3 de julio de 1893
—Picnic…captar... luz...
árbol... sombra... púrpura..,
Lali miraba fijamente cómo se
movían los labios de Benjamín, con su concentración perdida en algún lugar más
allá del cabo de Buena Esperanza. ¿De qué estaba hablando? ¿Y por qué explicaba
con tanto entusiasmo unas cosas tan incomprensibles e intrascendentes, cuando
los bárbaros habían derribado las verjas, incendiado la muralla y estaban a
punto de tomar el fuerte por asalto?
Estaban metidos en un lío; en
un lío tan ancho y profundo que los mejores alpinistas se hundían y rompían a
llorar en mitad de la escalada, y los más grandes marinos daban media vuelta y
ponían rumbo a casa antes de alcanzar la otra costa.
Entonces recordó. Hablaba de
Tarde en el parque, y hablaba de él porque ella se lo había pedido, a fin de
que pudieran tener una conversación decente y que ella pudiese fingir, por lo
menos mientras durara su visita, que todo iba bien, que el humo que oscurecía
el cielo solo se debía a que en la cocina estaban asando jabalíes para el
banquete de la noche.
Parpadeó y se esforzó por
prestar más atención.
Dos días después de que
regresaran a Londres, Peter se había marchado a visitar a su abuelo, en
Baviera. Pero el daño estaba hecho. Llevaba más de un mes fuera, y no había
pasado ni una de las casi ochocientas horas transcurridas sin que recordase su
última noche juntos ni se quedara sin aliento al pensar en su intrépido
ofrecimiento. Todo se lo recordaba. Los detalles de su propia mansión en la
ciudad, de los que ya apenas se daba cuenta, se habían convertido, de repente,
en la historia de sus esperanzas, en un tiempo ardientes: el piano, los
cuadros, el mármol de las Cíclades que había escogido para el suelo del
vestíbulo porque era del mismo color que sus ojos.
¿Había tomado la decisión
acertada?
Sabía lo que era tomar una
decisión poco ética. Conocía el miedo y la corrosiva ansiedad que manchaban y
adulteraban cualquier gozo, cualquier deleite. En este caso, estaba bastante
segura de que no había, caído del lado equivocado de la divisoria moral.
Pero ¿dónde estaba la fuerza
interna fruto de haber actuado bien? ¿Dónde estaba el sueño tranquilo y la
claridad de propósito? ¿Por qué, si había tomado la decisión justa, sentía que
era opresiva y, algunos días, palpablemente asfixiante?
Le había dado permiso a Benjamín
para reanudar sus visitas diarias a fin de silenciar los chismes que había
generado el viaje a Devon. La reanudación de las visitas había acallado los
rumores, pero no había servido de nada para calmar su propia agitación. La
afinidad que compartían seguía presente, pero la sensación de que se
pertenecían el uno al otro empezaba a estar tan deshilachada como un tapiz del
siglo X, al borde de desintegrarse por completo en cuanto se viera expuesto a
los elementos.
—Benjamín—dijo,
interrumpiéndolo.
—¿Sí?
Rompió la moratoria sobre el
contacto físico que había impuesto desde el día en que llegó Peter, y lo besó.
Siempre era agradable besar a Benjamín.
A veces, incluso muy agradable. Pero ella necesitaba algo que fuera más que
agradable. Necesitaba algo indescriptiblemente ardiente —una auténtica
conflagración— para borrar las huellas abrasadoras que su esposo había dejado
en ella, para erradicar de la memoria su reacción ante él, aquel ávido abandono
y aquella necesidad desesperada.
El beso era muy agradable.
Y se pasó todo el tiempo que duró pensando en
la misma persona que esperaba olvidar.
Se aparcó y se obligó a
sonreír.
—Perdona la digresión. Sigue
hablándome del cuadro.
Benjamín miró hacia la puerta,
como si esperara ver a unas criaditas riendo tontamente y echando luego a
correr para contar lo que acababan de ver. Cuando los pasillos siguieron
silenciosos, se inclinó hacia delante e intentó volver a besarla.
