Peter no podía creer lo que estaba haciendo.
Sentado en un faetón, en Russell Square, con un ramo de gardenias en el regazo,
le costaba creer que hubiese ido realmente a verla. Cielo santo, ni siquiera
recordaba la última vez que había ido a ver a una mujer. Pero no le quedaba
otra opción, después de dos días y dos noches de inquietud creciente en
Londres, había decidido que necesitaba verla y resolver de algún modo su lucha
interna, o volverse loco. Eso suponiendo, claro, que no estuviese ya de atar.
Llevaba al menos quince minutos sentado en el
coche a la puerta de la casa. Al llegar a la plaza, había visto al bávaro salir
de la vivienda con una caja al hombro llena de algo que parecían tomates. Peter
odiaba al gigante por estar en Londres, por seguirla a todas partes. Por cargar
con la condenada caja de tomates.
Una pareja de ancianos pasó por delante y se lo
quedó mirando, intrigada. Suspiró y se obligó a bajar del coche. Cogió las
gardenias, se dirigió a la puerta principal y llamó. Un hombre menudo le abrió
casi inmediatamente y lo miró con gran recelo.
—Buenos días. ¿Está en casa la condesa de Bergen?
—Tarjeta —sentenció el hombrecillo.
Obediente, Peter se sacó una del bolsillo del
abrigo y la depositó en la bandeja que el anciano le plantó delante. El
mayordomo echó un vistazo a la tarjeta y lo sobresaltó cerrándole la puerta en
las narices. Peter descansó su peso en la otra pierna, sintiéndose
completamente ridículo por tener que esperar allí plantado como si fuese un
jovenzuelo conquistador. Por suerte, el anciano de pelo cano no tardó en abrir
la puerta de nuevo.
—Salita —proclamó y, con la cabeza, le indicó el
camino.
Peter le dio las gracias de modo similar y entró.
Increíblemente, logró contener su gran sorpresa al ver la inusual decoración.
Camino de la puerta que el mayordomo le había indicado, sólo se detuvo a mirar
con detenimiento una armadura completa.
Entró en la salita y echó un vistazo alrededor.
Para gran decepción suya, descubrió que Gastón Espósito estaba sentado solo en
aquella estancia.
—Usted debe de ser el señor Espósito. Soy Peter Lanzani,
duque de Sutherland.
—Sé quién es —respondió el joven, y se levantó
despacio de su asiento, enderezándose para alcanzar más altura, y se acercó
cojeando al escritorio principal.
Algo cohibido, Peter se cambió de brazo el ramo de
gardenias que traía.
—¿Está en casa la condesa de Bergen? —inquirió,
incómodo por tener que preguntar.
—No. Ha salido con lord Westfall —replicó Gastón
con frialdad, luego se cruzó de brazos, más por mantener el equilibro, al
parecer, que por afectación.
Molesto al saber que había vuelto a salir con
David, Peter suspiró.
—Entiendo.
—¿Seguro?
El tono amargo del comentario lo sorprendió.
—¿Cómo dice?
—Mi hermana no es ninguna vividora. Es una joven
sencilla. Y no entiendo, se lo juro, por qué la persigue.
Eso era lo que Peter llamaba ir directo al grano.
El condenado ramo de gardenias empezaba a irritarlo y se lo pasó nervioso al
otro brazo.
—Disculpe, señor Espósito, pero yo no persigo a su
hermana —le replicó con aspereza—. Sólo vengo a hacerle una visita de cortesía.
—¡No voy a cruzarme de brazos mientras juega con
ella! —anunció Espósito, inflando su joven pecho—. No hay razón alguna por la
que deba visitarla. Ella pertenece a un estatus social inferior y, dado que
usted va a casarse, sólo puedo concluir que está jugando con ella.
Atónito ante semejante acusación y, lo que era
peor, lo que había de cierto en ella, Peter frunció los ojos amenazadoramente.
