Copenhague, julio de 1888
A Peter le gustaba ser el tío
favorito de sus sobrinos, ese visitante misterioso que aparecía de cuando en
cuando y cuyas espectaculares llegadas se grababan en sus mentes, jóvenes e
impresionables, como milagros y que hacían que lo recordaran siempre como una
fuente inacabable de chocolate, juguetes divertidos y paseos a hombros.
Habían tenido mal tiempo en el
viaje en barco. El transatlántico atracó con treinta y seis horas de retraso.
Llegó a casa de Rocío para encontrarse solo con los chicos y los sirvientes; Rocío
y su marido habían salido a cenar. Hizo que le llevaran la cena a la habitación
de los niños y se la tomó mientras Teodor, de dos años y medio, parloteaba
sentado en la silla a su lado y Hans, de cinco meses, se acurrucaba en sus rodillas.
Teodor recibió su
caleidoscopio con un enorme entusiasmo. Pero lo rompió al cuarto de hora. Se
quedó mirando el desastre unos momentos y luego estalló en chillidos de
inarticulada decepción. Peter, que no era un neófito cuando se trataba de
pequeños berreando —tenía siete años más que su hermano Stéfano— lo distrajo
con unos imanes. Cuando el niño se dio cuenta de que los pequeños bloques
negros eran «mágicos» se puso alegremente a unirlos unos con otros y con las
cucharas y los cuchillos de la mantequilla. Hans, por su parte, se comportó
como todo un caballero, mordisqueando, satisfecho, su nuevo sonajero y
emitiendo, de vez en cuando, un gorjeo de felicidad.
Teodor, que ya no dormía la
siesta, se cansó antes. Su niñera se lo llevó a la cama. Hans, después de tomar
el biberón, se quedó dormido con la mejilla apoyada en el hombro de Peter,
mientras su boquita extendía una mancha de babas tibias por la camisa de
batista de Peter. Este le dio un beso en la diminuta oreja sintiendo una oleada
de afecto paternal. Y una vaga sensación de pérdida.
Se había marchado a Estados
Unidos inmediatamente después de recibir su diplôme de la Polytechnique. Los
años transcurridos le habían aportado más riquezas de las que nunca había
imaginado. Pero la fortuna, por agradable y bienvenida que fuera, no le
calentaba la cama ni poblaba su casa con los hijos que deseaba.
En aquel momento, entró Rocío
en la estancia. Besó a Peter en la mejilla y a Hans en la cabeza, y se fue a
dar un beso a Teodor, que ya estaba dormido en su cuna.
Volvió al cabo de un minuto.
—Ha crecido mucho, ¿verdad?
—dijo, acariciando la mano de Hans.
—No ves a un bebé unos meses y
dobla de tamaño —respe dio Peter—. ¿Lo han pasado bien?
—Bastante. Mi esposo y yo
hemos cenado con… tu esposa —contestó Rocío.
Su esposa, a la que no había
visto desde mayo del ochenta tres, hacía más de cinco años. Peter puso los ojos
en blanco.
—Ya, claro, por supuesto.
—No me lo estoy inventando
—insistió Rocío—. Tu esposa está en la ciudad. Vino a verme hace tres días. Le
devolví la visita al día siguiente y la invité a cenar. Y ella nos ha devuelto
la invitación esta noche. Hemos cenado en su hotel.
En honor de Peter, pese a la
sorpresa no dejó caer a Hans de cabeza al suelo.
—¿Qué hace en Copenhague?
—Turismo. Un viaje por Escandinavia.
Ya ha estado en Noruega y Suecia.
—¿Sola?
En cuanto se le escaparon las
traicioneras sílabas, deseó haber se arrancado la lengua antes de
pronunciarlas.
—No, con su harén personal
—dijo Rocío, empezando a observarlo demasiado atentamente para su gusto—. ¿Cómo
voy a saberlo? No me ha presentado a ningún enamorado y yo no la he seguido por
ahí. Averígualo tú mismo, si sientes curiosidad.
—No. Me refería a si su madre
estaba con ella. —Entregó a Hans a la niñera—. Además, lo que haga lady
Tremaine no es asunto mío.