—No —dijo ella, deteniéndolo.
No quería volver a recordar la enorme diferencia de su reacción ante los dos
hombres. Ni el ardor que Peter provocaba, sin ningún esfuerzo, en ella—.
Todavía no. Ha sido culpa mía.
La decepción empañó los ojos
de Benjamín, pero asintió lentamente, cediendo a sus deseos.
—Todavía quedan trescientos
nueve días. —Suspiró él—. Te lo juro, los días son tres veces más largos de lo
que eran antes.
En esto, por lo menos, estaban
totalmente de acuerdo. Recurrió de nuevo a su pintura, ya que era uno de los
pocos temas de los que podían hablar sin riesgo.
—Me alegro de que hayas podido
estar ocupado. Me han dicho que a lady Wrenworth le gusta su retrato.
Benjamín revivió un poco ante
el elogio.
—Cené en casa de los Carlisle
hace dos días. La señorita Carlisle me ha pedido también que le haga un
retrato. Probablemente, empezaremos la semana que viene.
—Parece que tiene en alta
estima tus cualidades, como mínimo.
—Bueno, me advirtió de que se
mostraría muy crítica si no estaba a la altura de sus exigencias. —Benjamín
sonrió ligeramente—. ¿Sabías que había ido a una exposición impresionista? Todo
este tiempo, yo creía que tú eras la única persona entre mis conocidos que
sabía algo de los impresionistas.
Lali se irguió de golpe. Benjamín,
sobresaltado, se irguió también.
—¿Va todo bien? ¿Es por la
señorita Carlisle? Tendría que habértelo preguntado pri...
—No, no es por ella. —Ojalá lo
fuera. Ojalá Benjamín y la señorita Carlisle hubieran hecho algo condenable—.
Es por mí. Tendría que habértelo dicho hace mucho tiempo; no sé nada de los
impresionistas.
—Pero tienes la colección más
maravillosa que he visto. Has...
—La compré en bloque. Compré
todo lo que tenían tres galerías. Lo hice porque a Tremaine le gustaban los
impresionistas.
Benjamín tenía el mismo
aspecto que si acabara de decirle que los nueve hijos de la reina eran
ilegítimos.
—Pero... esto significa que...
estabas...
—Sí. Estaba enamorada de él.
Lo quería por algo más que por su título. Pero transgredí las normas y mi
matrimonio murió antes de empezar. —Respiró hondo—. Siento no habértelo dicho
antes. Lo siento mucho. Te pido perdón.
Benjamín tragó saliva,
esforzándose animosamente por digerir el pasado que ella acababa de echarle
encima. Luego carraspeó y ella se puso tensa. Dios santo, ¿qué le diría si le
preguntaba si seguía amando a su esposo? No podía mentirle, no en estos
momentos. Sin embargo, era incapaz de decirle la verdad. No podía dominar el
abyecto horror de estar enamorada, de sentir la clase de amor que ya había
hecho descarrilar su vida una vez.
Benjamín parecía estar en un
conflicto tan grande como el suyo. Se miró los zapatos, se metió la mano en el
bolsillo, la volvió a sacar y jugueteó con la leontina del reloj.
—¿Realmente, no... sabes nada
sobre los impresionistas?
Lali no sabía si reír aliviada
o echarse a llorar. Puede que Benjamín solo la quisiera por sus cuadros. Puede
que tuviera tanto miedo de la pregunta como ella.
Señaló una tela que había
justo detrás de él, un paisaje con el cielo azul, el agua azul y un pueblo
francés con tejados ocres y paredes del color de las gachas de avena.
—¿Sabes quién lo pintó?
Benjamín se volvió a mirar.
—Sí, lo sé.
—Yo no. Por lo menos ya no me
acuerdo. Lo compré junto con otras veintiocho obras. —Le acarició la mejilla—.
Oh, Benjamín, perdóname. Yo...
Se detuvo en seco. Lentamente,
como si esperara ver a un asesino blandiendo un cuchillo, apartó la mano de la
mejilla de Benjamín y se volvió hacia la puerta. Allí estaba su esposo, apoyado
en la jamba.
