14 de mayo de 1893
Al principio, no fue
consciente de la música. Lali no estaba acostumbrada a oír música en su propia
casa cuando no había pagado por ella. Dejó el informe que tenía en la mano y
escuchó el débil pero inconfundible sonido de que alguien estaba tocando el
piano.
En su cesta, junto a la cama,
Creso gimió, resopló y abrió los ojos. El pobre no dormía bien por la noche,
tal vez debido a todas las siestas que hacía durante el día. Sacudió el cuello,
se levantó sobre sus cortas patas e inició la laboriosa ascensión por la
escalerilla construida especialmente para él, después de que ya no pudiera
subirse de un salto a la cama con la única ayuda de la banqueta.
Lali apartó el cobertor y lo
cogió.
—Es ese estúpido marido mío
—le dijo al antiguo cachorro—. En lugar de lanzarse sobre mí, se lanza sobre el
maldito piano. Vamos a decirle que deje de hacer ruido.
Su marido empezó a tocar algo
dramático y violento mientras ella bajaba las escaleras —bong, bong, bong, bong, bing, bing, bing, bing—; sin duda una pieza
compuesta por el excesivamente sombrío Herr Beethoven. Con un suspiro, Lali
abrió la puerta de la sala de música.
Peter llevaba un batín de
seda, tan elegante y oscuro como el propio piano. Tenía el pelo alborotado,
pero por lo demás mostraba el aspecto serio y concentrado de un hombre con un
propósito. Según la opinión general, era un hombre excelente, un hijo abnegado,
un hermano afectuoso, un amigo leal... además de tener unos modales impecables.
Y una vena de perversidad
soterrada.
—Te ruego que me disculpes
—dijo ella—, pero algunos necesitamos dormir para poder levantarnos temprano
por la mañana.
Dejó de tocar y la miró de una
manera rara. Le costó un momento darse cuenta de que no la miraba a ella, sino
a Creso.
—¿Es Creso? —preguntó,
frunciendo el ceño.
—Sí.
Se levantó de la banqueta del
piano y se acercó, estudiando a Creso, con un ceño cada vez más fruncido.
—¿Qué le pasa?
Ella miró al perro. No le
parecía diferente de como era habitualmente.
—Nada —respondió con voz
aguda, a la defensiva. Le gustaba pensar que le proporcionaba a Creso una vida
feliz y cómoda—. Esta todo lo bien que un perro viejo puede estar.
Creso tenía diez años y medio
y su pelaje, en un tiempo lustroso, estaba ahora apagado y gris. Tenía los ojos
legañosos. Se tambaleaba, resollaba, se cansaba fácilmente y comía mal. Pero
cuando tenía ganas, cenaba foie gras con champiñones salteados. Y cuando estaba
mal de salud, lo atendía el mejor veterinario de Londres.
Peter tendió la mano hacia
Creso.
—Ven aquí, viejo camarada.
Creso lo miró con ojos
somnolientos. No se movió, pero tampoco protestó cuando Peter lo cogió.
—¿Te acuerdas de mí?
—preguntó.
—Lo dudo mucho.
Peter no hizo caso de su
mordaz contestación.
—Tengo dos cachorros en Nueva
York. —Le hablaba a Creso —. Hannah y Bernard, un par de alborotadores. Les
encantaría conocerte algún día.
Lali no entendía por qué una
información tan trivial y corriente como que tuviera perros le causaba un dolor
tan agudo.
—Ya veo que no te acuerdas de
mí. —Rascó, nostálgico, el pelaje detrás de la oreja de Creso—. Te he echado de
menos.
—Me gustaría que me lo
devolvieras —dijo Lali, fríamente.
La complació, pero no antes de
abrazar a Creso y besarle la oreja al viejo perro.
—Tu piano necesita que lo
afinen.
—Nadie lo toca.
—Es una lástima. —Volvió la
cabeza y miró, apreciativo, el instrumento—. Un piano Erard se merece que lo
toquen.
—Puedes llevártelo cuando
vuelvas a Nueva York. Un regalo de divorcio. —Lo había comprado como regalo de
bodas para él. Pero no llegó hasta meses después de que él se hubiera marchado.
Su mirada volvió a ella.
—Gracias, puede que lo haga.
En especial dado que ya tiene mis iniciales grabadas.
Estaba tan cerca que se figuró
que podía olerlo, el olor de un hombre después de medianoche; piel desnuda bajo
el batín de seda.
—¿Por qué no lo haces ya?
—murmuró ella—. Todos estos jueguecitos sexuales no resultan muy atractivos en
un hombre.