—Señor Espósito, por esta vez, le perdono el
inmerecido ataque a mi persona. Si cree que mi amistad con la condesa de Bergen
precisa la aprobación social, se equivoca —resolló ofendido, e indignado se
tragó el nudo de hipocresía que se le hizo en la garganta—. Quizá sea
preferible que vuelva en un momento más oportuno. —Sin esperar una respuesta,
abandonó a grandes zancadas la estancia con las malditas gardenias aún en sus
brazos.
Pasó aprisa por delante del mayordomo, ocupado
engrasando los goznes de la armadura y, de pronto, se detuvo. Se volvió bruscamente
y le endosó el ramo al diminuto hombre, que lo cogió sin pestañear apenas y de
inmediato lo dejó a los pies de la armadura. Pasmado, Peter salió hacia su
coche y subió de un salto al asiento, luego puso al ruano a trote rápido, sin
saber muy bien adonde se dirigía. Contuvo una carcajada amarga. Por lo visto,
últimamente no veía con claridad absolutamente nada de lo que lo rodeaba.
A las dos en punto de la tarde del día siguiente, Peter
llegó a Russell Square a caballo, desmontó sin dudarlo un instante y le dio una
moneda de dos peniques a un mozo para que le guardase la montura. Enfiló
decidido el estrecho sendero que conducía a la puerta principal y llamó con
rotundidad.
—Buenas tardes —dijo Peter cuando se abrió la
puerta—. Por favor, comunícale al señor Espósito que he venido a ver a su
hermana. Otra vez.
El extraño y diminuto mayordomo no pestañeó, se
limitó a cerrarle la puerta en las narices como había hecho el día anterior. Peter
se apoyó desenfadadamente en el marco de la puerta hasta que ésta volvió a
abrirse al cabo de unos minutos.
—¿Salita? —saltó Peter.
El gesto estoico del sirviente no varió; se limitó
a asentir con la cabeza y hacerse a un lado. Tras depositar su sombrero y sus
guantes en una mesita, Peter cruzó el vestíbulo, percatándose vagamente de que
la armadura había cambiado de sitio desde el día anterior.
La salita estaba vacía y observó por primera vez
la extraña mezcla de elementos decorativos y trofeos de caza. Se hallaba ya
distraído cuando oyó el ruido de un bastón sobre el suelo de madera del
pasillo.
—¿Me buscaba? —preguntó Espósito con una sonrisa
de suficiencia mientras entraba en la estancia cojeando. Con un gesto de
impaciencia, se acercó a un sillón.
—Buscaba a su hermana, pero seguro que no está en
casa —contestó Peter mientras Espósito se sentaba.
Miró el corbatín de Peter y su chaleco ajustado.
—Está en lo cierto —respondió.
—Déjeme adivinar. Ha ido a pasear con lord
Westfall.
Sonriendo satisfecho, Espósito negó con la cabeza.
—Con el conde de Bergen.
Peter miró impaciente hacia el techo liso.
—Jamás habría pensado que a alguien pudiese
gustarle tanto pasear por el parque como a su hermana.
—Lo que a ella le guste no es asunto suyo. Mi
hermana no desea verlo.
—Supongo que eso se lo ha dicho ella —inquirió Peter
con una risa socarrona.
—Si no recuerdo mal, usó el término «imbécil». Yo,
en su lugar, olvidaría esta locura.
—Usted no está en mi lugar, señor Espósito
—replicó Peter sin alterarse—. Ni le gustaría estar, créame. Como yo sí, sólo
me queda esperar. —Dicho esto, se sentó en un sofá rojo.
Aquello llamó la atención de Espósito.
—¿Cómo dice? —preguntó, incrédulo—. No puede
quedarse aquí esperando.
—¿Y quién me lo va a impedir? —inquirió Peter muy
sereno. Espósito se quedó paralizado y se sonrojó.
—Su actitud es una ofensa a la hospitalidad de mi
tío.
Peter sonrió.
—Su tío está pasando el día en Wallace House. Lo
sé bien porque mi tía Paddy ha estado más de media hora quejándose del
desafortunado giro de los acontecimientos.
Espósito se puso aún más serio. Peter meneó la
cabeza.
—Deseo hablar con su hermana, señor, y, salvo que
decida batirme en duelo con el alemán para conseguirlo, no me queda sino
esperar a que vuelva.
