Lali vagó durante días en un estado de
atontamiento. La invadían un sentimiento de culpa, un remordimiento y una
intensa sensación de pérdida de los que no lograba librarse. Los niños la
miraban con los ojos muy abiertos, susurrando intuitivamente en su presencia.
La señora Peterman trató de hacerla sonreír con su habitual franqueza, pero
terminó meneando la cabeza consternada y dejandola sola. El señor Goldthwaite,
que sin duda se había enterado de la noticia, apareció en escena de inmediato,
blandiendo un ramo descomunal de margaritas. No se quedó mucho. Ni siquiera Bartolomé,
que siempre andaba contando hasta el último penique, la castigó por la pérdida
de la renta vitalicia que se prometía en su acuerdo prematrimonial y, por lo
visto, se consoló con el generoso fondo fiduciario que Máximo había otorgado a
Rosewood y había dejado intacto al marcharse.
Gastón la observaba de cerca, al parecer por temor
a que se desmoronara por lo más mínimo, y no andaba muy desencaminado. Sólo Estefano
hablaba con ella, claro que él ignoraba por completo lo sucedido, y tampoco se
percataba del semblante sombrío de ella. La melancolía amenazaba con ahogarla.
Al cabo de varios días, empezó a necesitar desesperadamente algo en lo que ocupar
la cabeza y las manos. Algo que le proporcionase refugio. Así que preparó
confitura.
Tarros y tarros de confitura. Mandaba a los niños
todas las mañanas en busca de fruta hasta que se agotaron los frutos de los
manzanos, las bayas del bosque y los setos. Estefano fue a Pemberheath a por
frascos dos veces, con los bolsillos llenos de monedas tintineantes que le
había dado Gastón.
Una mañana, mientras removía un caldero de fresas
hirviendo, Bartolomé entró en la cocina y se dejó caer pesadamente en un banco
de madera, haciendo que los tarros, dispuestos cuidadosamente en filas,
chocaran unos con otros. Se puso las manos sobre su inmensa panza, con el gesto
serio. Lali se levantó, cuchara en ristre, y esperó a que hablase. Al ver que
no lo hacía, volvió entumecida a su tarea.
—Gastón vuelve a Londres —dijo de pronto.
Algo sorprendida, Lali miró por encima del hombro.
—Lord Dowling nos ha hecho saber que no volverá de
América hasta Navidad y ha aceptado el pago del alquiler de su casa hasta
entonces.
—¿Por qué? —preguntó indiferente mientras dejaba
otros dos frascos llenos en el estrecho alféizar de la ventana para que se
enfriasen.
A modo de respuesta, Bartolomé le hizo un gesto
con la mano, como restándole importancia.
—Inversiones —dice—. Yo más bien sospecho que es
de los tugurios de juego de lo que está enamorado. Se cree un hombre de mundo.
Lali asintió apática y, rebuscando en el barreño
grande que usaba para esterilizar los frascos, sacó otros dos y los puso en
equilibrio al borde del banco de trabajo ya repleto.
—El Parlamento levantará la sesión dentro de dos
días —prosiguió Bartolomé— y, si me permites la conjetura, yo diría que ésta es
tu última oportunidad.
Lali lo miró, ceñuda, mientras limpiaba un frasco.
—Máximo le otorgó a Rosewood un fondo fiduciario
muy generoso. Seguramente estarás satisfecho con eso —señaló ella con frialdad.
Una leve sonrisa se dibujó en los labios de su
tío.
—No, no busco otra proposición de matrimonio para
ti.
—Me alegra, porque, por si aún no te has enterado,
soy persona no grata en Londres —dijo ella, algo petulante.
El asintió con la cabeza y aquel mero fruncir de
labios se transformó en una sonrisa decididamente satisfecha.
—Quizá. Como decía, a mí me parece que ésta es tu
última oportunidad. Sutherland no tardará en irse de Londres. Ha conseguido que
se apruebe la ley de emancipación católica, ¿sabes? Un discurso muy fogoso, por
lo visto. Me da la impresión de que ya no le queda nada por hacer esta
temporada social, así que más te vale ir a buscarlo ya.
