Después de pasar días como una alma en pena, Lali
había derramado su última lágrima, decidida a ocupar su mente con pensamientos
más agradables. Para eso, había tenido que ser creativa y, al final, había
resuelto que llevar una caja de confitura a la clínica la animaría tanto como
cualquier otra cosa.
Los últimos días habían sido un auténtico
infierno. No tenía a nadie con quien pudiese siquiera hablar, salvo a Davis,
pero no estaba tan desesperada. Como venía sucediendo recientemente, Gastón
nunca estaba en casa, pues disfrutaba de los últimos días de la sesión
parlamentaria. Estaba completamente atontado con el ministro del Interior,
Robert Peel, el hombre que había sacado adelante la emancipación católica en la
Cámara de los Comunes. A la hora del desayuno, le había contado entusiasmado
que algún día seguiría los pasos del político.
Gastón había encontrado sentido a su regreso a
Londres, pero el de Lali había sido un completo desastre. Llevaba días
intentando encontrar un modo de hablar con Peter, pero todos sus intentos
habían sido en vano, empezando por el baile de clausura de Harris. Jamás
olvidaría la mirada de repulsión de él al verla al otro lado del atestado
salón, sólo comparable al desprecio con que había dado media vuelta y había
abandonado la sala. Le había dolido muchísimo y se había visto obligada a
soportar su humillación pública el resto de la velada, una velada en la que
además había descubierto que era una indeseable entre los aristócratas
londinenses. Todos la evitaban.
Salvo lady Pritchit, cuyo desdén había adquirido
proporciones aterradoras. En cierto momento, se había apostado disimuladamente
cerca de ella y, en voz muy alta, le había explicado a una amiga que lady
Whitcomb culpaba a Lali de haber arruinado el futuro de lady Nina como duquesa.
«Buscona extranjera», la había llamado. La amiga de lady Pritchit se había
puesto coloradísima cuando la vieja bruja había añadido que una conducta que
quizá fuese aceptable en zonas inferiores del continente sin la menor duda era
inadmisible en Londres.
El té vespertino de la señora Clark había sido
otra pesadilla, pensó, mientras llenaba metódicamente una caja de frascos de
confitura. La agradable viuda había ido a verla personalmente para insistirle
en que asistiera, tratando muy noblemente de aplacar parte de las habladurías
que circulaban sobre ella. No quería ir, pero Gastón pensó que tal vez la dama
pudiese ayudarla.
A pesar de su recelo, Lali había ido. Había estado
de pie en el vestíbulo, jugando nerviosa con su bolsito mientras trataba de
reunir el valor necesario para entrar en un gabinete repleto de señoras. Para
su desgracia, él también estaba allí, acompañando a lady Paddington. La había
mirado más allá de donde ella estaba, como si ni siquiera existiera. Mientras ella
trataba desesperadamente de recuperar el habla, él se había despedido de su
tía, luego había dado media vuelta y había salido del vestíbulo. Aún le miraba
las anchas espaldas cuando lady Paddington la saludó con gran indecisión. Al
menos no era el absoluto desdén que iba a encontrar en el rostro de todos los
demás invitados.
Mientras seguía llenando la caja de tarros de
confitura, recordó la fiesta de Harrison Green, a la que Gastón había insistido
en que lo acompañase. ¡Dios santo, qué catástrofe! Salvo por el correctísimo
lord Brackenridge, que le había cogido torpemente la mano y le había sugerido,
víctima de la ebriedad, que ya se la consideraba «disponible», apenas había
dicho una palabra en toda la noche. Todos la evitaban como si tuviera la peste,
pero ella era perfectamente consciente de los cuchicheos que tenían lugar tras
las manos enguantadas. En resumen, nadie toleraba su presencia.
Sobre todo Peter. Su inoportuno intento de hablar
con él le había granjeado un cruel desprecio público. Por desgracia, lo había
pillado por sorpresa, había llegado por la espalda y le había tocado un brazo.
El había dado un brinco de casi tres metros antes de volverse bruscamente y
ponerse pálido al verla. Todo el mundo en un radio de ocho metros lo vio y los
cercó, esforzándose por oír lo que tenían que decirse el duque de Sutherland y
la mujer que, según se rumoreaba, había causado la ruptura de su compromiso.
—Buenas noches, excelencia —le había susurrado
ella, de pronto falta de ningún pensamiento coherente.
Los ojos verdes del noble brillaban de furia y,
con la mandíbula tensa, había mirado a todos los que lo rodeaban. A pesar de la
situación, ella había aprovechado la oportunidad.
—Confiaba en... Necesito hablar contigo, Peter —le
había susurrado, con el corazón rugiéndole en los oídos.