—No puede imponerle así su presencia si ella no
quiere verlo —insistió Espósito.
Claro que podía. Peter miró al joven que tenía
enfrente, visiblemente indeciso e incómodo. Estaba convencido de que Espósito
no tenía ni idea de lo que era que a uno le ardiesen las entrañas de anhelo,
evitar el descanso para que el sueño de las caricias de una mujer no lo
atormentara.
—¿Es ella la que no quiere verme o es usted?
—preguntó Peter tranquilamente.
Gastón abrió mucho los ojos; Peter respiró hondo.
—Le honra proteger así a su hermana; es muy
afortunada de tenerlo.
El joven lo miró receloso, sin saber muy bien qué
responder.
—Es una responsabilidad que no me tomo a la
ligera.
—Por supuesto que no. Pero el caso es que hay
ocasiones en que un hombre debe sopesar su responsabilidad en circunstancias
que escapan a su control.
El hermano de Lali frunció el cejo.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Quiero decir que, en ocasiones,
independientemente de su situación, un hombre conoce a alguien tan
extraordinario que debe seguir su instinto. Yo no juego con su hermana, señor.
No podría; la respeto demasiado. Jamás le haría ningún daño, pero su amistad es
muy importante para mí. Tanto que estoy dispuesto a desafiar los
convencionalismos sociales por poder hablar con ella. Debo hablar con ella.
Espósito no dijo nada, visiblemente confundido. Peter
sonrió con frialdad.
—¿Podría al menos ofrecerle a un hombre una copa
después de semejante confesión?
Gastón titubeó. Despacio, se levantó de la silla y
se acercó cojeando al aparador.
—¿Oporto? ¿O prefiere whisky? —preguntó muy serio.
—Whisky.
Le sirvió un vaso, él se puso un oporto. Luego
volvió a su sitio y miró por la ventana mientras bebía a sorbos. Peter estaba
dispuesto a esperar, a discutir, a batirse en duelo si hacía falta. Entendía
que Espósito estuviese molesto; aquello era la personificación del descaro, lo
sabía, pero... a grandes males, grandes remedios. Permanecieron sentados en
silencio durante lo que parecieron horas, hasta que Espósito apuró su bebida y
miró a Peter de reojo.
—¿Cuánto tiene pensado esperar? Aún puede que
tarden horas.
—Lo que haga falta.
Con un resoplido, Espósito volvió a levantarse. Se
acercó al aparador, cogió la botella de oporto y se la llevó a su sitio. Se
sentó, le quitó el tapón a la botella y la ladeó. Se sirvió otro vaso, luego
dejó la botella de mala manera en una mesa, haciendo que la pezuña del oso
disecado de Dowling se tambaleara de forma extraña.
—Lali tiene razón, ¿sabe? Es usted un imbécil
arrogante. Supongo que lady Nina está al tanto de su visita de cortesía
—insinuó.
Peter lo miró ceñudo por encima del borde de su
vaso.
—Le aseguro que mi prometida no me prohíbe que
mantenga amistades.
—No me trate con condescendencia, Sutherland. No
soy estúpido.
El muchacho tenía agallas, debía reconocérselo.
—No, yo jamás lo llamaría estúpido. —Peter se puso
de pie y se acercó al aparador—. Muy al contrario. —Siguiendo el ejemplo de su
anfitrión forzoso, cogió la botella de whisky y volvió al sofá con ella—. Sus
incursiones en Southwark lo demuestran. Hay que ser muy listo para ganar con
tanta frecuencia.
El vaso de oporto se detuvo a medio camino de la
boca de Espósito.
—¿Cómo sabe eso?
—Los rumores vuelan, amigo mío —repuso Peter—.
Tengo entendido que sus ganancias no son nada despreciables. El alemán debe
exigir una dote sustanciosa.
Espósito miró su vaso.
—Es obvio que le resulta inconcebible que Bergen
no precise dote. Imagine, un matrimonio sin el intercambio comercial de rigor.
Mis ganancias son para Rosewood. Claro que de eso usted no sabe nada, porque no
es algo que le divierta —respondió con arrogancia.
