31 de mayo de 1893
Como puede ver, señor, tenemos
vehículos excepcionales para satisfacer cualquiera de sus necesidades —dijo el
nervudo escocés, propietario de «Carruajes Adams, venta y alquiler».
—Es cierto —respondió Peter—.
Una mercancía excelente. Estaré fuera de la ciudad un par de días. Cuando
vuelva, me decidiré por uno en particular.
—Muy bien, señor —contestó
Adams—. Concédanos el honor de llevarlo a casa en uno de nuestros mejores
vehículos.
Peter sonrió. Normalmente él
también ofrecía salidas en yate, y algunos invitados que nunca habían
considerado seriamente la posibilidad de ser dueños de un velero acababan
encargándole uno antes de desembarcar. Por lo tanto, apreció la visión del
negocio del escocés.
—Será un placer.
—Acompáñeme, por favor.
Un suntuoso landó en negro y
oro estaba ya enganchado a u tiro de cuatro y listo para ponerse en marcha
cuando ellos salieron, al patio.
—Ah, veo que la señora Creso
está aquí hoy —dijo Adams, con un placer evidente.
—¿Cómo dice? —preguntó Peter,
seguro de haber oído mal el nombre. ¿La señora Creso? No pudo evitar imaginarse
a una cachorrita con una correa de oro y un collar incrustado de diamantes.
—¿Me disculpará un momento,
señor Lanzani? —pidió
Se apresuró para ir a saludar
a la mujer que estaba a punto de subir al carruaje. Varias vueltas de perlas
idénticas caían por encima del torneado pecho. El resto de su cuerpo estaba
envuelto en brocado ricamente bordado con hilos de oro. Debajo de su enorme y
muy emplumado sombrero, el velo, que le llegaba hasta la barbilla, brillaba al
sol con los diminutos diamantes cosidos en él.
La mujer tenía el aspecto
exacto que se esperaría de una señora Creso humana. Peter pensó, irónico, que
tendría que preguntar a Lali por qué ella, una de las mujeres más ricas de
Inglaterra, raramente se vestía de acuerdo a su posición. Eso sería la próxima
vez que la viera, claro. A la mañana siguiente de su último apareamiento, la noche
del baile en casa de los Carlisle, le envió una nota lacónica, informándole de
que no estaría disponible a fines de procreación durante los próximos siete
días. Y no la había visto desde entonces.
Hoy era el octavo día.
Adams se deshacía en
atenciones con la señora Creso. Atenciones que ella recibía con una altiva
condescendencia que a él, evidentemente, le encantaba. Al final, la ayudó a
subir al carruaje abierto, se inclinó y volvió con Peter.
—Por lo general, no me gustan
mucho las damas cortesanas dijo—. Pero esa tiene algo. Magnífica, ¿verdad? La
magnífica señora cogió el perrito faldero que tenía en el lado opuesto de donde
estaba Peter y se lo acercó a la cara.
—Magnífica de verdad —afirmó Peter,
que había reconocido al perrito gales.
Lali. ¿Qué estaba haciendo
alquilando un coche en la empresa de Adams? ¿No tenía suficientes berlinas y
birlochos propios? ¿Y por qué, de repente, iba vestida como la querida de un
millonario americano?
—Pensándolo bien —le dijo a
Adams—, he decidido que lo único que necesito esta mañana es un cabriolé.
El landó alquilado de Lali se
dirigió hacia el este, cruzó el puente de Westminster, pasó Lambeth y entró en
Southwark. Había tiendas a ambos lados de las calles. Los vendedores ambulantes
daban vueltas por la acera, pregonando ginger ale y fresas del West Country.
Hombres anuncio, vigilando cansados a los gamberros que les ponían la
zancadilla y los hacían caer por pura diversión, hacían publicidad de todo,
desde tabaco a píldoras para mujeres.
Las casas tenían un aspecto
decente, algunas incluso de gente acomodada. Pero la prosperidad no se extendía
más allá del paseo principal. El auto entró en una calle lateral y, al cabo de
pocas manzanas, el barrio a duras penas mantenía la respetabilidad.
El carruaje se detuvo delante
de un pequeño establecimiento situado entre una mugrienta tienda de comidas,
que apestaba a salchicha y cebolla, y la consulta de un médico que no solo
prometía curar las enfermedades corrientes y las dolencias femeninas, sino
además regenerar el pelo y eliminar la corpulencia.
Había media docena de mujeres
de pie en la acera, con dos niños pequeños, esperando. Se alisaron la falda y
el pelo con las manos sin guantes, esforzándose por no mirar a la gran señora
del landó, sin conseguirlo por completo.