—Estoy ocupado en estos momentos —le había
respondido él con frialdad, y le había dado la espalda mientras sonreía
encantador a su rubia acompañante.
Fue un corte espantoso. Hasta aquel mismo
instante, Lali había creído que lo más difícil que había tenido que hacer en su
vida era romper con Máximo, pero ¡qué equivocada estaba! Lo más difícil que
había tenido que hacer en su vida había sido mantener la cabeza bien alta
mientras salía de aquella estancia abriéndose paso entre una multitud de
curiosos boquiabiertos.
Después de aquello, le había pedido a Gastón que
la llevara de vuelta a Rosewood, pero él se había negado, y habían discutido
acaloradamente antes de llegar a un acuerdo. ¡Menudo acuerdo! Gastón la había
camelado para que lo intentara una última vez, pero no en un salón de baile
atestado de gente, donde, sostenía y con razón, el orgullo de Peter estaba en
juego. El único lugar razonable, insistió, era la residencia del duque en
Audley Street, dado que parecía evidente que él no tenía pensado ir a verla en
un futuro próximo.
A regañadientes, ella había terminado aceptando.
Lo cierto era que, a pesar de la gran desconfianza que le inspiraba la idea de Gastón,
necesitaba poner fin a aquella locura de una vez por todas. Así que había ido a
Audley Street, y le había faltado valor al verlo por una ventana. El siguiente
intento había sido igual de desmoralizante, como lo habían sido el siguiente y
el otro. Todos los días, a las tres en punto, pasaba por delante de la casa de
él. Y todos los días la desconcertaba igual la visión de su cabeza oscura al
otro lado de una ventana esquinera.
Todo aquel descabellado asunto empezaba a
resultarle insufrible. La noche anterior había llorado por enésima vez desde su
regreso a Londres. ¡La vigilancia a que lo tenía sometido era absurda! Como si
la aristocracia londinense no tuviese ya bastante de que hablar sin que ella se
paseara de un lado a otro de Audley Street todos los días a la espera de reunir
el valor necesario para llamar a la maldita puerta. Su falta de coraje la
enfurecía y estaba harta de llorar. Debía obligarse a verlo para poder volver a
Rosewood sin demora, porque no albergaba esperanza alguna de que él recibiera
sus disculpas con otra cosa que no fuese odio.
Estaba tan preparada como iba a estarlo jamás,
pero aún le quedaban horas para poder ir. Entretanto, llevaría la confitura a
la clínica. La recibirían con los brazos abiertos... recibían bien a todo el
que se tomaba la molestia de visitarlos. Sí, sería la distracción perfecta para
su tristeza.
Elena Lanzani, generosa benefactora de la clínica
de Haddington Road, solía visitarla cada tercer viernes de mes. Su programa
siempre era el mismo: escuchaba la retahíla de quejas de la señora Peabody, le
leía un semanario al señor Croyhill y pasaba a ver a los nuevos. Tras completar
la ronda de ese mes, Elena se dirigía a la puerta de la clínica, escuchando al
doctor Metcalf exponer con elocuencia sus planes para montar un ala para los
que sufrían de envejecimiento prematuro. Mientras se ponía los guantes, una
conmoción en el exterior llamó su atención y, distraída, Elena miró a través de
los gruesos cristales de vidriera de la puerta principal. Aunque su visión era
distorsionada, habría jurado que se trataba de la condesa de Bergen. Se acercó
un poco más a la puerta y se puso el monóculo.
¡Era la condesa de Bergen! Con los brazos
extendidos, pedía nerviosa al cochero del carruaje de alquiler que no se dejara
caer la caja que él descolgaba del techo del vehículo y sostenía en alto sobre
su cabeza. El hombre retrocedió tambaleándose, pero en seguida recuperó el
equilibrio, se puso en cuclillas y, con mucho cuidado, depositó la caja en la
acera. Intrigada, Elena vio a la condesa de Bergen sacar lo que parecía un
frasquito y dárselo al cochero. Intercambiaron unas palabras y ella sacó otro
frasco. Con el rostro iluminado de contento, el cochero se bajó el ala del
sombrero al menos tres veces y volvió a su vehículo, con los frascos pegados al
pecho.
Elena sonrió y el doctor Metcalf se acercó a ella
para asomarse.
—¿Quién es? ¡Cielos, es la condesa de Bergen!
—exclamó, algo consternado.
—¿Ha estado aquí antes? —preguntó Elena, viendo a
la condesa agacharse para recolocar el contenido de la caja.
Lali sonrió a un transeúnte, respondiendo con un
gesto alegre a su saludo.
—Ha venido a vernos algunas veces —murmuró él—.
