Enero de 1883
Lali se despertó de golpe de
madrugada, jadeando y cubierta con un sudor frío. En su sueño estaba corriendo,
vestida con un camisón, persiguiendo a alguien en la oscuridad y gritando:
«¡Vuelve! ¡Vuelve conmigo!».
¿Era un mal augurio ese sueño?
¿O era su conciencia que se había estado pudriendo en las mazmorras de las tres
últimas semanas y, finalmente, había logrado liberarse de su cautividad y,
enloquecida, venía a ajustar cuentas con ella?
Tocó el anillo de compromiso
que Peter le había regalado. Se le ajustaba muy bien al dedo, el aro de oro tan
cálido como su propia piel, las facetas del zafiro frías como la seda. A los
pies de la cama, Creso roncaba en su cesta de mimbre acolchada. Se acercó hasta
tener la cabeza al mismo nivel que la de él. Olía a limpio y era cálido. Le
cogió una de las patas y sintió que parte de su miedo desaparecía.
Se permitió volver a respirar.
Todo iba bien. ¿Y quién necesitaba una conciencia cuando tenía felicidad a
montones?
¿Verdad?
Decir que era un infierno ni
siquiera se acercaba a describirlo.
Peter estaba en el centro de
un torbellino de alegría y buena voluntad, ahogándose. La ceremonia. Las
innumerables felicitaciones. El almuerzo de bodas. Los flashes y disparos de
fotógrafo que plasmaba la ocasión para la posteridad. Tantas risas, tanta
animación, tanto auténtico placer por todas partes... Sentía que era un
absoluto fraude, un fraude mayor que ella, si eso era posible.
Varias veces, su voluntad
estuvo a punto de abandonarle. Todos se sentían felices por él. Por ellos. La
señora Espósito tenía los ojos llenos de lágrimas. Igual que Rocío. Rodeadas de
un mar de tul y organza, con Briarmeadow lleno a rebosar de narcisos y
tulipanes, tan fragante como el primer día de primavera, pensaban que era un
cuento de hadas, el único matrimonio de conveniencia entre miles que sería tan
afortunado como para convertirse en una unión de gran felicidad y entrega. El
peso de su engaño le impedía respirar.
Fue ella, finalmente, quien
rescató sus perversas intenciones, ella tan radiante que sufría un golpe físico
cada vez que la miraba. Cada sonrisa exuberante, tan segura de sí misma, era
como una pequeña muerte para él, cada risa alborozada, una puñalada en el corazón.
Incluso así, a punto estuvo de
no conseguirlo.
Después de la recepción,
recorrieron casi veinticinco kilómetros hasta otra casa de los Espósito, más
cerca de Bedford, para pasar la noche de bodas. Los dos solos —si no contaban a
Creso— en los opresivos límites del birlocho. Alborotada y locuaz debido al
champán, su nueva esposa planeaba la estrategia de la fiesta sorpresa que
darían para sus amigos.
El piso que su agente había
encontrado para ellos en el Barrio Latino, con vistas sobre la rué Mouffetard,
tenía diez habitaciones. ¿Cuántas personas creía él que cabrían en un piso así?
¿Sería el francés que le había enseñado su institutriz suficiente para mantener
una conversación en la fiesta? ¿Creía él que si servían foie gras y caviar tal
vez sus amigos no se dieran cuenta de que apenas tenían muebles?
Su entusiasmo infantil por la
vida que nunca compartirían lo hería con una rabia que no quería comprender.
Una luz incandescente le iluminaba los ojos, una luz de esperanza y fervor. La
hacía embriagadora, seductora, bella, pese a todo lo que él sabía, pese a la
desvergüenza y el egoísmo que eran la trama y la urdimbre de su feminidad
corrupta.
Deseó violarla entonces,
afirmar su poder sobre ella de la manera más cruda y repugnante, aplastarla y
apagar aquella luz seductora. Habría sido malvado, pero honrado, hasta cierto
punto.
