Lali tenía la vista clavada en la
pantalla del ordenador. En ella se veían fotos del volcán Estrómboli, en
Italia, y un artículo a medio editar que necesitaba mucho trabajo. Suspiró al
tiempo que presionaba la palma de una mano contra la frente. Ese día le era
imposible concentrarse. El artículo tendría que esperar hasta el día siguiente.
Jill entró en su despacho unos
minutos después con un café humeante.
—Es un remedio infalible para
acabar con el bloqueo del escritor.
—Gracias. —Lali sonrió mientras
aceptaba el café—. Eres un sol.
—Me limito a hacerte la pelota.
Lali bebió un sorbo y observó a
Jill por encima del borde de la taza.
—¿Por qué tengo la impresión de
que no va a gustarme lo que tienes que decirme?
Jill, una chica de veintipocos
años que era su asistente, hizo un mohín y el pendiente que llevaba en la nariz
tintineó. Lali decidió que no quería reflexionar sobre dicho sonido.
—Porque estas cosas se me dan
fatal. Toma —dijo al tiempo que le pasaba una nota—. Mientras estabas fuera ha
venido un hombre. Me ha sonado su cara, pero no recuerdo dónde lo he visto
antes. El caso es que quería hablar contigo, pero como no estabas, te ha dejado
un mensaje. Su número de teléfono está en la parte inferior.
Lali ojeó la nota y después miró a
Jill.
Jill hizo una mueca.
—Lo siento.
Su día iba de mal en peor. Alargó
un brazo para coger el teléfono. El imbécil había escrito diez puntos sobre su
artículo que él consideraba inexactos e inciertos.
Marcó el número y comenzó a
golpear el suelo con un pie mientras esperaba. Con todo lo que estaba pasando
en su vida, no necesitaba ese tipo de gilipolleces. Fue una mujer quien
contestó.
—Agustín... —Lali miró de nuevo la
nota en busca del apellido—. Espósito, por favor. —Esperó otro minuto—. No, sin
problemas. Le dejaré un mensaje.
Se colocó el auricular del
teléfono entre el hombro y la oreja mientras sacaba un bote de aspirinas del
cajón. Tras tomarse dos, miró de nuevo a Jill, que se había detenido en el vano
de la puerta. Al otro lado de la línea, se escuchó una voz masculina. Lali
agarró el teléfono con la mano y frunció el ceño. La voz le resultaba vagamente
familiar.
Leyó de nuevo el nombre. Agustín Espósito.
Lo repitió mentalmente unas cuantas veces. No lo reconocía. Pero había algo
conocido en esa voz...
Daba igual. El caso era que nunca
había visto a ese imbécil. Y, después de eso, no volvería a hablar con él
jamás. Esperó a que sonara el pitido.
—Señor Espósito —dijo con voz
altanera—, soy Lali Amadeo, de McKellen Publishing. Quería agradecerle
personalmente la amable nota que le ha dejado hoy a mi secretaria. Nos ha
gustado muchísimo el uso tan colorido y preciso que hace usted del lenguaje.
Teniendo en cuenta que se ha tomado la molestia no solo de localizarme sino
también de dejar una tesis tan extensa sobre el estrecho de la Reina Carlota,
debo suponer que es usted un experto en la materia. A partir de ahora, me
aseguraré de hacerle llegar todas las preguntas y comentarios que susciten
tanto este artículo como los que escriba en el futuro. Eso sí, quería dejarle
un apunte. «Imbécil» lleva tilde. Deberían habérselo enseñado en la escuela
para idiotas a la que asistió. Buenos días, señor Espósito. —Recogió los
papeles que estaban diseminados por la mesa y se puso en pie—. Jill, esta tarde
tengo una cita. Desvía las llamadas a mi móvil.
—Vale. Lali, ¿estás bien?
—Estupendamente. ¿Por qué me lo
preguntas?
—Pareces un poco... —Jill clavó la
vista en el teléfono y después volvió a mirarla—. Un poco irritada.
Lali respiró hondo para
tranquilizarse.
—Estoy bien. Volveré más tarde.