—Por si no te habías enterado,
lady Tremaine cumple con sus obligaciones familiares. Visita a papá y mamá una
vez a la semana cuando están en Londres. Envía regalos para mis hijos por
Navidad y por sus cumpleaños. Y cuando Stéfano administra mal su asignación, es
ella la que lo obliga a adoptar medidas de austeridad —informó Rocío—. Creo que
tendrías que ir a visitarla. ¿Qué mal hay en ello? Se aloja en el...
Le puso un dedo en los labios.
—¿Recuerdas lo que has dicho?
Si siento curiosidad, ya lo averiguaré por mí mismo.
Más tarde, su buen sentido se
convirtió en cenizas, de forma muy parecida a los puros cubanos que fumaba.
Consiguió mantener un espléndido silencio mientras iba hacia el hotel de la
señora Allen. Al llegar, consiguió alejarse del carruaje de Rocío. Casi logró
entrar en el hotel, cuyas puertas ya mantenían abiertas dos respetuosos
porteros. Pero entonces lo venció esa absurda y exagerada curiosidad por la
presencia de su esposa.
Hizo que detuvieran el coche
de Rocío con el pretexto de un gemelo perdido. Mientras llevaba a cabo la
fingida búsqueda, se las arregló, indirectamente, para que el cochero le dijera
a qué hotel habían ido Rocío y su esposo a cenar. Y luego, en lugar de visitar
a la señora Allen —una viuda rica, joven y atractiva, de Filadelfia, que
durante todo el viaje a través del Atlántico no había dejado de insinuar que
debían retirarse a algún sitio privado de inmediato— hizo que lo llevaran al
otro lado de la ciudad, al hotel de su esposa.
Le aseguraron que estaba
realmente sola, atendida por un séquito formado precisamente por una doncella,
y que los únicos invitados que había recibido eran su hermana y su cuñado.
Una vez contestada la pregunta
que alimentaba su impaciencia, debería haber quedado satisfecho. Sin embargo,
se encontró hablando de coronas con el recepcionista del hotel, de cuántas
coronas podía esperar ganar el empleado si pasaba discretamente información de
interés respecto a lady Tremaine. Llegando a acuerdos clandestinos para
espiarla, por decirlo sin ambages.
No fue difícil descubrir su
itinerario, ya que utilizaba los servicios del hotel para que la proveyeran de
medios de transporte. A la mañana siguiente, empezó a recibir informes de sus
idas y venidas. Al cabo de pocos días, sabía qué comía para desayunar, qué
monumentos había visitado, a qué hora se bañaba por la noche, incluso dónde
había ido a comprar mantelerías de lino bordadas.
Pero cuanto más averiguaba,
más quería saber. ¿Qué aspecto tenía? ¿La habían tratado bien los años? ¿Era la
misma mujer que él había dejado atrás? ¿Había cambiado hasta ser irreconocible?
Rompió un compromiso para
cenar con la señora Allen cuando supo que Lali iba a hacer una visita nocturna
a los jardines del Tivoli, el magnífico parque de atracciones de Copenhague. Le
quedaba el suficiente control de sí mismo para no acercarse a ella durante el
día, pero quizá, solo quizá, podía verla brevemente por la noche sin que ella
se diera cuenta y seguir permaneciendo en la sombra.
Recorrió los terrenos del
Tivoli, hasta pensar que debía de estar perdiendo la cabeza. Al final, la vio
en el gran carrusel. Estaba riendo, agarrada a la barra dorada de su caballo de
madera como si le fuera la vida en ello, con la larga falda blanca ondeando con
el giro del carrusel y la brisa estival que llegaba del mar.
Tenía buen aspecto. Mejor que
bueno. Parecía encantada.
Bajo el intenso brillo naranja
de las luces artificiales del parque, era como algo salido de un viejo cuento
de hadas nórdico; elemental, peligrosa y estallando de energía sensual. Más de
unos cuantos hombres tenían la mirada clavada en ella, con los ojos redondos y
la boca medio abierta.
Peter la miró hasta que no
pudo soportar la asfixia que sentía en el pecho. No sabía en qué estaba
pensando. De alguna manera, había imaginado —había deseado, en los recovecos
más innobles de su corazón— que estuviera pálida y con aspecto de sentirse muy
mal, debajo de una fachada impasible. Que todavía sufriera por él. Que todavía
estuviera enamorada de él, pese a todas las pruebas en contra.