Se contuvo debido a su propia
y recíproca corrupción. Habría sido demasiado fácil para ella. Demoledor, pero
demoledor de una sola vez. No era eso lo que él quería. No quería que reconociera
la bestia que había en él. Quería que sintiera pánico y desesperación, pero que
siguiera deseándolo, que siguiera pensando que él era el hombre más perfecto de
todos los tiempos.
Así continuaría
atormentándola, después de apartarse físicamente de su vida. Un plan barroco,
incluso bizantino, un plan que lo complacía y lo avergonzaba a la vez.
Esperaba solo a que llegara la
noche, esa única noche grotesca y terrible.
Peter estaba bebiendo coñac
directamente de la licorera cuando la puerta que comunicaba las dos
habitaciones se abrió. Se volvió y tomó otro trago, sintiendo apenas el fuego
que le bajaba por la garganta.
Estaba envuelta en una
llamarada de blanco virginal. Pero su pelo, una gran masa reluciente, caía
libre, desbordante como una cascada de la laguna Estigia. Las puntas de los
dedos de los pies, redondas y bonitas, asomaban por debajo del borde del salto
de cama blanco. De repente, se sintió ebrio.
—No has venido —dijo ella, en
voz baja y lastimera.
Miró el reloj de la chimenea.
Solo hacía unos minutos que su doncella la había dejado.
—Aposté conmigo mismo a que tú
vendrías primero.
—Has hecho que me pusiera
nerviosa —dijo ella, retorciendo un extremo de la cinta de seda que le sujetaba
el salto de cama—. Pensaba... —Su voz se apagó.
—¿Qué pensabas?
—Tenía miedo de que tuvieras
dudas.
Un rayo de esperanza lo
atravesó. Si ella confesaba ahora, si se ahogaba en remordimientos, si estaba
justificadamente asustada, pero era lo bastante valiente para reconocer lo que
había hecho y asumir su responsabilidad, la perdonaría. No de inmediato, pero
la perdonaría. Y a cambio, le revelaría su propio y diabólico plan.
—¿Por qué pensabas eso?
—preguntó.
«Haz lo correcto, Lali. Haz lo
correcto.»
Ella vaciló. Por un instante
fugaz, pareció luchar consigo misma y estar asustada. Pero al siguiente, había
recuperado el control, una joven Cleopatra atenta solo a su propio provecho. Su
mirada lo recorrió de arriba abajo, lentamente.
—Son los nervios de la noche
de bodas, supongo. Nada más.
En lugar de ser sincera, había
vuelto a caer en el viejo tópico: artimañas femeninas. Lo creía tan estúpido
como para sucumbir a su deslumbramiento erótico y no darse cuenta de que
exhibía orejas de asno.
La ira, desbordante y salvaje,
explotó en su interior. Echó a un lado la botella. En un instante, había
salvado la distancia que los separaba. Iba a colgar aquel trasero mentiroso e
intrigante por fuera de la ventana hasta que ella chillara, suplicara y le
dijera, sollozando, la verdad.
Lali se abrió el salto de cama
y lo dejó caer al suelo. Debajo llevaba un camisón tan transparente como un
vaso de agua, una capa ligera y vaporosa que no ocultaba nada.
Se paró y la miró, su cuerpo
reaccionó al instante. Era el sueño de un pornógrafo: pechos altos y firmes,
pezones rosados que apuntaban a los ojos de un hombre, piernas bellísimas,
caderas pensadas para que un hombre las cogiera con fuerza mientras se metía
por completo dentro de ella.
«Zorra» le dijo en una docena
de lenguas. «Idiota.» Esto iba dedicado a él. La suerte estaba echada, la
elección tomada. El camino real quedaría desierto y sin pisar. Se había
embarcado en el camino al purgatorio.
El fuego ardía en la chimenea,
pero el invierno inglés entraba sigilosamente, húmedo e insidioso, por las
paredes y los suelos. Salvó la distancia entre los dos.
