—Tienes que comer algo, te lo digo en serio. —Mindy, la vecina de Lali,
dejó una humeante taza de té en la mesa de la cocina, delante de ella, antes de
sentarse a su derecha.
Lali no necesitaba mirar para
saber que la pecosa Mindy tenía una expresión preocupada y apenada. La mujer
adoraba a Benjamín. Todo el mundo lo hacía. Ninguno de sus amigos sabía que
tenía cambios de humor bruscos. Ni que se mantenía alejado de casa a propósito.
O que discutían por culpa del trabajo. Pero no tenían por qué enterarse de todo
eso en ese momento. Nadie tenía que hacerlo.
—Gracias. —Con dedos temblorosos, Lali
rodeó la taza, aferrándose a su calidez—. Creo que me pondré a vomitar si huelo
una taza de café más.
Una continua procesión de
amistades había desfilado por la casa durante toda la tarde y hasta entrada la
noche. Ese era el primer momento de tranquilidad del que Lali podía disfrutar.
Y en ese momento... en ese momento se preguntaba para qué lo había querido.
—El té debería ayudar a que te
relajaras —comentó Mindy al tiempo que se apartaba la melena pelirroja por
encima del hombro—. Ha sido un día muy largo. ¿Te apetece un poco de sopa?
Lali negó con la cabeza. Lo último
que le apetecía era comer. Se le revolvería el estómago si lo intentaba. Agitó
una mano y parpadeó para contener las lágrimas que amenazaba con derramar. No
pensaba ceder al impulso. En ese momento no. Ya se desahogaría cuando estuviera
sola. En ese enorme dormitorio en el que estaba acostumbrada a dormir sin
compañía.
—No tengo hambre. —Se hizo el
silencio en la cocina. Sabía que Mindy no estaba de acuerdo, pero tenía un
millar de cosas en la cabeza que nada tenían que ver con la comida—. Dios,
Mindy. Tengo tantas cosas que hacer.
Mindy le cubrió la mano con la
suya, que descansaba sobre la mesa.
—Hay tiempo de sobra para hacerlo.
—No. Si no me ocupo de todo, me
volveré loca. —Se echó hacia atrás en la silla—. No puedo quedarme aquí.
—Tienes que tomarte tu tiempo. No
puedes tomar decisiones ahora mismo.
—No. Esta casa fue idea suya. Vivir
aquí... —Cerró los ojos con fuerza—. Él tomaba todas las decisiones importantes
de nuestras vidas.
—Era tu marido. Y tú has pasado
por mucho durante este último año y medio, con lo del accidente. Por supuesto
que tomaba todas las decisiones. Es lógico teniendo en cuenta tu historial
médico.
Su historial médico. La pérdida de
memoria. Había sido la excusa de Benjamín para todo. La excusa para ocuparse de
la economía doméstica, para encargarse de que ella nunca estuviera sola, para
escoger la editorial con la que trabajaba como colaboradora independiente.
Debería haber insistido a fin de
que contara con ella a la hora de tomar decisiones. Debería haber tenido un
papel más activo porque así habría estado más preparada para lo que debía
enfrentar en ese momento. No sabía ni siquiera dónde buscar la póliza de su
seguro de vida.
El estómago le dio un vuelco y
tuvo que tragar saliva para deshacerse de la bilis que se le había subido a la
boca. Se inclinó sobre la mesa y apoyó los codos en ella antes de sujetarse la
cabeza con las manos. Sabía que tenía que alejarse de esa casa todo lo posible.
Llevaba meses sintiendo esa necesidad, pero la había desterrado por Benjamín.
Porque su vida estaba allí. En ese momento... en ese momento ya no sabía qué
pensar.
—Era Benjamín quien adoraba
Houston, no yo. —Le dolía la cabeza. Esa noche no iba a tomar el analgésico. No
cuando su mente ya estaba abotargada.
—Es tu casa, Lali. No puedes irte
sin más. La familia de Benjamín está aquí.
