Lali estaba decidida a disculparse. Máximo tenía
razón: no lo respetaba cuando casi se había desmayado al recibir la gardenia de
Peter. Cuando aquél se hubo marchado la noche anterior, furioso y dolido, el
sentimiento de culpa se había apoderado de ella. Se sentía tan mal que no había
podido pegar ojo y había despertado a Estefano al alba para que le enganchara
uno de los viejos rucios a la carreta. Ataviada con uno de sus mejores vestidos
de paseo, dejó una nota para la señora Peterman y partió hacia Pemberheath para
arreglar las cosas, empezando por disculparse con el hombre con quien iba a
casarse.
Una densa niebla matinal cubría la tierra y era
imposible discernir el paisaje, un tiempo perfectamente acorde con su estado de
ánimo. Últimamente, no lograba aclararse. Cada día era un caleidoscopio de
confusión; su cabeza y su corazón un caos de emociones. Ya había tenido
suficiente, pensó mientras el rucio trotaba brioso por el camino. Había elegido
su destino, había firmado todos los documentos necesarios y respetaría su
compromiso. Máximo había sido un dechado de paciencia, bondadoso a su peculiar
manera, y no le había pedido nada a cambio salvo que lo respetase. Ella le
había prometido que lo haría. Se lo debía.
Apremió al viejo caballo de color pardo claro.
Animal y carreta cruzaron traqueteando un pequeño
puente que marcaba el punto de separación entre Pemberheath y Rosewood. De
pronto se oyó un chirrido procedente del vehículo y Lali tiró frenética de las
riendas. Suspirando impaciente, bajó y, con los brazos en jarras, lo examinó.
El funcionamiento de aquel cacharro la abrumaba, y lo único que sabía con
certeza era que, para que rodase, hacían falta las cuatro ruedas. Se acercó al
caballo y tiró de él. Volvió a oírse aquel ruido horrendo y, al mirar hacia
atrás, vio que las ruedas delanteras no se movían.
—¡Vaya por Dios! —exclamó. Luego retrocedió hasta
aquel montón de leña vieja e, impetuosa, le asestó una buena patada. De
inmediato se agarró el pie, doblada de dolor—. ¡Malditas zapatillas! —masculló,
y lanzó una mirada de odio al delicado calzado esmeralda a juego con el
vestido. Estupendo. ¡Con aquellas cositas endebles no podría caminar ni tres
metros! ¿Qué hacer? Desesperada, miró al cielo. ¿Eran imaginaciones suyas o las
nubes se estaban haciendo más densas?
No eran imaginaciones suyas, descubrió unos
minutos después cuando le cayó en la mano la primera gota gorda. Gimió y se
apresuró cuanto pudo por soltar al rucio de la carreta. Estefano había ideado
un peculiar arnés con un extraño sistema de fijación, y Lali no veía el modo de
soltarlo. Las gotas dieron paso a una lluvia fina que le empapó el sombrero.
De repente, toda aquella situación la superaba. La
lluvia, la vieja carreta, todo. Las dos últimas semanas habían sido las más
turbulentas de toda su vida y tenía los nervios destrozados. No tenía ni idea
de qué hacer con nada, ¡y menos aún con un caballo enganchado a una carreta
mediante un arnés casero! Cielo santo, ¿es que ya a nadie le gustaban las cosas
sencillas? Empezó a llorar desconsoladamente. Abrazada al viejo rucio, lloró
lastimera en su cuello, demasiado cansada y confundida para pensar en qué podía
hacer.
Chilló cuando un par de manos fuertes la cogieron
por los hombros y la apartaron de la bestia.
—¿Qué haces? —le preguntó Peter, volviéndola
bruscamente para mirarla a la cara.
La devoró una sensación de alivio, agotamiento y
pura frustración con el universo que intensificó su llanto.
—¿Te has hecho daño? —quiso saber él, frunciendo
el cejo mientras sus ojos la exploraban en busca de alguna herida.
—¡Se ha roto! —lloriqueó y señaló la rueda, desesperada.
Peter miró el vehículo, luego el caballo, y la
soltó. Trató de mover al viejo rucio, pero las ruedas delanteras se bloquearon.
Se acercó a la carreta y se agachó para asomarse por debajo.
