Al mediodía del día siguiente a San Valentín, cinco horas
después de haber despertado sola, Lali estaba sentada en el sofá, cambiando de
un canal a otro del televisor. Vestida con un chándal viejo y unos calcetines
gordos de lana, se sentía tan desaliñada como estaba. El cielo gris del
exterior reflejaba lo que pasaba en su interior.
Había quedado desolada al descubrir que él ya se había
ido, pero el sentido común le decía que era lo mejor. Le había ahorrado el
bochorno de lo que sin duda se habría convertido en una despedida con lágrimas.
Con un suspiro, apagó la tele y se obligó a reconocer la razón de su abyecta
tristeza, porque sólo podía haber una explicación de por qué sentía como si le
hubieran extirpado el corazón.
Se había enamorado.
-Lali: ¡Argh! —cerró los ojos y dejó caer la cabeza en el
respaldo del sofá.
«Fantástico, Lali». Si enamorarse en el momento
inoportuno del chico inoportuno fuera una prueba olímpica, ella ganaría la
medalla de oro. Su única esperanza era que ese ataque de amor se desvaneciera
pronto. Quizá un baño caliente y un poco de chocolate la ayudaran a superarlo.
Oh, sí… eso la ayudaría. «No». En su mente se materializó
una imagen de los dos en la bañera y gimió. Y probablemente durante los
próximos cincuenta años, cada vez que comiera chocolate pensara en Peter. Suspiró,
se puso de pie y fue al cuarto de baño, decidida a echarse agua fría en la cara
y despertar de una maldita vez. Tenía que leer un capítulo antes de su clase de
esa noche. No había nada como un par de horas de química orgánica para
apartarle la mente de Peter y su corazón maltrecho. Se concentraría en la
universidad y se olvidaría de él. Era un plan excelente.
Entró en el cuarto de baño, encendió la luz. Luego miró
el espejo. Y reculó aterrada. Parecía algo que ni siquiera los cachorros
querrían enterrar en el patio. Su pelo era el nido de una rata, salía erizado
en todos los ángulos. Tenía los ojos hinchados con manchas de rimel debajo.
Piel pálida, con surcos de lágrimas, la nariz roja… cielos. Seguía aterrada
cuando sonó el timbre. Los cachorros comenzaron a ladrar con furia y los oyó
correr hacia la puerta.
-Lali: Tranquilos —dijo al entrar en el pequeño
recibidor.
Como era su costumbre, miró por las ventanillas que
flanqueaban la puerta. Y se quedó helada. Durante unos tres segundos.
Luego abrió y miró a Peter en mudo asombro.