Capítulo 5

Lali soltó el aire que había contenido, sintiéndose como si acabara de bajar de una montaña rusa y sus entrañas necesitaran volver a su sitio después de haber sido descolocadas. 

Se apoyó en el mostrador mientras observaba a la niña detenidamente. Luz mostraba una expresión tensa, con los ojos brillantes pero la mirada apagada. Como un par de cuentas de cristal mate. Intentó recordar algo más sobre la época en la que su sobrino Aidan era incapaz de hablar en el colegio. Mutismo selectivo, lo llamaban. Algunos creían que dicho comportamiento era deliberado, pero se equivocaban. Aidan mejoró con el tiempo, y al final logró responder con éxito al paciente estímulo de su familia y de su maestra. 

—Lali: ¿Sabes a quién me recuerdas? —le preguntó a la niña—. A la Sirenita. Has visto la película, ¿verdad? —Se volvió para rebuscar bajo el mostrador hasta dar con una enorme caracola de color rosa que formaba parte de la nueva decoración marina que pronto colocarían en el escaparate—. Tengo una cosa para ti. Un regalo. —Se enderezó para enseñarle la caracola a la niña—. Ya sé que es muy corriente, pero tiene una cosa especial. Si te la pones en la oreja, podrás oír el mar. —Le ofreció la caracola, y Luz se la acercó despacio a la oreja—. ¿Lo oyes? 

La niña respondió encogiéndose de hombros con gesto desinteresado. Era evidente que ya conocía el truco de oír el mar en una caracola. 

—Lali: ¿Sabes por qué puedes oírlo? —le preguntó. 

Luz negó con la cabeza, al parecer interesada. 

—Algunas personas, científicos muy sabios, dicen que la caracola captura los sonidos del exterior y los hace resonar en su cavidad. Sin embargo, otra gente —añadió al tiempo que se señalaba a sí misma y le lanzaba una mirada cómplice a Luz— cree que es por arte de magia. 

Después de sopesar un momento la idea, Luz le devolvió la mirada y se llevó un dedo al pecho para mostrarle su acuerdo. 

Lali sonrió. 

—Lali: Tengo una idea. ¿Por qué no te llevas la caracola a casa y practicas lo de guardar sonidos en ella? Puedes cantarle o tararear así... —Comenzó a cantar moviendo sólo los labios mientras se acercaba la caracola a la boca—. Tal vez algún día tu voz vuelva. Como le pasó a la Sirenita. 

Luz alargó los brazos y cogió la caracola entre las manos. 

En ese momento, se abrió la puerta y Peter Lanzani entró de nuevo en la tienda. Su mirada se clavó de inmediato en su sobrina, que estaba contemplando con expresión intensa la abertura de la caracola. Al ver que comenzaba a tararear en voz muy baja y titubeante, se quedó paralizado. 

Le cambió la cara. Y en ese instante de sorpresa Lali atisbo la multitud de emociones que cruzó por su rostro: preocupación, miedo, esperanza. 

—Peter: ¿Qué haces, Luz? —preguntó a la ligera mientras se acercaba a ellas con las cejas enarcadas. 

La niña se detuvo y le enseñó la caracola. 

—Lali: Es una caracola mágica —dijo—. Le he dicho a Luz que puede llevársela a casa. 

Lanzani compuso una expresión irritada. 

—Peter: Es una caracola bonita —replicó—. Pero no tiene ni pizca de magia. 

—Lali: Sí que la tiene —lo contradijo Lali—. La magia está a veces en las cosas más corrientes... sólo hay que saber buscarla. 

Los labios de Lanzani esbozaron una sonrisa irónica. 

—Peter: Claro —dijo con sorna—... Gracias. 

Lali comprendió demasiado tarde que pertenecía a ese grupo de gente que no alentaba la imaginación de sus hijos. Y era un grupo numeroso. Muchos padres creían que era mejor que sus hijos crecieran enfrentándose a la realidad en vez de confundirlos con cuentos de criaturas fantásticas, animales parlanchines o Papá Noel. En su opinión, sin embargo, la fantasía permitía que los niños desarrollaran su imaginación y encontraran consuelo e inspiración. Claro que ella no tenía ni voz ni voto en la educación de los hijos de los demás. 

Se parapetó tras el mostrador, avergonzada, y se dispuso a registrar las ventas. El libro de las hadas, un rompecabezas, un saltador con mangos de madera y unas alitas de hada iridiscentes. 

Luz se alejó del mostrador mientras le tarareaba a la caracola. Lanzani siguió a su sobrina con la mirada antes de mirar a Lali. 

—Peter: Sin ánimo de ofender... —comenzó con voz irritada. 

Justo el comienzo de una frase que casi siempre acababa ofendiendo. 

—Peter: ... prefiero ser sincero con los niños, señorita... 

—Lali: Señora —lo corrigió—. Señora Espósito. Yo también lo prefiero. 

