Diciembre de 1882
A Peter le costaba dormirse,
pero no tenía nada que ver con estar en una cama desconocida. Estaba
acostumbrado, nunca había tenido una casa propia, viajando siempre a una ciudad
diferente, a una casa diferente, durmiendo siempre en habitaciones que
pertenecían a otras personas.
No le había mentido a la
señora Espósito. Era verdad que había vivido en los lugares más elegantes del
continente. Lo que había omitido confesarle eran las razones poco elegantes que
se escondían detrás de aquella vida peripatética: sus padres no tenían un ápice
de sentido común en cuanto al dinero y nunca pudieron permitirse una residencia
fija.
Así que iban trasladándose a
contracorriente de como lo hacían las élites más ricas. En verano, cuando todos
se marchaban a Biarritz y a Aix-les-Bains, ellos ocupaban la villa de invierno
de algún pariente en Niza. En invierno, hacían lo contrario. De vez en cuando,
se quedaban en un lugar durante un tiempo, cuando una casa se quedaba vacía
porque sus dueños se habían ido a emprender alguna loca aventura, como cuando
el primo Konstantin abandonó Atenas para ocuparse de unos proyectos en
Argentina. O cuando el primo Nikolai se fue a China durante dos años.
A los trece años, Peter tomó
las riendas de la administración de la familia. Para entonces, ya estaba
acostumbrado a lidiar con los acreedores, ocuparse de los sirvientes y aprender
nuevas lenguas rápidamente para poder regatear con los comerciantes del lugar,
a fin de estirar al máximo el escaso dinero de la familia. No le importaba ser
pobre, pero detestaba tener que mentir sobre ello, disimular y fingir, como
había hecho esta noche, para que sus padres siguieran sin percatarse de su
precariedad económica.
Había sido un alivio estar con
Martina. Se conocieron en San Petersburgo, donde sus madres compartían el uso
de una troika. Él tenía quince años y ella dieciséis. Ella era igual de pobre
que él y, como él, vivía en lugares de moda en las temporadas que no eran de
moda. Comprendieron mutuamente su difícil situación sin que fuera necesario
intercambiar ni una palabra.
Pero no era pensar en Martina lo
que le impedía dormir. Era la señorita Espósito.
Incluso antes de su encuentro
casual, había esperado, más o menos, que la señorita Espósito le propusiera una
fusión entre su futuro título y la fortuna de ella. También sabía que
lamentaría mucho rechazar aquella gran cantidad de preciosas libras esterlinas,
después de haber vivido tan necesitado de ellas toda su vida.
Lo que, rotundamente, no
esperaba era a la propia señorita Espósito. No era nada sentimental, sino muy
dura y escéptica para su edad... aunque su mayor crueldad la reservaba para
ella misma, al insistir en que estaría perfectamente bien, gracias, solo con
que pudiera dejar sin sentido a un duque, utilizando los libros de contabilidad
de este, y arrastrarlo al altar.
Para alguien, por lo demás,
tan equilibrado y manipulador, había sido extraña y conmovedoramente
transparente aquella noche. Él le gustaba. Le gustaba lo suficiente para
sentirse no solo decepcionada por su falta de disponibilidad, sino triste.
Sorprendentemente, a él
también le gustaba ella. ¿Cómo podía no gustarle una joven que lo llamaba «don
nadie empobrecido» a la cara? Su franqueza era refrescante y bienvenida después
de la matizada sutileza y las narraciones engañosas que, a lo largo de toda su
vida, habían caracterizado sus conversaciones con las personas fuera de su
familia inmediata.
Pero lo que provocaba su
inquietud a estas horas de la medianoche no era su forma excesivamente llana de
abordar las cosas y a las personas, sino su perturbadora sexualidad.
Ella quería tocarlo. Este
deseo había estado presente en cada mirada directa y en cada ojeada a
hurtadillas que le dedicó durante toda la noche. «Una vez consumado nuestro
matrimonio, solo es necesario que vuelva a mí cuando necesite herederos.» Puede
que la joven fuera virgen, pero no era pura ni inocente. Estaba enterada de
estas cosas.
Lo que probablemente todavía
no sabía, pero el sí, es que con su firmeza, en la cama sería una fuerza de la
naturaleza. Ningún hombre podría abandonar su cama y marcharse sin más; su
objetivo primordial, por muy agotado que estuviera, seguiría siendo cómo
conseguir que ella volviera a acostarse con él.
Peter se adormiló un rato.
Luego, de repente, se despertó. Había dejado las cortinas y las contraventanas
abiertas, una costumbre de muchos años, para poder mirar afuera y recordar en
qué país, en qué ciudad se encontraba. La ventisca debía de haber pasado ya; un
rayo de plateada luz de luna entraba por la ventana e iluminaba una franja
hasta la puerta. Allí había una mujer, vestida con un largo camisón y con la
espalda apoyada en la puerta. No podía verle la cara, pero supo instintivamente
que era la señorita Espósito, a la que llamaban con el apodo totalmente
inadecuado, por demasiado infantil, de Lali.
