Capítulo CUATRO

El verano en Carolina del Sur podía hacer que un hombre hecho y derecho, aunque fuera un marine, se hincara de rodillas en el suelo y comenzara a llorar.

Y septiembre, aunque técnicamente marcaba el inicio del otoño, era la última oportunidad de recordarle a cada uno de los ciudadanos del sur lo duro que podía resultar el verano. De hecho, aquel día era uno de esos duros momentos.

Peter se detuvo un instante, inclinó la cabeza hacia atrás y miró la inmensidad del cielo azul en busca de alguna nube. Pero no había nada que pudiera impedir que el calor del sol y tampoco había ninguna sombra en el callejón de la parte de atrás de la librería.

Podría haber trabajado dentro, pero hacerlo fuera a sol ligero y alejado de Lali Espósito le hacía sentirse más seguro. No es que fuera un hombre acostumbrado a buscar refugio, de hecho, más bien era todo lo contrario. Le encantaba correr riesgos. Le encantaba sentir las ráfagas de adrenalina cuando se enfrentaba a algún reto.

Adoraba esa sensación de estar en la cuerda floja oscilando entre la vida y la muerte.

Pero era lo suficientemente listo como para saber que no era adrenalina lo que sentía cuando miraba a Lali, la amiga de Rochi. Era calor puro y duro. El tipo de calor que él tenía que evitar durante tres largas y angustiosas semanas.

-Peter: Rochi -murmuró-, ¿en qué demonios estabas pensando?

Naturalmente, no obtuvo respuesta así que eligió centrarse en la pila de planchas de madera que tenía frente a él. «Haz tu trabajo, idiota».

Peter había aprendido rápidamente la importancia de concentrarse en el trabajo que le ocupaba a pesar de todas las distracciones que tenía a su alrededor. En el cuerpo, esa concentración era cuestión de vida o muerte.

Y, Dios sabía, que Lali Espósito era una distracción. Oía la risa de aquella mujer de vez en cuando. Cuando hablaba con los niños su voz era suave y fantasiosa. Era el tipo de voz que cualquier hombre quisiera escuchar procediendo de la almohada al lado de la suya.

-Peter: Sí. Concéntrate –murmuró mientras golpeada con fuerza sobre un clavo. El golpe que dio sobre la madera le sacudió el brazo y esperó que, al menos así, pudiera sacarse a Lali de la cabeza.

No podía creer la mala suerte que tenía. Había pensado que, mientras permaneciera allí en la librería, sería fácil pasar las tres últimas semanas que le quedaban para ganar la apuesta. De hecho había supuesto que Rochi iba a cerrar la tienda mientras ella estuviera fuera. Si lo hubiera hecho le habría proporcionado un sitio tranquilo y seguro en el que mantenerse a salvo hasta que la apuesta terminara.

Pero no. Por el contrario, Rochi había elegido como sustituta a una modelo. Menos mal que él prefería a las rubias porque si no ya sería hombre muerto.

-¿Qué tal vas?

Su voz provenía de muy cerca y por eso se asustó y se golpeó el dedo pulgar con el martillo. El dolor le embargaba mientras se apretaba el pulgar. Le parecía estar viendo las estrellas, así que apretó la mandíbula y empezó a maldecir.

Dirigiendo la mirada hacia ella casi volvió a gemir de nuevo. Pero esta vez no iba a hacerlo por dolor, sino por la desgracia de tener que contemplar a una mujer tan impresionante como ella y darse cuenta de que no podía hacer lo que él normalmente hacía: invitarla a una copa, utilizar el encanto de los Lanzani y hacer que la magia hiciera el resto hasta que consiguiera tenerla justo donde quería.

«Oh, genial», pensó Peter mientras miraba los profundos ojos marrones de Lali. Las próximas tres semanas iban a ser una pesadilla.

El dolor que sentía en el pulgar era tan intenso como el latido de su corazón. Mientras él la miraba, ella curvó una de sus caderas y cruzó los brazos sobre aquellos admirables pechos. Lali lo miró con benevolencia y por su mirada Peter supo que ella sabía exactamente lo que había estado pensando.

-Lali: Sabes -dijo ella al fin mientras se apartaba el pelo de la cara-, si sigues mirando a las mujeres de esa forma no conseguirás aguantar otras tres semanas.

Él sonrió y el dolor que sentía en el pulgar pareció aliviarse un poco.

-Peter: ¿Ah, sí? ¿Tan irresistible soy?

Lali dio un paso hacia el porche y se sentó. Al hacerlo se le levantó la falda y eso hizo que Peter tu­viera una mejor perspectiva de sus piernas.