El cochero saltó al suelo,
bajó la escalerilla y abrió la puerta. Lali descendió, con el aire de ser más
rica que Dios y más fría que Perséfone en la cama de Hades; su vestido de
calle, a rayas verdes, y oro, era casi una exhibición escandalosa de color y brillo
entre los descoloridos azules y pardos de las mujeres. Mientras se acercaba a
la puerta, una mujer de mediana edad, pulcramente vestida, la abrió desde
dentro.
Desde el otro lado de la calle
en su cabriolé alquilado Peter observaba fascinado. ¿Qué hacía Lali en una
calle de Bermondsey que apenas estaba un peldaño más arriba de la sordidez?
Una de las mujeres que
esperaban se inclinó para hablar con su hijo, dejando al descubierto, por fin,
la pequeña placa de bronce sujeta a la izquierda de la puerta:
PRÉSTAMOS CRESO & Co.
SOLO PARA SEÑORAS
Lali se había ocupado de esta
joven y de su hijito cientos de veces; caras diferentes, nombres diferentes,
pero siempre la misma historia. Se había enamorado, había pensado que duraría,
pero no fue así. Y aquí estaba, desesperada, sin tener donde caerse muerta,
entregándose a la merced de una desconocida.
A Lali, la historia seguía
dándole escalofríos. Si ella hubiera sido una costurera pobre y sin amigos, ¿no
se habría enamorado, quizá, del apuesto aprendiz de panadero de la tienda de al
lado? De haber sido sirvienta, quizá también ella habría creído las palabras de
amor del hijo de la casa.
Ella había cometido los mismos
errores. Sabía lo que era estar sola y desesperadamente enamorada. Lo que era
abandonar a sabiendas el sentido común.
La señorita Shoemaker era una
prometedora aprendiza de florista en Cambridge cuando perdió la cabeza por un
joven profesor que entraba, todas las mañanas, en la tienda de su patrona a
comprar una flor para el ojal. El resto fue una tragedia vulgar y corriente. Él
se negó a casarse con ella o incluso a mantenerla. Ella perdió su trabajo
cuando no pudo ocultar más el embarazo. Ninguna otra florista acreditada quiso
contratarla. Para mantener a su hijo y a ella misma con vida, recurrió a la
prostitución.
Parecía que sus plegarias
habían sido escuchadas cuando la señorita Neeley, una compañera, aprendiza
también de florista, le escribió ofreciéndole trabajo. La señorita Neeley había
dejado Cambridge para abrir su propia tienda en Londres antes de la desgracia
de la señorita Shoemaker y seguía pensando que era una mujer intachable. La
señorita Shoemaker trabajó a las órdenes de Neeley durante dos años, ahorrando
hasta el último penique para el día en que pudiera abrir su propia tienda. Pero
justo cuando creía que había dejado atrás su pasado, un buen día entró en la
tienda el hermano de la señorita Neeley y la reconoció de sus días de
prostituta callejera.
El relato de la joven y
difícil vida de la señorita Shoemaker ocupaba toda una página escrita a máquina
por el detective privado que Lali tenía contratado para Préstamos Creso. La
señora Ramsey se ocupaba de las solicitantes que traían cartas con buenas
referencias. Los casos irregulares venían a recaer en Lali.
Escuchó impasible, mientras la
señorita Shoemaker le contaba tartamudeando su desdichada historia, con las
mejillas teñidas de rojo subido.
—Lo siento, no tengo
referencias, señora. Pero lo sé todo sobre las flores. Sé leer un poco y soy
muy buena con los números, señorita Neeley me dejaba que le llevara los libros.
Y recibía montones de elogios por los grandes arreglos que yo hacía para las
bodas y los bailes y esas... —La voz de la señorita Shoemaker se fue apagando,
finalmente intimidada hasta el silencio por la glacial magnificencia de Lali.
No era solo su exagerado
atuendo, también se trataba de la estancia. Después de la fea antesala y el
estrecho y oscuro pasillo la opulencia del despacho deslumbraba siempre, sin
excepción. Unos cuadros de Lawrence Alma-Tadema, lujosamente enmarcados, que
desbordaban resplandecientes mármoles blancos e imposibles cielos azules de una
antigüedad perdida, provocaban exclamaciones de asombro. Unos muebles tan
magníficos como cualesquiera que se pudieran encontrar en los salones de la
aristocracia hacían que, automáticamente, las solicitantes abrieran unos ojos
como platos, asustadas, con miedo a ensuciar la elegante tapicería de brocado
bermellón y crema con sus humildes traseros.