Esa mujer no lo necesitaba.
Dio media vuelta y se alejó.
Puso fin a los informes y a la locura. Trato de olvidar que la había mirado
embobado, igual que un igual que un cachorro hambriento con las patas apoyadas
en la repisa de la ventana de una charcutería. Compensó a la señora Allen por
su abandono y falta de atención.
Y entonces se produjo el
encuentro en el canal.
La señora Allen estaba muy
atractiva con su traje de Worth, de color melocotón y crema. Y el paisaje que
había detrás de ella no le iba a la zaga. Las casas que bordeaban el canal
estaban pintadas con unos colores llenos de vida, con los tonos del guardarropa
de una mujer inglesa a la moda: rosa, amarillo, gris perla, azul pastel, rojizo
y morado. Cuando el sol se acercaba a su cénit, el canal centelleaba, con ondas
de plata debajo de los barcos que surcaban las aguas.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó la
señora Allen, agarrándose a su codo—. ¡Mira allí!
Apartó la vista de la
exhibición de los modelos de barcos que había estado contemplando y miró en la
dirección que ella le señalaba.
—Aquella ventana abierta en el
segundo piso. ¿Ves al hombre y la mujer que hay dentro? —preguntó la señora
Allen, con una risita.
Amablemente, observó las
ventanas de la orilla opuesta, hasta que sintió el peso de la mirada de
alguien.
¡Lali!
Estaba sentada en la proa de
un barco de recreo, solo a un tiro de piedra, a la sombra de un parasol blanco,
una turista diligente dispuesta a cosechar toda la belleza y el encanto que
Copenhague tenía que ofrecer. Lo estudiaba con una concentración ansiosa, como
si no consiguiera recordar quién era. Como si no quisiera recordarlo.
Él tenía un aspecto diferente.
El pelo le llegaba a la nuca y desde hacía dos años llevaba barba.
Sus miradas se encontraron.
Ella se irguió de golpe en la silla. El parasol se le cayó de las manos,
golpeando con un ruido metálico contra la cubierta. Se lo quedó mirando
fijamente, con la cara pálida, la mirada angustiada. Nunca la había visto así,
ni siquiera el día que la dejó. Estaba aturdida, perdida la compostura, con
vulnerabilidad visible a kilómetros de distancia.
Cuando el barco pasó junto a
él, Lali se recogió la falda corrió a lo largo de la baranda de babor, sin
apartar los ojos de él. Tropezó con una cuerda y cayó al suelo. A Peter se le
encogió el corazón, pero ella apenas se dio cuenta y volvió a ponerse en píe.
Siguió corriendo hasta que llegó a popa y no pudo moverse ni una pulgada más
para acercarse a él.
La señora Allen eligió aquel
momento para enlazar su brazo con el de él y apoyar la cabeza en su hombro,
frotando mejilla contra la manga como si fuera un gatito mimoso.
—Estoy muerta de hambre
—dijo—. ¿Por qué no me lleva a un restaurante donde sirvan un bufé frío?
—Faltaría más —respondió,
atontado.
Lali no abandonó su rígida
postura en la barandilla, pero de repente pareció agotada, como si hubiera
estado allí, de pie, en aquel mismo sitio durante los más de ochocientos días
transcurrido desde que lo vio la última vez.
Lo seguía queriendo. La idea
resonó enloquecedora en su cabeza, provocándole calor y mareo. Lo seguía
queriendo.
De repente, ni siquiera
conseguía recordar cuál había sido su pecado contra él. Solo sabía, con una
certeza absoluta, que había sido el mayor asno del mundo durante la media
década pasada. Lo único que quería era todo lo que había jurado que nunca
volvería a tentarlo.
Pasó el almuerzo como un
sonámbulo y se apresuró a llevar a la señora Allen de vuelta a su hotel, para
su siesta reparadora, declinando su invitación a acompañarla, como si mostrara
síntomas de la peste bubónica. Corrió por todo Copenhague, al barbero, al
joyero y luego de vuelta a casa de Rocío para ponerse su mejor chaqueta.