El corazón le dio un vuelco en
el pecho, de pura y sorprendida alegría.
—Lady Tremaine —dijo él, con
un gesto de saludo—. Lord Benjamín.
Su placer se convirtió al
instante en recriminación propia. ¿Cómo podía ser tan vil? Se había olvidado
por completo de Benjamín, como si no estuviera allí, como si nunca hubiera
estado allí.
Benjamín se inclinó, incómodo.
—Lord Tremaine.
Lali no podía responder al
saludo de Peter ni a su mirada. Solo recordaba vagamente el tiempo en que
estaba del todo segura de que el divorcio era la llave para abrir la puerta de
su felicidad, cuando preveía, sin asomo de duda, que iba a dejar a Peter atrás,
de una vez por todas.
¿Cómo es que no lo había
visto? ¿Por qué no se había dado cuenta antes de que había buscado a sabiendas
aquella última batalla, un choque de titanes de los que hacen historia?
¿Por qué tenía que venir Peter
y ponerlo todo patas arriba? ¿Por qué tenía que insinuar que él tenía también
una parte igual de culpa? ¿Por qué le había preguntado si quería empezar de nuevo,
una nueva vida juntos? ¿Es que estaba loco?
¿O lo estaba ella?
—Estaba... estaba a punto de
marcharme —dijo Benjamín.
—Por favor, lord Benjamín, no
se preocupe por mí. Los amigos de lady Tremaine siempre son bienvenidos en esta
casa —respondió Peter, todo gallardía y gentileza—. Ha sido un largo viaje. Si
me disculpan.
En cuanto Peter ya no podía
oírlos, Benjamín se volvió hacia ella, medio asombrado, medio aterrado.
—¿ Crees que nos ha visto... ?
—No. —Lo habría sabido. No
podía llevar más de unos segundos allí.
—¿Estás segura?
—Tremaine no es una amenaza
para mi bienestar físico, si eso es lo que te preocupa, más de lo que lo eres
tú.
Benjamín le cogió las manos.
—Creo... creo que no es eso lo
que me preocupa. Temo que cuanto más tiempo pase contigo, menos dispuesto
estará a dejarte ir.
No, era al contrario. Cuanto
más tiempo pasara ella con Peter, más imposible le resultaría dejar que se
fuera.
Le dio unas palmaditas en la
mano.
—No te preocupes, cariño.
Nadie puede apartarme de tu lado.
Había tomado la decisión
acertada. Seguro.
Ojalá que las palabras
tranquilizadoras que ofrecía a Benjamín no sonaran a falsas estupideces en sus
oídos.
Peter se arrancó el corbatín y
lo tiró encima de la cama. Atravesó la habitación, se refrescó la cara y la
enterró en una toalla. Estaba acariciando a otro hombre, con ternura y afecto.
¿Qué más había hecho con él?
Peter apartó la toalla de
golpe y se vio en el espejo, encima del lavamanos. Parecía tan feliz como los
ciudadanos de París la víspera del asalto a la Bastilla, listo para desatar la
violencia y el caos.
Dejó caer la mano en el
lavamanos y lanzó una constelación de gotas de agua contra el espejo. Las gotas
se deslizaron por la superficie vidriosa, ocultando la cara que lo miraba
fijamente, con aire belicoso.
La obstinación de Lali lo
enfurecía. Cierto que había sido demasiado brusco al proponerle un nuevo
principio. Pero ya había tenido todo un mes para reflexionar. Que su lugar
estaba con él y no con lord Benjamín era tan obvio que Peter ni siquiera podía
empezar a comprender por qué ella decidía lo contrario.
No obstante, lo que más lo
enfurecía era su propia obstinación. Ella había tomado una decisión estúpida,
pero, por lo menos, era consecuente y honorable. Le había dicho una y otra vez
que incluso cruzaría el Canal a nado en enero para poder casarse con lord Benjamín.
¿Por qué no podía aceptarlo? ¿Por qué seguía soñando, esperando y haciendo
planes?