—Ah, ahí está el culpable —murmuró. Se levantó de
un salto, se acercó de nuevo al animal y, para sorpresa de Lali, lo soltó
fácilmente. Tirando de las bridas, lo condujo a un bosquecillo próximo. Lali,
sin parar de llorar, lo vio volver a la carreta y recoger el invento que
sujetaba al caballo. Con un fortísimo empujón, desplazó la carreta hacia atrás,
desbloqueando así las ruedas delanteras, y la sacó del camino. Luego volvió con
ella y le cogió la mano. Ella procuró mantenerse en pie cuando él la llevó
consigo y prácticamente la tiró a lomos de Júpiter para subir a su espalda
inmediatamente después.
—¿Por qué no has buscado refugio? Hay una casita
abandonada a menos de cien metros de aquí —le dijo él con voz áspera, señalando
una hilera de árboles.
Lali miró en la dirección que él le indicaba. El
edificio en ruinas tenía un tejado de paja que ella no había visto entre los
árboles y la niebla hasta aquel mismo instante. Era una casita en la que había
jugado de niña, pero que había olvidado. Fue el golpe definitivo para su frágil
estado de ánimo; se dejó caer sobre él, sacudida por el llanto incesante.
Tuvo la sensación de que se movía; luego, de que
la levantaban. Cuando tocó el suelo con los pies, se precipitó hacia la
vivienda en ruinas, agachándose mucho para pasar dentro. Había una sola
estancia y nada en el interior, salvo unas balas de heno. El suelo era un
barrizal, una intrincada telaraña ocupaba un rincón, en la chimenea había
restos de algún fuego antiguo y el lugar olía a ganado.
Lali lloró aún más.
Al cabo de un instante, entró Peter, que
empujándola por la cintura la llevó a sentarse en una de las balas de heno.
Mientras ella lloraba, él deshizo otro par de balas y cubrió de hierba segada
el barro. Lo vio quitarse el abrigo y sacudirle la lluvia para extenderlo
después por el lecho que había preparado. Supervisó con calma su trabajo antes
de volverse hacia Lali, con una sonrisa torcida en los labios.
—Ay, ángel mío, no has empezado muy bien el día,
¿verdad?
Ésta rompió a llorar otra vez, luego se tapó la
cara con las manos. Él se sentó a horcajadas en la misma bala de heno que ella
y le acarició la cabeza apoyándola en su hombro.
—Vamos, seguro que no es tan grave como parece —le
susurró tranquilizador—. ¿Qué ha hecho que de esos espléndidos ojos broten
tantas lágrimas? Déjame adivinar, ¿ha sido tu tío Bartolomé?
Triste, negó con la cabeza.
—No —susurró, sorbiendo el aire.
—Mmm. ¿Ha sido porque el señor Goldthwaite te ha
regalado un ramo de margaritas pochas y te ha proclamado su admiración
infinita?
Lali sorbió con más fuerza.
—¡Qué va! Últimamente no me aguanta nada —gimoteó.
—Entonces, ¿qué, me pregunto yo, puede hacer
llorar así a mi ángel? —le susurró, pensativo, en la nuca.
—Todo —gimió ella, y se agarró lastimera a la
solapa de su chaqueta.
Peter le pasó un dedo por debajo de la barbilla y
se la alzó para poder examinarle detenidamente el rostro.
—¿Todo? —repitió él, y se inclinó despacio para
besarle el reguero de lágrimas de una mejilla—. Eso es mucho —murmuró, y le
besó la otra mejilla—. Demasiado para un ángel. —Le besó despacio un ojo—.
Desahógate conmigo, cielo —le susurró, besándole el otro ojo—. Yo haré mías,
gustosamente, todas tus preocupaciones. —Le besó el puente de la nariz.
Aquellas palabras tranquilizadoras le recorrieron
las entrañas como fuego. Lali cerró los ojos y saboreó cada una de ellas al
tiempo que escapaban de su cabeza todas las buenas intenciones. En aquel
momento, necesitaba el consuelo de Peter, desesperadamente. De pronto, todo lo
demás dejó de importarle. Ni la lluvia que caía a mares, ni el caballo que
relinchaba suavemente al cobijo de los árboles, ni Máximo, ni Gastón, ni
ninguna responsabilidad, ni ninguna reivindicación de dignidad. Lo necesitaba.