Entró en el hotel de su esposa
con la barba recién afeitada y un ramo de hortensias que empezaban a
marchitarse y que había comprado, en la calle, a una florista anciana que
estaba a punto de marcharse a casa. Se sentía tan nervioso y estúpido como un
cerdo que vive al lado de una carnicería. De pie, ante el recepcionista, tuvo
que carraspear dos veces antes de poder preguntar.
—¿Está... está lady Tremaine?
—No, señor, lo siento
—respondió el empleado—. Lady Tremaine acaba de marcharse.
—Entiendo. ¿Cuándo esperan que
vuelva? —Esperaría allí mismo. Nunca volvería a ir a ningún sitio sin ella.
—Lo siento, señor —dijo el
empleado—. Lady Tremaine ya no está con nosotros. Dejó su suite y partió hacia
el puerto. Creo que tenía intención de embarcar en el Margrethe, que zarpa a
las dos.
Eran las dos y cinco.
Salió a la carrera del hotel,
paró el primer coche que pasaba y le prometió al cochero todo el contenido de
su cartera si llegaban al puerto antes de que partiera el Margrethe. Pero
cuando llegó, lo único que pudo ver del barco fueron tres columnas de humo a lo
lejos.
De todos modos, le dio al
cochero el doble de la tarifa habitual y se quedó con la mirada fija en el
horizonte. No podía creerlo. No podía creer que todas sus esperanzas y un
futuro juntos quedaran en nada, de una forma tan rápida y sin piedad.
Por primera vez en su vida, se
sentía perdido, totalmente sin rumbo. Podía seguirla a Inglaterra, suponía.
Pero estar en Inglaterra los aplastaría con todo el peso de su desdichada
historia. Le recordaría incesantemente por qué la había dejado. En Inglaterra
ninguno de los dos podría ser espontáneo. Ni indulgente.
Puede que fuera mejor así.
Le llevó horas, pero al final
se convenció de que su ángel guardián debía de haber trabajado en su favor. Si
ella hubiera estado allí... Si él hubiera tirado por la borda toda prudencia...
Si hubiera vuelto con ella, una mujer en la que nunca podría volver a
confiar...
Se dijo que no podía ni
imaginar algo así. Realmente, no podía. No un hombre sensato como él. Apretó
con fuerza la caja de terciopelo que contenía el collar de diamantes y rubíes
que había comprado, todo fuego y seducción centelleante, como ella. La señora
Allen tendría el mejor regalo de despedida.
Tiró las hortensias azules a
un canal y se quedó observando cómo la corriente se llevaba el ramo a la deriva
hasta desintegrarlo. ¿Quién habría creído que, después de tantos años, ella
todavía poseyera el poder de hacerlo pedazos sin ni siquiera tocarlo?
Continuará...
+ 10 ;)
+ 10 ;)
Flores jhm?? Me encanta mas mas
ResponderEliminar:´S
ResponderEliminarK coraje con este Peter.
ResponderEliminarOrgulloso.
Encima k pretenda darle el collar d diamantes y rubíes a la otra ,me revienta.
Ya pasaron 5 años
ResponderEliminarMaaaas.
ResponderEliminarOtro!!!
ResponderEliminarsubiiiiiiii masssssssssssss
ResponderEliminar++++++++++
ResponderEliminarMaaaaaaaaas
ResponderEliminaroh yo duermo temprano no llegó a los maratónes pero bueno no todos tenemos el mismo horario de estar despiertas =) pero bueno mientras subas yo soy Feliz =D es el mejor capítulo este para mi porque Aunque estuvieron a destiempo demuestra que los dos se siguen amando fue triste pero revelador me encanto! Besos
ResponderEliminarAmo esta nove!!!Porfaaa siguele pronto!!!
ResponderEliminarUffff me frustran los dos
ResponderEliminarMas
ResponderEliminarQUE???
ResponderEliminarNo puedo creer que haya hecho eso hace 5 años y ahora hace lo que hace! Terrible
QUE???
ResponderEliminarNo puedo creer que haya hecho eso hace 5 años y ahora hace lo que hace! Terrible
QUE???
ResponderEliminarNo puedo creer que haya hecho eso hace 5 años y ahora hace lo que hace! Terrible