25 de mayo de 1893
La salita de Lali estaba a
oscuras, pero salía luz de su dormitorio, proyectando un triángulo, largo y
estrecho, del color de viejas monedas de oro, siguiendo el ángulo de la puerta,
que había quedado ligeramente entreabierta. Era extraño, estaba segura de que
había apagado la luz antes de salir.
Cuando entró en su habitación,
descubrió que la luz procedía de los aposentos de Peter. La puerta que
comunicaba las dos estancias estaba abierta de par en par. Pero su habitación,
aunque con la luz encendida, parecía vacía, con la cama sin deshacer.
El corazón se le aceleró.
Deliberadamente, había vuelto muy tarde para evitar que se repitiera lo de la
noche anterior. Seguramente, él no se molestaría en esperarla despierto cuando
todavía disponía de trescientas sesenta y tres noches para fecundarla.
Pero ¿dónde estaba? ¿Se había
quedado dormido en el sillón? ¿Estaba fuera de la ciudad, en algún sitio,
buscando sus propias diversiones? Pero ¿a ella qué le importaba lo que hiciera
en su tiempo libre? Se limitaría a cerrar la puerta, sin hacer ningún ruido, y
se iría a la cama.
Sin embargo, lo que hizo fue
entrar en el dormitorio de Peter.
Al ver la habitación
completamente restaurada, se le hizo un nudo en la garganta. La retrotrajo al
tiempo en que se dejaba caer en su cama y lloraba ante la injusticia de la
vida.
El día que vació sus aposentos
fue el día en que tomó las riendas de su vida. Tres meses más tarde, conoció a
lord Wrenworth y empezó una tórrida relación que le dio mucha más confianza en
sí misma. Pero en este lugar fue donde empezó todo, cuando separó su vida de la
de Peter, cuando eligió seguir adelante, por muy solitario e inseguro que
resultara el futuro.
Sus efectos personales no se
veían por ningún sitio, excepto un reloj con cadena de plata que estaba en la
mesa de media luna frente a la cama, un instrumento complicado de Patek,
Philippe & Cié. Le dio media vuelta. En el dorso había una inscripción
deseándole un feliz trigésimo cumpleaños, de Rocío.
Dejó el reloj. La consola
estaba cerca de la puerta medio abierta que daba a la sala. Entraba una luz
intensa, pero la propia sala estaba tan silenciosa como el fondo del océano.
Entreabrió la puerta y vio
rollos de planos, docenas de ellos, en las sillas y las mesas. En el
escritorio, y desplegada con la ayuda de un pisapapeles, una regla y una lata
de caramelos, había una hoja de papel de dibujo.
Solo vio a Peter después de
abrir la puerta por completo. Estaba sentado en un sillón bajo Luis XV, con el
batín que hacía resaltar las pintas oscuras de sus ojos verdes, volviéndolos
del color del follaje estival al atardecer. Tenía un libro abierto sobre las
rodillas.
—Te has levantado temprano
—dijo, sacando su sentido de la ironía para que hiciera un poco de ejercicio,
sin duda.
—Debe de ser esa ética
protestante de la que tanto oigo hablar —respondió ella.
—¿Has tenido suerte con las
cartas esta noche? —Su mirada se sumergió en el escote de su vestido—. Diría
que sí.
Se había puesto uno de sus
trajes más sugerentes. Era, claro, un truco barato para distraer la atención en
las mesas de juego, pero ¿por qué no utilizar sus activos cuando podía hacer
buen uso de ellos?
—¿Quién te lo ha dicho?
—Tú. Tú me dijiste que después
de casarte, tenías pensado no volver a bailar nunca y pasarte todo el tiempo en
los bailes despojando a los petimetres ingleses de todo su dinero.
—No recuerdo haber dicho nada
parecido.
—Fue hace mucho tiempo. Déjame
que te enseñe algo.
Se levantó, fue hasta ella y
abrió el libro que tenía en las manos por una página desplegable que estaba
doblada en cuatro. La des dobló.
