
—¡Sí, pero igual iba hacia su barco cuando el
caballo se hizo daño!
—Estamos a muchísimos kilómetros del mar, cariño
—señaló Lali, acariciando los cabellos del niño.
—¡Pero ha tenido que ir por ese camino, señorita Lali!
—gritó Cristobal desde la puerta, luego corrió a ocupar su sitio en la mesa—. ¡Leo
dice que se toparía con el alguacil si fuese por la carretera principal!
—¿El alguacil? —rió ella—. ¿Y qué crees que haría
el alguacil si se encontrara al señor Lanzani? Sin el botín de un asalto, no
tendría motivo para detenerlo. Me temo que Leo te ha llenado la cabeza de
historias inventadas.
—Tampoco creo que tu historia sea mucho mejor
—bufó la señora Peterman desde la puerta de la cocina. Dejó en la mesa un par
de hogazas de pan recién hecho que Lali empezó a cortar en rebanadas de
inmediato.
—No es ninguna historia, señora Peterman
—respondió jovial y paciente—. ¡Es un hecho!
—Bah, es un pirata —declaró Leo con gran autoridad
en cuanto entró en el pequeño comedor—. Lleva botas de pirata. Botas de pirata
de las caras.
—Estas botas no le gustarían ni al más ruin de los
piratas —dijo Peter.
Lali levantó la vista. Su caballero llenaba el
estrecho umbral de la puerta con su cuerpo atlético y el modo en que sonreía a
los niños volvió a producirle vértigo. Bajó de nuevo la mirada y se dio cuenta
de que había cortado un pedazo de pan del tamaño de un ladrillo. Rápidamente lo
dividió en tres rodajas, después le dedicó a Peter una amplia sonrisa,
completamente consciente de que estaba a punto de ponerse en ridículo. Le
señaló una silla.
—Por favor, siéntate, señor Lanzani. Y, te lo
ruego, no hagas mucho caso a estos niños. Desde que Gastón empezó a leerles
historias fantásticas de piratas por las noches, creen que todos los hombres
adultos son merodeadores de alta mar.
Alaí seguía inmóvil junto a la puerta, mirando
fijamente a Peter.
—Alaí —le dijo Lali con dulzura, y la niña se
acercó despacio a la mesa, tan incapaz de quitarle los ojos de encima a aquel
hombre como la propia Lali.
Por lo general, la pequeña no hablaba de otra cosa
que de Ramsey Baines, de quien estaba locamente enamorada, pero se sentó
enfrente de Peter, tan boquiabierta de admiración que a Lali le dieron ganas de
reír. Sabía perfectamente cómo se sentía.
—No soy un pirata —les explicó a los niños—, ni lo
he sido en los últimos cinco años. Hace varios años que me vi obligado a dejar
de serlo. El alguacil Richards... —hizo una pausa y miró con picardía a los
niños.
Un terror expectante se apoderó de los rostros de
los pequeños, salvo del de Luz, que moldeaba una rebanada de pan en forma de
muñeca. Peter se encogió de hombros despreocupadamente.
—Disculpen, no quiero aburriros con los detalles
—se excusó, y se sirvió una ración abundante de estofado.
Lali contuvo una risita de satisfacción al tiempo
que instaba a Alaí a que cogiera un trozo de pan.
—¿El alguacil Richards? ¡Qué curioso! —señaló ella
mientras ponía un cuenco delante de Luz—. Dicen que lleva muchos años
persiguiendo a un despiadado pirata. —Hizo una pausa y miró pensativa por la
ventana—. No ha conseguido atraparlo. Cuentan que la idea aún lo atormenta.
Pero seguramente no se trata del mismo alguacil Richards.
Lali miró a Peter, que le respondió con una
sonrisa traviesa. Los niños, incrédulos, dejaron de comer, pendientes de la
respuesta del aristócrata.
—Seguramente no —coincidió él sin inmutarse.
Los hombros de los niños se descolgaron al
unísono, fruto de la desilusión.
—Salvo que te refieras a Robert Richards —añadió
él.
De pronto, los niños se irguieron, con la cuchara
congelada entre el cuenco y la boca, y miraron instantáneamente a Lali.
—¡Pues claro! ¿Lo conoces? —preguntó ella.