—Ha dicho que desea abrir una
tienda propia —dijo Lali—. ¿Ha elegido el lugar?
—Sí, señora. Es una tiendecita
al lado de Bond Street. El alquiler no es bajo, pero el sitio es bueno.
La señorita Shoemaker tenía
ambición y coraje. A Lali, eso le gustaba.
—¿Bond Street? ¿No pica
demasiado alto, señorita Shoemaker?
—No, señora. Lo he pensado y
lo he vuelto a pensar. Es la única manera. Los comerciantes... sus esposas no
utilizarían mis servicios, no si han sabido algo por la señorita Neeley. Pero
las grandes señoras... a ellas puede que no les importe tanto, si hago un
trabajo bueno de verdad.
Había algo de verdad en eso.
—De todos modos, le aconsejo
que se convierta en una viuda muy respetable.
—Sí, señora.
—Y antes de que se entusiasme
demasiado con sus clientes de sangre azul, averigüe cuáles pagan sus deudas y
cuáles creen que usted debería pagar por el privilegio de servirles.
—Sí, señora. —La señorita
Shoemaker apenas podía articular palabra a causa de la creciente emoción que
sentía.
—Y tenga los ojos muy abiertos
para descubrir a cualquier americano rico que venga a la ciudad. Consígalos
como clientes tan rápido como pueda.
—Sí, señora.
Lali extendió un cheque y lo
metió en un sobre.
—Lléveselo a la señora Ramsey,
en la habitación de al lado, bajando por el pasillo. Ella se encargará del
resto.
La señora Ramsey le explicaría
a la señorita Shoemaker el contrato normal de Préstamos Creso, le diría qué
hacer con el cheque y, al final, la acompañaría a la puerta de atrás. Lali no
quería que las solicitantes compartieran su éxito unas con otras o que se
supiera que concedía la enorme mayoría de las peticiones.
—¡Oh, señora, gracias, señora!
—La señorita Shoemaker hizo una reverencia tan profunda que a punto estuvo de
caerse.
—Más caramelos —pió con fuerza
y de repente su hijo, que hasta entonces había estado totalmente callado.
—¡Chitón! —La señorita
Shoemaker sacó una bonita lata, la abrió y, rápidamente, metió un caramelo en
la boca del niño.
La cajita. Dios santo. De
Demel de Viena. En el escritorio de Peter, justo al lado de donde Lali puso la
mano, había una idéntica la última vez que él la había tomado.
—¿De dónde ha sacado esa caja?
—preguntó, con tono demasiado brusco.
—Me la ha dado un caballero
fuera, señora —respondió la señorita Shoemaker, mirando a Lali insegura—. Me la
dio cuando Timmy no dejaba de llorar. Lo siento, señora. No debería haberla
aceptado. Hice muy mal.
—No pasa nada. No hizo nada
malo.
—Pero, señora...
—La señora Ramsey la está
esperando, señorita Shoemaker.
Lali buscó por los
alrededores, pero no había señales de Peter en ningún sitio cerca de Préstamos
Creso. Llevó el landó de vuelta a Adams y dejó que el escocés parara un coche
que la llevó a casa de madame Élise, donde permaneció quince minutos eligiendo
una tela para su nuevo chal antes de que llegara su propia berlina, que la
había dejado allí dos horas antes.
Llegó a casa y encontró a Peter
en su habitación, metiendo un montón de camisas en una bolsa de viaje.
—¿Qué hacías siguiéndome?
—Curiosidad, mi querida señora
Creso. Dio la casualidad de que estaba en el establecimiento de los carruajes
cuando tú llegaste —dijo, sin mirarla, con una leve sonrisa en los labios—. Si
tú me vieras vestido como el rey el día de la coronación, diciendo que era lord
Dadivoso y dedicándome a un negocio misterioso, ¿qué habrías hecho?
—Me habría ocupado de mis
propios asuntos —dijo ella, sin demasiada convicción.
—Claro —murmuró él—. Pero no
te preocupes, tu secreto está a salvo conmigo.
—No es un secreto. Solo es
anonimato. Las mujeres que vienen a Préstamos Creso en busca de ayuda no son
exactamente lo que esa gente de gran superioridad moral llamaría los «pobres
dignos de ayuda». No quiero tener que explicarle nada a nadie, eso es todo.
—Lo entiendo.
