Londres, 8 de mayo de 1893
Solo un tipo de matrimonio ha
llevado el sello de aprobación de la alta sociedad.
Los matrimonios felices eran
considerados vulgares, ya que la dicha conyugal raramente duraba más que un
pudin bien cocido. No, la única clase de matrimonio que sobrevivía a las
vicisitudes de la vida era un matrimonio civilizado. Y la mayoría reconocía que
lord y lady Tremaine tenían el matrimonio más civilizado de todos.
En los diez años transcurridos
desde su boda, ninguno de los dos había dicho una palabra desagradable acerca
del otro, ni a padres ni a hermanos ni a los mejores amigos ni a los extraños.
Es más, como podían atestiguar los sirvientes, nunca tenían disputas, ni
grandes ni pequeñas; nunca se ponían mutuamente en evidencia; nunca, de hecho,
estaban en desacuerdo sobre nada en absoluto.
Sin embargo, cada año había
alguna debutante descarada, recién salida del colegio, que señalaba —como si no
fuera de sobra conocido— que lord y lady Tremaine vivían en continentes
diferentes y que no habían sido vistos juntos desde el día después de su boda.
Los mayores movían la cabeza,
desaprobadores. Qué boba era aquella jovencita. Ya vería cuando descubriese que
su galán tenía una «amiguita». O se desenamorase del hombre con el que se
hubiera casado. Entonces comprendería lo maravilloso que era el acuerdo que
tenían los Tremaine: cortesía, distancia y libertad desde el primer momento,
sin el estorbo de emociones molestas. En verdad, era un matrimonio
absolutamente perfecto.
Por lo tanto, cuando lady
Tremaine presentó una demanda de divorcio basándose en el adulterio y abandono
de lord Tremaine, se quedaron todos con la boca tan abierta que las barbillas
colisionaron con los platos en las mesas más distinguidas de todo Londres. Diez
días más tarde, cuando circularon noticias de la llegada de lord Tremaine a
suelo inglés por vez primera en una década, las mismas mandíbulas, al
desplomarse, dieron contra muchas alfombras caras procedentes del corazón de
Persia.
La historia de lo que sucedió
a continuación se expandió como una barriga bien alimentada. Fue algo muy
parecido a esto: llamaron a la puerta de la residencia Tremaine en Park Lane.
Goodman, el fiel mayordomo de lady Tremaine, abrió la puerta. Al otro lado
había un desconocido, uno de los caballeros de aspecto más extraordinario con
que Goodman se había tropezado en la vida; alto, apuesto, de complexión fuerte,
una presencia imponente.
—Buenas tardes, señor —dijo
plácidamente Goodman. Un representante de la marquesa de Tremaine que, por muy
impresionado que estuviera, nunca se quedaba boquiabierto ni embobado.
Esperaba que le tendieran una
tarjeta y le dieran la razón de la visita. En cambio, el caballero le entregó
el sombrero. Asombrado, Goodman soltó el pomo de la puerta y cogió la chistera
con ribete de satén. En ese instante, el hombre pasó junto a él y entró en el
vestíbulo. Sin mirar hacia atrás ni ofrecer ninguna explicación para esta
intrusión, empezó a quitarse los guantes.
—Señor —dijo Goodman,
enfadado—, no tiene autorización de la señora de la casa para entrar.
El hombre se volvió y le lanzó
a Goodman una mirada que, con gran vergüenza para el mayordomo, hizo que
tuviera ganas de hacerse un ovillo y ponerse a gimotear.
—¿No es esta la residencia
Tremaine?
—Sí que lo es, señor. —La
repetición del «señor» se le escapó a Goodman, aunque no tenía ninguna
intención de que eso sucediera.
—Entonces, sea tan amable de
informarme desde cuándo el dueño de la casa necesita el permiso de la señora
para entrar en sus propios dominios. —El hombre sostenía los dos guantes en la
mano derecha y golpeaba tranquilamente con ellos la palma de la izquierda como
si jugueteara con una fusta de montar.