Entonces Peter comenzó a tejer una fantástica
aventura en alta mar, salpicada de emocionantes encuentros cara a cara con el
imaginario alguacil Richards. Los niños, embelesados, apenas probaban el
estofado. Tampoco Lali era precisamente inmune a su encanto. Quería abrazarlo,
por tratar a los niños con respeto y dignidad. Quería gritar a los cuatro
vientos que a Peter no parecía importarle la horrenda mancha de nacimiento de Leo.
Su admiración por el señor Lanzani, ya peligrosamente notable, creció a pasos
agigantados durante aquella comida.
Por desgracia para todos ellos, con la visible
excepción de la señora Peterman, la cena terminó demasiado pronto. Lali no tuvo
más remedio que pedir a los niños que siguieran con sus tareas, besándoles la
cabecita según los iba despachando con firmeza. Todos querían quedarse con el
señor Lanzani, igual que ella.
Y habría ideado un modo de hacerlo si el señor
Goldthwaite no hubiese elegido tan inoportunamente aquel momento para
visitarlos. Oyó que llamaban a la puerta mientras servía el té. Un momento
después, el boticario entró garboso en el pequeño comedor con un enorme ramo de
margaritas a medio marchitar, sus orondas mejillas sonrosadas. Si había algo
peor que Bartolomé, era el fastidioso Thadeus. ¿Por qué tenía que ir a verla
precisamente entonces?
—Buenas tardes, señor Goldthwaite —saludó Lali,
hastiada.
—Buenas tardes, señorita Espósito —respondió él
sorbiendo el aire—. Me he tomado la libertad de traerte unas margaritas. Es la
temporada, y he pensado que te alegrarían la cómoda —explicó, deslizando sus
pequeños ojos marrones hacia Peter.
—Gracias, señor Goldthwaite, pero no tengo cómoda
—dijo ella sin entusiasmo. Se quedó de pie esperando que le entregaran las
condenadas flores y luego se las llevó de inmediato a la cara para ocultar su
bochorno. ¡Dios, no quería ni imaginarse lo que estaría pensando Peter!—. Señor
Goldthwaite, le presento al señor Lanzani —señaló con frialdad y, al oír a la
señora Peterman a su espalda, se volvió para encasquetarle las margaritas, lo
que le mereció otra mirada censora del ama de llaves.
—¿Cómo está, señor Goldthwaite? —inquirió Peter.
—Muy bien, señor. No lo he visto nunca por aquí.
¿Es usted un benefactor?
Lali gruñó.
Peter ignoró educadamente aquella pregunta tan
indiscreta. —La señorita Espósito ha tenido la amabilidad de traerme hasta aquí
después de que mi caballo se quedara cojo. Ahora voy a Pembertheath en busca de
ayuda —explicó al tiempo que se ponía en pie.
Lali sintió una punzada de pánico y se precipitó a
su lado, perfectamente consciente de su reacción.
—Estefano aún no ha vuelto, pero estoy segura de
que no tardará...
—¡Bobadas! ¡Yo no tengo inconveniente en llevar al
señor Lanzani a Pemberheath! Pero le ruego, señor, que salgamos cuanto antes.
No tenía previsto parar aquí, pero, como llevaba las margaritas, no podía dejar
que se marchitaran —señaló el señor Goldthwaite, y se dirigió de inmediato a la
puerta.
—Se lo agradezco mucho, señor. —Peter se volvió y
sonrió cariñosamente a Lali—. Señorita Espósito, te agradezco inmensamente tu
hospitalidad. Buenas tardes, señora Peterman. —Hizo una pequeña reverencia a la
adusta ama de llaves y siguió al señor Goldthwaite, que salió anadeando a toda
prisa de la estancia.
Presa de una intensa emoción que no le era
familiar, Lali miró a la señora Peterman con un gesto de impotencia, y ella se
encogió de hombros, desesperanzados. A sabiendas de que no podía hacer más que
desear buenas tardes al caballero, Lali cogió el sombrero que se había dejado
olvidado en el perchero y salió corriendo tras él.
—¡Señor Lanzani! —lo llamó mientras salía al
camino.
El se volvió, con una sonrisa en los labios y en
sus ojos verdes. Ella le entregó el sombrero. Él lo agarró con una mano y tiró
un poco, pero ella no lo soltaba.
