5 de junio de 1893
—No, no, no, este no. Tráeme
el verde —dijo Langford. Se desabrochó el chaleco de color burdeos, el tercero
que rechazaba, y se lo devolvió a su ayuda de cámara.
Un hombre de mediana edad, con
cara de pocos amigos, le devolvió la mirada desde el espejo. Nunca había sido
realmente apuesto, pero, en su mejor momento, siempre impecablemente peinado y
vestido, con las mujeres más deseables de las capas más altas de la sociedad
cogidas de su brazo, había sido un hombre muy admirado.
Quince años en el campo y, de
repente, se había convertido en un paleto. Su ropa estaba pasada de moda, era
de una década atrás. Había olvidado cómo ponerse fijador en el pelo. Y estaba
seguro de que ya no recordaba cómo seducir a una mujer. La seducción era una cuestión
mental. Un hombre seguro de sí mismo, al cien por cien, tenía a las mujeres
comiendo de su mano. Un hombre que solo está seguro de sí al ochenta por
ciento, solo tiene palomas comiendo de su mano.
Y este hombre al ochenta por
ciento, por razones que solo el diablo conocía, había invitado a la señora Espósito
a tomar el té —¡el té!— como si él fuera una ancianita temblorosa esperando
anhelante unos cuantos chismes y cotilleos.
Peor todavía, como si fuera un
pobre diablo sentimental que quiere hacer retroceder el tiempo treinta años.
Su ayuda de cámara volvió con
un chaleco verde oscuro, el color de un valle densamente poblado de árboles.
Langford se lo puso, decidido a quedarse con esta elección, tanto si le daba
aspecto de príncipe como si tenía pinta de rana. No parecía ninguna de las dos
cosas, solo parecía un hombre perturbado, confundido y ligeramente aprensivo,
que no se había abandonado, exactamente, ni tampoco se había conservado.
Tendría que servir, suponía.
El landó de la señora Espósito
se detuvo delante de la mansión Ludlow Court justo cuando pasaban dos minutos
de las cinco. Bajo su sombrilla de encaje, tenía un aspecto tan refinado y
decoroso como una taza de té de la propia reina. Le gustó el atuendo que había
elegido: un vestido de tarde de color perla y azul pálido. Le gustaban los
cremas y pasteles que dominaban en su guardarropa, los colores de una eterna
primavera, aunque si alguien le hubiera preguntado durante su época de hombre
de mundo, habría decretado que esos tonos eran demasiado pedestres.
La recibió él personalmente,
tendiéndole la mano, sin guante, para que se apoyara al bajar del coche. Ella
estaba complacida y un poco desconcertada; bien, así ya eran dos.
—Vine a verlo hace unas
semanas, excelencia —dijo ella entre tímida y desafiante—. No estaba en casa.
Los dos sabían que sí que
estaba en casa. Pero solo él sabía que la había estado observando desde la
ventana del piso superior, con una mezcla de exasperación y fascinación.
—¿Pasamos a tomar el té?
—dijo, ofreciéndole el brazo.
Según los criterios ducales,
Ludlow Court era más que modesta; era absolutamente modesta. Mucho tiempo
atrás, cuando él tenía algo más de veinte años, lo habían invitado al palacio
de Blenheim. Mientras el carruaje se iba aproximando al imponente edificio,
desde lejos, lo había consumido una sensación de inferioridad; comparada con el
coloso que era la propiedad ancestral de los Marlborough, su propia mansión
solariega parecía meramente una vicaría con pretensiones.
Sin embargo, la grandiosa
fachada de Blenheim había demostrado ser solo eso, una fachada o, para ser más
precisos, un espejismo. Porque según el vehículo se acercaba a la casa, resultó
que esta estaba en muy mal estado. Dentro de la gran mansión, las cortinas
estaban polvorientas y llenas de agujeros, las paredes oscurecidas por unos
tiros de chimenea mal mantenidos y el techo con goteras en casi todas las
habitaciones; esto después de que la familia hubiera vendido las famosas gemas
Marlborough para aliviar las cosas. Pocos años después de su visita, el séptimo
duque tuvo que pedir la autorización del Parlamento para romper los derechos de
sucesión, a fin de que todo el contenido de la casa pudiera ser subastado para
sufragar las deudas de la familia.
Por contraste, la casa
solariega de Ludlow Court era una joya, un ejemplo diminuto, pero perfecto, de
la arquitectura palladiana, con líneas luminosas y elegantes, bellas
proporciones y un interior que Langford había podido conservar —y de vez en
cuando modernizar— con relativa facilidad.