—No, no lo entiendes. —¿Qué
podía entender él, el señor poderoso y perfecto?—. Se trata de mujeres muy
trabajadoras y emprendedoras que da la casualidad de que tienen un pasado no
del todo intachable. Lo único que necesitan son unas cuantas libras para que
puedan volver a empezar.
—¿Cuánto dinero has prestado
hoy?
Lali vaciló. ¿Esperaba una
respuesta numérica?
—Sesenta y cinco libras.
Peter enarcó las cejas.
—Una buena suma. ¿La señorita
Shoemaker recibió una parte?
—Diez libras. —Diez libras era
una suma importante de dinero. Normalmente las chicas que trabajaban cobraban
solo dos libras al mes.
—¿Y la señorita Dutton?
—Ocho libras. La señorita
Dutton es una calígrafa excepcionalmente dotada. Tendrá un futuro seguro, si
controla sus tendencias más destructivas.
Peter colocó tres corbatas en
la bolsa y levantó la vista.
—¿Solo basándote en sus
palabras? Supongo que tampoco la señorita Dutton tenía referencias.
—Tengo contratado a un
detective privado. En seis años, solo tres mujeres no han pagado su deuda, y a
una de ellas la atropello carruaje.
—Admirable.
—No seas condescendiente —dijo
enfurecida por su superficial comentario—. Puede que Préstamos Creso opere
fuera de los mites convencionales, pero es legítimo y honorable. Duermo mejor
por la noche gracias a eso.
Abrochó la hebilla de la bolsa
y se le acercó.
—Cálmate —dijo, poniéndole las
manos sobre los hombros.
Cuando ella se apartó
bruscamente, dio un paso más hacia ella y le puso las palmas de las manos en
las mejillas.
—Cálmate. Creo que lo que
haces es admirable, de verdad. Me alegro de que alguien se acuerde de los
olvidados. Y me alegro de que seas tú.
No se habría quedado más
sorprendida si le hubiera anunciado que la había propuesto como candidata a la
santidad. El dejó caer las manos y fue hasta la mesa de medialuna para dar
cuerda al reloj, pero las mejillas de Lali siguieron ardiendo con la huella de
su contacto.
—Solo quiero darle a alguien
una segunda oportunidad —murmuró.
Él nunca se la había dado a
ella.
Los dedos de Peter se
detuvieron. La miró una vez, antes de seguir dando cuerda al reloj. No dijo
nada.
De repente, Lali pensó que
llevaba allí demasiado rato. Que había dicho demasiado.
—Bueno, será mejor que te deje
seguir con lo que hacías. Que tengas un buen viaje.
—Voy a Devon a cenar con tu
madre y el duque de Perrin. El tren sale de Paddington dentro de una hora. Haz
que te preparen un sandwich en la cocina. Puedes venir conmigo.
Una docena de ideas le pasaron
por la cabeza. La quería tener convenientemente cerca para poder seguir
fecundándola, para que la señora Espósito no siguiera molestándolo con el
divorcio, para que la cena con el duque resultara menos incómoda. Pero el
estremecimiento de placer que le había producido su invitación se negaba a
desaparecer.
—Ya le he dicho a mi madre que
no iría —respondió.
—Dale una segunda oportunidad
—dijo él, metiéndose el reloj en el bolsillo—. Le gustaría.
Continuará...
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Hola chiquillas!!! :D
Creo que a todas nos gustaría que la nove avanzara más rapidito no??...
entonces... les parecería que hagamos una maratón continua... tipo... en cuanto haya... ponele 10 comentarios yo subiré otro capítulo, no importa la hora.... bueno... dentro de lo razonable! las doce son mi hora de dormir.
Bueno... veamos cómo va... ;)
10 COMENTARIOS Y SUBO MÁS
Masssssdd plis
ResponderEliminarMasssssssssss
ResponderEliminarOtroooo :D
ResponderEliminarMaass me encantaa
ResponderEliminarUn pelinn se acercaron hoy!
Buenisimo ottro :)
ResponderEliminarLali lo dejó impresionado con sus accciones.
ResponderEliminarDalee los quiero juntos
ResponderEliminarpareciste yeh! Me encanta la nove al principio no la entendía jaja ya ahora si!
ResponderEliminarquiero otro capítulo mas HOY!!!
ResponderEliminar++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++
ResponderEliminarYaaa son 10 !!! ..
ResponderEliminarMe encanto!
ResponderEliminarjajaj lo dejo 7 días esperando!
Muy bueno lo que hace Lali, muy admirable! Genial lo que le dijo de dar segundas oportunidades.
Gracias Dannii