—Sí, sí, soy muy consciente de
ello. Pero la verdad sigue siendo que me resisto a tocarte.
—Apaga todas las luces. Finge
que soy otra persona.
—Eso sería difícil. Tiendes a
hacerte oír.
Ella se sonrojó. No pudo
evitarlo.
—Me coseré los labios.
Él negó con la cabeza,
lentamente.
—No sirve de nada. Respiras, y
sabré que eres tú.
Diez años atrás lo habría
tomado como una declaración de amor. Notó un dolor punzante en el corazón, un
eco solitario.
Él se inclinó.
—Una pieza más y me iré a la
cama.
Mientras ella se marchaba,
empezó a tocar algo tan suave y evocador como las últimas rosas del verano. Lo
reconoció al segundo compás: Liebesträume. La señora Espósito y él lo habían
tocado juntos aquella primera noche, cuando se conocieron. Incluso Lali, pese a
su falta de talento musical, podía tocar aquella melodía al piano con una sola
mano.
Sueño de amor. Lo único que
nunca tuvo con él.
La campaña de la señora Espósito
para cortejar al duque había tropezado con un escollo.
Durante un par de días, todo
fue fantásticamente. Envió sin tardanza la caja de Chatêau Lafite a Ludlow
Court. Casi al momento, llegó una cortés nota de agradecimiento, acompañada de
una cesta con confituras de albaricoque y melocotón, de los propios frutales de
Ludlow Court.
Luego nada. Gimena envió una
invitación al duque para su próxima gala de beneficencia. Él le remitió un
generoso cheque, pero rehusó asistir al acto. Dos días después, ella reunió el
valor para pasar por Ludlow Court en persona, pero el duque no estaba en casa.
Hacía cinco años que se había
vuelto a establecer en Devon, en la casa de su infancia, que Gimena le compró a
su sobrino. Cinco años durante los cuales ella había observado las idas y
venidas del duque. Sabía perfectamente que nunca salía a ningún sitio salvo
para dar su paseo diario.
Así que no tendría más remedio
que volver a interceptarlo durante ese paseo.
Fingió estar examinando las
rosas del jardín delantero, con un par de tijeras en la mano; no importaba que
ningún jardinero que se respetara se dedicara a cortar nada a media tarde. El
corazón le latía con fuerza cuando él dobló el recodo del camino a su hora
habitual. Pero para cuando consiguió colocarse al lado de la pequeña verja,
junto al sendero, solo recibió un «buenas tardes», sin que él se detuviera.
Al día siguiente, lo esperó
cerca de la parte delantera del jardín, sin mejores resultados. El duque se
negaba a iniciar una conversación. Su comentario sobre el tiempo solo cosechó
el mismo «buenas tardes» del día anterior. Después de eso, llovió durante tres
días. Él paseaba con impermeable y botas de agua, pero ella no podía, de
ninguna manera, trabajar —o fingir que lo hacía— en medio de un aguacero.
Apretó los dientes y decidió
convertirse en una molestia todavía mayor. Pasearía con él. Ponía a Dios por testigo
que embolsaría, ataría y entregaría este duque a Lali, por mucho que le costara
a su dignidad.
Vestida con un traje de paseo
blanco y unas cómodas botas, espero en la salita de delante del cottage. Cuando
él apareció a lo lejos, doblando el recodo, saltó de inmediato sobre su presa,
enarbolando su parasol con flecos de borlas.
—He decidido hacer yo también
un poco de ejercicio, excelencia. —Sonreía mientras cerraba la puerta de la
verja—. ¿Le importa que pasee con usted?
Él levantó un par de quevedos
que llevaba al cuello y la miró, desde arriba, a través de los lentes. Dios
santo, aquel hombre era un duque hasta en los menores gestos. No era
extraordinariamente alto, no llegaba al metro ochenta, pero una de sus
glaciales miradas haría que el Coloso de Rodas se sintiera como un enano.
No le dio un permiso
explícito. Se limitó a dejar caer los quevedos y asintió.
—Señora —murmuró, y reanudó su
paseo de inmediato, dejando que Gimena corriera tras él, apresurándose para
atraparlo.
Sabía, claro, que él caminaba
deprisa. Pero no había sido consciente de lo rápido que andaba hasta que
llevaba diez minutos intentando alcanzarlo. Por un momento, deseó tener la
tremenda estatura de Lali en lugar de su propio y más discreto metro cincuenta
y ocho.
