Condado de Bedford, diciembre
de 1882
A Lali no le gustaba la
mitología griega porque los dioses siempre estaban castigando a las mujeres por
su arrogancia.
¿Qué había de malo en un poco
de orgullo? ¿Por qué Aracne no podía afirmar que sus cualidades eran mayores
que las de Atenea, dado que lo eran, sin que la convirtieran en araña? ¿Y por
qué Poseidón tenía que enfurecerse tanto como para echar a la hija de Casiopea
a las fauces de un monstruo marino, a menos que la jactancia de esta fuera
verdad y realmente fuese más bella que las hijas del propio Poseidón?
Lali pecaba de arrogancia. Y
también a ella la castigaban unos dioses celosos. ¿De qué otra manera podía
interpretar la brusca e insensata muerte de Carrington? Otros libertinos vivían
hasta una impenitente y avanzada edad, devorando a las debutantes con unos ojos
enrojecidos y legañosos. ¿Por qué Carrington no podía haber disfrutado de las
mismas oportunidades?
Una fuerte ráfaga de viento
estuvo a punto de arrancarle el sombrero. Se frotó la parte inferior de la
barbilla, donde la cinta le había hecho una rozadura. Briarmeadow, la propiedad
de los Espósito, tenía ocho mil acres de bosque y prados, en su mayoría llanos
como el suelo de un salón de baile, salvo este rincón donde el terreno ondulaba
y a veces se arrugaba formando crestas y pliegues.
Había crecido en una casa más
cerca de Bedford. Habían comprado Briarmeadow, su hogar durante los tres últimos
unos, con el expreso propósito de facilitarle el trato a Carrington, ya que
lindaba con Twelve Pillars, la casa solariega de los Carrington.
A Lali le gustaba recorrer los
límites de Briarmeadow. La tierra era sólida, algo con lo que podía contar. Le
gustaba la certidumbre. Le gustaba saber exactamente cómo se desarrollaría su
futuro. La boda con Carrington le aseguraba eso; no importaba qué otras cosas
sucedieran; siempre sería duquesa y nadie volvería, nunca más, a desairarla ni
a desairar a su madre.
Al desaparecer Carrington,
había vuelto a ser solamente la Señorita Riqueza. Aunque sabía que era bella,
también sabía que había dado algunos pisotones en la pista de baile. Y, por
encima de todas las vulgaridades, tenía un pertinaz interés en el comercio, en
las mercancías y el dinero.
En el cielo, unas espesas
nubes permanecían inmóviles, grises con manchas de amarillo purulento, como
retales de algodón sucio. Pronto empezaría a nevar. La verdad es que debería
pensar en regresar. Tenía que recorrer unos cinco kilómetros antes de
vislumbrar la casa. Pero no quería volver. Ya era desalentador contemplar, ella
sola, lo que podría haber sido. Era diez veces peor hacerlo con su madre allí.
La señora Espósito alternaba
la estupefacción, la desesperación y un furioso desafío. Lo volverían a
intentar, susurraba con rabia, abrazando a Lali cuando estaba de un humor más
vehemente. A continuación, perdía toda esperanza porque no era posible que lo
repitieran, ya que Carrington era un caso bastante único de disipación,
insolvencia y desesperación.
Un arroyo separaba Briarmeadow
de Twelve Pillars. Aquí no había vallas, el arroyo era una linde reconocida
desde antiguo. Lali permaneció en la orilla, tirando guijarros al agua. Aquel
lugar era bonito en verano, con las flexibles ramas verdes de los sauces
meciéndose con la brisa. Ahora los sauces sin hojas se parecían a unas viejas
solteronas, desnudas, flacas y desmadejadas.
Al otro lado del arroyo la
orilla se elevaba en pendiente. De repente, en lo alto de la cuesta, justo
delante de ella, apareció un jinete con la cabeza descubierta. Se quedó
desconcertada. Aparte de ella, no iba nunca nadie a ese lugar. El jinete, con
una chaqueta de montar de color carmesí oscuro y pantalones de montar de ante
metidos dentro de botas negras altas, bajó a la carga por la cuesta. Lali se
sobresaltó y dio un paso atrás tambaleándose, por miedo a que el caballo la
arrollara.