Se le escapó una carcajada carente
de humor.
—Su padre y él llevaban más de un
año sin hablarse. Ese hombre apenas acepta que tiene un nieto. No es la clase
de familia que quiero para Tomás. —En su opinión, era preferible no tener
familia.
—Prométeme que no tomarás una
decisión impulsiva. Por favor. —Sus ojos castaños, rebosantes de preocupación,
se clavaron en la cara de Lali.
Mindy no lo entendería. Jamás. No
entendería la sensación de no pertenecer a ese lugar, una sensación que llevaba
mucho tiempo enquistándose en su interior. Que llevaba atormentándola desde el
accidente. Y esa noche no era el momento para explicárselo.
Lali le dio un apretón en la mano.
—Te lo prometo. Ahora mismo no
puedo pensar con claridad. —Se levantó y se llevó la taza de té, que no había
probado, al fregadero—. Necesito echarme un rato. Gracias por todo lo que has
hecho hoy. No sé cómo me las habría apañado sin ti.
Mindy se puso en pie y le colocó
las manos en los hombros.
—¿Te las arreglarás bien esta
noche? Tomás ya está dormido en su cama, pero podría llevármelo a casa si
necesitas estar sola un rato.
Lali miró la escalera que conducía
de la cocina a la planta alta de la casa, donde su hijo de cuatro años estaba
dormido, y después negó con la cabeza. Todavía no le había contado la verdad.
No quería que se enterase por los vecinos.
—No, gracias. Tengo que quedarme
con él por si se despierta. Estaremos bien.
—Puedes contar conmigo para lo que
necesites, Lali. Que no se te olvide. Si necesitas algo, solo tienes que cruzar
la calle.
—Gracias. —Lali se obligó a
esbozar una sonrisa forzada.
Tras darle un breve abrazo, Mindy
se dirigió a la puerta principal. Nada más escuchar el sonido de la puerta de
roble al cerrarse, Lali se volvió y contempló la casa vacía. Estaba sola.
Totalmente sola. Ningún coche llegaría en mitad de la noche. Benjamín no
entraría con paso vivo por la puerta, disculpándose por haberse perdido otra
cena. No volvería a ver su cara ni volvería a sentir sus abrazos. Daba igual
que fuera un marido espantoso. Era su marido. Y ya no estaba. A partir de ese
momento, solo estarían Tomás y ella.
Exhaló un trémulo suspiro.
Desterró el dolor que amenazaba con abrumarla de nuevo. Aunque casi era
medianoche, sabía que le resultaría imposible dormir, bien o mal.
Se dirigió al despacho de Benjamín
mientras se frotaba los brazos para mantener a raya el frío. Una vez allí, se
sentó tras el escritorio y dejó que la mullida tapicería de cuero envolviera su
dolorido cuerpo. Con dedos temblorosos, acarició la madera oscura.
Recorrió la estancia con la mirada.
Una alta estantería decoraba una de las paredes. Las baldas estaban llenas de
tomos de medicina, desde el suelo hasta el techo. La pantalla de un ordenador
parpadeaba en el tramo más corto del escritorio con forma de ele. Una foto de
un sonriente Tomás, tomada en verano, la miraba.
El despacho de Benjamín, las cosas
de Benjamín. Casi nunca había entrado allí porque era su habitación privada.
Una extraña sensación, muy inquietante, se apoderó de ella mientras estaba
sentada en su sillón.
Encendió la lámpara de Tiffany
situada junto al teléfono y ojeó las cartas que había en el rincón del
escritorio. Esa tarea tan mundana consiguió distraerla de los detalles de los
que todavía tenía que encargarse y calmó sus destrozados nervios.
Facturas, la renovación de la
suscripción a una revista médica, una carta que les aseguraba que habían ganado
diez millones de dólares en una carrera de caballos. Tiró el correo basura en
la papelera que tenía junto a la rodilla y clasificó el correo profesional de Benjamín
en un montón y el correo personal de ambos en otro.