Goodman no comprendía nada. Su
patrona era la reina Isabel de su tiempo: una señora sin ningún señor.
Entonces, con horror, cayó en la cuenta. El hombre que tenía ante sí era el
marqués de Tremaine, heredero del duque de Fairford y esposo de la marquesa,
tanto tiempo ausente que era como si estuviera muerto.
—Le ruego que me perdone,
señor. —Goodman se aferró a su flema profesional y cogió los guantes de lord
Tremaine, aunque notó que empezaba a sudar—. No teníamos noticias de su
llegada. Haré que le preparen sus habitaciones de inmediato. ¿Puedo ofrecerle
un refrigerio mientras tanto?
—Puede. Y también puede
ocuparse de que descarguen el equipaje —dijo lord Tremaine—. ¿Está lady
Tremaine en casa?
Goodman no consiguió detectar
ninguna inflexión especial en el tono de lord Tremaine. Era como si regresara
de echarse una siesta en el club. ¡Después de diez años!
—Lady Tremaine está dando un
paseo por el parque, señor.
Lord Tremaine asintió.
—Muy bien.
Instintivamente, Goodman trotó
detrás de él, del mismo modo que iría detrás de un animal salvaje que por
casualidad hubiera conseguido atravesar la puerta. Fue solo un minuto más
tarde, al volverse lord Tremaine y enarcar una ceja, cuando Goodman comprendió
que ya le habían dado la orden de retirarse.
Había algo en la residencia
londinense de su esposa que desconcertaba a lord Tremaine.
Era sorprendentemente
elegante. Estaba casi seguro de que se encontraría con un interior parecido al
que solía ver en las casas de sus vecinos de la parte baja de la Quinta
Avenida: grandioso, dorado, con el único objeto de recordar los últimos días de
Versalles.
Aquí había unas cuantas sillas
de esa época, pero todavía conservaban sus asientos tapizados en terciopelo, lo
que les daba un aspecto cómodo en lugar de lujoso. Tampoco vio los pesados
aparadores ni la proliferación incontrolada de bibelots que, en su mente, iban
siempre asociados a los hogares ingleses.
Si acaso, la residencia tenía
un extraño parecido con cierta villa de Turín, al pie de los Alpes italianos,
en la que había pasado unas cuantas semanas felices en su juventud; una casa
empapelada en suaves tonalidades de oro viejo y aguamarina apagado, maceteros
de cerámica vidriada, con orquídeas, colocados encima de esbeltos soportes de
hierro forjado, y muebles bien hechos, duraderos, del siglo anterior.
Durante toda una adolescencia
de mudanzas de un domicilio a otro, la villa era el único sitio, aparte de la
propiedad de su abuelo, donde se había sentido en casa. Le entusiasmaba su
luminosidad, su comodidad sin abarrotamiento y su abundancia de plantas de
interior, que desprendían un aliento húmedo y herboso.
Se negaba a creer que el
parecido entre las dos casas fuera una casualidad hasta que los cuadros que
adornaban las paredes del saloncito atrajeron su atención. Entre el Rubens, el
Tiziano y los retratos de los antepasados que ocupaban un espacio
desproporcionado en las paredes inglesas, ella había colgado pinturas de los
mismos artistas modernos de cuyas obras él hacía gala en su propia casa de
Manhattan: Sisley, Morisot, Cassatt y Monet, cuya producción había sido
comparada de manera infame a un papel pintado sin acabar.
Se le aceleró el pulso,
alarmado. En el comedor había más Monet y dos Degas. Y en la galería, parecía que
hubieran comprado una exposición completa de los impresionistas: Renoir,
Cézanne, Seurat y otros artistas de los que nadie había oído hablar fuera de
los círculos más restringidos del mundo del arte parisino.