Se notó los labios de él en la frente, luego en la
sien.
—Deja que yo cargue con todo, mi amor: con el
cansancio del final del día. Déjame cargar con tus triunfos, con tus derrotas,
con tus dudas, con tus miedos, con tu felicidad —dijo con dulzura.
Hipnotizada, abrió los ojos y, de forma
inconsciente, levantó la mano para tocarle la cara. El la apoyó en ella y le
besó la palma.
—Yo cargaré con tu salud, tu buen humor, tu
costumbre de citar a los clásicos. Cargaré con tu familia, tus animales y tus
pequeños proyectos. Te llevaré siempre en mi corazón, y a tus niños. Cargaré
con todo... Nunca tendrás que preocuparte, ni sufrirás, ni te faltará nada. Ven
conmigo. Ven conmigo, Lali. —Su voz se había vuelto ronca; en sus ojos verdes
brillaba la intensidad de sus emociones. A Lali le pareció que el corazón le
levitaba en el pecho y quedaba suspendido al borde de un sentimiento tan
profundo que temía caer dentro y ahogarse en él.
Peter sonrió y aquella sonrisa se enroscó en el
corazón de Lali y lo insufló de vida. Instintivamente, le echó los brazos al
cuello y lo besó. Los labios de él se estrujaron ansiosos contra los de ella,
su lengua se introdujo hasta lo más hondo de la boca de la joven, reclamándola.
Ésta se dio cuenta de que le enterraba los dedos en el pelo y se agarraba hasta
la última fibra de su ser masculino. Se le cayó el sombrero y se desabrochó el
cuello alto de su chaqueta. Peter la besó con mayor intensidad, acariciándole
la lengua con la suya, invitándola a pasearse por sus entrañas.
Estaba encendida.
Se dejaron caer sobre el abrigo de él. Las manos
del duque recorrieron ansiosas el contorno de ella, su tronco, descendiendo por
las piernas, hasta encontrar los botones de su blusa. La lluvia martilleaba la
tierra a unos metros de ellos, con idéntico tempo que los latidos de su
corazón. Buscó el calor del cuerpo de Peter, metiéndole las manos por debajo
del chaleco, palpándole la columna, las costillas y los músculos bien torneados
de su cuello y sus hombros. Él le liberó el pecho y ansioso se llevó a la boca
el pezón erecto. Instintivamente, ella se levantó hacia él, disfrutando sin
reparos de aquella sensación dulce y ardiente en su piel que crecía en la boca
de su estómago.
Con la boca y con las manos, Peter la excitaba, y
ella recibía sus caricias presa de una dicha absoluta. El hizo una pausa para
quitarse la chaqueta y el chaleco, y arrancarse el cuello de la camisa.
Ella le manoseó con frenesí los botones de perla
de esa prenda mientras él le metía la mano por debajo de la falda y se
deslizaba por las piernas. Con la mano que le quedaba libre, se la desabrochó
fácilmente.
—Tu sitio está a mi lado —le susurró, al tiempo
que le soltaba de la cintura la falda manchada y la tiraba sobre la otra bala
de heno—. Sabes que es así. —Deslizó una mano por debajo del cuerpo de Lali
para poder quitarle la ropa interior. Muy despacio, empezó a levantarle de la
cadera las enaguas—. ¡Qué ángel! —susurró él mientras sus ojos devoraban con
ternura el cuerpo desnudo de ella y, con reverencia, se inclinó para besarle el
vientre plano—. Mi angel.
Lali suspiró, perdida en aquel pequeño lecho de
sensaciones desatadas. Se olvidó de todo menos de Peter. Era cierto, su sitio
estaba al lado de él: hasta el último centímetro de su ser ardía de deseo por
sus caricias. Su miembro erecto, retenido bajo el tejido de sus pantalones, le
apretaba el muslo. La suave sensación de los labios de él en su vientre y el
cosquilleo de su lengua en el ombligo le produjeron espasmos de deseo que le
recorrieron el cuerpo entero.
—Peter —le susurró, dedicándole una sonrisa lenta
mientras él le levantaba la pierna para besarle la pantorrilla. Los labios de
él trazaron un sendero cálido y húmedo por su pierna, deteniéndose para besarle
la corva y mordisquearle la cara interna del muslo. Con una mano, revoloteó por
su pecho, amasándoselo con suavidad.