—Al contrario, estoy muy familiarizado con
Rosewood —reconoció Peter.
Espósito levantó la cabeza de golpe y frunció los
ojos a modo de muda acusación. Peter rió y levantó la mano como suplicando.
—No suponga lo peor. Me topé con la finca un día
que mi caballo se quedó cojo. De forma completamente accidental, se lo aseguro.
Los ojos de Espósito, visiblemente atónito, se
abrieron mucho mientras exploraba el rostro de Peter.
—¿Aquél era usted? ¿El señor Lanzani?
—¡Claro que era yo! Seguramente ya lo sabía —replicó
Peter.
—Lanzani. Maldita sea. ¡Debería haberlo supuesto!
—gruñó, cerrando los ojos.
—Imagino que no por eso me va a apreciar —inquirió
Peter con una risita irreverente.
Espósito le dedicó un gesto de desaprobación.
—¿Es por ello menos duque? ¿Cambia eso su
inminente matrimonio? ¿Mejora en algo la situación de mi hermana?
Demonios, no había una buena respuesta para eso,
pensó Peter, y sabiamente decidió no contestar. Apuró el whisky y se sirvió
otro. ¿Qué pretendía realmente hacer con Lali cuando la viera, aparte de estar
cerca de ella y respirarla?
Gastón no confiaba en lo que el duque quería de
verdad, y eso lo inquietaba. ¿Amistad? Le costaba creer que eso fuese todo. Se
sirvió otro oporto y miró a Sutherland con recelo. Cielo santo, ¿cómo había pasado
por alto una conexión tan obvia? Peter Lanzani, duque de Sutherland, el señor Lanzani.
¿Cómo no había sido capaz de sumar dos y dos? ¿Por qué no se lo había dicho Lali?
Porque, se recordó furioso, ella sabía que él era el señor Lanzani, el
caballero rural del que se había enamorado locamente. Y cada vez que había
salido a colación el tema de Sutherland, Gastón se había deshecho advirtiéndola
de las intenciones del muy sinvergüenza. Cielo santo, habían discutido
amargamente sobre ello el fin de semana anterior, en Rosewood. El sospechaba lo
que ella sentía. Ella, por supuesto, lo había negado con rotundidad, pero de
pronto todo era claro como el agua. Lali amaba a aquel canalla. Aquel canalla
capaz de cambiar una nación con un simple discurso.
Todo parecía indicar que la ley de emancipación
católica se aprobaría en la Cámara de los Lores, y eso se debía en gran medida
a la constante persuasión de Sutherland durante los últimos dos días. Gastón lo
sabía bien; había seguido los debates con atención. La perspectiva lo
entusiasmaba. Si se les concedía un escaño en el. Parlamento a los católicos,
no tardarían en llegar otras reformas que permitieran una representación
equitativa. Y, con una representación justa, o más bien una representación que
defendiera los intereses de las fincas pequeñas como Rosewood, era muy posible
que la residencia de la familia volviera a florecer. El día anterior, sin ir
más lejos, había colaborado en el ensalzamiento del duque de Sutherland como
héroe popular. La imagen de aquel poderoso agente de cambio resultaba difícil
de reconciliar con la del hombre que estaba sentado en su salita en aquel
momento.
—Hace muy buen tiempo para esta época del año, ¿no
le parece? —preguntó el duque distraído.
A Gastón le pareció un comentario de lo más
ridículo viniendo de semejante visionario, dado que había llovido cuatro de
cada siete días desde que estaban en Londres, y así se lo hizo saber. A
Sutherland lo ofendió la caracterización que Gastón hizo de Londres como nido
de toda clase de conductas desviadas, lo que los llevó a hablar de los méritos
de la capital en general. Como los dos apuraban una copa detrás de otra, la
conversación terminó convirtiéndose en un acalorado debate sobre cuestiones
diversas, desde el Parlamento hasta el comercio exterior, del que obviamente Peter
sabía mucho, pasando por el Gobierno y la inversión en valores privados, con la
que Gastón estaba muy familiarizado. Y entonces, milagrosamente, los dos
hombres empezaron a coincidir en el tipo de reformas que hacían falta para el
fomento de una economía sana. Después de su quinto vaso de oporto, Gastón llegó
incluso a elogiar el discurso más reciente del duque sobre ese mismo tema.