Aquel comentario la dejó perpleja. La sola mención
del nombre de Peter la mareaba. Dejó con cuidado el frasco en un banco de
trabajo estrecho.
—Te ruego que no menciones su nombre...
—¡Bobadas! —la interrumpió él—. ¡Estoy harto de
tanta cavilación! ¡Has llegado demasiado lejos para esconderte ahora en
Rosewood y hacer confitura el resto de tus días!
Su propuesta le pareció descabellada, ni siquiera
digna de respuesta. Cogió la cuchara y empezó a remover con vehemencia el
contenido que hervía en el caldero.
—¡Tú no lo entiendes, tío! El no quiere verme...
—¿Ah, no? —inquirió Bartolomé tranquilamente,
asustándola.
—¡No! ¡Me desprecia!
—Es curioso que digas eso de un hombre que rompió
con su prometida en el último momento posible y te siguió hasta Rosewood como
un poseso. Por lo que vi, habría hecho cualquier cosa por que cambiases de
opinión. No te desprecia, muchacha, te ama. Y tú lo amas a él, ¿no? El amor no
se esfuma de la noche a la mañana.
Atónita al escuchar aquellas palabras tan
sentimentales en boca de Bartolomé, Lali lo miró boquiabierta.
—Sí, sí que se esfuma..., se esfuma cuando... —se
interrumpió, dejó la cuchara de madera y se agarró al borde del banco de
trabajo. Tardó un instante en poder mirar a Bartolomé otra vez—. Le hice mucho
daño, tío —confesó con voz ronca.
Bartolomé se encogió de hombros, cogió un tarro de
confitura de los que estaban enfriándose, metió un dedo dentro y se lo chupeteó
ruidosamente.
—Yo no he dicho que vaya a ser fácil —comentó su
tío, y comió un poco más—. Pero te creía la mujer más valiente que he conocido
jamás... al menos hasta ahora.
—¿Que me creías qué? —inquirió ella irguiendo la
cabeza.
—¡Vas por ahí como un muerto viviente —prosiguió,
despreocupado—, haciendo montañas de confitura, por Dios! —Dejó el tarro en la
mesa y se apoyó las manos pringosas en las rodillas mientras la miraba
fijamente a los ojos—. Este es el momento más importante de tu vida, Lali. No
dejes que se te escape de las manos sin luchar. ¡Por todos los santos, no te
acobardes ahora, muchacha!
Sorprendida de que aquella conversación estuviera
teniendo lugar siquiera, Lali se volvió de espaldas y miró sin ver por la
ventana. Sólo Dios sabía lo mucho que ansiaba verlo, sentir cómo aquellos ojos
verdes le atravesaban el corazón, pero ¿y si la miraba como la había mirado
cuando la había dejado en la casita? Con aquella pena, con aquel desprecio...
no podría soportarlo. Aunque tampoco podía quedarse en Rosewood eternamente,
sin averiguarlo. Todo lo que había sufrido palidecía al lado de la perspectiva
de no saber nunca, de vivir permanentemente a la espera de una conclusión.
—¡Vamos, no te entretengas! ¡Sabes que tengo
razón! —la animó Bartolomé, como si le leyera el pensamiento.
Conmovida por aquel interés inusual de su tío en
ella y aún asombrada por el simple hecho de que fuera capaz de semejante
despliegue de sensibilidad, Lali giró de pronto sobre sus talones en dirección
a él, le echó los brazos alrededor de sus enormes hombros y lo besó en la
mejilla. Bartolomé frunció el cejo, ruborizado.
—Basta ya —protestó mientras una sonrisa
vergonzosa se dibujaba en sus labios.
—¿Por qué, tío? —preguntó Lali, ignorando su
brusca reacción.
Él se encogió de hombros y miró los tarros de
confitura perfectamente alineados en la mesa.
—Porque, lo creas o no, tontorrona, yo también
estuve enamorado una vez.
Tras aquella confesión, habría podido tumbarla de
un estornudo.
—¿Ah, sí? —exclamó ella, incrédula—. ¿De quién?
—Bueno, ¿de quién crees tú? ¡De tu tía Julia, por
supuesto! —espetó, luego suspiró nostálgico—. Que Dios la tenga en su gloria.
—Avergonzado, empezó a azuzarla con la mano—. ¡Anda, vete ya!