El aliento de Peter le acarició las ingles,
dejándola casi inconsciente. Cuando le pasó la lengua por el núcleo de su
feminidad, aquello la aterró, casi tanto como su propio deseo. Se le entrecortó
la respiración; de pronto le faltaba el aire. El se instaló entre sus piernas,
levantándoselas por encima de sus anchos hombros, y descendió despacio. Lali,
presa de una espiral de deseo, empezó a retorcerse debajo de él, agarrándose
con desesperación a su cabeza, moviéndose instintivamente en busca de las
caricias de su lengua. Él le cogió con fuerza las nalgas y se la acercó,
sumergiéndose cada vez más en ella, luego empezó a atormentarla deliciosamente
de la forma más íntima imaginable. La presión que se generaba en su interior
era insoportable; ella se esforzaba por salir a su encuentro, agarrándose a la
paja que la rodeaba en busca de algún anclaje.
Peter le cogió la mano y se la apretó con fuerza
mientras aceleraba los movimientos de su lengua. La experiencia era asombrosa.
Tras ascender sin parar hasta lo más alto, Lali se lanzó de pronto en picado a
un mar de dulce olvido. Su propio gemido gutural le resonó en los oídos al
tiempo que aquella extraordinaria sensación la inundó de un interminable e
increíble gozo.
Peter la dejó un instante para quitarse los
pantalones. El corazón se le desbocó al contemplar a la hermosa criatura que
tenía tendida delante. Aquella vez era tan distinto, pensó mientras le rozaba
el muslo con su miembro erecto. Tan perfecto... Una sonrisa tierna le frunció
los labios mientras se deleitaba observando a la mujer a la que amaba con toda
su alma.
—Dios, cuánto te quiero —le susurró.
Ella abrió mucho sus ojos oscuros, luego pestañeó
mientras le cogía la barbilla.
—Peter —murmuró con voz ronca.
Se inclinó para besarla, con el sabor de su sexo
aún en los labios. Le buscó la mano y se la llevó hasta el núcleo aterciopelado
de su virilidad y le enroscó los dedos alrededor del miembro pulsátil. El tacto
de las manos de Lali era exquisito; la lengua del aristócrata se paseó por los
rincones de la boca de ella al ritmo de su mano, deslizándose por sus dientes y
sus encías. Desesperado por prolongar aquella increíble experiencia, él le
cogió la mano de repente y se la apartó de su miembro al tiempo que buscaba
rápidamente la entrada a sus entrañas. Levantó la cabeza para mirarla a los
ojos y sondear sus profundidades, para ser testigo de las emociones de un ángel
del que se había enamorado hacía tantos meses.
—Que Dios me perdone, pero te deseo —le susurró
ella.
Aquello era lo más erótico que ella podía haberle
dicho. Con un potente empujón de sus caderas, Peter se enterró en lo más hondo
de ella. Gritando de éxtasis, Lali lo envolvió con su cuerpo y él tuvo la
sensación de estar completamente instalado en sus cálidas honduras. Se movió
despacio, casi saliendo del todo y volviendo a entrar después, maravillado de
la pasión que chispeaba en los ojos de ella cada vez que lo hacía. Ella se
elevaba para recibir cada empujón y su cuerpo se cerraba alrededor del miembro
de Peter, llevándolo casi al borde de la plenitud. Pero él mantenía los golpes
deliberadamente lentos, contrariándose a sí mismo hasta el punto de la locura.
Con un movimiento rápido y ágil, se puso boca
arriba, llevándosela consigo y sin perder el ritmo. De pronto, ella estaba
encima de él, apoyada en su pecho, masajeándole los músculos, acariciándole los
pezones erectos con los dedos. Los movimientos de él adquirieron una repentina
premura, que ella entendió perfectamente al mirarlo. El cuerpo de Lali pareció
fundirse por completo con el de él, albergándolo en perfecta armonía mientras
él corcoveaba debajo de ella. Cuando la presión contenida de Peter empezó a dar
paso a una erupción de placer, Lali echó la cabeza hacia atrás con gesto
victorioso, vertiendo su melena en los muslos de él.