Pero mientras pasaba por la
antesala y la grandiosa entrada, con la mano de la señora Espósito apoyada,
apenas, en su brazo, se preguntó qué pensaría ella de la casa. Su actual
residencia quizá fuera poco mayor que un pabellón de caza, pero tenía entendido
que antes vivía en una mansión mucho más grande, más grande que la suya y,
probablemente, más moderna y más lujosamente amueblada, dada la fortuna de su
difunto esposo.
—Ha reconstruido la terraza
—dijo la señora Espósito cuando entraron en el saloncito que daba al sur. Un
lado de la estancia daba a la pendiente adoquinada de la parte trasera de la
casa, que conducía a los jardines de diseño formal, geométrico, y al pequeño
lago, más allá—. A su excelencia solía preocuparla.
—¿De verdad? —Otra cosa más
que él no sabía de su propia madre.
—Sí, bastante. Pero decidió no
arreglarla para no molestar a su padre mientras estaba enfermo —dijo la señora Espósito—.
Era una persona muy buena.
Eso era algo que él había
descubierto demasiado tarde. En sus arrogantes años de adolescencia, pensaba en
secreto que su madre era demasiado anticuada y rústica, que no poseía nada de
la majestuosidad y glamour apropiados para la consorte de un príncipe del
reino. Había soportado su ansioso cariño como si fuera una piedra de molino que
llevara colgada del cuello, sin sospechar ni por un momento que, sin ella, iría
a la deriva.
—Nunca me dijo nada sobre
ello. Y me temo que yo era demasiado obtuso y estaba demasiado absorto en mí
misino para adivinarlo. No la hice reparar hasta que empecé a dar fiestas de
fin de semana.
—Es muy bonita —respondió
ella, mirando por la ventana hacia las exuberantes rosas de color albaricoque
que florecían a lo largo de la balaustrada. Llevaba rosas en su sombrero de ala
ancha, rosas confeccionadas con cintas de gro azul pálido—. A ella le habría
gustado.
—¿Preferiría tomar el té en la
terraza? —le preguntó impulsivamente—. Hace un hermoso día.
—Sí, gracias —aceptó ella, con
una leve sonrisa.
Ordenó que instalaran una mesa
fuera, bajo un amplio toldo, con un mantel blanco y unas rosas como las que
ella estaba admirando colocadas en un jarrón de cristal.
—Me parece que es hora de que
me disculpe —dijo ella mientras se acomodaban en sus asientos, uno al lado de
otro, en un ángulo amplio, de forma que los dos pudieran disfrutar viendo los
jardines.
—No es necesario. Disfruté
muchísimo de la cena y encontré tanto la comida como la compañía fascinantes.
—No lo dudo. —Se echó a reír,
un poco cohibida—. Como representación, no podía encontrar nada mejor. Pero
quiero disculparme por todo mi plan, desde el principio, cuando hice que se
marcharan todos mis criados y dejé a mi gatito en el árbol para poder pedirle
que me ayudara.
Él sonrió.
—Le aseguro que no fui una
víctima inocente de sus planes. Sabía en qué me metía cuando acepté ser su sir
Galahad temporal y un tanto maleducado.
La señora Espósito se sonrojó.
—Ya lo había deducido, créame,
por lo que sucedió posteriormente. Pero sigue siendo un deber pedirle disculpas
por mi engaño inicial.
El té llegó con mucha pompa y
ceremonia. La señora Espósito tomó crema y azúcar, con el dedo meñique de la
mano derecha separado muy ligeramente, dibujando una curva delicada, como el
pétalo de un crisantemo oriental.
—Por mucho que apruebe que
reconozca su «engaño inicial», lo que más me preocupa es la historia que siguió
después —dijo, sin hacer caso de su té y observando cómo ella removía el suyo
con una finura lánguida y delicada—. ¿También se disculpará por eso?
—Solo si hubiera sido una
flagrante mentira.
Distraído, tomó un sorbo de
té. Seguía sin gustarle aquel brebaje.
—¿Me está diciendo que no fue
una flagrante mentira?
Ella siguió removiendo el té.
—Después de pensarlo muy
detenidamente, he decidido que ya no lo sé.
Maldijo su curiosidad y su
falta de tacto. Un hombre más circunspecto no habría tenido que vérselas con
las amplias perspectivas que abría aquella respuesta.