Al cabo de tres horas, Gastón y Peter habían
discutido sobre todos los temas sociales habidos y por haber, habían bebido lo
bastante para ver borroso y aún no habían resuelto el problema tácito que Lali
les planteaba. Gastón se mostraba inflexible en ese frente. Con cada vaso de
oporto, su deber para con su hermana se arraigaba aún más. Peter estaba dispuesto
a acampar en el sofá si era necesario, pero, como aquello no era solución,
llevado por la embriaguez, se le ocurrió proponerle una apuesta.
—Muy bien, Espósito —dijo, sonriente, mientras el
contenido de su vaso chapoteaba peligrosamente y él se esforzaba por
encaramarse al borde del sofá—, ya que se le dan tan bien las cartas, ¿por qué
no invierte en lo que defiende?
—Yo siempre defiendo mis inversiones—intentó
corregirlo Gastón.
Peter frunció el cejo y le hizo un gesto con la
mano.
—No, no. Le hablo de una apuesta. La siguiente.
—Hizo una pausa para contener un eructo de embriaguez y se limpió la palma de
la mano en el corbatín—. Muy bien. Esta es la apuesta —repitió.
—¿Cuál es la apuesta? —preguntó Gastón como si se
hubiese perdido algo.
—Estoy pensando —lo fustigó Peter, y cerró los
ojos con fuerza, hizo una mueca de mareo y se concedió un instante para
centrarse—. Es la siguiente. Quiero asistir a la ópera. Nos lo jugamos a las
cartas.
—¿El qué? —preguntó Gastón visiblemente
confundido. —La ópera.
—¡No quiero ir a la ópera con usted! —espetó Gastón
con desdén, y le dio otro trago largo a su oporto.
—Cielo santo, conmigo no. Yo con Lali —exclamó Peter,
horrorizado.
—Usted conoce bien a mi hermana, señor —soltó Gastón.
—¡Obviamente no tanto como Máximo! Maldita sea,
¿cuántas vueltas puede dar al parque un condenado carruaje? —gritó Peter.
Gastón rió. Peter miró furioso a su joven
adversario, luego se agarró al brazo del sofá hasta que la habitación dejó de
dar vueltas. Cuando pudo al menos enfocar, le lanzó una mirada de odio a Gastón.
—¿Nos lo jugamos? —repitió.
—Permítame que me aclare —balbució Gastón, e
intentó inclinarse hacia adelante pero volvió a caerse de espaldas—. Si gana
usted, yo llevo a Lali a la ópera.
—¡No! —bramó Peter, y maldijo por lo bajo,
impaciente—. Si gano yo, yo llevo a Lali a la ópera —lo corrigió, aporreándose
el pecho—. Gana la carta más alta. Es sencillísimo, Espósito.
—Pero ¿y si gano yo? —quiso saber Gastón.
Peter se calló mientras trataba de encajar el
tapón en la botella de whisky. Le hizo una seña a Gastón con la mano y miró
ceñudo la botella.
—Debería ganar algo —accedió.
—¡Sí! ¡Debería! —exclamó Gastón asintiendo
enérgicamente con la cabeza.
—A ver..., ¿le gusta mi caballo? —preguntó Peter. Gastón
rechazó la oferta con una palmada en el aire. —No voy a darle uso.
—En Sutherland Park tengo buenos perros de caza
—le ofreció—. ¿Le gusta cazar?
Gastón suspiró, miró con insistencia el bastón que
tenía apoyado en la silla, luego miró a Peter.
—Ah, no es lo más apropiado, ¿verdad? —murmuró,
abochornado—. Déjeme pensar... Tengo dinero.
A Gastón se le iluminó el semblante.
—¡Sí! ¡Dinero! ¡Dos mil libras! —exclamó con
regocijo.
Peter frunció el cejo.
—¿Dos mil libras? ¡Madre mía, sólo voy a llevarla
a la ópera!—protestó socarrón.
—Pero ¡se trata de mi hermana!