Fue a coger el abridor de cartas
que solía estar en el lapicero, pero no lo vio. Abrió un cajón y rebuscó en su
interior, y, al no encontrarlo, procedió a hacer lo mismo con otro cajón.
Lo localizó al fondo del tercer
cajón, junto con otra carta sin abrir. Lali meneó la cabeza mientras una
sensación melancólica acrecentaba su tristeza. Seguramente Tomás había metido
esas cosas allí. Siempre metía cosas donde no debía. Y Benjamín siempre se
molestaba cuando Tomás le cambiaba las cosas de sitio.
Claro que ya nadie tendría que
preocuparse por eso nunca más. Con más tristeza si cabía, abrió la carta y miró
la factura que tenía en la mano. Frunció el ceño al ver su nombre. Cogió el
sobre que acababa de abrir. Aunque la dirección a la que iba dirigida era la de
la consulta médica de Benjamín, era evidente que se trataba de una factura por
el tiempo que había pasado ella en el hospital después del accidente. Un cuadro
de balance mostraba que aún se debían diez mil dólares.
Benjamín le dijo que el seguro lo
había cubierto todo. Al leer la carta con más detenimiento, se dio cuenta de
que no era la factura de un hospital, sino de una clínica privada.
¿Una clínica privada? No podía
ser. Ella había estado algo más de una semana en el hospital. Cuatro días en
coma en la UCI, otros tres antes de que la trasladaran a planta y después cinco
más en la planta de recuperación de cirugía para recuperarse de sus heridas.
Miró la factura una vez más.
San Francisco.
No, eso tampoco podía ser. El
accidente sucedió en las afueras de Dallas. Volvía a casa tras asistir a una
conferencia sobre geología en Fort Worth. Su periódico había cubierto el
evento. Jamás había estado en San Francisco.
Las fechas de la factura también
estaban mal. Cubrían más de dos años.
Le temblaban las manos al dejar la
factura en el escritorio. Tuvo un mal presentimiento.
Informes médicos. Benjamín era muy
meticuloso con sus archivos.
Se volvió hacia el archivador y
revisó las carpetas en busca de una con su nombre.
Nada.
Abrió el segundo cajón. Impuestos,
información catastral sobre la casa y revistas médicas a las que estaba
suscrito. Ese hombre incluso tenía una carpeta con todas sus notas, desde el
instituto hasta la universidad. Era un obseso del orden absoluto.
Pero ¿dónde estaban los documentos
referentes a ella?
La impaciencia se apoderó de ella,
así como un mal presentimiento que no quería reconocer. Abrió el tercer cajón
de un tirón y respiró aliviada al ver las carpetas con la información médica de
Benjamín, de Tomás y las suyas.
Sí, todo estaría allí. Alguien
había metido la pata y le había mandado la factura a la persona equivocada.
Abrió su carpeta y la dejó sobre
el escritorio, tras lo cual comenzó a examinar el montón de papeles. La petición
de que le pusieran puntos en el pie cuando pisó un trozo de cristal el mes
pasado. Una reclamación dental de cuando tuvieron que hacerle un empaste la
primavera anterior. Informes médicos del doctor Reynolds, el neurocirujano que
la había estado atendiendo desde el accidente. Documentos y evaluaciones que se
extendían durante el último año y medio de su vida, y nada más.
Ningún informe de su embarazo, ni
del nacimiento de Tomás. Nada sobre su estancia en el Baylor University Medical
Center, donde la habían tratado después del accidente.
La documentación tenía que estar
en otra carpeta. Algo separado, marcado como «parto» y «accidente». Cerró el
cajón e intentó abrir el último. No pudo.
Volvió a tirar, pero en ese
momento se dio cuenta de que estaba cerrado con llave.