—Tal vez, podría ayudarme a
decidirlo —prosiguió ella—. Me gustaría conocerlo mejor.
«Ya no soy joven. Así que
decidí no utilizar las artimañas de una mujer joven y opté por una manera más
directa de abordarlo.» Por lo menos esto no era mentira.
—¿Qué le gustaría saber?
—Muchas cosas, pero la
primordial es cómo y por qué se convirtió en la persona que es hoy. Lo
encuentro un misterio muy interesante.
El corazón empezó a latirle
con fuerza.
—No es ningún misterio. Estuve
al borde de la muerte.
Pero ella no se conformaría
con tan poco.
—Mi hija estuvo a punto de
morir cuando tenía dieciséis años. Aquella experiencia solo hizo que fuera más
como ya era, no la convirtió en una persona completamente diferente, que es en
lo que usted, según todos los informes, se ha convertido.
Levantó la taza y la dejó
suspendida justo debajo de los labios, con la muñeca tan firme como la libra
esterlina.
—El instinto me dice que no
podré comprenderlo hasta que conozca la historia que hay detrás de su
transformación. Y que esa historia es algo más que la de un hombre que ha
estado al borde de la muerte. ¿Me equivoco?
Sopesó una serie de respuestas
y las rechazó todas. Habiendo disfrutado toda la vida del privilegio de no
andar con rodeos, no estaba preparado para entregarse ahora, de repente, a las
evasivas.
—No —dijo.
Ella seguía con la taza
suspendida cerca de su barbilla, casi como un escudo o un disfraz para ocultar
su peligrosa perspicacia detrás de una pieza de fina porcelana vidriada con un
dibujo de yedra y rosas.
—Si me permite la
indiscreción, ¿había una mujer?
No tenía por qué responder a
la pregunta. Pero tampoco tenía por qué haberla invitado a tomar el té. No
conocía sus propios planes más que los de ella, posiblemente mucho menos.
—Sí, había una mujer
—respondió—. Y un hombre.
Ella se quedó paralizada por
la sorpresa. Con cuidado, dejó la taza en la mesa. Era de presumir que la
estabilidad de su muñeca no estaba a la altura de la excitación de su muy salaz
imaginación.
—Santo cielo —murmuró.
Él se rió, con pesar.
—Ojalá fuera ese tipo de
sordidez sin complicaciones.
—Oh—dijo ella.
—Seguramente habrá oído hablar
del incidente de caza. Me alcanzó un disparo, tuvieron que operarme, durante
seis horas, y a punto estuve de no sobrevivir —explicó—. Pero tiene razón. En
sí mismo, aquello no me hizo cambiar de vida, no más que lo haría una resaca o
una fuerte indigestión.
Una semana después de que Langford
estuviera fuera de peligro, Francis Elliot, el hombre que le había disparado,
fue a verlo. Elliot había sido compañero de clase en Eton, y Langford visitaba
su casa con frecuencia cuando estaba de vacaciones. Con los años, su amistad,
que había sido muy estrecha, se había ido enfriando, ya que Langford llevaba
una vida de desenfreno y Elliot se preparaba para ser un hacendado serio,
responsable y carente de imaginación, siguiendo el ejemplo de sus antepasados.
Aquella mañana en concreto,
Langford, de pésimo humor debido al dolor y al aburrimiento, había arremetido
contra Elliot por su mala puntería y había insultado su hombría en general.
Elliot estuvo callado hasta que a Langford se le agotaron los términos
peyorativos, y no era fácil, porque con la formación propia de un hombre de
letras poseía unas provisiones casi infinitas de palabras denigrantes.
Luego, por primera vez en su
vida, Langford oyó gritar a Elliot.
—Resultó que el hombre que me
disparó lo hizo deliberadamente, aunque no tenía intención de matarme. Eso fue
el resultado de los nervios y la mala puntería... porque yo había seducido a su
esposa.
La señora Espósito acababa de
coger un sándwich de pepino. Se quedó inmóvil. Ya estaba escandalizada y no
había llegado todavía la peor parte.
—No tenía ni idea de qué me
hablaba. Por lo que yo sabía, no conocía a su esposa, hasta que recordé, muy
vagamente, un encuentro en un baile de máscaras dado por otro amigo mío seis
meses antes. Había una mujer, una matrona joven, con aire triste. Lo que no había sido más que
una diversión de una noche para mí, había precipitado una crisis doméstica para
mi amigo. Amaba a su esposa. Estaban pasando por unos momentos difíciles, pero
la amaba. La quería profunda y apasionadamente, aunque también de forma torpe y
sin expresarle su cariño.