—Eh..., gracias por ayudarme a salir del apuro
—añadió, nerviosa. ¿Qué demonios estaba haciendo?
—No he sido de gran ayuda —dijo él riendo.
—¡Señor Lanzani, por favor! —gritó Thadeus desde
su carriola.
Lali lo miró muy ceñuda, luego se volvió hacia su
caballero con una sonrisa cautivadora.
—Si alguna vez te encuentras casualmente por la
zona, a los niños les encantará que vengas a vernos —manifestó e,
inmediatamente consciente de su descaro, desvió nerviosa la mirada—. Nos... les
ha gustado mucho tu relato.
—Señorita Espósito...
—¡Señor Lanzani! ¡Tengo que irme ya! —bramó el
señor Goldthwaite desde el coche. Cielo santo, Lali habría tumbado de un sopapo
a aquel pavo real pequeño y regordete, y le habría llenado el buche de
margaritas.
—Gracias otra vez, señorita Espósito —dijo Peter.
Pero se quedó de pie delante de ella, frunciendo los ojos al compás de su
sonrisa.
—No hay de qué, señor Lanzani —contestó ella,
mirándolo fijamente.
La sonrisa de él se transformó en un gesto
risueño.
—Señorita Espósito..., el sombrero.
Lali bajó la vista; aún sujetaba el sombrero.
Horrorizada, lo soltó tan de repente que él reculó un paso. Riendo, Peter se
dirigió al carruaje.
¡Qué maravilla! ¡Había conseguido parecer una
auténtica pánfila! Una vez instalado en el apretado asiento que quedaba junto
al señor Goldthwaite, Peter volvió a mirarla. Tras decir adiós con la mano de
forma pretendidamente desenfadada, Lali fingió examinar una enredadera que se
había adherido al muro exterior de la casa. Cuando oyó que partía el carruaje,
maldijo mil veces su estampa, y la del fastidioso Thadeus.
Peter miró atrás por última vez mientras el coche
se alejaba de la destartalada finca. No se había equivocado: ella era un ángel,
un ángel muy provocativo. Cuando el señor Goldthwaite tomó con precipitación la
primera curva, haciendo que el coche se escorara, Peter se agarró el sombrero y
al asiento a la vez.
—¿Tiene prisa? —le preguntó con sequedad en cuanto
el carruaje se enderezó.
—Me esperan asuntos urgentes que resolver —espetó
el hombrecillo—. Hoy no debería haberla visitado.
—¿Hace mucho que conoce a la señorita Espósito?
—inquirió Peter, perfectamente consciente de que era ella la causante de su
angustia.
Claro que no le extrañaba. Lali eran tan
cautivadoramente hermosa como bondadosa, la clase de mujer que podía provocar
en un hombre una devoción ciega.
—Conozco a la señorita Espósito de toda la vida.
—Seguro que es una buena amiga —comentó Peter sin
saber qué más decir.
El señor Goldthwaite soltó una carcajada.
—¿Amiga? ¡Prácticamente estamos prometidos, señor!
—soltó indignado.
Peter no tenía ni idea de qué había entre los dos,
pero, en su humilde opinión, el señor Goldthwaite tenía más posibilidades de
casarse con Lucy que con Lali Espósito.
Continuará...
+10 :)!
<<Jjajaaajajaajaaja,si k Tadeus se quede con Lucy,ajaajajajaa
ResponderEliminarBajo la coraza d hombre frío ,hay un pirata sensible y amoroso.
ResponderEliminarLos niños alucinando con Peter!!!!
ResponderEliminarLa señora Peterman ,me está cayendo como el cul.....:No digamos Tadheus ,ni Bartolomé.
ResponderEliminarComo me encanta k pongas este tipo d novelas,d época.
ResponderEliminarMe encantan y me divierten.
Gracias Danii !!!!
me encanta!!!
ResponderEliminarsube mas por favor!!!
ResponderEliminar-Tenia mas posibilidades de casarse con Lucy que con Lali Esposito Jajajajajajajaja :D
ResponderEliminarMas vale q Peter regrese a visitarlos ;)
ResponderEliminarMe dio gracia el capitulo, sobre todo el final jajaja
ResponderEliminar+++