Rebuscó en los cajones del
escritorio para encontrar la llave. Una extraña sensación de urgencia la
instaba a seguir. Probó con todas las llaves que encontró, pero ninguna
encajaba. Tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta, buscó
por los estantes.
Ni rastro de la llave.
Se le subió la sangre a la cabeza,
intensificando el dolor punzante que sentía alrededor de la cicatriz.
Corrió hacia el dormitorio que tan
poco habían compartido y abrió de un tirón los cajones de su cómoda, rebuscando
entre calcetines, calzoncillos y camisetas viejas.
Tenía que estar en alguna parte.
Era imposible que hubiera tirado la llave después de cerrar el cajón. Sus dedos
acariciaron las prendas de algodón hasta que por fin dieron con algo metálico y
frío.
Se le formó un nudo en el pecho al
sacar el llavero del fondo del cajón. Dos llaves relucían a la mortecina luz,
una más grande que la otra. Regresó al despacho con piernas temblorosas y se
arrodilló delante del archivador.
«No lo abras. Olvídate de la
llave. Olvídate del cajón. Olvídate de esa ridícula factura. Nada bueno puede
surgir de esto. Ya has pasado suficiente por hoy», se dijo.
Tragó saliva para deshacer el nudo
que tenía en la garganta. Antes de poder cambiar de idea, giró la llave en la
cerradura. El cajón se abrió con un chasquido.
En el interior había una caja
metálica alargada. La dejó con cuidado en el escritorio antes de volver a
sentarse en la silla y secarse el sudor de las manos con las perneras de los
pantalones. La segunda llave entró en la cerradura de la caja con facilidad.
Inspiró hondo y levantó la tapa.
El interior estaba lleno de informes médicos, evaluaciones y facturas. Sacó
cada papel por separado para leer las fechas y el contenido. Todos hacían
referencia a una clínica privada en San Francisco. Todos mencionaban fechas que
iban desde hacía cinco a dos años atrás.
Según esos documentos, ella había
estado en coma casi tres años, no cuatro días. Tomás nació por cesárea mientras
ella seguía en coma.
Cerró los ojos. Era imposible.
Había sufrido un parto larguísimo: más de veinticuatro horas. Benjamín le había
sostenido la mano durante todo el tiempo. La habían llevado al quirófano en
silla de ruedas cuando dejó de dilatar. Benjamín estuvo con ella en cuanto le sacaron
a su hijo. Se lo había contado todo. Le había contado tantas veces la historia
del nacimiento de Tomás que se lo imaginaba perfectamente.
Se le llenaron los ojos de
lágrimas. Volvió a mirar los documentos mientras su cabeza se debatía entre lo
que le habían contado y los hechos que tenía delante.
No había fotografías. No había
fotos de su embarazo. En ninguna parte de la casa. Benjamín le había explicado
que se debía a que detestaba estar embarazada y no quería recordar su aspecto.
Sin embargo, tampoco había fotos
con el camisón del hospital, sonriente y con su hijo en brazos. Ninguna dándole
el pecho a su hijo. Había creído a Benjamín cuando le dijo que se le había
olvidado la cámara de fotos el día que Tomás nació.
Corrió hacia el salón, sacó los
álbumes de fotos de la estantería y comenzó a hojearlos. Benjamín acunando a un
Tomás recién nacido. Benjamín bañándolo. Benjamín dándole de comer sus primeros
alimentos sólidos. «¡Dios mío!», pensó. Benjamín sonriéndole en su primer
cumpleaños. En todas las fotos aparecía Benjamín. No había ni una sola de Tomás
y de ella hasta después de su segundo cumpleaños.
El pánico la atenazó. Siempre
había supuesto que fue ella quien hizo las fotos. Nunca se había planteado otra
posibilidad. Se frotó una mano sobre el nudo que tenía en el pecho, intentó
encontrarle una explicación lógica a todo eso. No pudo.
Benjamín era médico. Era su
marido. Había creído en su palabra. Nunca se le había pasado por la cabeza no
hacerlo. ¿Por qué? ¿Por qué le habría mentido?