Ella reconoció la
representación del escudo de Aquiles en la enorme ilustración. La señora Espósito
adoraba el canto XVIII de la Ilíada y muchas noches, de niña, Lali se había
quedado dormida escuchando la descripción del gran escudo que Hefesto había
forjado para Aquiles, una maravilla con cinco capas, que mostraba una ciudad en
paz y una ciudad en guerra, además de casi todas las actividades humanas bajo
el sol, todo rodeado por el poderoso río Océano.
Ella había visto otras
representaciones del escudo, la mayoría de las cuales, demasiado fieles a las
descripciones de Homero, estaban atestadas de jóvenes danzantes y doncellas
engalanadas con guirnaldas; el resultado era una filigrana tan fina que no
podría sobrevivir al vigor de una sola batalla. Pero esta interpretación en
particular era austera, despojada de minucias y, sin embargo, aparecía poderoso
y amenazador en su misma austeridad. El sol, la luna y las estrellas brillaban
sobre la procesión de bodas y la sangrienta matanza con la misma serenidad.
—Es la oeuvre del hombre con
el que a tu madre le gustaría que te casaras —dijo Peter mientras volvía a
doblar la página—. Si no puedes quedarte conmigo.
Lali se sorprendió tanto que
cogió el libro de manos de Peter y miró el lomo. Once años ante Ilión. Estudio
de la geografía, la logística y la vida cotidiana de la guerra de Troya, por Nicolas
Perrin. El apellido de familia de los duques de Perrin era Fitzwilliam, pero la
costumbre era que un lord firmara con su título.
—Qué curioso. —Le devolvió el
libro.
Peter lo dejó a un lado.
—Ya que estás aquí, echa una
mirada a mis diseños.
No había hecho nada para
indicar el más leve interés sexual por ella. Sin embargo, el vello de la nuca
se le puso de punta de repente.
—¿Por qué tendría que verlos?
—Para que sepas a quién culpar
cuando Inglaterra pierda la próxima regata de la Copa América.
Se quedó consternada, pese a
sus preocupaciones.
—¿Ayudas al equipo americano?
Unos cuarenta años antes, un
velero americano había competido con catorce yates del Royal Yacht Squadron
alrededor de la isla de Wight y los había vencido por veinte rotundos minutos.
Según la leyenda, la reina, que contemplaba la regata, preguntó en un momento
dado quién iba segundo y la respuesta que le dieron fue: «Majestad, ¡no hay
segundo!». Desde entonces, las agrupaciones inglesas habían tratado de vencer a
los americanos y arrebatarles la copa. Sin éxito.
—Ayudo al Club de Vela de
Nueva York, del cual soy miembro —respondió.
Se adelantó hasta el
escritorio y miró hacia atrás, esperándola. La luz de la lámpara de pie, junto
a él, le acariciaba el pelo, iluminando sus mechones aclarados por el sol. Su
expresión era amable y paciente... demasiado amable, demasiado paciente.
Notó cómo la gravedad tiraba
de sus pies. Solo su negativa a mostrar cualquier debilidad la obligó a
moverse, un pesado talón cada vez, hasta llegar junto al escritorio.
Cuando se inclinó para
examinar el diseño, él se puso detrás ele ella.
—En estos momentos, no es más
que un boceto —dijo.
Habló muy cerca de su oreja.
Un filamento de placer la recorrió zigzagueando, agudo y debilitador. Notó cómo
su mano le apartaba unos mechones de pelo que se habían escapado del moño bajo.
Luego los dedos se detuvieron en la nuca.
—Ya veo —respondió, con voz tensa.
—Puedo hacer el dibujo a
escala, detallado, yo mismo —murmuró él, desabrochándole el botón superior del
traje—. Pero en la actualidad casi siempre le pido a un delineante que lo haga
por mí.
Lali miraba los diseños. En el
centro había un yate, tal como aparecería en el mar, con las velas totalmente
desplegadas. A un lado, había dibujado una sección transversal del casco y una
vista de la nave en el dique seco.
Pasó el brazo alrededor de
ella, y señaló una protuberancia alargada y estrecha que salía de la quilla
hacia la mitad de la eslora mientras su otra mano iba librando los botones de
sus amarras, fácilmente, lánguidamente y con demasiada rapidez.