Al llegar al pie de la colina,
unos quince metros corriente abajo, el jinete hizo que su montura diera un salto
poderoso y elegante, salvando limpiamente los más de tres metros y medio de
ancho del cauce. Tiró de las riendas, se detuvo y la miró. Había sido
consciente de su presencia todo el tiempo.
—Está entrando ilegalmente en
mis tierras —gritó ella.
Él se acercó a ella, obligando
al enorme caballo negro sin esfuerzo, inclinándose para pasar por debajo de las
ramas desnudas de los sauces. No se detuvo hasta que pudo verla sin obstáculos,
a unos tres metros de distancia. Y ella lo vio bien por primera vez.
Era muy apuesto, aunque no tan
guapo como Carrington, que —pobre hombre, ojalá que las diablesas del infierno
no lo trataran demasiado mal— era Byron reencarnado. Este hombre tenía unos
rasgos más marcados y nobles en una cara más enjuta y masculina. Sus miradas se
encontraron. Él tenía unos ojos hermosos, profundos, con los irises de un verde
magnífico. Eran los ojos de un hombre inteligente: perceptivos, opacos, veían
mucho y delataban poco.
Ella no podía apartar la
vista. Había algo en él que la atrajo al instante, algo en su porte, una
confianza que era diferente tanto de la arrogante actitud de privilegio de
Carrington como de su propia y obstinada terquedad. Un aplomo fraguado con
refinamiento.
—Está entrando en mis tierras
—repitió, porque no se le ocurría nada más que decir.
—¿De verdad? —dijo él—. ¿Y
usted es... ?
Hablaba con algo de acento,
pero no era francés ni alemán ni italiano ni nada que ella pudiera identificar.
¿Era extranjero?
—La señorita Espósito. ¿Quién
es usted?
—El señor Lanzani.
¿Podía ser...? No, no era
posible. Pero, por otro lado, ¿quién podía ser, si no?
—¿El marqués de Tremaine?
Carrington había muerto sin
descendencia. Su tío, el siguiente en la línea de sucesión, había heredado el
título ducal. El hijo mayor del nuevo duque tenía el tratamiento de cortesía de
marqués de Tremaine.
El joven sonrió levemente.
—Supongo que también me he
convertido en eso.
¿Este hombre era el
pretendiente de Martina Stoessel? Se había imaginado a alguien con tan poco
carácter y tan inútil como la propia señorita Stoessel.
—Ha regresado de la
universidad.
No había asistido al funeral
de Carrington junto al resto de la familia, debido a sus clases en la Ecole
Polytechnique de París. Sus padres se habían mostrado vagos sobre lo que
estudiaba. Física o economía, dijeron. ¿Cómo podía nadie confundir las dos
cosas?
—La universidad nos permite
salir por Navidad.
Desmontó y se le acercó,
llevando de la rienda al semental negro. Lali dominó su incomodidad y
permaneció donde estaba. Él se quitó el guante de montar y le tendió la mano.
—Encantado de conocerla por
fin, señorita Espósito.
Ella le estrechó la mano
brevemente.
—Supongo que ya sabe quién
soy.
Empezaban a caer los primeros
copos de nieve, diminutas partículas de hielo algodonoso. Uno le cayó a él en
las pestañas. Sus pestañas, como sus cejas, eran de un tono mucho más oscuro
que el oro fundido de la punta de sus cabellos. Sus ojos, estaba segura, eran
del color de un lago alpino, aunque nunca había visto ninguno.
—Pensaba ir a visitarla mañana
—dijo—. Para ofrecerle mis condolencias.
—Sí, como puede ver, estoy
desconsolada —respondió ella riendo.
Él la miró, la miró de verdad,
con los ojos deteniéndose en cada rasgo, uno por uno. Su escrutinio la
desconcertó; estaba más acostumbrada a que la señalaran a sus espaldas, pero no
era desagradable, viniendo de un hombre tan apuesto y fascinante.
—Le presento mis disculpas en
nombre de mi primo. Fue muy poco considerado por su parte morir antes de
casarse con usted y dejar un heredero.