Dejando de lado toda la
contención propia de una dama, echó a correr, maldiciendo los estrechos
confines de su falda y, al final, llegó a su lado. Había preparado varios
inicios de conversación, retazos de trivialidades locales, pero para cuando
acabara de enumerar un montón de interesantes detalles históricos relativos a
la siguiente casa que daba al camino, estaría de nuevo a un par de metros por
detrás de él. Y habiendo observado toda su vida una conducta muy propia de una
dama, no estaba segura de poder hacer otra carrera sin expirar de apoplejía.
Así que fue directa al grano.
—¿Querría cenar en mi casa el
miércoles, dentro de dos semanas, excelencia? Mi hija estará aquí de visita esa
semana. Estoy segura de que le encantará conocerlo.
Tendría que ir a Londres y
traer a Lali a rastras. Pero de eso ya se preocuparía más tarde.
—Soy muy maniático con las
comidas, señora Espósito, y no suele gustarme nada que no haya preparado mi
propia cocinera.
Maldita sea. ¿Por qué tenía
que ser tan difícil? ¿Qué tenía que hacer una mujer para conseguir que entrara
en su casa? ¿Bailar desnuda delante de él? Seguro que entonces se quejaba de
vértigo.
—Estoy segura de que
podríamos...
—Pero podría considerar la
posibilidad de aceptar su invitación, si me concediera un favor a cambio.
Si no fuera tan condenadamente
agotador mantenerse a su paso, se habría parado en seco, estupefacta.
—Será un honor. ¿Qué puedo
hacer por usted, excelencia?
—Soy un admirador de la paz y
la tranquilidad de la vida en el campo, como bien sabe —dijo. ¿Detectaba una
sombra de sarcasmo en su voz?—. Pero incluso el más ardiente admirador de la
vida en el campo, a veces echa de menos los placeres de la ciudad.
—Ciertamente.
—No he jugado desde hace
quince años.
¿Este duque, un jugador? Pero
si era un solitario, un estudioso de la obra de Homero, con la nariz siempre
enterrada en viejos pergaminos.
—Entiendo —dijo ella, aunque
no lo entendía.
—Oigo el canto de sirena de
una mesa de paño verde. Pero no quiero ir a Londres para satisfacer mi
capricho. ¿Sería tan amable de jugar unas cuantas manos conmigo?
Esta vez sí que se paró en
seco.
—¿Yo? ¿Jugar?
Nunca había apostado ni
siquiera un chelín. En su opinión, jugar era casi lo más estúpido que una mujer
podía hacer, aparte de divorciarse de un hombre que un día sería duque.
—Por supuesto, comprendería
que tuviera objeciones a...
—Claro que no —se oyó decir—.
No tengo ninguna objeción en absoluto a hacer alguna apuesta inocente.
—A mí, me gusta que sea un
poco más interesante —dijo él—. Mil libras la mano.
—Y yo admiro a los hombres que
hacen apuestas altas —respondió ella, con voz aguda.
¿Qué le pasaba? Cuando aceptó
renunciar a su dignidad, no había planeado entregar también hasta el último
resquicio de sentido común. Y además, mentir directamente, elogiándolo por el
rasgo más estúpido, más autodestructivo que un hombre puede poseer.
Como le sucedía a todo buen
protestante, llegaba un momento en la vida en que ansiaba poder hacer un simple
viajecito al confesionario de los papistas para que la absolvieran de sus
pecados.
—Muy bien, entonces. —El duque
de Perrin asintió, satisfecho—. ¿Acordamos una fecha y una hora?
Continuará...
Me parece q la madre de lali se quedara cn el duque
ResponderEliminarMassssss
ResponderEliminarLa madre de Lali es demasiado interesada!!
ResponderEliminarmaasss
ResponderEliminarq mal la mama d lali!
MAAAAASSSSSSSSS
ResponderEliminar+++++++++++++++++++++++++++++++++++++++
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ResponderEliminarMe encanto!
ResponderEliminarEntonces el perro esta vivo! jaja
Peter si es malo. Pobre Lali, aún lo ama.
jajaja la mamá de Lali vaya que no se rinde y ahora le va a tocar hacer algo que seguramente nunca pensó. pero seguro que terminará como soñó desde niña, casada con un duque.
Besos, gracias por subir!
ResponderEliminarGracias por subir!! Mass
ResponderEliminarEsta cazando al DUQUE,JAJA
ResponderEliminar++++++++++++++++++++
ResponderEliminarOsea han pasado 10 años desde q no se veian y lali sigue enamorada
ResponderEliminarJajjajajajajaa,me da k el duque también tiene sus artimañas
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