Se detuvo en mitad de la
galería, incapaz de repente de seguir avanzando. Ella había amueblado esta casa
para que fuera la fantasía hecha realidad del muchacho que él era cuando se
casó con ella; el muchacho que debió de mencionar, durante sus largas horas de
conversación embelesada, sus preferencias por las casas sobrias y su amor por
el arte moderno.
Recordaba la fascinada
concentración con que ella lo escuchaba, sus tiernas preguntas, su ardiente
interés por todo lo que concernía a él.
¿Era el divorcio una nueva
artimaña? ¿Una trampa hábilmente preparada para volver a seducirlo cuando todo
lo demás había fracasado? Cuando abriera la puerta de su dormitorio, ¿la
encontraría desnuda y perfumada en su propia cama?
Localizó los que fueron sus
aposentos y abrió la puerta.
Ella no estaba en la cama, ni
desnuda ni de ninguna otra manera.
No había ninguna cama.
Tampoco había ninguna otra
cosa. La estancia era tan vasta y estaba tan vacía como el Oeste americano. En
la alfombra ya no se veían las huellas de las patas de las sillas y de la cama.
En las paredes no había rectángulos que delataran la ausencia de unos cuadros
retirados hacía poco. Una gruesa capa de polvo se había asentado en el suelo y
en el alféizar de las ventanas. La habitación llevaba años vacía.
Sin ninguna razón, se sentía
como si le hubieran dejado sin aliento. El saloncito de los aposentos del señor
de la casa estaba impecablemente limpio y amueblado: sillones de lectura de
respaldo alto, estanterías llenas de libros muy usados con los lomos arrugados,
un escritorio con tinta y papel recién colocados; incluso había una maceta con
una amaranta en flor. Todo provocaba que el vacío del dormitorio pareciera
todavía más intencionado, como un símbolo hiriente.
Puede que, en un tiempo
pasado, se hubiera diseñado la casa con el único objetivo de que él volviese.
Pero se trataba de otra década; otra época totalmente diferente. Desde
entonces, ella le había erradicado de su existencia.
Todavía seguía en el umbral
contemplando el dormitorio vacío cuando llegó el mayordomo seguido por dos lacayos
y un gran baúl de viaje. El vacío absoluto de la estancia hizo ruborizar al
sirviente.
—Solo tardaremos una hora en
airear la habitación y volver a colocar el mobiliario, señor.
Estuvo a punto de decirle al
mayordomo que no se molestara, que dejara que el aposento siguiese desnudo y
vacío. Pero eso habría sido demasiado revelador. Así que se limitó a asentir.
—Excelente.
Lady Tremaine todavía no había
contestado a ninguna de las cartas de su madre —diez en total, una por cada día
pasado desde que había presentado la demanda de divorcio—, en las cuales la
señora Espósito ponía en duda su cordura abiertamente y llegaba casi a comparar
su inteligencia con la de una pierna de cerdo.
Pero todo eso era de esperar.
Lo que hizo que su cabeza estuviera a punto de estallar fue el telegrama de la
señora Espósito que había llegado hacía tres horas: «Lord Tremaine desembarcó en Southampton esta mañana». Por mucho que
tratara de explicárselo a Benjamín como algo normal —«Hay papeles que firmar y
acuerdos que negociar, cariño. Tiene que volver en algún momento»—, la llegada
de Tremaine solo auguraba problemas.
Su esposo. En Inglaterra. Más
cerca de lo que había estado en una década, excepto por aquel desdichado
incidente en Copenhague cinco años antes, en 1888.
—Necesito que Broyton venga
mañana por la mañana para revisar algunas cuentas —le dijo a Goodman,
entregándole el chal, el sombrero y los guantes, mientras entraba en la casa y
se dirigía a la biblioteca—. Sea tan amable de pedirle a señorita Étoile que venga;
tengo que dictarle algunas notas. Y dígale a Edie que esta noche me pondré el
traje de terciopelo crema en lugar del de seda amatista.
—Señora...