Le echó un vistazo al reloj y
comprobó que se le había echado el tiempo encima. Una vez que subió a su
Explorer, puso rumbo al otro extremo de la ciudad. Por regla general, los
comentarios de los lectores no la afectaban, pero había algo en el tono de la
nota de Agustín Espósito que la había sacado de quicio.
Encontró un aparcamiento a dos
manzanas de su destino y supuso que era una señal de que su día comenzaba a
mejorar. Porque no podía empeorar. Su vida no podía empeorar. Mientras esperaba
el ascensor en el vestíbulo del edificio, sintió un escalofrío en los hombros y
en la espalda, provocado por la ansiedad. Estaba nerviosa. Era normal. Si esa
cita no la llevaba a ningún lado, no estaba segura de cómo proseguir.
Las puertas del ascensor se
abrieron y Lali entró. Respiró hondo una vez que llegó a la planta del bufete
de abogados, cuyo vestíbulo estaba muy tranquilo, salvo por el sonido del
teclado de un ordenador. La secretaria alzó la vista cuando ella se acercó. Lali
intentó sonreír, pero por dentro se sentía como si estuviera en una montaña
rusa. Debía de haber un motivo que explicara su obsesión con esa abogada cuyo
nombre había encontrado en una larga lista en internet.
—He venido a ver a Candela Vetrano.
—La señora Vetrano está muy
ocupada hoy —le dijo la secretaria—. ¿Tiene cita?
—Sí. Soy Lali Amadeo.
La secretaria, una rubia muy
jovencita, cogió el teléfono y murmuró algo mientras miraba a Lali.
—La señora Vetrano la está
esperando. Pase.
—Gracias.
Lali intentó controlar sus nervios
mientras abría la puerta de roble de doble hoja y entraba en el despacho. Al
otro lado vio un enorme ventanal desde el que se disfrutaba de una amplia
panorámica de San Francisco. A la derecha se alzaban varias estanterías llenas
de libros jurídicos. A la izquierda se emplazaban varios sillones de cuero y
una larga mesa de conferencias cubierta de libros y papeles.
Sin embargo, lo que llamó su
atención fue Cande Vetrano. La abogada, una mujer menuda, se había levantado de
su sillón y la miraba desde detrás de su escritorio, enmarcada por el ventanal,
con la cara más blanca que Lali había visto en la vida. Una cara que no le
resultaba conocida en absoluto.
—¡Dios mío!
Lali miró a su espalda justo
cuando se cerraba la puerta. No había nadie más. Se volvió y miró de nuevo a la
abogada. Era morena, llevaba una melena corta muy elegante y tenía los ojos
castaños. En ese momento, parecía haber visto un fantasma.
—¡Dios mío! —susurró de nuevo la
abogada—. Mariana.
Lali sintió un escalofrío que le
recorrió todo el cuerpo.
—Mmmm, no. Soy Lali Amadeo.
Tenemos una cita a la una en punto. Si he llegado en un mal momento, puedo...
—Es... —La abogada cerró los ojos
y movió la cabeza antes de volver a abrirlos—. Lo... lo siento mucho. Se parece
a una mujer a la que conocí hace tiempo.
La emoción y una buena dosis de
miedo comenzaron a correr por las venas de Lali. No. Era imposible que fuera
tan sencillo, ¿verdad? Tragó saliva para deshacer el nudo que sentía en la
garganta.
—¿Me... me reconoce?
—Lo siento. Es imposible. —Cande
bajó la vista. Cuando la miró de nuevo, lo hizo con una educada sonrisa en los
labios—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—¿Por qué es imposible? —La mente
de Lali era un hervidero de preguntas.
La esperanza había crecido
demasiado. Aunque había intentando disimular la desesperación que sentía, no
estaba segura de haberlo conseguido.
Cande volvió a sentarse. Llevaba
una blusa sin mangas que dejaba a la vista sus tonificados brazos y unos
elegantes pantalones ajustados de color azul marino.