Lali sonrió por primera vez en muchos días.
—¿Qué vamos a hacer? ¡No podemos dejarlo que siga
así! —Retorciéndose las manos, Elena se paseaba nerviosa por el espacioso
despacho de Pablo en Mount Street—. ¿Lo viste anoche? ¡Lord Barstone estuvo a
punto de echarlo!
—No vamos a hacer nada. Me niego a interferir en
los asuntos de Peter —respondió Pablo—. Además, te pediría que dejases de
pasearte antes de que le hagas un agujero a mi carísima alfombra. —Sentado en
una floreada silla de damasco, con una pierna colgando sobre la otra, a Pablo
le pareció que su madre quería abofetearlo.
—No voy a quedarme sentada viendo cómo un fracaso
amoroso convierte a mi hijo en un amargado —declaró con solemnidad—. ¡Eso si no
muere antes de una borrachera! —Miró suplicante a su hijo menor—, ¿Por qué no
hablas con él, Pablo? Dios sabe que lo he intentado, pero en cuanto menciono a
la condesa de Bergen, se pone iracundo.
—Mamá, ya he hablado con él. No quiere saber nada
del asunto. Fuera lo que fuese lo que ocurrió, está enterrado para siempre, me
temo.
—Pero ¡tiene que haber algo que podamos hacer!
¡Cielo santo, la quería tantísimo! ¡Aún la quiere! ¿Acaso no ves lo mal que lo
está pasando?
—Veo cómo disfruta de la compañía de diversas
mujeres —murmuró Pablo.
Desde que había vuelto de Dunwoody, Peter se había
entregado de lleno a las últimas celebraciones de la temporada social.
Era tan extraño, tan impropio de Peter que su
hermano menor compartía secretamente la grave preocupación de su madre. Peter
asistía a una juerga tras otra acompañado de mujeres diferentes, casadas, por
lo general. Había sido la aparición de lady Barstone del brazo del duque la
noche anterior lo que había enfurecido a lord Barstone y lo había llevado a
proferir amenazas públicas en contra de la persona del duque de Sutherland.
Y Elena tenía razón: últimamente, Peter se había
aficionado al whisky escocés. Su desdén por todo y por todos se había hecho tan
patente que corrían rumores de toda clase. En los salones de Mayfair, las
clases altas chismorreaban sobre el affaire que supuestamente había provocado
la ruptura de su compromiso. Gracias a lady Whitcomb, todos sabían que una
condesa forastera de dudosa reputación había sido la causante. Lady Pritchit se
había asegurado de que no quedara ninguna duda divulgando rumores sobre un
suceso terriblemente comprometedor que había obligado a lady Nina a anular su
compromiso, y remataba su pequeña anécdota con el chisme de que Peter aún
sentía algo muy fuerte por lady Nina. Como es lógico, la hija del conde de
Whitcomb no quería saber nada de un sinvergüenza como él. Nada más lejos de la
verdad: Peter apenas prestaba atención a Nina. Lo que hubiera pasado en
Dunwoody entre la condesa y él le había hecho muchísimo daño.
Pablo miró a su madre y no le gustaron las arrugas
de preocupación que vio en su rostro. Dejó la copita de coñac en una mesa de
cerezo, se acercó a ella y le cogió la mano.
—Volveré a hablar con él De hecho, me he enterado
de algo que quizá despierte su interés. Gastón Espósito ha vuelto a Londres.
Los ojos de Elena brillaron de gratitud.
—¡Ay, Pablo, por favor, haz lo que sea antes de
que se arruine la vida del todo!
Continuará...
+10 :o!!!
nove nove nove
ResponderEliminarque lo vaya a buscar!
ResponderEliminarOtrooooo
ResponderEliminarDioooooos!!! Q lali llegue prontooo se hacen demasiado daño estando separadooos!! =( =( =( =(
ResponderEliminar+++++++++++++++
ResponderEliminar++++&+
ResponderEliminarHay maaaas
ResponderEliminarMas más
ResponderEliminarNo lo dejes ahí!
ResponderEliminarMas!! Ojala lali llegueee
ResponderEliminarQuien lo iba a decir d Bartolomé,tiene sentimientos.
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