—Ah, me olvidaba. He visto a
lord Sutcliffe esta mañana. Su secretario ha presentado su renuncia. Le he
recomendado a su sobrino, Goodman. Haga que se presente en casa de lord
Sutcliffe mañana por la mañana a las diez. Dígale que lord Sutcliffe prefiere
un hombre franco y de pocas palabras.
—¡Es muy amable por su parte,
señora! —exclamó Goodman.
—Es un joven prometedor. —Se
detuvo ante la puerta de la biblioteca—. Pensándolo bien, dígale a la señorita
Étoile que venga dentro de veinte minutos. Y asegúrese de que no me moleste
nadie hasta entonces.
—Pero, señora, su señoría...
—Hoy su señoría no tomará el
té conmigo. —Abrió la puerta y vio que Goodman seguía allí, sin moverse. Se
volvió y lo miró. El mayordomo tenía aspecto de estar estreñido—. ¿Qué pasa,
Goodman? ¿La espalda vuelve a darle problemas?
—No, señora. Se trata de...
—Se trata de mí —dijo una voz
desde el interior de la biblioteca.
La voz de su esposo.
Durante un largo momento de
estupefacción, lo primero que pensó era lo mucho que se alegraba de no haber
invitado a Benjamín a ir con ella a casa, como hacía con frecuencia por la
tarde, después de que dieran un paseo juntos. Luego no pudo pensar nada en
absoluto. El dolor de cabeza desapareció, sustituido por el demencial aflujo de
sangre que le inundó el cerebro. Sintió calor y luego frío. El aire a su
alrededor se espesó hasta parecer un puré de guisantes, bueno para tragar pero
imposible de inhalar.
Distraídamente, hizo un gesto
a Goodman.
—Puede volver a sus
ocupaciones.
Goodman vaciló. ¿Temía por
ella? Entró en la biblioteca y la pesada puerta de roble se cerró tras ella,
dejando fuera ojos y oídos curiosos, dejando fuera al resto del mundo.
Las ventanas de la biblioteca
daban al oeste, con vistas sobre el parque. El sol todavía intenso entraba
oblicuamente a raudales por los cristales de las ventanas y dibujaba
rectángulos perfectos de cálida claridad en su alfombra de Samarcanda, llena de
amapolas y granadas sobre un campo rosa y marfil.
Tremaine permanecía fuera de
la luz directa, con las manos apoyadas en el escritorio de caoba que había
detrás de él y las largas piernas cruzadas en los tobillos. Era una figura en
relativa oscuridad, no especialmente visible. Sin embargo, ella lo veía con
total claridad, como si el Adán de Miguel Ángel hubiera descendido del techo de
la Capilla Sixtina, asaltado una sastrería a medida de Savile Row y venido a
crear problemas.
Recuperó el control de sí
misma. Lo había estado mirando fijamente como si todavía fuera aquella joven de
diecinueve años, carente de sagacidad, pero muy pagada de sí misma.
—Hola, Peter.
—Hola, Lali.
No había permitido que ningún
hombre la llamara con aquel apodo de su infancia desde que él se marchó.
Se obligó a apartarse de la
puerta y cruzó la biblioteca; bajo sus pies, la alfombra era demasiado mullida,
como un terreno pantanoso. Fue directamente hasta él para demostrarle que no le
tenía miedo. Pero sí que se lo tenía. Tenía poder sobre ella, un poder mucho
mayor que el que le conferían las simples leyes.
Como no era alta, tuvo que
inclinar la cabeza hacia atrás para mirarlo a la cara. Sus ojos eran de un
verde muy oscuro, como la malaquita de los Urales. Aspiró su sutil perfume a
sándalo y cítricos, aquel aroma que una vez había equiparado a la felicidad.
—¿Has venido para concederme
el divorcio o para causar molestias? —No se anduvo con rodeos. Los problemas a
los que no te enfrentas directamente siempre acaban por darte un mordisco en el
trasero.