La mansión Espósito, aunque no
era una monstruosidad engorrosa como la residencia ducal de Twelve Pillars,
tenía, no obstante, ochenta o noventa habitaciones. Lo habían alojado en un ala
diferente de en la que sus anfitrionas tenían sus aposentos. Así que ella no se
había metido en la habitación equivocada después de usar el baño. Tenía que
haber recorrido sus buenos sesenta metros para ir a verlo.
Y él estaba desnudo bajo el
cobertor. La camisa de dormir del difunto señor Espósito, proporcionada
amablemente a la hora de acostarse, había resultado demasiado pequeña.
Ella permaneció en aquel
punto, sin moverse, durante un buen rato, hasta que se sintió tentado de
decirle que siguiera adelante con lo que diablos hubiera planeado o que lo
dejara en paz para seguir revolviéndose en la cama. De repente, ella se movió y
se acercó a la cama con pasos largos y decididos, caminando silenciosa sobre la
alfombra persa.
Se arrodilló junto a la cama,
con los ojos a la altura de su codo. Llevaba el pelo suelto, oscuro como el
tejido de la noche; el camisón blanco casi relucía. No podía verle la cara con
claridad, pero oía su respiración entrecortada, una larga inhalación,
ligeramente temblorosa, el aliento retenido durante unos cuantos latidos y una
súbita oleada de exhalación. Otra vez y otra más.
Pero permanecía quieta. ¿A qué
esperaba? ¿No estaba del todo satisfecha de que él estuviera realmente dormido?
Apretó con fuerza los ojos, haciendo como que ella no estaba allí. Pero su
aliento le cosquilleaba en el vello de los brazos, provocando unos temblores
sísmicos por todos sus nervios. Y su perfume, una elegante mezcla de camomila y
pepino, cálido, ligero e insidioso lo envolvía.
¿Qué quería?
Lo tocó, le puso la mano sobre
los dedos doblados, los enderezó hasta que estuvieron palma con palma, luego
entrelazó sus dedos con los de él. Las puntas de sus dedos estaban heladas. Un
estremecimiento silencioso y peligroso lo recorrió de arriba abajo. Deseaba
atraerla, ponerla sobre él y mostrarle lo que le espera a una joven insensata
que entra sigilosamente en la habitación de un hombre en mitad de la noche,
después de haberlo devorado toda la tarde con aquellos ojos suyos tan intensos,
haciendo que le ardiera la sangre durante tres largas horas.
La mano de Lali se movió. Los
dedos le rodearon la muñeca, abrasándolo con su fría piel. Dos dedos le
subieron por el brazo, tocándolo apenas. Se incorporó para tener acceso a una
mayor parte de él y un mechón de sus cabellos le acarició la parte interior del
brazo. Peter tuvo que morderse el labio inferior, casi anulado por la punzada
de placer.
En la parte superior de su
brazo, los dedos se deslizaron por encima de la clavícula y el hombro. Ella
vaciló antes de llevar la palma hasta su mejilla. Oyó una exclamación casi
inaudible cuando ella apartó la mano de golpe. Su incipiente barba la había
sorprendido. Su inexperiencia lo excitó casi tanto como su audacia. Ella no
había hecho esto antes.
La mano regresó; esta vez con
el dorso, piel fina sobre huesos fuertes, deslizándose a lo largo de su
mandíbula. El pulgar encontró sus labios y los resiguió. Luchó contra el
impulso de lamerle la yema del dedo. Dios, estaba ardiendo, en todas partes.
Los dedos de la mano más alejada de ella se aferraron al cubrecama. Aquella
joven no tenía ni idea de lo que le estaba haciendo; de saberlo, no se
atrevería a continuar.
Ella se movió de nuevo,
apoyando una cadera encima de: la cama. Cuando inclinó la cabeza, el pelo le
cayó en cascada, una madeja de hilos de seda deshaciéndose sobre su pecho en
una frialdad vaporosa y un caos excitante.
De repente, fue demasiado. Un
violento ataque de deseo lo dominó. La cogió por la parte de delante del
camisón y tiró de ella hacia abajo. Ella soltó una exclamación ahogada e
intentó soltarse, pero él la redujo fácilmente, hizo que los dos dieran media
vuelta, de manera que acabó encima de ella, inmovilizándola, tanto por su peso
como por el temor que ella misma sentía.
Solo el camisón los separaba.
Y Lali Espósito era de una feminidad escandalosa: pechos llenos, vientre suave
y caderas seductoramente redondeadas. Un gemido de placer dulce y terrible se
escapó de sus labios. Le besó la oreja, la mejilla, el cuello y, a través de la
suave franela del camisón, el hombro. Su mano se acomodó en la hendidura del
talle, por encima de la curva de las caderas. Sus dedos se hundieron en una
carne joven y firme. Otras partes de él también querían hundirse en ella con
fuerza, con mucha fuerza.