—Espero que la orza le dé
mayor estabilidad lateral —dijo como si se estuviera dirigiendo a un grupo de
estudiantes de ingeniería, al tiempo que le abría el vestido hasta las
caderas—. Es preciso que el velero navegue tan alto como sea posible, para
aumentar la velocidad del casco. Pero un barco que apenas esté dentro del agua,
se volcará con mucha más facilidad.
—¿Has volcado muchos barcos
últimamente? —preguntó, esperando que su voz rezumara la suficiente acidez.
—No, desde hace tiempo. Pero
una vez sí que lo hice. Fue el primer yate que tuve. Trabajé en el diseño
durante años, lo construí con mis propias manos y volcó cuando solo llevaba dos
millas de su primer viaje. —Le bajó el vestido por los hombros, liberándole los
brazos del corpiño, con un toque tan leve como la primera brisa del verano—. Me
estuvo bien empleado por llamarla Marquesa.
A Lali le dio un vuelco el
corazón. ¿Había dado su nombre a su primer yate?
—¿Cómo te dio por hacer algo
así? ¿Olvidaste que no me podías soportar?
—Me dijeron que tenía que
ponerle al barco el nombre de mi esposa o el de mi amante —dijo mientras el
vestido caía al suelo, formando un montón de satén y tul de color cobrizo—. Lo
remolqué a puerto, lo reconstruí desde el principio, lo rebauticé como Amante
y, desde entonces, navega estupendamente; es uno de los veleros de regatas más
rápidos del Atlántico. ¿Sabes? —susurró, aflojándole las cintas del corsé y
quitándoselo por la cabeza—. Causas problemas incluso a cinco mil kilómetros de
distancia.
—Verdaderamente, ¿es que no
hay un lugar más bajo al que pueda caer? —preguntó, sarcástica, mientras se
aferraba al escritorio.
Las enaguas se deslizaron para
unirse al vestido. La despojó fácilmente de la camisa y cuando la rozaba, sin
querer, la piel le hervía.
—Me parece que todavía
conservo, en algún sitio, una foto mía saludando desde el Marquesa, sonriendo
rebosante de alegría, justo antes de zarpar.
—Habría preferido verte en el
helado Atlántico. Me habría encantado pasar justo a tu lado y no rescatarte del
agua.
Él replicó despojándola de los
culottes y atrapando su cuerpo desnudo —desnudo salvo por los guantes blancos
de satén y las medias de seda blancas— entre su cuerpo y el borde del
escritorio.
Recorrió con las puntas de los
dedos sus nalgas desnudas y se dirigió lenta, pero inexorablemente, hacia la
unión de sus muslos. Ella cerró los ojos y se mordió el labio, pero se negó a
apretar las piernas, pese a su nerviosismo.
—¿Siempre estás tan húmeda?
—preguntó, en un susurro—. ¿O es solo por mí?
Lali quería decir algo mordaz,
algo que hiriera su orgullo masculino tan completamente que nunca pudiera
volver a regodearse. Pero lo único que pudo hacer fue reprimir el gemido de su
garganta cuando él penetró lentamente dentro de ella. Su batín le acariciaba la
espalda, frío y sedoso contra las ardientes sensaciones de su entrada. Se
retiró y luego se hincó en su interior con una fuerza que la obligó a soltar
una exclamación y la hizo levantarse sobre la punta de los pies.
Él le hundió los dientes en el
hombro. Nada doloroso, solo un mordisco fuerte para puntuar el deslizamiento
ardiente y suave de su cuerpo en el de ella. No pudo sofocar un pequeño gemido.
Pese a sus desesperados
intentos de recitar el alfabeto al revés —solo llegó a la y antes de ser
incapaz de seguir pensando—, su cuerpo se ahogaba en sensaciones. Estaba llena,
muy llena y la golpeaban deliciosamente. El placer se agrupaba y crecía. Se
aferró con más fuerza al borde del escritorio, incapaz de comprender nada
excepto la necesidad de extraer un placer cada vez mayor, más agudo y denso de
su acoplamiento.
Él placer estalló en un
clímax, una implosión estremecedora. Fue vagamente consciente de su último
empujón, del espasmo de su cuerpo, de su agitada respiración en su oreja y del
fuerte latir de su corazón contra la espalda, claramente perceptible a través
la fina capa de seda que los separaba.