El se encogió de hombros. Se
había quitado la chaqueta de calle y la corbata. La mirada de ella se demoró un
segundo de más en la dorada piel de la base del cuello. Su camisa de fina
batista lo envolvía amorosamente, acariciando los anchos hombros y los largos
brazos.
—He venido para fijar
condiciones.
—¿A qué te refieres con
condiciones?
—Un heredero. Da a luz un
heredero y te concederé el divorcio. De lo contrario, presentaré testigos de tu
adulterio. Sabes que no puedes divorciarte de mí acusándome de adulterio, si tú
has cometido el mismo pecado, ¿verdad?
Le zumbaban los oídos.
—Debes de estar bromeando.
¿Quieres un heredero de mí? ¿Ahora?
—Es que antes no podía soportar
la idea de acostarme contigo.
—¿De veras? —Se echó a reír,
aunque habría preferido tirarle el tintero a la cabeza—. Te gustó bastante la
última vez.
—La mejor actuación de mi vida
—respondió él tranquilamente—. Y eso que yo ya era un buen actor.
El dolor brotó en su interior,
un dolor corrosivo, debilitante, que había creído no volver a sentir nunca. Se
esforzó por mantener el control y alejar ese tema que la hacía tan vulnerable.
—Amenazas vacías. No he tenido
relaciones íntimas con Benjamín.
—¡Qué casta! Hablo de lord
Wrenworth, lord Acton y del honorable señor Williams.
Ahogó una exclamación. ¿Cómo
lo sabía? Siempre había sido muy cuidadosa, siempre muy discreta.
—Tu madre me escribió. —La
observaba; era evidente que disfrutaba de su creciente desaliento—. Por
supuesto, lo único que ella quería era que me volviera loco de celos y cruzase
el océano sin perder un segundo para recuperar lo que era mío. Estoy seguro de
que la perdonarás.
Si alguna vez existieron
circunstancias atenuantes para el matricidio, no era en este momento. Lo
primero que haría al día siguiente sería soltar dos docenas de cabras
hambrientas en el muy apreciado invernadero de la señora Espósito. Luego
acapararía todas las existencias de tintes para el pelo que hubiera en el mercado
y obligaría a aquella mujer a que tuviera que enseñar sus raíces canosas.
—Puedes elegir —dijo él
cordialmente—. Podemos resolverlo en privado o podemos usar los testimonios
jurados de estos caballeros. Sabes que cada palabra que digan saldrá en todos
los periódicos.
Palideció. Benjamín era su
propio milagro humano, firme y leal; la quería lo suficiente para tomar parte
voluntariamente en todas las complicaciones y aspectos desagradables de un
divorcio. Pero ¿seguiría queriéndola cuando sus anteriores amantes
testificaran, públicamente, sobre sus aventuras?
—¿Por qué haces esto?
—preguntó, alzando la voz. Respiró hondo para calmarse. Cualquier emoción que
mostrara ante Peter sería un signo de debilidad—. Hice que mis abogados te
enviaran una docena de cartas. No contestaste a ninguna. Podrías haber anulado
este matrimonio con cierta dignidad, sin tener que pasar por este circo.
—Vaya, y yo que pensaba que mi
falta de respuesta transmitía adecuadamente lo que yo opinaba de tu idea.
—¡Te ofrecí cien mil libras!
—Mi fortuna es veinte veces
mayor. Pero incluso si no tuviera ni un penique, eso no sería suficiente para
ponerme delante del magistrado de su majestad y jurar que nunca te he tocado.
Los dos sabemos perfectamente bien que te follé como despedida.
Se estremeció y sintió calor
al mismo tiempo. Para su desgracia, no solo era por la rabia. El recuerdo de
aquella noche... no, no pensaría en aquello. Ya lo había olvidado.
—Esto tiene algo que ver con
la señorita Stoessel, ¿no es así? Sigues queriendo castigarme.
Le dedicó una de aquellas
frías miradas suyas que hacían que las rodillas le flaquearan.
—Vaya, ¿y por qué se te ocurre
pensar eso?
