Enero de 1883
Beckett, el mayordomo de
Twelve Pillars, era un hombre de poco más de cincuenta años, alto, delgado y
con el pelo empezando a ralear. Peter lo encontraba muy eficiente, pese a su
untuosidad ocasional; presumiblemente a Carrington le gustaba que sus
sirvientes fueran obsequiosos.
—¿Deseaba verme, lord Tremaine? —preguntó
Beckett.
Sin decir nada, Peter le hizo
un gesto para que se sentara. Él permaneció de pie. El hombre de más edad se
sentó, inquieto, en la silla indicada.
Peter se lo quedó mirando, no
estaba seguro de por dónde empezar y deseaba intimidarlo. Después de veinte
segundos, Beckett no podía sostenerle la mirada. A los tres minutos, no paraba
de removerse en el asiento y secarse disimuladamente la frente y el labio
superior.
—Usted sabe, Beckett, que
abusar de la confianza de su patrón es un crimen castigado por la ley, ¿verdad?
El mayordomo levantó la cabeza
bruscamente. Por un momento, su expresión fue de pánico absoluto. Pero no había
llegado a ser el jefe del personal de una casa ducal sin haber aprendido un par
de cosas sobre el autocontrol. Al segundo, respondió con voz normal.
—Por supuesto, milord. Soy más
que consciente de ello. La lealtad es mi credo.
Pero su mirada empapada de
miedo había delatado demasiado. Era culpable. Pero ¿de qué?
—Admiro su compostura,
Beckett. No debe de ser fácil parecer tranquilo cuando está temblando de miedo.
—Lo... lo siento, señor, pero
no sé de qué me está hablando,
—Pues yo creo que sí lo sabe.
Y creo que está consternado, horrorizado y, espero, avergonzado de que lo hayan
descubierto. Si yo estuviera en su lugar, no insistiría en esas protestas de
inocencia. Si no quiere admitir sus errores ante mí, en privado, me veré
obligado a acudir a su excelencia y sacar a la luz sus mentiras, y él no tendrá
más remedio que llamar a los alguaciles.
Beckett no iba a ceder
fácilmente.
—Señor, si he hecho algo que
le ha disgustado, por favor, dígame qué es.
Ahí estaba el problema. Peter
no tenía nada en concreto en contra de Beckett, solo el conocimiento de que
este había alterado el procedimiento habitual de la entrega del correo dentro
de la casa, y de que le había dado una carta de Martina que estaba empezando a
creer, que Dios lo ayudara, que no era en absoluto de Martina.
Fue hasta la chimenea y fingió
examinar el paisaje marino enmarcado que había encima de la repisa. Si existía
alguna relación entre Beckett y la carta de Martina, solo era indirecta. Estaba
actuando a instancias de otra persona, era un agente pagado.
Peter se volvió y se tiró un
farol.
—Sé por qué hace que le
entreguen todo el correo primero a usted. Sabe, Beckett, tengo malas noticias
para usted. Para la persona que lo está utilizando usted ya no le es de
utilidad y no tiene interés en pagarle el resto de sus honorarios. Así que ha
decidido echarlo a los lobos.
—¡No! —Beckett se levantó de
un salto—. ¡El bastardo!
Su agitada respiración llenó
la estancia. Luego, al comprender que se había delatado, se dejó caer en la
silla y hundió la cara entre las manos.
—Perdóneme, milord. Pero no he
hecho nada. Nada, lo juro. Me dijeron que vigilara todas las cartas que
llegaran para usted desde el extranjero. Se las tenía que llevar a ese hombre.
Pero tampoco él se quedó nunca con ninguna. Solo las miraba y me las devolvía.
Todas las cartas que llegaran
para él desde el extranjero. Peter sintió que algo le estallaba en el pecho
como si los pulmones le dejaran de funcionar.
—¿Está seguro de que no ha
hecho nada más?
—Hubo... —Beckett se secó la
cara con el pañuelo—. Hubo una única vez, al principio, cuando el hombre me
devolvió las cartas, que estuve seguro de que había una que antes no estaba
entre ellas.
Una carta. No se necesitaba
más. Una única carta.
—¿Dónde y cuándo se reúne con
ese hombre?
—Junto a la verja, los martes
y los viernes por la tarde.
—¿Y si, por alguna razón, no
puede reunirse con él en persona?
—Entonces, tengo que envolver
las cartas con cuidado y dejar el paquete debajo de una piedra junto al
grosellero que hay a la izquierda de la verja. El viene a las tres.
Era viernes y eran las tres
menos veinticinco.
—Mala suerte —dijo Peter—.
Supongo que ya no volverá. De lo contrario, yo podría hacer que lo metieran en
la cárcel también a él.
Beckett se puso pálido.
—Pero, milord, usted ha
dicho... usted ha dicho...
—Sé lo que he dicho. Espero
que presente su dimisión a su excelencia mañana después de la cena.
—Sí, señor. Gracias, señor. —A
punto estuvo de besarle los pies a Peter.
—Váyase.