La mejilla de Peter se frotó
contra la nuca de ella. Sus manos estaban a ambos lados de ella. Se quedaron de
pie, prácticamente abrazados, con él apretado contra ella, rodeándola.
—Oh, Dios, Lali —murmuró él,
unas sílabas apenas audibles—. Lali.
Se quedó paralizada, el
encanto del momento hecho añicos. Había pronunciado la misma frase que en su
noche de bodas, encima de ella, debajo de ella, a su lado, con lo que ella
creyó que era una dicha exultante.
Se soltó, se volvió y lo
empujó con rabia con las palmas de las manos en su pecho. Su brusca violencia
no lo hizo moverse, pero sus ojos se abrieron sorprendidos, y se hizo a un
lado. Sin impotarle mostrar el mismo aspecto que una mujer que se gana la vi
posando para postales pornográficas, Lali se inclinó, recogió su ropa y dio
media vuelta.
—Espera. —Fue tras ella. Pensó
que iba a darle una prenda que se hubiera olvidado. Pero lo que hizo fue
envolverla con su batín—. No te enfríes.
Se había sentido furiosa,
avergonzada, humillada. Todavía se sentía así. Pero su solicitud desenterró un
dolor que creía haber dejado enterrado el día que vació los aposentos de Peter;
el dolor de lo que podría haber sido.
—No esperes que te dé las
gracias —dijo. Solo le quedaba la hosquedad como defensa.
—No he hecho nada que merezca
agradecimiento —respondió él—. Buenas noches, lady Tremaine. Hasta mañana por
la noche.
La señora Espósito recibió a
Langford, su excelencia el duque de Perrin, dándole una bienvenida en la que no
había nada de la calidez efusiva y lisonjera que utilizaba con tanta facilidad.
Realmente nadie hubiera podido criticar su hospitalidad. Pero mientras que,
antes, había estado ansiosa, es más, codiciosa de fomentar su relación, esta
noche se había metamorfoseado y era la encarnación andante de la correcta buena
educación. Hasta los vestidos de suaves tonos pastel que normalmente prefería
habían sido sustituidos por un negro implacable, como el crespón de una viuda
de luto riguroso.
Lo recibió en un saloncito tan
iluminado como Versalles. Ardían tal cantidad de velas que él se preguntó si
alguna iglesia parroquial no echaría en falta su altar. Las ventanas que daban
al camino estaban abiertas, las cortinas de cotonía solo corridas a medias.
Cualquiera que pasara podría ver claramente el interior de la estancia.
¿Tantas ganas tenía de
anunciar su creciente familiaridad con él? Posiblemente. Pero el camino
exterior se usaba poco durante el día y apenas por la noche. Hubiera obtenido
el mismo resultado pintando un letrero: EL DUQUE DE PERRIN VISITA ESTA ESTIMABLE
RESIDENCIA, y colocándolo boca abajo en el jardín.
—¿Le apetece algo de beber?
—preguntó—. ¿Té, refresco de piña o limonada?
Estaba seguro de que nadie le
había ofrecido limonada desde que cumplió los trece años. Y no se le pasó por
alto que ella no había ofrecido ninguna bebida alcohólica.
—Un coñac irá bien.
Ella apretó los labios, pero
al parecer no pudo reunir el valor necesario para negarle a un duque una simple
bebida.
—Ciertamente. Hollis —le dijo
al mayordomo—, traiga una botella de Rémy Martin para su excelencia.
El sirviente se inclinó y se
fue.
Langford sonrió, satisfecho.
Bien, eso estaba mejor. Limonada... ¡por favor!
—Confío en que su viaje a
Londres fuera gratificante.
Ella se echó a reír, a la vez
sobresaltada y fingiendo.
—Sí, supongo que lo fue.
Se tocó el camafeo que llevaba
en la garganta. Él no pudo menos que quedarse mirando el contraste de sus
blancos dedos con severo crespón, devorador de la luz. La piel de su mano,
aunque delicada, carecía de la suntuosidad y la transparencia de la primera
juventud. Recordó que era, realmente, varios años mayor que él, una mujer
cercana a los cincuenta. La abuelita de Blancanieves.