Con la última inmersión en las entrañas de ella, Peter
gritó su nombre y se vació convulso en su interior, depositando en el vientre
de ella su semilla de vida. Jadeante, Lali se desplomó sobre él, derramando su
pelo por el pecho y el rostro de su amado. Éste se volvió un poco; con los
cuerpos aún unidos, él le acarició la espalda suavemente y trató de recuperar
el aliento.
—Ay, Dios, cuánto te quiero —gimió ella mientras
él se apartaba el pelo de ella de la cara, y luego se lo retiraba a ella
también y la besaba con ternura.
—Te quiero, cielo —le susurró él.
Ella se retorció en sus brazos y le apoyó la
barbilla en el hombro, mirándolo con la misma admiración que él sentía en lo
más hondo de su alma. Estuvieron así un rato, mirándose en silencio,
explorándose, maravillándose del gozo que habían creado juntos. Mientras
memorizaba el cuerpo de Lali con las yemas de los dedos, Peter no recordaba
haberse sentido tan absolutamente en paz en toda su vida.
Al fin sonrió y la besó con dulzura. Con el dorso
de la mano, le estiró despacio los mechones de pelo rizado de la sien, paseando
su mirada lánguida por el rostro de ella.
—Soy un hombre muy afortunado —musitó, y le tomó
un pecho con la mano—. Debo de haber hecho algo bien en todo este tiempo. Ojalá
pudiese retozar contigo desnuda en mis brazos todo el día y hacerte el amor una
y otra vez. —Le besó el hueco del cuello y el hombro, incapaz de saciar su
deseo de tocarla.
Le parecía asombroso que un hombre de sus años y
su experiencia pudiera sentirse tan perdidamente enamorado. Pero Lali era...
muy distinta. Lo que le faltaba de experiencia lo suplía con una pasión tan
intensa y sentida que lo dejaba extasiado. Dios, cuánto la quería. Jamás había
pensado que se pudiera querer tanto.
—Cuando pienso en los momentos que ya nos hemos
perdido. —Suspiró él, acariciándole el pelo—. Supongo que tendré que esforzarme
el doble para compensarlos.
Lali respondió enterrando su rostro en el hueco
del cuello de Peter, agarrándose con fuerza a su hombro. La modestia de ella lo
hizo sonreír, entonces contempló el largo contorno de su cuerpo, sus piernas
enroscadas en las de él. Aquello, lo que había entre los dos, era perfecto.
—Ya no habrá más momentos perdidos, Lali —le dijo,
besándole el hombro—. Ya no hay nada que pueda volver a separarnos.
Fue entonces cuando Peter notó la humedad de las
lágrimas de Lali en su hombro. Se le revolvió el estómago.
—¿Lali?
Ella levantó la cabeza despacio, los ojos le
brillaban.
—Lo nuestro no puede ser —le susurró con voz
ronca.
A Peter se le revolvió otra vez el estómago. Con
violencia.
—¿Qué demonios quieres decir con eso? —preguntó él
bruscamente—. ¡Claro que lo nuestro puede ser!
Pasmado por lo absurdo de aquella idea, intentó
reír. Acababan de compartir una manifestación extraordinaria del amor que
sentían el uno por el otro. Lali estaba siendo exageradamente aprensiva.
Sin embargo, la joven yacía allí, en sus brazos,
con cara de que iba a vomitar en cualquier momento. Se la quedó mirando,
esperando a que se sosegara, necesitado de su consuelo, de que le dijera que la
había malinterpretado. A Lali se le escapó una lágrima que le rodó por la
mejilla.
—¿Qué te pasa? —le preguntó él, convencido de que
no quería saberlo.
—Y-ya sé lo que p-piensas, pero y-yo estoy
prometida, y v-voy a casarme —farfulló en voz baja.
—¡¿Qué?! —Empezó a darle vueltas la cabeza. ¿No lo
diría en serio? ¿Qué demonios pensaba que acababa de ocurrir entre ellos?
—El viernes. El viernes me caso con Máximo.
Él cambió de posición de pronto, echándola de sus
brazos como si abrasara. Era inconcebible, totalmente impensable. ¿Se había
imaginado lo que acababa de suceder entre ellos? ¿Acaso podía responderle de
forma tan... absoluta, dar media vuelta y casarse con otro? ¿Estaba loca? ¿Lo
había tomado por un maldito imbécil?