—La mujer en la que estaba
pensando murió hace cinco años. Dicen que todos tenemos un gemelo en alguna
parte. Supongo que yo acabo de conocer a la suya. Observándola con atención,
veo que no son idénticas. Es que me ha sorprendido, nada más. Llevo unos días
pensando en ella, de ahí que me haya precipitado al sacar una conclusión que no
puede ser real. —Señaló la silla situada al otro lado de su escritorio—. Bueno,
¿en qué puedo ayudarla?
Lali tomó asiento. Los nervios
estaban haciendo estragos con ella.
—¿Cómo... cómo se llamaba?
—¿Mi amiga? —Cande apoyó un codo
en el brazo de su sillón—. ¿Por qué quiere saberlo?
—Por curiosidad.
Cande guardó silencio un instante
y después dijo:
—Mariana Lanzani.
Lali repitió el nombre para sus
adentros. No lo había oído con anterioridad. La esperanza comenzó a disiparse.
—¿Cómo murió?
Cande ladeó la cabeza.
—Estoy segura de que no ha venido
hasta aquí solo para hablar de mi amiga, señora Amadeo.
Lali se pasó una mano por el pelo
y se detuvo para frotarse la cicatriz.
—Por favor, contésteme. ¿Cómo
murió?
—En un accidente aéreo que se
produjo a las afueras de San Francisco. Muy parecido al que acaba de ocurrir
hace unos días.
Un accidente aéreo. No, no era lo
mismo. Lali cerró los ojos. Por su mente pasaron distintos escenarios y
posibilidades. Ninguno tenía sentido, ninguno parecía factible, pero debía
preguntar. Si no lo hacía, las dudas acabarían con ella.
—¿En qué nos diferenciamos? Me
refiero a que ha dicho que no somos idénticas. ¿Qué es diferente?
Cande entornó los ojos.
—Señora Amadeo, ¿por qué está tan
interesada en mi amiga?
Lali miró atentamente a la
diminuta abogada. Intentó recordarla. Le fue imposible. Sin embargo, tenía esa
sensación... un extraño déjà-vu. El mismo que sintió cuando vio el
nombre de la abogada en internet.
—Desconocía la existencia de su
amiga cuando entré por esa puerta. Pero...
—Pero ¿qué?
Lali soltó un trémulo suspiro y se
enderezó en el sillón.
—He venido siguiendo el consejo de
un compañero. Me está resultando complicado conseguir cierta información y él
pensó que un abogado podría ayudarme a ejercer presión legal a fin de obtener
las respuestas que busco. Encontré su nombre en internet. Y... no sé... algo me
dijo que era a usted a quien debía ver.
Al ver que Cande se limitaba a
mirarla con curiosidad, Lali se removió, inquieta.
—Mi marido murió en el accidente
de avión de hace unos días.
—¡Oh! —La expresión de Cande se
suavizó—. Lo siento muchísimo. Con razón...
—No, no es por eso. Pero gracias.
—Lali inspiró hondo—. Después de su muerte, encontré cierta información que me
ha traído hasta San Francisco. Yo misma sufrí un accidente hace unos años y
estuve en coma. —Frunció el ceño y movió la cabeza—. O eso creo. Mientras
ojeaba los papeles de mi marido, encontré pruebas de mi estancia en una clínica
privada de San Francisco, una estancia que se prolongó dos años. Señora Vetrano,
ni siquiera recuerdo haber estado en esta ciudad. No recuerdo nada que sea
anterior al momento que desperté de ese coma hace dieciocho meses. Nada sobre
mi pasado, sobre el lugar donde crecí, sobre mi familia. Mi marido me dijo que
sufrí un accidente de coche y que estuve en coma cuatro días. Ahora... ahora no
sé qué creer.
Cande se inclinó hacia delante con
el ceño fruncido.
—¿Dónde vivía usted?
—En Houston. Mi marido era médico.
Neurocirujano. —Sacó unos cuantos papeles del bolso—. Pero su firma aparece en
mi historial clínico como si hubiera sido el responsable de mi tratamiento
mientras estuve ingresada aquí. Si fuera mi marido, jamás le habrían permitido
hacerlo.
—Cierto, es imposible. —Cande
cogió los documentos y los ojeó.