Pero maldita sea si no era más
guapa que toda una bandada de jóvenes nubiles, más guapa incluso que cuando tenía
diecinueve años. Como norma, las jóvenes atractivas envejecían peor que las
corrientes; su caída era mayor. No obstante, a lo largo del camino, ella había
adquirido un valor que tenía poco que ver con la belleza y que la adornaba
mejor que las perlas y los diamantes; un temple debajo de su piel, todavía
encantadora.
—Tuve el inesperado placer de
encontrarme con sus primas en el teatro —dijo ella—. Lady Avery y lady Somersby
fueron muy amables y me invitaron a acompañarlas en su palco.
Al principio no captó la
importancia de aquella afirmación. Se había tropezado con Caro y Grace; muchas
personas lo hacían, para su deleite o pesar, dependiendo de que recibieran
cotilleos jugosos o que las sondearan a fondo para buscarlos. Luego lo
comprendió. Antes, la señora Espósito no tenía ni idea de la persona que él
había sido antes de su presente encarnación como estudioso prácticamente
asexual, un estudioso que llevaba una vida recluida.
¿Qué le habrían contado?
Probablemente, la lujuria, el ardor, las veces que había alquilado señoritas a
madame Mignonne. Sus primas estaban lejos de conocer los peores pecados que
había cometido, aunque ocupaba el más alto lugar de la mala fama. Y la
virtuosa, aunque oportunista, señora Espósito se habría quedado lo bastante
escandalizada y abatida para dejar de lado temporalmente su actitud de
adoradora de ídolos y su voz entrecortada.
Como si unas cuantas ventanas
abiertas y catorce metros de crespón negro, lleno de reproches, pudieran
disuadirlo de intenciones más nefandas, a él, que en su tiempo había levantado
con éxito toda una serie de faldas de luto y, a veces, además, con las ventanas
abiertas.
No es que tuviera esas
intenciones respecto a la señora Espósito. Si se hubieran encontrado unos
veinte años atrás, bueno entonces habría sido otra historia. Pero había
cambiado. Ahora era anciano e inofensivo.
La mayoría de los días.
—Confío en que la deleitaran
con historias de mis indiscreciones juveniles —dijo—. Me temo que no he llevado
una vida muy ejemplar.
Era evidente que ella no
esperaba que abordara el asunto sin rodeos. Intentó un gesto despreocupado.
—Bueno, ¿qué caballero no ha
cometido unos cuantos pecadillos?
—Exacto —asintió aprobando
solemnemente su súbita comprensión—. La intemperancia del verano lleva a la
plena madurez del otoño. Siempre ha sido así y siempre será así.
Casi se echó a reír ante la
confusión que su filosofía le causaba. Pero el criado entró con el coñac, una
mezcla excelente compuesta de un extraordinario aguardiente envejecido durante
cincuenta años en barriles de roble del Lemosín.
Pasaron a la mesa de cartas
que había preparado y ella le preguntó, tímidamente, si, para empezar, podían
apostar algo que no fueran mil libras la mano.
—Mi hija y yo apostábamos
dulces, caramelos de mantequilla, toffee, o de regaliz... ya sabe a qué me
refiero, excelencia.
—Ciertamente —dijo, magnánimo,
en especial dado que solo había jugado manos de mil libras tres veces en su
vida, después de lo cual incluso su corazón dominado por el vicio no pudo
soportar la atrocidad de perder los ingresos de un año en una sola noche.
Ella se levantó y cogió una
caja grande con un membrete dorado grabado en relieve.
—Mi hija me envió estos
bombones suizos la última Pascua. Sabe que me gustan mucho.
Los bombones iban colocados en
varias bandejas, y ya se había comido los de la primera capa. Desechó la
bandeja superior y colocó una bandeja llena delante de ella y otra delante de
él.
—¿A qué jugaba con su hija?
—preguntó, barajando los mazos de cartas que había en la mesa.
—A los habituales juegos para
dos: la báciga, el veintiuno, ecarté. Es una jugadora de cartas excelente.
