22 de mayo de 1893
Nicolás estaba inquieto.
Durante los últimos quince
años, sus noches consistían en la cena, un cigarro y el ejemplar del día del
Times, y una última hora de lecturas académicas. Y durante unos trece de esos
quince años, dos veces a la semana, su amante de turno llegaba de Londres,
justo cuando él dejaba de lado El banquete de Platón o el Mirmidones de
Esquilo. El primer año después de su vuelta a Devonshire había intentado, sin
demasiado éxito, conseguir un arreglo más local. Durante los últimos doce
meses, más o menos, había sido célibe.
Nunca había defendido el celibato,
ni tampoco lo defendía ahora. Tal vez, lo que ocurría es que ya no tenía
necesidad de la vieja calistenia carnal, al haberse vuelto prematuramente
asexual por medio de una combinación de soledad y empeño académico.
Y no lo había echado demasiado
de menos, hasta esta noche. No le importaría saber que, en aquel momento, una
mujer estaba bajando del tren de las 9.23, en Totnes, y estaba a punto de que
la trasladaran seis kilómetros al sudeste hasta Ludlow Court.
La tranquilidad de su
biblioteca se había vuelto somnolencia y tedio. Su costumbre diaria, con su
cuidadosa variedad de cigarros, el Punch y una novela de vez en cuando, era tan
insípida como los capones que su cocinera le servía los jueves. Incluso haber
tomado el postre en primer lugar, esta noche, no había servido para aliviar la
opresiva uniformidad, sino que había conseguido que se sintiera sumamente
ridículo.
El problema no era el letargo
que lo afligía de vez en cuando. Al contrario, sufría de un exceso de energía.
Iba y venía como un soldadito de cuerda, un juguete de Navidad, bajo el mando
de un general de tres años.
Llamaron a la puerta. Entró
Reeves, su mayordomo, con el correo de la tarde. Langford echó una ojeada a los
tres sobres. Dos eran correspondencia de otros académicos, uno alemán y otro
griego. El tercero era de su prima Caroline, también conocida como lady Avery,
una mujer con una pasión religiosa por los pecados de los demás y un deleite de
filántropo por compartir sus conocimientos enciclopédicos de las últimas
tormentas sociales que se habían desarrollado en un vaso de agua.
La entrega de este mes incluía
la noticia de que lady Southwell había dado a luz a otro niño que no se parecía
en nada a lord Southwell, pero que era clavado al honorable señor Rumford; que
sir Roland George había instalado a dos de sus queridas en la misma casa, y que
se decía que habían atrapado a lord Whitney Wyld en un armario con la prometida
de su hermano.
Pero Caro se guardaba lo mejor
para el final: un divorcio como Dios manda, que involucraba no a cualquiera,
sino a una de las herederas más ricas del país y al heredero de un duque, que,
según decía, también tenía toda una fortuna. Caro escribía, atolondrada y
detalladamente, sobre cómo la marquesa estaba decidida a casarse con su admirador,
sobre las crípticas intenciones del marqués y las erráticas conjeturas que
circulaban por la ciudad respecto a las consecuencias del caso. Ante los demás,
presentaban una fachada amigable, pero ¿qué estaba pasando detrás de las
puertas cerradas? ¿Se estaban envenenando mutuamente el café? ¿Difundían
rumores falsos el uno sobre el otro? O, lo que era improbable, ¿se estaban
riendo juntos, a expensas de aquel tonto de Benjamín Amadeo?
La Heredera del Ferrocarril,
así llamaba Caro a la marquesa de Tremaine. La Heredera del Ferrocarril que
estuvo a punto de casarse con un duque y luego consiguió casarse con el primo
de su prometido muerto, al cabo de un tiempo indecentemente corto, pero que
nunca llegó a llevar la corona con las hojas de apio.
Frunció el ceño y recordó, de
repente, dónde había visto a la señora Espósito antes. Aquí mismo, en el mismo
camino rural, delante del mismo cottage.