Su franqueza la cogió por
sorpresa. Una cosa era que su madre dijera algo por el estilo y otra muy
diferente oír que un completo desconocido lo repetía, un extraño que ni
siquiera le había sido presentado como era debido.
—El hombre propone y Dios
dispone —respondió ella.
—Es una verdadera pena,
¿verdad?
Empezaba a gustarle este lord
Tremaine.
—Sí que lo es.
De repente, los copos de nieve
aumentaron de tamaño; ya no eran como serrín helado, sino pelusa del tamaño de
una uña. Caían densos, como si todos los ángeles del cielo estuvieran mudando
las plumas. En los minutos transcurridos desde la aparición de lord Tremaine,
el cielo se había oscurecido visiblemente. Pronto el anochecer lo envolvería
todo.
Tremaine miró alrededor.
—¿Dónde está su lacayo o su doncella?
—No hay ninguno. Este no es un
lugar público.
—¿A qué distancia está su
casa? —preguntó, frunciendo el ceño.
—A unos cinco kilómetros.
—Debería llevarse mi caballo.
No es seguro que recorra todo ese camino a pie, en la oscuridad, con este tiempo.
—Gracias, pero no monto.
La miró a los ojos. Por un
momento, ella pensó que le iba a preguntar directamente por qué tenía miedo de
los caballos, pero se limitó a decir:
—En ese caso, permítame que la
acompañe.
Lali soltó un silencioso
suspiro de alivio.
—Permiso concedido. Pero debo
advertirle que soy un desastre para conversar sobre temas triviales.
Él se puso el guante y se pasó
las riendas del caballo alrededor de la muñeca.
—Perfecto. El silencio no me dérange... perdón, no me molesta.
La palabra déranger en francés significaba
«molestar». En realidad, no tenía acento. Era solo que su inglés, una lengua
que apenas hablaba nunca, estaba un poco oxidado.
Caminaron en silencio un rato.
No podía resistirse a mirarlo a cada momento para admirar su perfil. Tenía la
nariz y la barbilla clásicas de un Apolo de Belvedere.
—Consulté con los abogados de
mi difunto primo antes de venir a Twelve Pillars —dijo Tremaine, rompiendo el
silencio—. Nos ha dejado en una situación complicada.
—Entiendo. —Por supuesto que
lo entendía, ya que estaba familiarizada a fondo con los pormenores de las
finanzas de Carrington.
—Los abogados me dieron el
total de sus deudas pendientes, una cifra asombrosa. Pero para las cuatro
quintas partes de esa cantidad, no pudieron enseñarme ninguna demanda de
acreedores de hace menos de dos años.
—Interesante. —Empezaba a ver
adónde iba con todo esto. ¿Cómo había reunido las piezas tan rápidamente? No
debía de llevar en Inglaterra más de dos o tres días o ella ya se habría
enterado de su presencia.
—Así que pedí que me enseñaran
el contrato de matrimonio.
Una medida muy inteligente.
—¿Le pareció una lectura
soporífera?
—Todo lo contrario, me admiró.
Un documento absolutamente sin fisuras; no creo que en esta vida encuentre otro
igual. Observé que quedaría eximido de todas sus deudas después de la boda.
—Es posible que estuviera
expresado así.
—Es usted quien tiene la parte
del león de sus pagos atrasados, ¿no es así? Se los compró a sus acreedores y
concentró la mayoría de sus deudas para persuadirlo de que se casara con usted.
Lali miró a lord Tremaine con
un respeto nuevo y casi cálido. Era joven, veintiún años más o menos. Pero era
agudo como la hoja de la guillotina. Lo que él decía era exactamente lo que
ella había hecho. Se había abstenido de seguir el consejo de la señora Espósito
para cazar a un duque en los saloncitos y salones de baile y lo había abordado
a su manera.
—Exacto. Carrington no quería
casarse con alguien como yo. Hubo que arrastrarlo llorando y pataleando a la
mesa de negociaciones.
—¿Disfrutó al hacerlo?
—preguntó bajando la mirada hasta ella.