—Ven a la cama —dijo,
cogiéndola por la muñeca—. Debes de tener frío.
Bajo la yema de su dedo
índice, el pulso de Lali se aceleró enloquecido; su mente era fría y
calculadora, pero su sangre era ardiente. Lo siguió obediente y dejó que la
ayudara a subir a la cama y meterse debajo del cobertor.
Se quedó sentada apoyada en un
montón de almohadas, con el cobertor cubriéndola solo un poco por encima del
abdomen. Su mirada fue hasta él y luego huyó a un rincón de la habitación. Los dedos
aferraron la ropa de la cama.
¿De qué tenía miedo ahora? Ni
el propio Salomón habría percibido el objetivo final de Peter, tan eclipsado
como estaba por el infierno de deseo que amenazaba con reducir a cenizas su
control.
Lo comprendió con tanta suavidad
como el impacto de un obús. Estaba asustada porque era virgen y esta iba a ser
su primera vez con un hombre. Estuvo a punto de soltar una carcajada. Qué
normal. Qué encantador. Qué mierda de encanto.
Que Dios lo ayudara.
Se desvistió lentamente, despojándose
del honor y la rectitud junto con su chaleco y su camisa. Su curiosidad debió
de prevalecer sobre su poco característica timidez porque lo miraba como si
fuera el mismo milagro por el cual había pasado toda una vida de rodillas,
rezando devotamente.
«¡No me mires así! —quería
gritar él—. Tengo tan pocos principios, soy tan mentiroso y tengo el corazón
tan negro como tú. O más todavía. Dios, no me mires así.» Pero ella siguió
haciéndolo, con los ojos brillando con una confianza y devoción que no se habían
visto desde los tiempos de los caballeros andantes.
Se subió a la cama,
traicioneramente blanda por el lado apartado de ella, que seguía sentada,
erguida, con un muro de almohadas detrás de la espalda, y se tapó los
pantalones con el cobertor. Por una vez, deseó haber recorrido todo el camino
de San Petersburgo a Berlín y a París de orgía en orgía. Su cuerpo ardía con el
fuego del infierno, pero su mente era un vacío abismal. ¿Cómo se hacía el amor,
exactamente, a una mujer a la que despreciabas con una intensidad mayor que
todo el amor del mundo reunido?
Ella carraspeó.
—¿Necesitarás... esto...
necesitarás una camisa de noche?
Se rió a su pesar y encontró
la respuesta. La única manera era hacerle el amor como si las últimas treinta
horas no hubieran sucedido, como si su corazón todavía desbordara de optimismo
y ternura.
Le cogió un mechón de pelo y
lo trenzó entre los dedos. Era frío como el agua de un pozo. Lo levantó y se lo
llevó a los labios, inhalando su suave limpieza, su fragancia de hoja joven.
—No, gracias —respondió—. No
creo que necesite una camisa de dormir esta noche.
Ella volvió a carraspear, más
suavemente.
—Bien, entonces, qué, ¿decimos
nuestras oraciones y nos vamos a dormir?
Se echó a reír. Le daba miedo
lo fácil que resultaba volver a las primeras horas del día antes, cuando le
divertía y le encantaba todo lo que ella decía. La atrajo hacia él, la besó y
saboreó la persistente astringencia de los polvos dentífricos, aromatizados con
aceite de abedul.
Toda su boca era cálida
ansiedad. El pelo le caía en cascada por encima de su brazo y su pecho,
estremeciéndolo con sus caricias ligeras como plumas. Y su perfume. Lo volvía
loco la endiablada frescura de su piel, tan sana como la leche recién ordeñada
que todavía humea ligeramente.
Nunca la tendría otra vez.