—Eso es cierto —le concedió Peter, satisfecho, y
al fin encajó el tapón en el cuello de la botella de whisky. Su sonrisa
triunfante se desvaneció de inmediato en cuanto se percató de que su vaso
estaba vacío.
—Entonces, estamos de acuerdo —resolvió Gastón con
firmeza. Se levantó, con más parsimonia de la esperada, cogió su bastón y se
acercó como pudo al escritorio—. ¿Mejor un dos de tres? —preguntó por encima de
su hombro mientras buscaba las cartas, perfectamente amontonadas sobre el
escritorio.
—Dos de tres —aceptó Peter.
Gastón encontró las cartas al cabo de un rato,
hizo un comentario sobre el servicio de aquella casa y se tiró en el sofá,
dejándose caer como un saco de patatas al lado de Peter.
—Más le vale no perder, Sutherland. Dos mil libras
son mucho... mucho... mucho dinero —farfulló Gastón.
—Para mí no —reconoció Peter despreocupadamente, y
alargó la mano para coger las cartas. Cortó la baraja con mucha parafernalia,
por la parte más baja, y sacó un dos de diamantes. Gruñó y se dejó caer sobre
el respaldo del sofá, llevándose un brazo a los ojos con un exagerado ademán.
—Ja —exclamó Gastón un instante después, riendo
contento. Peter asomó por debajo del brazo; sonriendo como un imbécil, Gastón
le bailó un seis de picas delante de la cara a Peter. Maldita sea, necesitaba
un milagro.
Luego empezó Gastón, y sacó un ocho de tréboles.
Esa vez, Peter se dejó de aspavientos y cerró los ojos para cortar la baraja.
Sacó un diez de diamantes. Espósito se quedó pasmado y apenas arqueó una ceja.
—Supongo que me aceptará un cheque —dijo Peter con
sequedad.
—Por supuesto —accedió Gastón amigablemente.
Mientras éste barajaba torpemente, Peter contenía
la risa. Iba a perder, lo sabía, pero el estar tan cerca de ganar le resultaba
divertidísimo en aquel momento. Sonrió a Gastón.
—Mañana por la noche a las nueve en punto —dijo
con tranquilidad, luego apuró su último whisky, cortó la baraja y sacó la reina
de corazones.
Gastón miró la carta alucinado. Soltó un gemido y
miró fijamente las cartas un buen rato, antes de alargar la mano para cortar lo
que quedaba del mazo. Le dio la vuelta a la carta despacio. Los dos hicieron un
aspaviento a la vez y se miraron perplejos.
El tres de picas.
Peter había conseguido su condenado milagro.
—¡No se la puede llevar sin carabina! —gritó Gastón,
enfadado.
—No, no, claro que no. Paddy también va —murmuró Peter,
perplejo de su suerte.
Se hizo el silencio en la estancia mientras los
dos miraban fijamente el tres de picas que Gastón tenía en la mano. Al fin,
éste habló, con voz ronca:
—Deme su palabra.
A pesar de su estado de embriaguez, Peter no tuvo
que preguntarle a qué se refería.
—La tiene —respondió él, tranquilo.
Gastón tiró la carta perdedora al suelo y se puso
en pie. Una vez logrado el equilibrio con la ayuda del bastón, miró a Peter sin
emoción alguna.
—Tengo su palabra —repitió.
Peter asintió con la cabeza en silencio y observó
cómo Gastón abandonaba la salita. Sólo entonces se dejó caer sobre el respaldo
del sofá completamente alborozado y se recordó que no debía dejarse el caballo
al salir.
Continuará....
+10 :D!!!
mas!!!
ResponderEliminarSube mas!!!
ResponderEliminarSUbe más xfavor!!
ResponderEliminarCada vez está más interesante la cosa, asik no nos dejes asÍ!!
ResponderEliminarMAS!!
ResponderEliminarsubí mas!
ResponderEliminarmasssssssssssssssssssss
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ResponderEliminarotro otro otro!!
ResponderEliminarQuiero saber que pasa en el teatro!!! Más!!!
ResponderEliminarVaya par ,borrachos como cubas
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