—Sí, mucho —confesó—. Fue
divertido amenazarlo con llevarme hasta la última tabla del suelo de su casa y
la última cuchara de la cocina.
—Mis padres están convencidos
de que se siente muy apenada. —Ella intuyó la sonrisa en su voz—. Dicen que, en
el funeral, las lágrimas le corrían por las mejillas.
—Lloraba como una madre
desconsolada por los tres años de duros esfuerzos tirados por la borda.
El soltó una carcajada, un
sonido rico, con toda la seducción de un manantial. El corazón dejó de latirle
por un momento.
—Es usted una mujer
extraordinaria, señorita Espósito. ¿Es también justa y sincera?
—Si no va en contra de mis
intereses.
Podría jurar que había vuelto
a sonreír.
—Es suficiente —dijo él—. Me
gustaría negociar un acuerdo con usted.
—Soy toda oídos.
—Twelve Pillars rinde una
renta decente, si se administra como es debido. Esto, combinado con la venta de
las propiedades no vinculadas, tendría que ayudar a pagar a los acreedores de
Carrington, si usted aplaza la reclamación de su parte de las deudas.
—No soy infinitamente rica.
Adquirir los pasivos de Carrington fue un desembolso importante, incluso para
mí.
—Estoy dispuesto a concederle
un tipo de interés ventajoso, si nos deja que le paguemos en plazos
trimestrales, empezando el año que viene por estas fechas y acabando dentro de,
digamos, siete años.
—Tengo una idea mejor
—respondió ella—. ¿Por qué no se casa usted conmigo?
Casarse con el heredero del
nuevo duque siempre había sido su primera opción, pero no le había entusiasmado
la empresa. Carrington se había follado todo lo que se movía, pero solo era
fiel a sí mismo, y esto era algo que ella podía comprender e incluso apreciar,
en ocasiones. Le disgustaba la idea de un esposo sensiblero que languidecía por
otra mujer, en especial si se trataba de una mujer por la que ella sentía muy
poca admiración.
No obstante, lord Tremaine, en
persona, había demostrado ser cualquier cosa menos inútil. Empezó a calentarse
ante la idea de una alianza con él, igual que una sartén encima de unos fogones
bien alimentados.
—Después de la boda, cancelaré
el setenta por ciento de las deudas.
Él la miró largamente, pero su
reacción no fue la de escándalo y asombro que ella esperaba.
—¿Por qué solo el setenta por
ciento?
—Porque usted todavía no es
duque y probablemente no lo será hasta dentro de muchos años. —Consideró la
posibilidad de mostrarse un poco más recatada y darle tiempo para pensarlo.
Pero lo siguiente que salió de sus labios fue—: ¿Qué me dice?
Él se quedó callado unos
momentos.
—Me siento profundamente
honrado. Pero mi afecto ya pertenece a otra persona.
—Los afectos cambian. —Dios
santo, sonaba como el demonio empeñado en comprar su alma.
—Me gustaría pensar que en mi
carácter hay una cierta constancia.
Maldita señorita Stoessel.
¿Por qué aquel florero tenía tanta suerte?
—Probablemente tiene razón.
Pero yo no necesito su afecto, solo su mano.
Él se detuvo, apoyando la mano
en el cuello del caballo para darle la señal de pararse. Ella también se
detuvo.
—Es muy implacable con usted
misma para ser tan joven —dijo él, con una amabilidad que hizo que ella deseara
aferrarse a su mano y contarle todo lo que le había pasado para convertirse en
la mujer endurecida que era—. ¿Por qué?
Se encogió de hombros.
—He tenido que vérmelas con
cazafortunas desde que cumplí los catorce años. Y con grandes damas que no se
dignaban ni a saludarme.
—¿El afecto y la buena
opinión... no tienen ningún peso en absoluto para usted en el matrimonio?
—No. Así que no me importaría
que amara usted a otra persona. De hecho, puede pasar todo el tiempo con ella,
si quiere. Una vez consumado nuestro matrimonio, solo es necesario que vuelva a
mí cuando necesite herederos.