-Lali: Oh, creo que seré capaz de contenerme.

-Peter: Es bueno saberlo.

-Lali: Además -señaló-, tú no estás interesado en mí.

 -Peter: ¿No lo estoy?

La curiosidad hizo que se olvidara del dolor que sentía en el dedo. Peter se colgó el martillo de la hebilla de su cinturón y apoyándose con una mano sobre la pared, cruzó las piernas y la miró fijamente.

-Lali: No.

Lali deslizó las manos sobre la superficie de su falda verde y, muy recatadamente, cruzó las piernas juntando perfectamente los tobillos.

Genial.

-Lali: Reconócelo, Peter. Puedo llamarte Peter, ¿verdad?

-Peter: Así es como me llamo.

-Lali: Bien, reconócelo, Peter. Eres un hombre hambriento y para ti yo soy una hamburguesa.

Él soltó una carcajada, la miró de arriba abajo y después alzó la mirada para mirarla a los ojos.

-Peter: Querida, no eres una hamburguesa. Eres un bistec.

Ella sonrió.

-Lali: Bueno, gracias. Pero como te he dicho, eres un hombre hambriento. ¿Un hombre como tú? ¿Sin haber practicado sexo durante nueve semanas? -agitó la cabeza despacio mientras seguía sonriendo-. Creo que incluso una hamburguesa te parecería un solomillo.

-Peter: No te has mirado últimamente al espejo, ¿verdad?

-Lali: Lo hago a diario.

-Peter: ¿Y ves una hamburguesa?

-Lali: Veo unos ojos demasiado grandes, una boca demasiado ancha, una nariz respingona y un rostro demasiado redondo.

«Sorprendente», pensó Peter. Había estado con suficientes mujeres como para saber cuándo están deseando ser piropeadas. Pero, honestamente, jamás ninguna de ellas tuvo que provocar sus halagos. El siempre era el primero en elogiar a una mujer por su pelo, sus zapatos, su sonrisa... Sin embargo, aquella mujer no buscaba elogios.

-Peter: ¿Sabes qué es lo que veo yo? -se apartó de la pa­red, metió las manos en los bolsillos de sus vaqueros y la observó con ojo crítico.

-Lali: ¿Un bistec?

-Peter: Unos ojos tan grandes que te puedes perder en ellos, la nariz de un hada, unos labios tan deliciosos que piden ser devorados.

Lali inclinó la cabeza hacia un lado y lo examinó durante un buen rato. Después, suspiró.

-Lali: ¡Vaya! Eres muy bueno.

-Peter: Sí. ¡Es que eres todo un bistec!

Ella le alargó una mano y Peter la agarró. Cuando sus dedos rodearon los suyos él podría haber jurado que sintió que la chispa de algo caliente y voraz que transmitían los dedos de ella le azotaba las partes de su ser más olvidadas en los últimos tiempos.

Al incorporarse, Lali se soltó de su mano librándose así del calor que le hacía sentir el contacto de su piel.

-Lali: Ya sabes, es todo un logro el haber resistido nueve semanas -dijo ella.

-Peter: ¿De verdad te lo parece?

Forzando una sonrisa que para nada sentía, Lali le señaló.

-Lali: ¿Hola? Acabas de intentar encandilar a la mujer que se supone va a ayudarte a ganar tu estúpida apuesta.

Él frunció ligeramente el ceño. -Hablo en serio. No puedes evitarlo, ¿verdad?

-Peter: ¿Perdón?

-Lali: Flirtear -se sacudió la falda con ambas manos y regresó de nuevo al porche. Se agarró del pomo de la puerta y dio media vuelta antes de volver a mirar a Peter otra vez-. Para ti, flirtear es como respirar. Lo haces sin ni siquiera pensarlo.

-Peter: No estaba flirteando- le contestó volviendo a agarrar el martillo de su cinturón.

-Lali: Por favor. ¿Ojos que te puedes perder en ello? ¿Unos labios dignos de ser devorados?

-Peter: Yo sólo estaba...

-Lali: Encandilándome -acabó por él mientras agitaba la cabeza lentamente-. Y, de verdad, ha sido tan descarado... No has sido nada sutil.

-Peter: ¿Es eso cierto?

-Lali: Oh, sí -dijo mientras abría la puerta-, ¿Normalmente te funcionan ese tipo de cosas? Quie­ro decir, ¿hay mujeres tan crédulas? ¿Te resulta tan fácil encandilarlas?

Continuará...

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