¿Qué podía decir? ¿Qué podía
decir sin sacar a colación toda aquella historia tan complicada y amarga? Tragó
saliva.
—De acuerdo —dijo, con toda la
indiferencia que pudo reunir—. Tengo un compromiso esta noche. Pero seguramente
volveré a casa hacia las diez. Te puedo conceder un cuarto de hora a partir de
las diez y media.
El soltó una carcajada.
—Tan impaciente como siempre,
mi querida marquesa. No, esta noche no iré a visitarte. Estoy cansado del
viaje. Y ahora que te he visto, necesitaré unos cuantos días más para superar
mi repugnancia. Pero ten la seguridad de que no aceptaré necios límites de
tiempo. Permaneceré en tu cama todo el tiempo que quiera, ni un minuto menos...
ni tampoco un minuto más, por mucho que me supliques.
Se quedó boquiabierta de pura
estupefacción.
—Es lo más ridí...
De repente, él se inclinó
hacia ella y le puso el índice en los labios.
—Si estuviera en tu lugar, no
acabaría esa frase. No te gustará tener que tragarte esas palabras.
Ella apartó bruscamente la
cara, le quemaban los labios.
—No querría que permanecieras
en mi cama aunque fueses el último hombre vivo y yo no hubiera tomado más que
extracto de cantárida durante dos semanas.
—¡Qué imágenes me traes a la
mente, milady Tremaine! Ya eres una tigresa con todos los hombres del mundo
perfectamente vivos y sin necesidad de ningún afrodisíaco. —Se apartó del
escritorio—. Ya he tenido suficiente de ti por un día. Que pases una tarde
agradable. Por favor, transmite mis saludos a tu enamorado. Espero que no le
importe que ejerza mis derechos conyugales.
Se marchó sin mirar atrás.
Y no era la primera vez.
Lady Tremaine se quedó mirando
cómo se cerraba la puerta detrás de su esposo y maldijo el día en que se enteró
de su existencia.
Continuará...
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Hola hola!! :D
ya empezamos con otra nove!!! yeeeeeeeeeeeeeee!!!
espero que le guste y yyy... tal vez no entiendan mucho pero conforme vayan pasado los capítulos se llenaran los espacios en blanco... como el porque Peter dejo a Lali y eso...
Los capítulos serán medio larguitos (así avanzamos rápido)... y un consejito pongan atención a las fechas, a los años especialmente... :)
Uy ya quiero ver que pasa !!!
ResponderEliminarSe Me Hace Que Esta Nove Va A Superaaar Las Expectativas Mas Altas... Espero Con Ansias Maas!
ResponderEliminar++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++
ResponderEliminarSi k la conozco ,pero no me acuerdo d los detalles.
ResponderEliminarK frío k es Peter.
Uffff esta novela esta bueeenaaaa
ResponderEliminarCuantos caps seran?
Esta absolutamente GENIAL! Me encanto!
ResponderEliminarSiempre escoges bien!
Me fascina que se de época y mas que sean en Inglaterra! Besos,
Que genial que sean largos! Mucho mejor!
ResponderEliminarPrimer capitulo y ya odio a peter! Jummm
ResponderEliminarMaass
mas mas mas mas !!
ResponderEliminarQ buena!!!!!!!!!!!!!!!!Vamos a presenciar uan buena guerra creo yo!
ResponderEliminarmasss!!!
ResponderEliminarMe encanto
ResponderEliminar+++++
@x_ferreyra7
Me encanto
ResponderEliminar+++++
@x_ferreyra7
Quiero saber que pasó entre ellos en el pasado que Peter la dejó
ResponderEliminarYo con als fechas no soy muy buena jajaja
ResponderEliminarMe encanto el primer cap
Espero cpn ansias el 2°
me enamore de esta novela que malo que es peter . aguante tus novelas sin duda tu pagina laliter es la mejor que vi en mi vida. Ademas me encantan todas tus noves espero con ansias mas capitulos .SOS GROSA!
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