Fue hasta el baúl de viaje y
se preguntó si tenía algún sentido abrirlo siquiera. No había vuelto a
Inglaterra en una fecha elegida al azar. El Campania zarparía para Nueva York
aquella misma semana. Y esa tarde ya había visto suficiente.
La imagen apareció de nuevo en
su mente, la mano de Lali en la mejilla de lord Benjamín, la infinita solicitud
de la caricia. «Oh, Benjamín, perdóname», había dicho. Además, cuando lo había
visto a él, había apartado la mirada de inmediato.
Peter frunció el ceño. No se
le había ocurrido antes. ¿Por qué Lali le pedía a lord Benjamín que la
perdonara? Excepto por aquel breve interludio en que se había olvidado de sí
misma, su lealtad hacia él había sido inquebrantable. Y Peter no podía ni
pensar en que divulgara los detalles íntimos de sus relaciones conyugales a
nadie, y mucho menos a lord Benjamín.
Se quedó en blanco otro
minuto. Luego su mundo se trastocó. Solo podía significar una cosa: su acto
sexual había tenido consecuencias. Iba a ser padre. Tendrían un hijo juntos.
Se agarró al poste de la cama,
vacilante, como si se hubiera emborrachado con el mejor champán del mundo. Un
hijo, cielo santo, un hijo. Un bebé.
Ella había aceptado sus
condiciones sólo porque no tenía ninguna intención de concebir. La conocía lo
bastante como para saber que no renunciaría a su primogénito para casarse con
lord Benjamín. Se quedaría con Peter y serían una familia. Y dada su propensión
a acabar juntos en la cama, la familia aumentaría.
Apenas podía pensar en todo;
unas imágenes absurdamente sensibleras inundaron sus pensamientos. Una familia
propia, llena de mocosos tercos y traviesos, con ojos brillantes y sonrisas
picaras. Cachorros corriendo por toda la casa. Brazos gordezuelos tendidos
hacia él en busca de abrazos. Y ella, majestuosa y segura, en el centro de
todo.
Era lo único que deseaba. Era
todo lo que había deseado siempre. Se quitó la chaqueta, arrugada por el viaje,
y abrió el baúl para buscar otra. En el fondo de la cabeza, era vagamente
consciente de que no era así como hubiera deseado ser elegido: por defecto.
Pero ya no le importaba. Toda una nueva vida se abría ante él, y la cabeza le daba
vueltas al pensar en las posibilidades que le ofrecía.
Goodman entró para entregarle
un fajo de cartas y se marchó con la chaqueta que Peter había elegido para que
la plancharan. Mientras Peter esperaba impaciente a que se la devolviera, ojeó
el montón de correo.
Había una carta de Martina.
Era irónico que, después de sus respectivas bodas, se hubiera convertido en una
corresponsal frecuente y fiel. Simplemente, había pasado de ser Monsieur a Cher
monsieur, luego Très cher monsieur, Cher ami, y ahora Mon très cher ami.
Leyó rápidamente las hojas.
Estaba bien. Los mellizos estaban bien. El invierno en Buenos Aires seguía
siendo suave y húmedo. Estaba contemplando la posibilidad de volver a Europa,
por el bien de los niños, ahora que su esposo, que en paz descansase, ya no
necesitaba el beneficio de los climas meridionales. Por otro lado, planeaba
visitar Nueva York a finales del verano. Le encantaría que fuera a verla. Lo
había echado mucho de menos aquellos dos últimos años.
Poco después de que Martina se
casara con su gran duque, se mudaron a Buenos Aires por motivos de salud. La
mayoría de los inviernos —junio, julio y agosto— viajaban a Newport, donde
tenían casa. Peter solía estar demasiado ocupado con sus empresas para unirse
al circuito estival durante largos períodos de tiempo. Pero, de vez en cuando,
navegaba hasta allí, atendía a unos cuantos asuntos y la visitaba, llevando
regalos para Masha y Sasha.
Le gustaría verla y ver a los
mellizos. Pero no este verano. Algo mucho más importante y maravilloso lo
retendría en Inglaterra bastante tiempo, algo llamado paternidad.