—Peter: Entonces ¿por qué le ha dicho que es una caracola mágica? ¿O que hay un hada que vive en esa casa colgada en la pared? 

Lali frunció el ceño mientras arrancaba el tique de compra de la caja registradora. 

—Lali: La imaginación. Los juegos. No entiende mucho de niños, ¿verdad? 

Al instante, comprendió que su comentario había dado en el clavo con mucha más fuerza de la que pretendía. La expresión de Lanzani no cambió, pero vio que se le sonrojaban las mejillas y el puente de la nariz. 

—Peter: Hace seis meses que me convertí en el tutor legal de Luz. Estoy aprendiendo. Pero una de mis reglas es no dejarla creer en cosas que no son reales. 

—Lali: Lo siento —se disculpó con sinceridad—. No pretendía ofenderlo. Pero el hecho de que no pueda ver algo no significa que no sea real. —Le ofreció una sonrisa contrita—. ¿Quiere el tique o lo dejo en la bolsa? 

Esos hipnóticos ojos verdes la miraron con una intensidad que hizo que su cerebro se desconectara al instante. 

—Peter: En la bolsa —lo oyó decir. 

Estaban tan cerca que captó su olor, una maravillosa mezcla de jabón y mar con una pizca de café. Lo vio ofrecerle la mano por encima del mostrador. 

—Peter: Peter Lanzani. 

Aceptó su mano y descubrió que era una mano fuerte, cálida y encallecida por el trabajo. Su contacto le provocó una punzada muy reveladora que comenzó en el abdomen antes de extenderse por todo su cuerpo. 

Para su alivio, la campanilla de la puerta sonó, anunciando la llegada de otro cliente. Se zafó de su mano al instante. 

—Lali: Hola —dijo, fingiendo una nota de alegría—. Bienvenido a El Espejo Mágico. 

Lanzani, Peter Lanzani, seguía mirándola. 

—Peter: ¿De dónde es? 

—Lali: De Bellingham. 

—Peter: ¿Por qué se ha mudado a Friday Harbor? 

—Lali: Me pareció el lugar perfecto para abrir mi tienda —contestó al tiempo que se encogía de hombros a fin de darle a entender que no había mucho que explicar. 

Sin embargo, el gesto no pareció convencerlo. Sus preguntas se sucedían con rapidez, en cuanto ella le daba una respuesta. 

—Peter: ¿Tiene familia aquí? 

—Lali: No. 

—Peter: En ese caso, seguro que ha venido siguiendo a un hombre. 

—Lali: No. ¿Por qué dice eso? 

—Peter: Cuando una mujer como usted se muda, normalmente lo hace por un tipo. 

Lali negó con la cabeza. 

—Lali: Soy viuda. 

—Peter: Lo siento. 

Esa mirada tan intensa le provocó una emoción candente y titubeante, no del todo desagradable. 

—Peter: ¿Desde cuándo? 

—Lali: Desde hace casi dos años. No puedo... no puedo hablar de eso. 

—Peter: ¿Un accidente? 

—Lali: Cáncer. —Era tan consciente de él, de esa presencia tan vital y tan masculina, que de repente volvió a sonrojarse de la cabeza a los pies. Hacía mucho tiempo que no sentía ese tipo de atracción, tan exagerada por su intensidad, y no sabía muy bien cómo manejarla—. Tengo unos amigos que viven en Smugglers Cove, en el lado occidental de la isla... 

—Peter: Sé dónde está. 

—Lali: ¡Ah! Sí, claro, usted creció aquí. Bueno, el caso es que mi amiga Ellen sabía que quería comenzar de cero en algún sitio después de que mi marido... después de... 

—Peter: ¿Ellen Scolari? ¿La mujer de Brad? 

Lali enarcó las cejas, sorprendida.  

—Lali: ¿Los conoce? 

—Peter: No hay mucha gente en esta isla a quien no conozca —respondió él, entrecerrando los ojos con expresión pensativa—. No te han mencionado —añadió, tuteándola—. ¿Cuánto...? 

Y en ese momento los interrumpió una vocecilla titubeante. 

—Tío Peter... 

—Peter: Espera un momento, Lu... —dejó la frase en el aire y se quedó paralizado. Su gesto fue casi cómico cuando por fin miró a la niña que estaba a su lado—. ¿Luz? —dijo con un hilo de voz. 

La niña sonrió con timidez, se puso de puntillas y alargó el brazo para darle la caracola a Lali. Y después añadió en un murmullo perfectiblemente audible: 

—Luz: Se llama Trébol. 

—Lali: ¿El hada? —preguntó Lali en voz muy baja, con la piel de gallina por la emoción. Luz asintió con la cabeza. Lali tragó saliva y se las arregló para replicar: 

—Lali: Gracias por decírmelo, Luz. 

Continuará...

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Mañana seguimos!...

Besos :)