Pero eso fue antes de que lo supiésemos —confesó él, agarrando el pomo de
bronce.
Elena lo miró.
—¿Supiesen el qué?
El doctor se ruborizó.
—Antes de enterarnos de su... reputación —declaró,
casi atragantándose con la palabra—. Yo me encargo de esto. —Salió a la puerta
antes de que Elena pudiese detenerlo y bajó los escalones hasta donde se
encontraba Lali.
Elena pudo ver la beatífica sonrisa de la joven;
no le extrañaba que Peter estuviese tan enamorado de ella.
Sin embargo, aquella extraordinaria sonrisa se
desvaneció rápidamente. Señalando la caja, la condesa de Bergen intercambió
algunas palabras con el doctor. De espaldas a la puerta, él se puso en jarras y
miró la caja, negando obstinadamente con la cabeza. La condesa hizo una pausa
y, con su delicada mano, se retiró un mechón de pelo de la mejilla. Agarrando
con fuerza su bolsito, miró ansiosa calle arriba. El doctor Metcalf le dijo algo
más y meneó la cabeza sin parar, como un pajarillo. La condesa de Bergen
asintió despacio y se volvió hacia la calle, dejando la caja al borde de los
escalones de la clínica. El doctor le pidió a un hombre que trabajaba por allí
cerca que recogiera la caja, se volvió hacia la puerta y subió la escalera con
paso ligero. Al entrar en el vestíbulo, sonrió a Elena.
—No hay nada que temer, excelencia —proclamó
grandilocuente—. Ya he despachado a esa mujer.
—¿Eso ha hecho? —dijo Elena conteniendo su
indignación—. Le ruego que me explique, señor, ¿por qué demonios ha echado de
esta institución a una benefactora? —espetó, ofendida.
El joven doctor se ruborizó.
—Pero... ¡es una mujer de mala reputación, milady!
Yo diría que no necesitamos de su caridad —señaló, indeciso.
Elena frunció los ojos mientras se ajustaba
furiosa el sombrero.
—¡Esa mujer, buen hombre, es una alma caritativa
que ofrece donaciones a esta dignísima causa! ¡Cómo se atreve a rechazar su
obsequio! —le dijo con frialdad. Luego abrió la puerta de golpe y se dirigió
airada al carruaje.
—¡Excelencia! —le gritó el doctor corriendo tras
ella—. ¡Por favor, excelencia! ¡Aceptaré la confitura!
Fue lo último que oyó mientras la ayudaban a subir
a su carruaje.
—¡Da la vuelta, Geoff, y encuentra a una mujer
vestida de azul oscuro! —espetó.
Abatida, Lali se alejó de la clínica. Todo Londres
se había vuelto contra ella; ni ella misma se había dado cuenta de lo espantosa
que era su reputación hasta que el doctor Metcalf le había pedido que fuese tan
amable de retirarse de su respetable institución. ¡Cielo santo, no había
querido su confitura! ¡Lo suyo no tenía remedio, no tenía remedio! Era imbécil
de remate por haber vuelto a Londres. Debía haberse quedado en Rosewood, donde
estaba su sitio. Debía haber...
—¡Buenas tardes, condesa de Bergen!
La aludida se volvió de golpe y vio detenerse un
coche negro con el crespón ducal de Sutherland. Por la ventanilla asomaba la
duquesa, sonriendo contenta y agitando su pañuelo. Dios bendito, ¿qué demonios
hacía? La madre de Peter debía de estar al tanto de su reputación de buscona.
¿Acaso no era consciente de lo que pensaría la gente?
—¿Puedo llevarla a algún sitio? —le gritó
contenta, y le hizo una seña al cochero de la parte posterior para que le
abriera la puerta.
Lali miró disimuladamente a su alrededor. En la calle,
varias personas se habían parado a mirar a la aristócrata, algunas admirando
con descaro el ornamentado coche.
—Gracias, excelencia, pero no.
El semblante de la duquesa se ensombreció; murmuró
algo en voz baja. Su cabeza se esfumó de la ventanilla, pero apareció un
instante después en la puerta. Agarrándose al hombro del cochero, lady
Sutherland se bajó de vehículo y se dirigió briosa hasta Lali, con una sonrisa
pegada a los labios.
—Por favor, querida, sube al coche. Me gustaría
mucho llevarte a tu destino —dijo sin dejar de sonreír.
Abrumada por su insistencia, Lali tragó saliva.
Perfectamente consciente de la multitud de ojos que las espiaban, asintió poco
convencida y siguió a la sonriente duquesa a su carruaje. Una vez dentro, lady
Sutherland la miró muy ceñuda.
—¿Por qué demonios me has rechazado?