Debía de hacer sus buenos
treinta años. Había venido a casa, desde Eton, de vacaciones y estaba muerto de
aburrimiento, ardiendo por hacer algo alocado y estúpido, pero sin querer que
la noticia llegara a oídos de sus padres.
Su padre estaba confinado en
cama desde hacía varios años y moriría al cabo de pocas semanas. Pero eso
Langford no lo sabía en aquellos momentos. Le irritaba la enfermedad de su
padre, interminable y, al parecer, sin sentido. En la escuela podía burlarse
del paño mortuorio que colgaba permanentemente sobre Ludlow Court haciendo
chistes salvajes relacionados con la producción corporal del inútil de su padre
y la enfermera de mediana edad y cara redonda que se ocupaba de los efluvios,
con lo que él consideraba un buen ánimo indecente. En casa no tenía ese
recurso. Solo podía tratar de alejarse de allí tantas veces y con tanta
frecuencia como fuera posible.
Así que, todos los días, daba
largos paseos. Y fue en uno de esos paseos cuando la vio, saliendo del cottage
y dirigiéndose al birlocho que había en el camino.
Era guapa como para quedarse
con la boca abierta. Después de abres perdido la virginidad unos meses antes,
él se consideraba un hombre de mundo. Pero se quedó mirándola embobado. No solo
el rostro era encantador, su figura era divina. Se movía con la gracia de una
ninfa y la ligereza de una nereida.
Un hombre que parecía su padre
subió al carruaje abierto detrás de ella. Pero luego otro hombre, canoso y
encorvado, se acerco al coche. Ella se inclinó hacia él y lo besó en la
mejilla. «Adiós, padre.»
No se la pudo quitar de la
cabeza durante los días siguientes. Averiguó que estaba casada con alguien que
le doblaba la edad, un hombre que fabricaba vías y maquinaria industrial. Pensó
que era una lástima, aunque nunca llegó a analizar por qué. Ciertamente, nunca
hubiera tenido intención de casarse con ella, aunque le habría encantado
seducirla.
Luego murió su padre y la
culpa lo consumió. Ella se borró de su memoria. Se embarcó en una vida de
desorden hasta que volvió a Devon. ¿Cuánto tiempo hacía que ella había vuelto?
Llevaban años viviendo como vecinos, sin haber tenido ni la más mínima relación
vecinal.
Hasta ahora. Hasta que ella
había irrumpido en su camino con la misma sutileza que una avalancha. Se
preguntaba cómo se había dejado atrapar por sus tretas con tan poca
resistencia. Tal vez una parte de él la había reconocido antes de que lo
hiciera su mente consciente. Tal vez los hados volvían a sus viejos trucos. Tal
vez era simplemente un hombre privado de contactos femeninos y ella seguía
siendo la mujer más guapa que él había visto nunca.
Gimena estaba averiguando
mucho más de lo que quería sobre el duque de Perrin.
Había tenido una cena cordial
pero decepcionante con Peter en su hotel de Londres. El joven era más
escurridizo que una anguila y le daba elegantes respuestas que, cuando más
tarde pensaba en ellas, no contenían absolutamente nada de sustancia.
Cuando Peter la dejó, se
marchó al teatro, donde fue abordada con un enorme entusiasmo por lady Avery y
su hermana, lady Somersby, dos mujeres con las que tenía solo una relación
superficial. Por supuesto, iban a la caza de noticias de Lali.
Gimena las complació. Les dijo
que Lali estaba teniendo dudas. ¿Quién no las tendría? Solo había que mirar a
lord Tremaine. Lady Avery y lady Somersby coincidieron con ella, la segunda
agitando enérgicamente el pañuelo. Lord Tremaine era divino, simplemente
divino. También les dijo que Peter estaba actuando hábilmente para reconquistar
a Lali. No, no es que le hubiera confesado algo así, pero sí que habían cenado
juntos esa misma noche —muy amable por su parte— y no había visto que tuviera
ninguna prisa por acelerar el divorcio. De hecho, los dos, Lali y él, irían
pronto a visitarla a su casa en el campo.