Incapaz de pensar, se incorporó, le cogió los
brazos y la atrajo hacia su pecho.
—¿Qué demonios te pasa? —le gritó. Lali se encogió
y cerró los ojos.
—¡Mírame! ¿No lo dirás en serio, Lali? ¿No irás a
casarte con él de verdad?
Ella trató de zafarse, pero él la tenía bien
sujeta y la zarandeaba.
—Ignoro qué tontería se te ha metido en la cabeza,
pero ¿qué demonios crees que acaba de pasar aquí? —bramó.
—Yo... —Abrió de golpe los ojos y buscó
desesperada el pecho de él—. Que Dios me asista, pero eso no cambia nada.
¡Estoy prometida!
Desconcertado, la apartó de sí. Ella se apoyó en
el codo y se frotó despacio con una mano la parte del brazo por la que la había
agarrado. El la miraba espantado, devanándose los sesos por entenderlo, aunque
sólo fuese un poco. No lo conseguía, maldita sea, no lo entendía.
Apoyando los codos en las rodillas, Peter se pasó
las manos despacio por el pelo, procurando controlarse.
—Lo que acaba de ocurrir entre nosotros es sincero
y real. ¿Eso no significa nada para ti?
Ella bajó la cabeza al pecho y el pelo le cayó
alrededor, ocultando su rostro de él. Desesperado, él alargó el brazo para
tocarla, pero ella levantó los brazos y se tapó los pechos.
—N-no —le dijo sin convicción.
—Lali...
—¡No! No puedo... pensar... cuando me tocas
—repuso, indefensa.
Completamente consternado buscó con desesperación
el modo de convencerla.
—La... la noche que me enviaste aquel poema, ese
poema que aún resuena en mi cabeza —espetó, furioso—, me di cuenta de lo mucho
que significabas para mí, a pesar de que estaba prometido a otra. Igual que tú,
Lali, en la coyuntura más importante de mi vida, estaba prometido a otra. ¡Era
una locura! Sin embargo, ¡no entendí del todo la locura que era hasta que te
fuiste! Hice lo más difícil que he tenido que hacer en toda mi vida y te seguí
hasta aquí, ¡con un solo pensamiento en mente! —prosiguió, furioso.
Lali se tapó la cara con las manos.
—Ese único pensamiento era encontrarte y casarme
contigo. Tengo una... una necesidad imperiosa de darte todo lo que pueda —dijo
con voz grave—. ¡Quiero darte el mundo entero para que seas feliz!
Cuando Peter se inclinó hacia adelante y acercó su
rostro a sólo unos centímetros del de ella, Lali reprimió un sollozo.
—¡Te amo, Lali! ¿Cómo quieres que te lo diga? Te
amo más de lo que creía humanamente posible. Amo tu ingenio y el que cites a
los clásicos de la literatura inglesa. Amo tu imperecedera lealtad a tu
familia. Amo —tragó saliva— el que te entregues por completo a esos niños y los
trates a todos y cada uno de ellos como si fueran hijos tuyos.
La sacudió otro violento sollozo.
—Hoy, más que nunca, te amo —continuó
precipitadamente—. Quiero casarme contigo, y me da igual lo que piensen los
demás. Lo que me importa es que eres como eres..., inocente, hermosa y
generosa. ¡Eso es todo esto! —gritó, señalando lo que los rodeaba con grandes
aspavientos—. ¿Me entiendes? Hemos hecho el amor y, maldita sea, te he oído
decir que me amas. ¡Lo he sentido en mi propio ser!
Ella se tumbó de lado, llorando desconsoladamente.
—Lali, por favor, no hagas esto —le rogó,
espantado. Tras lo que a Peter le pareció un siglo, la joven empezó a
levantarse poco a poco.
—No lo entiendes. Te he destrozado la vida
—susurró desesperadamente y, cuando él intentó rebatírselo, meneó la cabeza—.
Hagas lo que hagas, ¡mi presencia siempre lo envenenará! No puedo permitir que
eso ocurra, ¿no lo ves?
—Me da igual —gritó él. Otro sollozo incontrolable
la hizo jadear.
—Además..., he contraído otro compromiso que debo
respetar. No puedo hacerle esto a él.