Al principio, el relato de
Elliot no despertó en Langford otra cosa que desprecio. Nunca dejaría que una
mujer, ninguna mujer, le importara ni la mitad que a su amigo. Cualquier hombre
que permitiera que eso le sucediese, solo podía culparse a sí mismo por un
apego tan estúpido.
Luego, después del estallido
inicial, Elliot hizo algo asombroso: se disculpó. Con los dientes apretados, le
pidió disculpas por todo; por su falta de carácter, por su carencia de
criterio, por hacerle pagar su desesperación a Langford, cuando era él quien
tenía la culpa de que su esposa fuera infeliz.
Langford, todavía irritado,
aceptó sus disculpas, sin dar muestras de amabilidad. Pero, una vez que Elliot
se hubo marchado, no conseguía sacárselo de la cabeza, no podía dejar de ver la
expresión en la cara de su amigo mientras se disculpaba, una expresión en la
que solo había reproche hacia sí mismo, y la determinación de hacer lo
correcto, pese a la avalancha de desdén que iba a provocar al hacerlo.
Con su disculpa incondicional,
Elliot había demostrado que, pese a su acto anterior, era un hombre con
fortaleza, conciencia y decencia; todo lo que Langford despreciaba y de lo que
se burlaba por ser cualidades demasiado plebeyas para su elevada persona.
—No quería cambiar ni que me
cambiaran —prosiguió Langford—. La vida que había llevado hasta entonces era
muy agradable y adictiva. Detestaba abandonarla. Pero el daño estaba hecho.
Aquello me había afectado. En los días siguientes a mi convalecencia, empecé a
poner en tela de juicio todo lo que había dado por sentado sobre mis elecciones
en la vida. ¿A cuántas personas más habría herido en mi búsqueda insensata de
diversión? ¿Le había dado algún uso digno a mi talento y a mi enorme fortuna?
¿Qué habría pensado mi pobre madre de todo aquello?
La señora Espósito escuchaba
con grave concentración, sin apartar ni un momento los ojos de los de él.
—¿Qué pasó con su amigo y su
esposa?
Era una cuestión que todavía
lo atormentaba en mitad de la noche. Por lo que sabía, parecían estar bien, no
había informes de peleas vergonzosas ni de una afición indecorosa por la
botella.
—Según tengo entendido han
tenido tres hijos. El mayor nació alrededor de un año después de que él me
disparara.
—Me alegro —dijo ella.
—Pero, en realidad, esto no
nos dice nada por sí mismo, ¿verdad? —Un hombre y su esposa bien podían
procrear aborreciéndose mutuamente. Quería imaginar una familia en armonía,
pero su mente solo le ofrecía imágenes de niños silenciosos y asustados,
siempre con el alma en vilo, en torno a unos padres encerrados en una amargura
odiosa. Una amargura de la que Langford era responsable.
—Los matrimonios son una cosa
extraña —afirmó ella—. Muchos son algo extremadamente frágil. Pero otros son
excepcionalmente resistentes, capaces de recuperarse después de las heridas más
graves.
A Langford le habría gustado
creerla. Pero los matrimonios que él conocía eran, por regla general,
indiferentes.
—Habla por propia experiencia,
espero.
—Así es —dijo ella, con
firmeza.
—Hábleme de ello —pidió él—.
Exijo algo que sea por lo menos la mitad de sensacional a cambio de haber
divulgado mi incalificable pasado.
Ella cogió la taza y luego,
con mucha resolución, la volvió a dejar.
—Sensacional no lo será. Lo
más sensacional que he hecho en mi vida fue soltarle a usted que quería que se casara conmigo. Pero
no debería sorprenderle saber que, en realidad, sí que deseaba casarme con
usted hace más de treinta años.
Era sorprendente oírla hablar
de ello con tanta franqueza.
—Estaba convencida de que
tenía el aspecto, el comportamiento y la aprobación de su madre. Los únicos
obstáculos eran su juventud y su indudable falta de inclinación a casarse con
una joven elegida por su madre, pero consideraba que ninguna de las dos cosas
era insuperable. Cuando acabara la universidad, yo todavía estaría en edad de
casarme. Y mientras tanto, me educaría en los clásicos, para distinguirme de
otras mujeres que competirían por su mano.