Ella estaba ahora a su merced,
después de haberse comprometido completamente. Eran muchas las cosas inicuas
que podía hacerle y ella no se atrevería a emitir ni un sonido... se mordería
los labios para acallar sus gemidos y quejidos, porque él haría que se sintiera
tan salvaje y voraz como él.
Necesitó toda su fuerza de
voluntad y una gran dosis de vergüenza —vergüenza por su falta de control, por
su deslealtad hacia Martina y por la rudeza que estaba empleando con una joven
que solo era culpable de sentirse atraída por él— para soltarla. Se apartó de
ella, le dio la espalda y soltó unos gruñidos como si estuviera soñando.
Ella se bajó de la cama. Pero
no se apresuró a salir de la habitación. Jadeaba como si hubiera estado huyendo
de un lobo, de un hombre lobo. En la aspereza de los sonidos que emitía, había
terror y excitación sexual.
Rezó para que se marchara.
Porque si no lo hacía, si volvía a su cama, no sería capaz de contenerse.
Ella se movió, pero de nuevo
hacia la cama, con sus suaves pasos tan ruidosos a sus oídos como disparos en
la oscuridad. La sangre le latía, espesa. Su erección se volvió dolorosamente exigente.
Ella dio un paso más hasta estar de nuevo junto al borde de la cama. Él apretó
las manos con fuerza, clavándose las uñas en las palmas hasta estar seguro de
que debía de estar sangrando, temiendo que si no se aferraba con fuerza a una
brizna de control...
Lali salió corriendo, cerrando
la puerta de golpe detrás de ella. Peter escuchó cómo ella se precipitaba por
el pasillo, notando la vibración del suelo debajo de él, a través del colchón.
Cuando la casa volvió a quedar
en silencio, se dio media vuelta poniéndose de espalda, y soltó el aliento que
había estado reteniendo. Su miembro se erguía erecto, caliente e insatisfecho.
Le dio un manotazo rabioso. Pero solo consiguió que volviera a levantarse, más
hambriento y exigente que antes.
Suspiró, lo envolvió con la
mano y dio rienda suelta a su imaginación.
Lali ardía un momento en los
fuegos del infierno y al siguiente en el éxtasis de aquel otro mundo, pero
sobre todo en una amalgama terrenal de tormento y pura agitación.
No había vuelto a meterse en
la cama con lord Tremaine por un pelo. Toda la escena se había desarrollado ya
en su mente: el ardor, la consumación, la consternación y las consecuencias. Al
final, él se casaría con ella porque era lo honorable, pese a la repugnancia
que sintiera hacia su persona y a ser relativamente inocente en todo aquel
asunto.
Todo en ella suspiraba por él.
Sería el igual que nunca había conocido, la liberación de su vasta soledad, el
bálsamo a todo sufrimiento. Si pudiera tenerlo...
Pero se había detenido. Era
algo demasiado cobarde, algo que estaba por debajo de su dignidad. Y quería que
él tuviera una buena opinión de ella, realmente lo deseaba; ella, a la que
nunca le había importado lo que los demás pensaran.
Pasó una eternidad hasta que
llegó la hora de vestirse y bajar a desayunar. Pensaba que estaría sola, pero
él ya estaba allí, en el comedor de desayunos, cuando ella entró. Se sonrojó de
nuevo.
Peter dejó a un lado el
ejemplar del Illustrated London News que estaba leyendo y se levantó.
—Señorita Espósito —dijo, con
una cortesía y una crianza impecables—. Buenos días.
Ella no respondió de
inmediato. No podía. Lo único que podía pensar era la manera en que la había
empujado debajo de él, con su miembro erecto presionando contra ella, separado
de su muslo solo por la franela del camisón.
Pero él había estado dormido
durante todo el rato y era evidente que no recordaba nada.
—Lord Tremaine, ¿ha dormido
bien?
Su mirada se encontró con la
de ella, firme e inocente.
—Ah, sí, espléndidamente; como
un tronco.
Entretanto, ella sufría por no
tenerlo. Entretanto, se censuraba y se maravillaba al mismo tiempo por lo que
había hecho. Entretanto, visualizaba cada instante de su peligroso encuentro, y
recordaba su topografía, su textura, su olor y su aterrador pero delicioso peso
mientras la mantenía cautiva.
Él le sonrió. Y se dio cuenta,
como si la alcanzara un rayo, de que estaba enamorada. Estúpida y terriblemente
enamorada.
De la noche a la mañana, se
había convertido en una estúpida.
Continuará...
Jajjajaja,decidida como ninguna.
ResponderEliminarPeter estará cambiando d opinión sobre ella.
ayyyy pobre laliii
ResponderEliminarq locaaa
maass <3
++++
ResponderEliminar@x_ferreyra7
Ayyy tenia q existir martina!!!?????
ResponderEliminar+++++++++++++
ResponderEliminarLos dos estan enamorados...
ResponderEliminarTan rápido se habia enamorado? Sube otro me mata la intriga de saber q paso entre ellos
ResponderEliminarMe encanta!! siguela!!
ResponderEliminarOh por Dios! Jajaja
ResponderEliminarEsta genial esta novela!