—Tengo muchas ganas de jugar
con ella a las cartas cuando venga.
La señora Espósito no
respondió de inmediato.
—Estoy segura de que estará
encantada.
Parecía que aunque la señora Espósito
podía vencer a un profesional de Drury Lane cuando se trataba de invenciones
premeditadas, no era tan convincente cuando se trataba de mentir descaradamente
de manera espontánea. Manejar a un esposo y prometido al mismo tiempo no era
tarea pequeña. Entendía muy bien por qué lady Tremaine se negaba a participar
en los demenciales planes de su madre para añadir un tercer hombre a la ya
explosiva mezcla. Pasaron unos momentos de silencio mientras repartía las
cartas descubiertas.
—A lo mejor preferiría usted
jugar unas manos con su esposo —dijo la señora Espósito—. Ella no está segura
todavía del camino que va a tomar, así que quizá venga él en su lugar.
—¿Está casada? —preguntó él,
fingiendo estar muy sorprendido.
—Sí, así es. Está casada con
el heredero del duque de Fairford desde hace diez años. —El orgullo seguía
animando su respuesta. El orgullo y una traza de desesperación.
El primer as le cayó como
llovido del cielo. Hizo un leve gesto negativo con la cabeza mientras recogía
las cartas, las barajó y le tendió el mazo para que ella lo cortara.
—Me confieso desconcertado,
señora Espósito. Cuando me recomendó a su hija, di por sentado que estaba libre
y que su amable interés en mi persona tenía como objeto favorecer la amistad
entre ella y yo.
Ella se lo quedó mirando como
si le hubiera pedido que se desnudara. Bueno, en cierto sentido, la estaba
dejando desnuda. Tironeó del camafeo que llevaba, como si el cuello le apretara
demasiado.
—Excelencia, le aseguro que...
¡La mera idea! Yo...
—Vamos, vamos, señora Espósito
—no había olvidado todavía por completo cómo utilizar la adulación—, puede que
las maquinaciones de una madre para casar a su hija con un hombre distinguido
no sean el más elevado de los empeños humanos, pero sí que es uno consagrado
por la tradición. Sin embargo, como acabo de decir, su hija es una mujer que ya
está segura y ventajosamente casada. ¿Con qué propósito, pues, ha buscado mi
compañía tan asiduamente, hasta el punto de estar dispuesta a perseguirme fuera
de su casa y prometer dedicarse a actividades que, en realidad, desprecia? —Su
respuesta fue un silencio resonante. —Su apuesta, señora —le recordó.
En silencio, ella puso tres
bombones en un tapete, en el centro de la mesa. Él le sirvió una carta boca
abajo y se sirvió otra descubierta.
Ella puso las manos encima de
las cartas, pero no las levantó. Tenía las mejillas sonrojadas, del color del
vino.
—Me gustaría responder a su
pregunta ahora, señor. La respuesta es tal que resultará embarazosa para los
dos, y a mí, de hecho, me avergonzará, pero merece conocerla.
La señora Espósito se pasó la
lengua por el labio inferior.
—La verdad es que ya me he
cansado de ser viuda. Así que he mirado por la vecindad y he llegado a la
conclusión de que usted resultaría un magnífico marido para mí.
A punto estuvo de que se le
cayera la mandíbula, además de las cartas. Lo había pillado tan desprevenido
como si fuera un pardillo.
—Lo he observado pasar frente
a mi casa todos los días, durante los últimos cinco años, tanto si llovía como
si hacía sol —continuó, mirándolo de hito en hito con sus bellos ojos—. Cada
día espero que aparezca por el recodo del camino, donde crece la fucsia. Sigo
su recorrido hasta que ya no es posible verlo, más allá del seto del señor
Wright. Y pienso en usted.
Él sabía que estaba mintiendo,
con la misma certeza con que sabía que había habido algo entre la reina y su
último lacayo, John Brown. Pero, por alguna razón, no podía impedir del todo
que sus palabras lo afectaran. Le vinieron a la mente imágenes de la señora Espósito
en la cama, por la noche, con el pelo y los pechos sueltos lamentándose de su
soledad, deseando, necesitando, languideciendo por un hombre. Por él.