Nunca. Comprenderlo fue como un latigazo. Lo injusto que era. Tenía ganas de
romper en pedazos la cama, las ventanas, la chimenea. Deseaba sacudirla hasta
que su dura cabeza vibrara. «¿Qué me has hecho? ¿Qué nos has hecho?»
Pero lo que hizo fue ir más
lento, ser más gentil, más tierno. Besó cada pulgada de su cara y desnudó y
rindió culto a cada ondulación de su cuerpo. La textura satinada de sus pezones
era lo más dulce que había probado jamás, sus gemidos de placer, la música más
melodiosa que nunca hizo vibrar el aire de esta tierra.
Y cómo respondía a él. Era el
sueño erótico de cualquier adolescente hecho realidad, ferviente, dispuesta,
casi temblando de deseo. Sus manos, ávidas y avariciosas, lo recorrían,
abrasándolo con sus caricias nada castas. Su boca seguía a las manos,
mordisqueando, lamiendo, amando cada recoveco de su cuerpo.
Cuando finalmente entró en
ella, lo marcó con su deseo abrasador. Su invasión le hizo daño. Él se
disculpó, incoherente, sin comprender apenas su hipocresía; le dolía causarle
un daño físico pero, sin embargo, ardía en deseos salvajes de quebrantar su
espíritu.
Deslizarse por completo en su
interior, penetrar entre aquellas paredes sedosas y fuertes, oyendo sus
exclamaciones, gemidos y pequeños suspiros de «sí» y «más» abrasándole los
oídos, era perder un trocito de su mente cada vez. Le susurraba palabras de
amor al oído, palabras reverentes y escandalosas y absorbía sus gemidos de
excitación sexual. La acariciaba donde la llenaba, se deleitaba con su suavidad
de mantequilla fundida y adoraba el frenesí al que le empujaba.
Ojalá que el dolor de su
corazón no se multiplicara con cada empujón, cada caricia, cada palabra
cariñosa. Pero el placer crecía y le recorría todo el cuerpo, pese a su
desolación. Su opulenta voluptuosidad lo poseía. Lo conquistaba y lo vencía.
Cuando ella lo rodeó por completo con sus largas piernas, perdió la última
pizca de control que le quedaba.
Las sensaciones lo golpeaban,
más agudas, salvajes y fuertemente deliciosas que cualquiera que hubiera
conocido o imaginado. Se entregó, se rindió, solo vagamente consciente de sus
jadeos e imprecaciones, del poderoso movimiento de su cuerpo mientras se
incrustaba en ella, se vaciaba en ella.
—Oh, Dios, Lali —murmuró—. Lali.
Ya estaba, lo había hecho. El
acto más despreciable de su vida. Ahora ella se dormiría, dejándolo con la
mirada clavada en el techo el resto de la noche. Se levantaría antes de que
amaneciera, daría a los sirvientes el día libre y se ocuparía de ella como era
necesario, en la fría luz de la mañana.
Pero ella no se durmió. Se
aferró a él, inundando de besos su hombro y su brazo, riendo, y dijo:
—Hazlo otra vez.
Y él se puso duro como una
roca de nuevo, así de fácil.
Al volverse hacia ella, con un
deseo lleno de estupor, con unas ansias que lo corroían desde dentro, vio la
enormidad de su error. No se había embarcado en el camino del purgatorio. Había
llamado a las puertas del infierno.
Continuará...
Que pena...si lali le hubiera contado la verdad la hubiera perdonado...quiero mas...
ResponderEliminarMasssssss
ResponderEliminar+++++++++++++++++
ResponderEliminarAyuy lali , la cagaste!!
ResponderEliminarme mató la última frase de lali Jajajaj besos Naara
ResponderEliminarOtroooo :)
ResponderEliminarY pensar que la hubiese perdonado si le confesaba esa noche
ResponderEliminarsi Lali se hubiera sincerado... si él hubiera dejado las cosas así al enterarse de que de cualquier manera Martina si se iba a casar!
ResponderEliminarYo tengo la duda k fuese Lali ....
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