Goodman regresó. Peter se puso
la chaqueta recién planchada y se pasó una corbata alrededor del cuello. Tardó
un minuto en darse cuenta de que el mayordomo seguía allí, discretamente, esperando
que Peter se dirigiera a él.
—¿Qué desea, Goodman? —le
preguntó mientras se hacía el nudo de la corbata.
—Milady cenará en casa esta
noche. ¿Cenará su señoría con ella? —preguntó Goodman.
Peter se detuvo. Había algo
diferente en la voz del mayordomo. Era casi... anhelante. ¿Dónde estaba aquella
callada indignación que Peter había llegado a esperar, aquel reproche
justificado en defensa de su señora?
—Sí, cenaré con ella
—respondió.
Por fin estaba en casa. No
volvería a marcharse nunca más.
No lo oyó cuando entró en el
saloncito de atrás. Estaba apoltronada en una chaise longue, envuelta en un
vestido del color de la luminosa profundidad de las orillas del Mediterráneo
con la cabeza inclinada hacia atrás y los ojos fijos en el medallón de escayola,
de dos metros y medio de ancho, que había en el centro del techo. Él en muy
pocas ocasiones la había visto así, quieta, casi adormilada, lánguida y
voluptuosa como una ninfa en una sofocante tarde de primavera después de una
bacanal que había durado toda la noche. La mitad de la falda atrapada bajo su
peso tiraba de las capas superiores, ajustando el tafetán sobre la redondez de
sus caderas y la longitud suculenta de sus piernas, lo bastante largas par
conectar Dover y Calais.
Se regaló la vista con ella, empapándose
de su somnolienta sensualidad. Pero, demasiado pronto, ella lo percibió. Bajó
los pies descalzos de la chaise longue y se sentó.
—Tienes muy buen aspecto —dijo
él.
Su cumplido la desconcertó. De
forma inusitada, se llevó la mano al cabello y remetió un pequeño mechón
rebelde detrás de la oreja derecha.
—Gracias —respondió, con un
tono casi tímido—. Tú también
No era un mal principio.
—Te pido disculpas por mi
intromisión de antes.
—Oh, eso. Benjamín estaba a
punto de marcharse.
—¿Se lo has dicho?
—¿Decirle, qué?
Peter parpadeó. No parecía
coquetear. Parecía perpleja.
No estaba embarazada.
De repente, volvió a sentirse
inseguro, esta vez como si alguien le hubiera colgado un objeto muy grande en
la parte de atrás de la cabeza.
—Nada —dijo—, nada.
Fue hasta el reloj de pie y
fingió comprobar la hora con su reloj, cuando lo que quería era coger el
atizador de la chimenea y destrozar todo lo que había en la habitación. Los
hijos que iban a tener. La vida que iban a compartir. Todo hecho añicos y quemado
por un rabioso asalto de la realidad. Y ella, ajena a su dolor, echando por la
borda la felicidad de los dos, como si fuera el pan duro de la semana anterior.
Durante unos momentos,
mientras daba cuerda a un reloj que no necesitaba que se la dieran, nadie dijo
nada. Luego oyó cómo ella suspiraba y supo, por la manera en que el corazón
acababa de partírsele en pedazos, lo que ella iba a decir.
—No ha habido consecuencias
—dijo ella—. ¿Me dejarás libre?
Cada célula de su cuerpo
gritaba «no». Por supuesto que no la dejaría marchar. De hecho, sentía una
absoluta nostalgia de los días terribles en que una mujer no podía elegir en
estos asuntos, cuando él habría podido soltar una carcajada cruel, colgar a Benjamín
por los tobillos en las mazmorras, hacer trizas la camisa de su esposa y
tomarla allí, sobre el estrado del gran vestíbulo, bajo los ojos escandalizados
del obispo.
Faltaba mucho para que se
acabara el tiempo que habían acordado. Que rechazara su petición no la liberaba
de las condiciones que él había fijado. Que cada contacto fuera a estar erizado
de peligro no disminuía el atractivo de hacer que cumpliera su pacto.