—Eh... t-tengo una buena razón —tartamudeó Lali,
abochornada—. Me preocupa mi... reputación, excelencia.
La duquesa puso los ojos en blanco.
—¿Y crees que eso es motivo? ¡Me importa un comino
lo que digan de ti o de mí! Bueno, ¿adónde tenías previsto ir en una tarde tan
agradable? —preguntó.
Lali se tragó su sorpresa. ¿Adónde pensaba que
iba? A suplicarle a su hijo que la perdonara, ¡a eso! Pero eso era
completamente imposible... no esperaba que él quisiera verla; cielo santo, ni
siquiera el doctor había querido verla.
—Eh... iba para casa...
Una sonrisa iluminó el rostro de la duquesa.
—¡Espléndido! ¡No tienes planes y yo conozco el
sitio perfecto!
Aquello no le sonó nada bien a Lali. Le gustó aún
menos cuando vio que el coche se metía en el patio de la mansión de Audley
Street. Cuando lady Sutherland fue a cogerle la mano, Lali se agarró a los
cojines como si le fuese la vida en ello. La duquesa frunció el cejo.
—Condesa de Bergen, ¿no te parece que esto ya ha
durado bastante? Es hora de que tú y mi obstinadísimo hijo hablen.
—Lady Sutherland, comprendo lo que trata de hacer,
pero no creo que lo entienda. ¡Es imposible!
—Muy bien —dijo la duquesa cruzándose de brazos—.
¡Explícamelo! Explícame, si te parece, por qué es tan imposible.
—Es una historia muy larga...
—Tengo todo el día.
Señor, ¿por qué se habría subido en aquel coche?
—Él no quiere hablar conmigo. Lo... lo acompañé a
la ópera una noche cuando su... cuando lady Nina... no estaba. Poco después, él
canceló el compromiso...
—Lo canceló ella —intervino la dama— o al menos
eso es lo que decimos nosotros.
Lali pestañeó y bajó la mirada.
—Hay quienes creen que yo tuve algo que ver...
—Y así fue, gracias a Dios, pero eso no es asunto
suyo.
Lali levantó la cabeza de golpe.
—Muy bien, entonces él vino a Rosewood..., donde
yo vivo..., pero yo... yo ya había firmado un acuerdo prematrimonial y no creía
que pudiera romper el compromiso...
—Pero obviamente lo has hecho —señaló la duquesa,
visiblemente divertida.
Lali tragó saliva y cruzó las manos con fuerza en
el regazo.
—Bueno, sí, pero después de que él se fuese.
Verá..., yo... yo le hice mucho daño, creo, y ahora no quiere verme. Además,
todo el mundo cree que soy una... —Se miró el regazo, mordiéndose el labio—.
Una mujer de mala reputación —murmuró.
Lady Sutherland soltó una carcajada.
Desesperada, Lali miró a la duquesa.
—Hice algo horrible, y aunque quisiera perdonarme,
que no creo, poco se puede hacer cuando ni siquiera una clínica te acepta una
donación de confitura...
Con una amplia sonrisa en los labios, la duquesa
le hizo una seña para que parase.
—Si hay un hombre que puede cambiar la opinión
colectiva de la aristocracia londinense, ése es mi hijo. Su influencia no tiene
igual en esta ciudad, y puede resultar muy convincente cuando no se comporta
como un zoquete testarudo. ¿No has oído hablar de la extraordinaria votación de
la Cámara de los Lores por la que se ha conseguido la representación católica?
Sé que Peter está dolido, pero eso pasa cuando le abres el corazón a alguien.
Claro que él no lo entiende, pero es que es tan... —Se interrumpió para no
entrar en un debate sobre los defectos de su hijo, y sonrió encantadora—.
Obviamente, él te quiere muchísimo.
Lali hizo una mueca y bajó la mirada.
—Quizá me quisiera hace un tiempo, pero ya no. No
creo que me perdone nunca.
—Nunca lo sabremos si nos quedamos aquí sentadas,
¿no te parece? Ven conmigo —dijo, y la cogió de la mano—. No pienso dejar que
se le escape su verdadero amor, querida —confesó, y casi sacó a Lali a rastras
del coche.
Continuará...
+10 :o!!!
Vamos que se viene el final!!!
Maaaaasssss otrooo yaaaa
ResponderEliminar;-( pobre lali!! 💔💔💔💔💔
ResponderEliminar++++++++
ResponderEliminarmassssssssssss
ResponderEliminarEstos dos están siempre a destiempo!
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ResponderEliminarotroooooooooooooooooo
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ResponderEliminar9!!!
ResponderEliminar10!!
ResponderEliminarSube ya pliiiis!!!
ResponderEliminarK suegri más copada
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