—La clínica privada se incendió
hace un año. Una coincidencia muy afortunada, si me lo permite. En su lugar, se
construyó una nueva, pero afirman que todos los historiales médicos se
perdieron en el incendio. No consigo que contesten mis preguntas. Esperaba que
usted me ayudara a hablar con ellos. Fui una paciente. Tengo derechos.
Cande estaba leyendo los
documentos que tenía en la mano, página a página.
—Pérdida de memoria permanente
—musitó, al llegar al diagnóstico—. ¿No recuerda detalle alguno del accidente?
—No. Nada.
—¿Y de los días posteriores al
accidente?
—Me desperté en Houston. Mi marido
estaba a mi lado. Tampoco lo recordaba. Fue como empezar de nuevo.
Cande siguió leyéndolo todo frente
a ella.
—Esto es insólito. Dice que la
parte de su cerebro que sufrió el daño es la responsable de los recuerdos a
largo plazo, más concretamente de los recuerdos personales, y de la
personalidad. ¿Trabaja usted, señora Amadeo?
—Sí. Soy editora de una revista
especializada en geología. Mi médico de Houston parece creer que la parte de mi
cerebro que quedó dañada es la que almacenaba mis recuerdos personales, de ahí
que pueda recordar cosas que haya aprendido a lo largo de mi vida, como el
ángulo de subducción de la placa tectónica de Juan de Fuca, pero nada sobre el
lugar donde lo aprendí.
Al ver que Cande la miraba con
evidente confusión, Lali esbozó una sonrisa torcida.
—Lo siento. Se me olvida que a
casi nadie le interesa la geología como me interesa a mí. En la editorial dicen
que soy un bicho raro.
—¡Madre mía! ¡Uf! —Cande soltó el
aire despacio y dejó los papeles en el escritorio. Después, se frotó la frente
con una mano que parecía un tanto temblorosa—. ¿Ha encontrado algo más en estos
documentos?
—Solo esto. —Lali sacó la foto de
su bolso y se la pasó—. No tengo ni idea de quién es la niña de la foto,
pero... su rostro me resulta conocido.
Cande se quedó boquiabierta.
—¡Dios mío!
—¿Qué pasa?
—Es la hija de Mariana.
Continuará... +15 :O
Subi subi subiiiiii otro plissssss cuando se ven con peter????? massss
ResponderEliminarLa puta madre la puta madre noooo dioooos no las puedes dejar a si no no no ya esta cercaaaaaa necesitooo otrooooo!!!!!!
ResponderEliminarNecesitooooo otro mas pofaaaa no nos dejes a si
ResponderEliminarMierdaaaaa OTRO MAAAS PORFIIIS
ResponderEliminarComo sera el reencuentro entre lali y luz lo que va a ser esoooo
ResponderEliminarNooo peor va a ser el reencuentro laliter UNA BOMBAAAA
ResponderEliminarEscalofríos es lo k sentí al leer.
ResponderEliminarComo si estuviera presente en esa conversación.
Jajajajaja,pensé k sería Agus el primero en verla .
Cande tiene k estar alucinando la presencia d "Mariana".
Maaaaaaas diooos otro otro
ResponderEliminar:))))) me encanto poco a poco todo arreglandose
ResponderEliminarMashiiiii mashiii reencuentro:))))
ResponderEliminarNo lo puedes dejar ahí por dios!!! Estoy atacada! Subí otro!!!
ResponderEliminarAmooo a candeeee siwmpre la amee espero queeste con agus aca
ResponderEliminarLeer a lali con ese vocabulario es extreño en la vida real ni cgando habla a si
ResponderEliminarM
ResponderEliminarA
ResponderEliminarS
ResponderEliminarEmocionante.
ResponderEliminarToda una sorpresa para Cande.
maaaaas
ResponderEliminar++++++++++++
ResponderEliminarTienes dos segundos para subir mas Si?
ResponderEliminarDIOS cuando la vea Peter... Soy la única que sabe lo de la roptura de Peter con Martina?
dio en la tecla con la persona q fue a visitar
ResponderEliminarquiero mas
Subi otro
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