Probablemente, no debería
haberlo dicho. Era demasiado directo, sin ninguna delicadeza, incluso para
ella. Como reacción, la mirada de él descendió brevemente, abarcándola por
completo. Y cuando volvió a mirarla, con unos ojos más oscuros de lo que ella
recordaba, notó que le ardía la garganta.
—Yo tengo una opinión
diferente del matrimonio —dijo él—. No creo ser la persona adecuada para lo que
usted tiene en mente.
Tan guapo y tan inteligente
como era, ¿por qué debía tener principios, además? La profundidad de su
decepción no guardaba ninguna proporción con lo informal de su propuesta.
—¿Y qué pasa si decido exigir
el pago de las deudas? —dijo malhumorada.
—Haría un mal negocio —dijo él
tranquilamente—. Despojarnos de todo lo que tenemos cubriría, como máximo, la
mitad de lo que mi difunto primo le debía. Lo sabe.
Siguieron caminando, pero la
cabeza de Lali no estaba ya en las finanzas de su ascenso social. En cambio,
acariciaba unos pensamientos inquietantemente furiosos contra la señorita Stoessel.
Aquella mujer tan insípida, tan débil, ¿qué dominio ejercía sobre este hombre
extraordinario? ¿Qué derechos tenía sobre él una mujer que habría aceptado,
sumisa, la propuesta de cualquier hombre rico y poderoso que le gustara a su
madre? ¿Es que la belleza y una ejecución impecable al piano contaban tanto?
El notó su hosco silencio.
—La he ofendido.
¿Cómo podía ofenderla? Le
gustaba todo en él, salvo la mujer a la que amaba.
—No. No está obligado a
casarse conmigo solo por complacerme.
—No sé si le sirve de consuelo,
pero me siento honrado. Nadie había pedido mi mano en matrimonio antes.
—Sospecho que se debe a que es
joven y antes era un don nadie empobrecido. Dé por sentado que a partir de
ahora le lloverán las propuestas.
—Pero usted habrá sido siempre
la primera —dijo.
¿Se estaba burlando de ella?
—Bueno, sin duda la primera a
la que rechaza —respondió cabizbaja.
La dejó que siguiera
enfurruñada el resto del camino. Ella andaba pisando fuerte y sus botas
aplastaban ruidosamente la nieve del suelo. Pese a que él era mucho más alto y
robusto, sus botas de montar eran tan silenciosas sobre la nieve como ella
imaginaba que debían de ser las zarpas de un tigre siberiano.
A ochocientos metros de la
casa, les salió al encuentro su madre, acompañada de un trío de sirvientes.
—¡Lali! —exclamó la señora Espósito
y, recogiéndose la falda, se acercó corriendo.
Lali no pudo impedir el abrazo
de gallina clueca que se abatió sobre ella. La señora Espósito la besó en la
frente y en las mejillas.
—Lali, chiquilla insensata,
más que insensata. ¿Dónde has estado? ¡Con este tiempo! Podrías haber muerto
congelada ahí fuera.
—¡Madre! —protestó Lali,
avergonzada de verse sometida tantos mimos delante de lord Tremaine—. No estaba
en la Antártida arriesgándome a la congelación y la gangrena.
—Solo estoy preocupada porque
no has sido tú misma últimamente. Ven, deja que...
Por fin, la señora Espósito
vio al desconocido y al enorme caballo junto a Lali. Se volvió hacia su hija,
alarmada.
Lali suspiró.
—Mamá, permíteme que te
presente a su señoría, el marqués de Tremaine. Lord Tremaine, mi madre, la
señora Espósito. Lord Tremaine, muy gentilmente, se ha dignado acompañarme para
ayudarme a buscar a tientas el camino a casa en medio de esta auténtica
ventisca que estamos padeciendo.
La señora Espósito no hizo
ningún caso de sus sarcásticos comentarios.
—¡Lord Tremaine! Pensábamos
que seguía en París.
—El trimestre acabó hace una
semana, señora. —Se inclinó—. Espero que me perdone. Entré en sus tierras sin
darme cuenta, y me encontré con la señorita Espósito, que me permitió,
amablemente, acompañarla.
Se volvió hacia Lali y se
inclinó de nuevo.