—Pero hasta ahora no he
reunido el valor para hacer algo respecto —dijo, con una voz tan dulce como una
noche de primavera—. Ya no soy joven. Así que decidí no utilizar las artimañas
de una mujer joven, y opté por una manera más directa de abordarlo. Espero no
haberlo ofendido con mi atrevimiento.
No era frecuente que estuviera
tan desconcertado. Pero tuvo que esforzarse mucho por recordar que cuando ella
pensaba en el era únicamente con la intención de proporcionarle a su hija esa
escurridiza corona ducal con las hojas de apio, como había informado tan
claramente a aquella bola de pelo que era su gato.
—¿Por qué yo? —Carraspeó al
darse cuenta de que su voz sonaba ronca—. Perdone mi observación, pero es usted
una mujer atractiva, con recursos económicos propios. Solo con que hiciera
correr la voz...
—Pero entonces acabaría hasta
el cuello de aduladores y cazafortunas. Mis deseos de verme libre de ellos fue
una de las razones que motivaron mi regreso a Devon —dijo, con voz tranquila,
razonable—. En cuanto a la razón de que haya puesto los ojos en usted, supongo
que es debido a la influencia de su excelencia, su difunta madre.
—¿Mi madre?
Su madre había muerto de
neumonía cuatro meses después d fallecer su padre. De haber vivido más tiempo,
es probable que hubiera llevado una vida más recta, aunque solo fuese para
protegerla de personas como Caro y Grace.
—Siento haberlo inducido a
error, excelencia, al fingir que no sabía cuál era su identidad el día que nos
conocimos. —Al final, miró las cartas y les dio la vuelta. Un as y una jota, un
veintiuno servido—. La verdad es que, aunque nunca nos habían presentado, lo
conozco desde hace muchos años. Viví en esta casa en mi juventud y me acuerdo
muy bien de verlo desde estas ventanas cuando volvía a casa, durante las
vacaciones escolares.
El cogió las pinzas de azúcar
que ella le ofrecía y le pagó tres timbones de su bandeja.
—¿Como conoció a mi madre?
—Cuando ayudé a organizar el
bazar de beneficencia en el setenta y uno, ella era la presidenta honoraria. Me
tomó simpatía y me invitó a tomar el té en Ludlow Court una vez a la semana.
—La señora Espósito sonrió, nostálgica—. En privado era refinada y natural;
natural en el sentido de que sus intereses eran los mismos que los de cualquier
otra mujer: su esposo y su hijo. No lo comprendían entonces, pero pensándolo
ahora creo que estaba bastante sola, atrapada en el campo debido a la mala
salud del duque, con pocos amigos y menos diversiones de las que disfrutar sin
parecer insensible a la enfermedad de su excelencia.
Él se la quedó mirando
fijamente; ya no estaba seguro de si seguía inventando historias, pero deseaba desesperadamente
que no fuera así. No había hablado con nadie de su pobre madre, de sus padres,
desde hacía años. A nadie se le había ocurrido preguntarle cómo se sintió al
quedarse huérfano. Simplemente dieron por sentado, por su conducta posterior,
que estaba más que contento de que sus padres le hubieran dejado el camino
libre para vivir su vida de despilfarro.
La señora Espósito cogió un
bombón envuelto en papel transparente y le dio vueltas entre los dedos. El
papel se arrugó y crujió suavemente.
—No hablaba mucho de la
enfermedad de su excelencia. Ya sabía que era cuestión de tiempo. Pero sí que
hablaba y mucho de usted. Estaba orgullosa de usted y esperaba con ilusión su
excelente en Clásicas. Incluso me enseñó una carta que el profesor Thompson del
Trinity College le había escrito a usted, contestando a una pregunta relativa a
un aspecto planteado en Fedón y felicitándolo por sus conocimientos del griego
antiguo. Pero también estaba preocupada. Decía que era usted tan indómito como
las selvas de Sudamérica y un enigma para ella. La inquietaba que ni ella ni su
padre pudieran controlarlo. Y tenía miedo de que su rebeldía creciera cada vez
más sin la influencia de una esposa fuerte y firme.