—¿Que no le puedes hacer esto a él? —repitió Peter,
incrédulo, al tiempo que se le aceleraba el corazón aún más. Al borde del
precipicio del rechazo absoluto, los ojos de Peter recorrieron de pronto el
cuerpo desnudo de ella, su piel blanca aún sonrojada como consecuencia del acto
amoroso. Sintió náuseas; Lali le había partido el corazón en dos. Miró furioso
los regueros de lágrimas del rostro de ella, la forma patética en que se
abrazaba a sí misma. Maldita fuera, qué hermosa era; de pronto, la odió por
ello. Aquella mujer había abusado de su amor; lo cegó una rabia como jamás la
había sentido antes.
Se abalanzó sobre ella, tumbándola boca arriba.
—¡Peter! —chilló ella.
Resuelto, le agarró con furia los brazos, que ella
agitaba sin parar, y la inmovilizó en el suelo, debajo de su cuerpo.
—A lo mejor no he sido lo bastante persuasivo
—murmuró él amargamente y la besó con vehemencia. Lo sorprendió a él tanto como
a ella, y lo desconcertó muchísimo. Reculó; incluso en aquellas circunstancias,
su angel era capaz de provocarle una respuesta, y eso sólo aumentó su ira. Su
desprecio se transformó en un río de aguas profundas. Se despreciaba a sí
mismo, por amarla, por ser un maldito esclavo de ese amor. Lo aterraba; no
creía que bastara con ponerse de rodillas y suplicarle que le devolviera sus
afectos.
Furibundo, volvió a besarla, invadiéndole los
labios con la lengua. Al principio, ella lo rechazó, con la boca herméticamente
cerrada, pero él no cedía, absolutamente convencido de que ella aún no lo
entendía, de que podía conseguir que lo entendiese. Poco a poco, el
agarrotamiento del cuerpo de Lali fue remitiendo y ella empezó a responder a su
furia. Él suavizó el beso, acariciándola con ternura, paseando sus manos por
aquella piel sedosa. Los ojos llorosos de ella no se apartaron del rostro de Peter
mientras él se instalaba entre sus piernas y la penetraba despacio.
—¿Lo sientes? —le susurró con voz ronca—. ¿Notas
lo mucho que te amo?
Ella asintió con la cabeza.
—Lo noto —susurró—. Yo también te amo, Peter.
Debes saber que te amo con toda mi alma. —Más lágrimas resbalaron de sus ojos.
Él gruñó y se acercó a ella, ansioso por aliviarse
en lo más hondo de su ser, por enterrarse hasta el fondo. Volvió a aplastarle
la boca con la suya en otro tierno asalto para no tener que ver sus ojos llenos
de lágrimas. El corazón del duque no podía aceptar lo que sabía bien que
ocurriría.
Casi inconscientemente, se introdujo en su
interior, a sabiendas de que, cuando ella alcanzara el clímax, las palabras de
amor que le había susurrado serían las últimas. Encontró su alivio con mayor
violencia que antes, y se dejó caer encima de ella, no dispuesto a aceptar que
la había perdido.
—Ay, Peter, mi amor —le susurró ella con tristeza.
Él se desacopló y se apartó de ella, respirando con dificultad. Luego se obligó
a mirar a la causante de su dolor. Agotada emocional y físicamente, Lali yacía
de lado, con la cara tapada por el brazo, los hombros temblorosos de las
lágrimas que lloraba en silencio. Al hombre se le encogió el corazón... Se
levantó con dificultad, se puso aprisa los pantalones, luego las botas.
—Peter, por favor, intenta entenderlo...
Jamás lo entendería, ni en un millón de años. Y
por eso podía pudrirse en aquel pequeño infierno bávaro, que a él le daba
igual. Se enfundó la camisa y, recogiendo el resto de su ropa, salió airado de
la casita sin mirar atrás. Una vez a lomos de Júpiter, miró por última vez la
casa y, espoleando al caballo con todas sus fuerzas, se alejó al galope de ella
y de la pena indescriptible que lo envolvía como un fuego violento.
Continuará...
+10 :'(!!!
Massssss
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ResponderEliminarPor qué es tan terca!!! Más!
ResponderEliminarAaaaaa
ResponderEliminar:'( pobre Peter, mas
ResponderEliminarLa dejó sola .
ResponderEliminarFue d cobarde hacer eso