El corazón le latía con
fuerza. Tuvo que cerrar los ojos para controlar su respiración irregular.
Ciertamente, tenía todos los medios para coaccionarla, con las prerrogativas
maritales, disminuidas pero todavía poderosas, que le concedía la ley inglesa.
Pero al final, ¿qué lograría?
Reconocía mucho de su juventud
en la terca insistencia que ella mostraba al aferrarse a la idea de un amor
«bueno», en su sentido de responsabilidad personal, profundo y sincero, pero
muy erróneo, hacia lord Benjamín.
Diez años atrás, Lali había
percibido claramente que Martina y él no eran adecuados el uno para el otro.
Pero no había tenido la suficiente fe en él para dejar que lo descubriera por
sí mismo. Si insistía en fecundarla con el objetivo expreso de conservarla,
ligada a él en matrimonio, estaría cometiendo el mismo error.
«Pero ¿qué pasa si no recupera
la cordura, o no la recupera a tiempo?», gritaba una parte primaria de su ser,
casi temblando de angustia. Se quedó absolutamente paralizado, aterrado. Se
trataba de una posibilidad clara. No podía dejar que sucediera. No podía. Todo
su mundo se haría pedazos.
¿Era así como ella se había
sentido aquellos años? La ansiedad. La impotencia a punto de estallar. El
corrosivo miedo a que, si no hacía algo, la perdería para siempre.
De haber tenido diecinueve
años, habría emprendido el mismo camino equivocado que emprendió ella. A los
treinta y uno, incluso después de haber vivido las consecuencias de aquella
debacle, seguía sintiendo una tentación casi imposible de resistir.
Al final, solo el orgullo y
una última brizna de sensatez lo salvó. Quería que siguiera siendo su esposa no
porque le hubiera lanzado un hechizo erótico ni porque amara demasiado a su
hijo recién nacido como para renunciar a él, sino porque no pudiera imaginar su
vida de otra manera, porque viera que cada aliento suyo estaba entrelazado con
el de él, para bien o para mal, en la enfermedad y en la salud, mientras los
dos vivieran.
—Como desees —dijo.
—¿Qué?
No podía haberlo oído bien.
Era imposible.
—Abre aquella botella de
champán. El año que viene, por estas fechas, serás lady Mariana Amadeo.
No sabía por qué tenía que
sentirse tan atónita. Sin embargo, estaba aturdida de angustia, apenas era
capaz de mantenerse en pie, como si todas aquellas semanas hubiera estado
aguantando la respiración, esperando que él volviera y la reclamase, le jurara
no volver a dejarla marchar nunca más.
Peter se acercó, tal vez
demasiado para su tranquilidad, y se sentó junto a ella, la ligera lana de
estambre de sus pantalones rozando, indiferente, su falda. Percibió el sutil
olor a almidón de su camisa, a especias y limón de su jabón. Una pequeña parte
de ella quería apartarse. El resto quería que él se acercara más todavía, la
obligara a tumbarse, le impidiera moverse e hiciera con ella lo que le viniese
en gana.
Pero él hizo algo todavía más
desconcertante. Le cogió la mano y dijo:
—He sido un canalla, ¿verdad?,
viniendo aquí y sometiéndote a esta situación imposible.
Jugaba con sus dedos,
abstraído, pasándole la yema del índice por la parte interior de los nudillos.
Tenía las manos frías y un poco húmedas, como si acabara de lavárselas y se las
hubiera secado con una toalla. La piel de la punta de los dedos le rozaba la
palma muy ligeramente, recordándole que aquellas manos podían hacer algo más
que tocar el piano y ejecutar dibujos a escala.
Ella quería besarle la mano,
cada yema curtida, cada nudillo. Quería chuparle el pulgar y lamerle las líneas
y arrugas de la palma.
Si hubiera concebido. Si...
Si... Si...
Lo había deseado
desesperadamente. Sin tregua, como las malas hierbas del jardín, así lo había
pedido, soñado, deseado. Habría sido una plegaria escuchada, un toque de
rebato, un catalizador en torno al cual cristalizarían, al instante, todos sus
actos futuros.