Mientras Beckett se dirigía,
tambaleándose, hacia la puerta, Peter recordó una última cosa.
—¿Cuánto le pagaron de
entrada?
Beckett vaciló.
—Dos mil libras. Tengo un hijo
natural, milord. Tiene problemas. Utilicé el dinero para pagar sus deudas. Se
lo restituiré en cuanto pueda.
Peter se apretó las sienes con
los dedos.
—No lo quiero. Y no deseo
volver a verlo. Márchese.
Dos mil al principio y dos mil
más tarde. ¿Quién tenía tanto dinero para gastar? ¿Y por qué querría hacerlo?
Todos los indicios señalaban una única dirección. Pero no podía soportar
reconocerlo. Tal vez, rezaba, tal vez se equivocaba. Tal vez, el miedo que le
retorcía las entrañas no era la señal de algo inevitable, sino solo el
resultado de su febril imaginación.
Tal vez todavía había
esperanzas.
Peter envolvió las dos cartas
de sus amigos, las escondió tal como Beckett hacía y esperó. Vino un hombre, de
unos sesenta años y aspecto rufianesco, en un carro de dos ruedas tirado por un
viejísimo jamelgo. Miró alrededor atentamente y luego se dirigió al grosellero.
Como Beckett había dicho, echó una ojeada rápida a las cartas y luego las
volvió a dejar donde las había encontrado.
Dio media vuelta al carro y se
fue por donde había venido. Peter lo siguió a distancia, a pie, con el dolor
del pecho haciéndose más agudo a cada kilómetro que pasaba, todo el camino
hasta el amargo final, cuando el hombre y su carro desaparecieron por la verja
de Briarmeadow, y las chimeneas de la casa de su prometída fueron apenas
visibles en la luz del crepúsculo, por encima de los álamos desnudos.
Algo se marchitó y murió en su
interior. Empezó a caminar y luego echó a correr, alejándose de Briarmeadow,
alejándose de ella. Lali, la encantadora, la traidora Lali. ¿Había sido solo
esa misma mañana cuando recorrió este camino, tan ansioso por complacerla e
impresionarla como cualquier cachorro estúpido que haya vivido nunca?
No sabía la distancia ni el
tiempo que estuvo corriendo ni en qué punto se desmoronó en el suelo, con los
ojos secos y la mente embotada, excepto por un dolor de cabeza espantoso, como
si los martillos de Lucifer lo golpearan para arrancarle hasta la última pizca
de ilusión.
Lo había hecho ella. Por
alguna razón, había decidido que él debía ser suyo, así que hizo que
falsificaran la carta. Estaba claro que era ella; era con mucho la persona más
artera que había conocido nunca. Y él, como un imbécil calenturiento, le había
seguido el juego encantado. Qué inconmensurable debió de ser su satisfacción al
verlo esta mañana, sabiendo que su victoria era completa y que él se derretiría
entre sus manos como si fuera un trozo de sebo.
La ira —ardiente, helada,
oscura como los abismos del infierno— crecía lentamente en su interior, hasta
que poco a poco invadió todas las células de su cuerpo. Se aferró a esa ira,
que disipaba el dolor y lo mantenía a raya.
Venganza. Se vengaría. Estaba
dispuesta a aflojar cuatro mil libras por él, ¿no? Pues bien, la señora no iba
a quedar decepcionaba. Sabría que él era su igual en doblez y crueldad.
Se obligó a levantarse del
suelo y siguió corriendo, sin detenerle, hasta tener Twelve Pillars a la vista.
Una idea aislada luchaba por librarse de su estrecho control mientras se
dirigía hacia la casa. Se lamentaba de lo cerca que había estado del paraíso,
de lo alegre y despreocupado que se sentía solo unas horas antes. Quería que el
tiempo retrocediera y que la tía Ploni no hubiera venido nunca. Quería golpear
contra las paredes y gemir: «¡Lali, estúpida, más que estúpida! ¿Por qué no
podías esperar? Martina se ha casado hoy. ¡Hoy! Habría sido...».
«¡Calla! ¡Cállate! Te mataré
con mis propias manos, si vuelves a gemir por esa mujer. Venganza, recuerda,
solo venganza.»
Continuará...
Si ya se ha casado la otra .
ResponderEliminarPeter ,y su lucha interna.
K ganas d saber más, y d una maratón.
Yo también quiero saber más... Y una maratón jejeje
ResponderEliminarMaratonnnnn. Me encanto! Massss
ResponderEliminar++++++++++++++++++
ResponderEliminarOtroooo :)
ResponderEliminarMe encantoo, maratonn!!
ResponderEliminar+++++++++++++++++++++++++++++++++++
ResponderEliminarTodo lo q hizo lali fue pq lo ama
ResponderEliminarQue emoción dos capítulos seguidos!!!
ResponderEliminarAh! Pero Peter si es mucho... Pendejo! Si hubiera dejado la ira a un lado, hubiera visto que ya no importaba, al final Martina si se iba a casar!!!
ResponderEliminarPendejo. Todo ese tiempo perdido, todo el dolor y el daño que se hicieron...!