—Ha sido todo un placer,
señorita Espósito. Estoy seguro de que ahora está en buenas manos.
—¡Pero no puede pensar en
volver por donde ha venido! —exclamó la señora Espósito horrorizada—. Seguro
que se perdería con esta oscuridad y este mal tiempo. Debe venir a casa.
El protestó, pero la señora Espósito
estaba convencida de que perecería si seguía adelante con su temerario plan de
regresar a Twelve Pillars, fuera a pie o a caballo. Al final, consintió en
quedarse a cenar y en que lo llevaran a casa en un cómodo cupé.
Lali no estaba contenta. Lo
que quería era que lord Tremaine se fuera, cuanto antes mejor. No le divertía
ver la reacción, en extremo favorable, de su madre en cuanto lo pudo observar
con buena luz. Y le dolió —una punzada aguda en algún sitio muy hondo dentro
del pecho— ver que la señora Espósito lo colmaba de la clase de atenciones que
reservaba para los posibles yernos.
Con todo, Lali se puso su
mejor traje para cenar, un vestido azul noche, de seda y tul, e hizo que le
rehicieran el peinado tres veces. Que Dios la ayudase, quería que él la
encontrara bonita y deseable.
Durante la cena, la señora Espósito
obtuvo, con paciencia y habilidad, detalles de los veintiún años de vida de
lord Tremaine. Al parecer, había llevado una existencia muy cosmopolita,
pasando temporadas en las principales capitales de Europa, además de en algunos
de los balnearios más famosos del continente.
Se comportaba con el aplomo de
un príncipe, pero sin esa arrogancia tan arraigada en la mayoría de los
miembros de la aristocracia. Sin ningún género de duda, era un aristócrata. No
solo era el heredero de un título ducal inglés, sino que, a través de su madre,
que había nacido en Wittelsbach, estaba emparentado con la casa de Habsburgo,
la casa de Hohenzollern y la propia casa de Hanover, por ser primo de los
duques de Sajonia-Coburgo-Gotha.
Lo peor era que, a diferencia
de Carrington, cuya barbilla floja, labios húmedos y ojos vacíos se hacían cada
vez más visibles conforme se lo iba conociendo, los rasgos ya atractivos de
lord Tremaine, unidos a su refinamiento e inteligencia, se hacían más
atractivos a cada momento que pasaba.
La señora Espósito estaba
totalmente eclipsada por él. No dejaba de lanzarle a Lali miradas
intencionadas. «Habla más. Cautívalo. ¿No ves que es perfecto?» Sin embargo, Lali
estaba hundida en la aflicción, una angustia que se volvía más insoportable a
cada minuto que pasaba en su compañía, tan dolorosamente placentera.
Su tortura no acabó ahí.
Después de la cena, la señora Espósito le pidió que tocara para ellas, ya que
la duquesa le había dicho que era un consumado pianista. Lo hizo con la
elegancia de un intérprete nato. Lali miraba alternativamente su impecable
perfil, sus largas y fuertes manos y su propia falda mientras luchaba contra un
abatimiento que parecía saturarle la sangre.
El golpe final llegó cuando él
se levantó para despedirse y descubrió que había llegado la ventisca. La señora
Espósito le comunicó muy satisfecha que, actuando con gran previsión, hacía ya
tres horas que había enviado un mensajero para informar a sus padres de que se
quedaría a pasar la noche debido al empeoramiento del tiempo.
Lali se había hecho la ilusión
de que se iría y no volvería a verlo nunca más. ¿Cómo iba a conseguir pasar la
noche con él bajo el mismo techo y casi al alcance de la mano?
Continuará...
Aaa maass
ResponderEliminarMasss
ResponderEliminar+++++++++++++
ResponderEliminarSe esta poniendo bueeeenisimoo, quiero leerla toda YAAAA
ResponderEliminarWOW cada vez mejor mass!
ResponderEliminarComo ansias d saber k pasa esa bendita noche.
ResponderEliminarLali no la está pasando nada bien,y para más inri, le descubrió sus cartas ,
muy claramente ,ofreciéndole ese trato .
Me encanta está novela
ResponderEliminarGenial!me encanta saber como empezaron.
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