Pero no había sucedido.
—Entonces, ¿vas a volver a
Nueva York? —preguntó, procurando no ahogarse.
—En el próximo barco, supongo.
Mis ingenieros están muy entusiasmados con el progreso de nuestro automóvil. A
mis contables se les hace la boca agua ante las oportunidades de inversión,
dada la agitación que sufre en estos momentos el mercado bursátil —dijo, como
si su marcha no tuviera nada que ver con el final de su unión—. Si te apetece
adquirir algunas líneas de ferrocarril, deberías venir a Estados Unidos a
finales de año o principios del próximo.
—Lo recordaré —dijo ella,
atontada.
Peter se puso en pie. Ella se
levantó también.
—Ahora tendrás que estar
alerta ante las jóvenes cazafortunas —le dijo ella, preguntándose si su torpe
risita conseguía ocultar su infelicidad.
—Y ante las cazatítulos
también. —Sonrió—. Y ante las que, simplemente, se sienten deslumbradas por la
manera en que camino y hablo.
—Ah, sí, especialmente esas.
«No llores. No te pongas a
llorar.»
De repente, comprendió que
ahora era ella la que se aferraba a él, no al revés. Él se limitaba a dejar,
apenas, que ella siguiera aferrándole las manos, presa del pánico. Había
acabado. Había dicho todo lo que quería decirle.
«Suéltalo —se dijo—. Suéltalo.
Suéltalo. Suéltalo.»
Cuando por fin hizo lo que se
ordenaba, no fue por su fuerza de voluntad. Fueron sus manos las que se
aflojaron y resbalaron de las suyas, porque no le correspondía ni era
privilegio suyo tocarlo por voluntad propia.
—Entonces, adiós —dijo—. Que
tengas buen viaje.
—Te deseo que seas muy feliz
—respondió él, con grave formalidad. Luego, con un rápido beso en la mejilla
añadió—: Partir es un pesar muy dulce.
No sabía qué había de dulce en
un pesar que era como si las fauces del can Cerbero le hubieran atravesado el
corazón todavía latiendo. Solo podía mirar, impotente, cómo él desaparecía de
su vista, y de su vida.
Esta vez para siempre.
Continuará...
+ 10 comentarios
subi otrooooo!!!! massssssss
ResponderEliminarNoooooo porqueeeee? De verdaaad se va a ir? Lo va a dejaaar irse?? Subi otro hooy no.voy a poder con la intrigaaa
ResponderEliminarFalta mucho para qe termine?
Para cuando otro cap no puedo creer a que están jugando mas que todo pitt primero dice una cosa y luego hace otra y ella no lo quiere dejar ir mas sin envargo le deja marcharse ojala alguno de ls dos r eaccione pronto o sera que eso espera pitt que sea ella quien de el paso quien seda y no le da je marchar? Espero otro prontito je pelearse....
ResponderEliminarPara cuando otro cap no puedo creer a que están jugando mas que todo pitt primero dice una cosa y luego hace otra y ella no lo quiere dejar ir mas sin envargo le deja marcharse ojala alguno de ls dos r eaccione pronto o sera que eso espera pitt que sea ella quien de el paso quien seda y no le da je marchar? Espero otro prontito je pelearse....
ResponderEliminarMaaaas por favooooor! Amo a Peterr *-*
ResponderEliminarenserio estos 2 no se que pasa osea los 2 se queiren pero no se dejan osea hasta el mayordomo lo sabe!!
ResponderEliminarotro pliiis!!
ResponderEliminarLa es tonta si deja ir a pit! Con todos esos sentimientis q tiene como anhela a su futura familiaa!!
ResponderEliminarque triste el cap. Subí otro por fa
ResponderEliminarEeeeh?? Nonono, otro cap!!
ResponderEliminarEeeeh?? Nonono, otro cap!!
ResponderEliminarNo nos dejes así
ResponderEliminarme muero aqui!!!! por favor sube mas!!!!
ResponderEliminarMe mato este capítulo, los dos sufriendo :'(
ResponderEliminarK contradictorios k son
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