Bueno, no estaba obligada a
decirles la verdad, ¿o sí?
Tan encantadas estaban lady
Avery y lady Somersby con la «información» que ella les proporcionaba que la
invitaron a acompañarlas a su palco. Todavía molesta con Lali, Gimena aceptó.
—La vemos tan poco en la
ciudad —se lamentó lady Somersby hacia la mitad del segundo acto de Rigoletto.
—Supongo que es porque Devon
es infinitamente más bello.
—¡Nuestro primo vive en Devon!
—exclamó lady Avery.
—Es verdad —afirmó lady
Somersby—. ¿Dónde vive exactamente?
—Entre Totnes y un pueblecito
llamado Stoke Gabriel —informó lady Avery—. Debe de haber oído hablar de él,
señora Espósito. Nuestro primo es el duque de Perrin.
Por primera vez, Gimena se
quedó sin saber qué decir.
—Ah, sí, me parece que he oído
hablar de él.
—¿Cómo no? —dijo lady
Somersby, con una risita—. Válgame Dios, cuánto echo de menos a ese querido
muchacho. En su época nos tenía bien ocupadas, ¿eh?
—¿Te acuerdas de cuando ganó
diez mil libras en una noche y perdió doce mil a la siguiente y luego ganó
otras nueve mil la tercera noche?
—Ah, sí. Al final acabó
ganando siete mil. Así que se compró un nuevo tiro de bayos iguales y contrató
a todas las chicas de madame Mignonne durante una semana.
—¿Y aquella pelea que hubo por
su causa entre aquella americana y lady Harriet Blakeley? Se pegaron como dos
verduleras. ¡Y luego las dos se enteraron de que también tenía una aventura
lady Fancot!
—Seguramente... —farfulló Gimena—,
seguramente esos rumores son muy exagerados.
Lady Somersby y lady Avery
intercambiaron una mirada como Gimena acabara de sugerir que el príncipe de
Gales era virgen y puro.
—Mi querida señora Espósito
—dijo lady Somersby, alargando la última alargando cada sílaba para darle más
énfasis—. No se trata de rumores. Mil cosas sucedieron tal como las hemos
contado y son tan verdaderas como las Escrituras. Si quisiéramos esparcir
rumores, le habríamos hablado sobre lo que hemos oído relativo a su aventura
con lady Fancot.
Lady Avery asintió regocijada.
—Cuerdas, látigos, cadenas y
cosas cuya descripción se nos escapa, excepto que son de fabricación extranjera
y de naturaleza perversa.
Gimena se sentía un poco
mareada. Por supuesto, Lali no era una tímida florecilla. ¡Pero cuerdas,
látigos, cadenas y esas... otras cosas!
Luego recordó horrorizada que
todavía le debía al duque de Perrin una noche de juego, solos los dos, sentados
a una mesa de cartas. ¿Podía tener él algún otro motivo, aparte de un fuerte
deseo de entregarse a la dudosa excitación del juego? ¿Podía tener la intención
de atarla con la cinta de sus propias cortinas y... y qué?
Soltó un gemido.
—Exactamente —dijo lady Avery,
con no poca satisfacción—. Y no mencionaremos siquiera la vez que prendió fuego
a la cama de lady Wimpey.
Continuará...
Eeee soy la primera en comentar jajajaja otro dani me encata la nove .... @may_cosme
ResponderEliminarSubi masssss
ResponderEliminar+++++++++++++
ResponderEliminarmaratón maratón maratón maratón quiero LALITER!!!
ResponderEliminarDale!!! Mass
ResponderEliminarUyy hace maratón !!!! Queremos maratón seguía.
ResponderEliminarNo entendí muchos lord
ResponderEliminarjajajaja pobre Gimena!
ResponderEliminarSe acordo de ella, si!
Vaya con las primitas!!!!
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