»Sin duda, mi plan debe de
parecerle arrogante e ingenuo a la vez. Lo era. Pero yo creía con fervor en él.
Pensándolo ahora, veo que nos habría ido pésimamente juntos; que yo me habría
sentido consternada por su promiscuidad y usted, a su vez, habría sentído
repulsión por mi entrometimiento moralista, como lo llama mi hija. Pero en
aquellos días vertiginosos de 1862, usted era mitológicamente perfecto y yo
estaba obsesionada con usted.
»No es necesario decir que,
cuando el señor Espósito empezó a cortejarme, no me entusiasmaron sus
atenciones. Yo anhelaba el rango y desdeñaba el dinero hecho con hollín, y él
solo poseía esto último. No comprendía por qué mi padre recibía complacido sus
visitas, hasta que me sucedió lo mismo. Créame, tener que casarme con él por
algo tan humillante como la desastrosa situación económica de mi familia no
hizo que me resultara más querido.
Había pesar en su voz. De
repente, Langford comprendió que ese pesar no era por él, sino por el señor Espósito,
fallecido mucho tiempo atrás. Sintió una extraña punzada de celos.
—¿Quiere decir que su
matrimonio se recuperó finalmente de esa herida dolorosa?
—Lo hizo. Pero necesitó mucho
tiempo. Cuando me casé con el señor Espósito, decidí ser una mártir entera y
verdadera. Aun que me negué a rebajarme tratando de saber noticias suyas o
sucumbiendo a cualquier aventura, también me negué a verlo a él como otra cosa
que una entidad legal a la cual sacrificaba mis sueños por el bien de mi
familia. Incluso cuando mis sentimientos cambiaron, no sabía qué hacer. Me
parecía ridículo que sintiera otra cosa que deber y obligación hacia un hombre
al que, durante tantos años, solo había llamado señor Espósito.
La voz se apagó. Finalmente se
llevó el sandwich de pepino a los labios.
—Tuvimos tres años buenos
antes de que falleciera.
Langford no sabía qué decir.
Siempre había pensado que los matrimonios felices eran cosa de los cuentos de
hadas, casi tan probables como los dragones que echaban fuego por la boca en
esta edad mecanizada. Descubrió que no estaba en situación de decir nada sobre
su pérdida.
En silencio, la señora Espósito
se comía el sandwich de pepino con mucha finura. Cuando acabó, meneó la cabeza
y sonrió pensativa.
—Ahora recuerdo que la buena
sociedad no se dedica a la sinceridad desenfrenada. Es incómodo, ¿verdad?
—No es tanto eso como que
obliga a reflexionar —respondió él—. No creo haber tenido una conversación más
franca en toda mi vida, no sobre cosas que importaran.
—Y ahora ya no nos queda nada
más de que hablar, salvo del tiempo —dijo ella, irónica.
—Permítame que corrija su
error, señora —respondió él, con igual ironía—. Entiendo que debajo de su
fachada de feminidad ideal, es usted una mujer intelectual que quizá sea lo
bastante instruida como para apreciar mi vasta erudición.
—Vaya, tiene que vigilar esa
arrogancia, excelencia —dijo ella, con una leve sonrisa—. Quizá descubra que es
exactamente lo contrario. Mientras usted salía de juerga cada noche, yo leía
todo lo que se había escrito durante la antigüedad clásica.
—Puede que sea así, pero
¿tiene alguna idea original sobre ello? —preguntó, desafiante.
Ella se inclinó ligeramente
hacia delante. El observó, con placer, el brillo de sus ojos.
—¿Dispone de unos cuantos días
para escuchar, señor?
Continuara...
+10 ;)
Por favor mas
ResponderEliminarQue pasa con peter y lali???
ResponderEliminarNinguna tonta Gimena!!!!,está dejando asombrado a Langford
ResponderEliminarMe encanta mas
ResponderEliminarLa verdad es q me encanta gimena!!!
ResponderEliminarquiero laliterrrr....... ++++++++++++++++++
ResponderEliminarSubi massss plisssss
ResponderEliminarY laliter???necesito saber que pasa con ellos!!!Siguele porfaaa!!!
ResponderEliminarMaaaaaaaas pliiis!!!
ResponderEliminarMe encanta la nove!!!más capis por favor!!!!
ResponderEliminarY laliter?!?!?!
ResponderEliminar++++++++++++++
ResponderEliminarJajaja lali tiene a quién salir me encanta gime
ResponderEliminarMaassss
ResponderEliminarMe encantaaa
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