Si Langford estuviera más
cerca de la estupefacción, la personificaría. Las revelaciones de la señora Espósito
lo conmocionaban mucho más de lo que hubiera creído posible o incluso probable.
Cinco minutos antes estaba
petulantemente seguro de que sabía más de ella de lo que ella podía llegar a
imaginar. Pero ahora resultaba ser todo lo contrario. Lo había observado cuando
él era adolescente, había sido la confidente de su madre, incluso había leído
la preciada carta del profesor Thompson.
—¿Cómo es que no nos
encontramos si, como dice, venía con frecuencia Ludlow Court?
—Porque mis visitas no duraban
más de media hora, y porque usted siempre estaba en algún otro sitio a la hora
del té, incluso cuando estaba de vacaciones. En verano, se iba a Torquay a
bañarse en el mar; en invierno, a cazar ciervos o a visitar a un compañero de
estudios en el condado vecino.
Porque nunca tenía tiempo para
su madre. Cenaba con ella cuando estaba en casa y pensaba que aquel simple acto
le deslindaba de todos sus deberes y responsabilidades como hijo.
—Como puede imaginar, mis
conversaciones con una madre cariñosa dejaron una impresión positiva y duradera
de su hijo, que ha llevado a mis actuales intenciones...
—Hasta que Lady Avery y Lady
Somerby la abordaron y le informaron de los aspectos más sórdidos de mi pasado.
—En realidad, la primera en
hablarme de ello fue mi hija, —Sonrió, irónica—. Lo desaprueba a usted. Pero yo
creo que, quizá, tener una opinión de usted basándose solo en sus años de
despilfarrador es tan incompleta como otra forjada solo en lo que se sabe de
usted antes y después de esos años.
Cogió los bombones, los colocó
en una pulcra pila delante de ella y recogió las cartas.
—Le toca apostar, excelencia.
Aunque comprendería perfectamente que no quisiera quedarse, ahora que me he
revelado como una farsante y una intrigante.
No, no solo se había revelado
como una intrigante. Seguía siendo una intrigante. Seguía entretejiendo verdad
y ficción para que su hija pudiera resurgir de las cenizas de su divorcio en un
lugar socialmente más destacado que nunca.
Sin embargo, algo la unía a él
ahora. Treinta años atrás, cuando la joven señora Espósito acompañaba
respetuosamente a la difunta duquesa, él permanecía callado y de mal humor
durante la cena, haciendo todo lo posible por no prestar atención a su madre.
Apenas conoció a la mujer que le había dado la vida. Ni siquiera la muerte de
su padre le había transmitido la necesidad apremiante de conocerla mejor. Ella
era la que tenía salud. Había dado por sentado que estaría allí, retorciendo su
pañuelo y mirando, desaprobando sus infracciones, durante décadas.
Apostó cinco bombones.
—Por favor, reparta las
cartas.
Continuará...
No se q decir
ResponderEliminarQué capítulo!!!
ResponderEliminarUn poco cambio con ella Peter, pero pobre Lali reviviendo todo el dolor de nuevo.
ResponderEliminarNecesito que hablen del ahorro de Lali
En cuanto a Gimena WAO! Que historia! Muy buena
Otro!!! Danii sube mas!!!
ResponderEliminarDanii otro!!
ResponderEliminarGracias por subir 😘
Quiero mas!!!
ResponderEliminarQuiero saber como va a seguir Lali después de ese encuentro y como seguirá el comportamiento de Peter ya!!!!
ResponderEliminarYA
Vamos, porfa! Maratón
ResponderEliminarEra "Necesito que hablen del aborto!"
ResponderEliminarYo te lleno los comentarios por otro capítulo!
ResponderEliminarJajajaja vamos! Por favor! Mas!
ResponderEliminarBesos
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ResponderEliminarMASSSSSSSSSSSSS
ResponderEliminarMe encanta mas aunque es solo uno por día y buu
ResponderEliminarme encanta más! Besos
ResponderEliminarGime ya se fijaba en él desde jovencita.
ResponderEliminarCualquiera se sentiría así como lali como prostituta si su marido la tratase así, que feo
ResponderEliminarEsto se pone interesante!! Otro :)
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