«No, no, no. No puede ser verdad»,
se dijo.
Aunque las piernas amenazaban con
flaquearle, regresó al despacho. Clavó la mirada en la evaluación de un
neurocirujano cuyo nombre desconocía.
«Daños en el córtex lateral del
lóbulo temporal anterior como resultado de un fuerte traumatismo. Pronóstico:
pérdida de memoria, posiblemente permanente e irreversible.»
Pérdida de memoria permanente.
Coma. Tres años.
Ahogada por las lágrimas, siguió
leyendo los informes. Se le cayó el alma a los pies al ver la firma de Benjamín
en varios documentos. Había sido uno de los médicos de la clínica privada.
Concretamente, el médico que la
atendió.
«No, no, no», se repitió. Jamás le
habrían permitido a su marido que supervisara su recuperación. Jamás. Ni en un
millón de años. Ella no era doctora, pero conocía las reglas.
Sintió un reguero de sudor que le
bajaba por el cuello hasta empaparle la espalda. Tenía que haber una
explicación. Algo. ¡Cualquier cosa!
Sacó cada uno de los documentos
que contenía la caja, impulsada por la frenética necesidad de saber la verdad.
Su mente era un hervidero de preguntas y de recuerdos que ya no sabía si eran
ciertos o inventados. Cuando sacó el último papel de la caja, creyó que el
suelo se abría bajo sus pies.
Le fallaron las piernas y se dejó
caer en el sillón. En el fondo de la caja había una foto. Se le atascó el
aliento en la garganta. Con dedos temblorosos, sacó la foto al tiempo que
sentía una punzada en el corazón.
Era la foto de una niña, de unos
cinco años de edad. Estaba sentada en una barca. El agua relucía a su espalda.
Los árboles brillaban a lo lejos. Tenía una melena castaña y rizada, y los ojos
más verdes que Lali había visto en la vida. La cara de la niña le resultaba
inquietantemente familiar…
Entonces lo supo.
«¡Dios mío! ¡Dios mío!»
Se quedó sin aliento. Y en un
recóndito lugar de su interior supo que esa niña solo podía ser su hija.
Continuará... +15 :)
más más más mas más
ResponderEliminarPobre Lali pero que bueno que comience a descubrir la verdad y a contárnosla jaja.
ResponderEliminarbastante enfermo estaba benjamin.
++++++++++++++++++++++++++++++++++++++
ResponderEliminarAyy noo pobre lali
ResponderEliminarQue locura toodooo
Masss
Ya quiero q se encuentre con peter! Jajaja
más más más más más y más
ResponderEliminarNoo, benjamín era un maldito obsesivo!!
ResponderEliminarDiosss quiero saber como sigue!!!
ResponderEliminarMentiraaaaaa!!!!!! Esta novela es lo maaaaas lejoooos lo mejor esperando el proximo capituloooo porfaaaaaa subeloooo quede con las ansias de mas
ResponderEliminarGeniaaaaaa muy buena esta novela esperandp el proximos capitulo!!!!
ResponderEliminarMe encanta la nove esperando el próximo boluda. Subiiiii rápido
ResponderEliminarAtte: Maruu
OMG OMG me encanta mas
ResponderEliminarQUIEROOOO MAS TE EXIGO QUE SUBAS OTROO NAAA CHISTEEE ESPERAAANDOOO OTROOOO
ResponderEliminarmas mas mas mas porfiiiiiis
ResponderEliminarNOOOOO PERO QUE CAPITULOOON SE ENTEROOO AHORA FALTA PETER Y ESTAMOOOOS OTRO OTRO OTRO
ResponderEliminarOTROOO PORFAAAA
ResponderEliminarD locos ,espero k mantenga la cabeza fría ,xk mucha info para como se encuentra Lali.
ResponderEliminarQue enfermo para hacer todo eso
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