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domingo, 5 de abril de 2015

Capítulo 22



25 de mayo de 1893

La salita de Lali estaba a oscuras, pero salía luz de su dormitorio, proyectando un triángulo, largo y estrecho, del color de viejas monedas de oro, siguiendo el ángulo de la puerta, que había quedado ligeramente entreabierta. Era extraño, estaba segura de que había apagado la luz antes de salir.

Cuando entró en su habitación, descubrió que la luz procedía de los aposentos de Peter. La puerta que comunicaba las dos estancias estaba abierta de par en par. Pero su habitación, aunque con la luz encendida, parecía vacía, con la cama sin deshacer.

El corazón se le aceleró. Deliberadamente, había vuelto muy tarde para evitar que se repitiera lo de la noche anterior. Seguramente, él no se molestaría en esperarla despierto cuando todavía disponía de trescientas sesenta y tres noches para fecundarla.

Pero ¿dónde estaba? ¿Se había quedado dormido en el sillón? ¿Estaba fuera de la ciudad, en algún sitio, buscando sus propias diversiones? Pero ¿a ella qué le importaba lo que hiciera en su tiempo libre? Se limitaría a cerrar la puerta, sin hacer ningún ruido, y se iría a la cama.

Sin embargo, lo que hizo fue entrar en el dormitorio de Peter.

Al ver la habitación completamente restaurada, se le hizo un nudo en la garganta. La retrotrajo al tiempo en que se dejaba caer en su cama y lloraba ante la injusticia de la vida.

El día que vació sus aposentos fue el día en que tomó las riendas de su vida. Tres meses más tarde, conoció a lord Wrenworth y empezó una tórrida relación que le dio mucha más confianza en sí misma. Pero en este lugar fue donde empezó todo, cuando separó su vida de la de Peter, cuando eligió seguir adelante, por muy solitario e inseguro que resultara el futuro.

Sus efectos personales no se veían por ningún sitio, excepto un reloj con cadena de plata que estaba en la mesa de media luna frente a la cama, un instrumento complicado de Patek, Philippe & Cié. Le dio media vuelta. En el dorso había una inscripción deseándole un feliz trigésimo cumpleaños, de Rocío.

Dejó el reloj. La consola estaba cerca de la puerta medio abierta que daba a la sala. Entraba una luz intensa, pero la propia sala estaba tan silenciosa como el fondo del océano.

Entreabrió la puerta y vio rollos de planos, docenas de ellos, en las sillas y las mesas. En el escritorio, y desplegada con la ayuda de un pisapapeles, una regla y una lata de caramelos, había una hoja de papel de dibujo.

Solo vio a Peter después de abrir la puerta por completo. Estaba sentado en un sillón bajo Luis XV, con el batín que hacía resaltar las pintas oscuras de sus ojos verdes, volviéndolos del color del follaje estival al atardecer. Tenía un libro abierto sobre las rodillas.

—Te has levantado temprano —dijo, sacando su sentido de la ironía para que hiciera un poco de ejercicio, sin duda.

—Debe de ser esa ética protestante de la que tanto oigo hablar —respondió ella.

—¿Has tenido suerte con las cartas esta noche? —Su mirada se sumergió en el escote de su vestido—. Diría que sí.

Se había puesto uno de sus trajes más sugerentes. Era, claro, un truco barato para distraer la atención en las mesas de juego, pero ¿por qué no utilizar sus activos cuando podía hacer buen uso de ellos?

—¿Quién te lo ha dicho?

—Tú. Tú me dijiste que después de casarte, tenías pensado no volver a bailar nunca y pasarte todo el tiempo en los bailes despojando a los petimetres ingleses de todo su dinero.

—No recuerdo haber dicho nada parecido.

—Fue hace mucho tiempo. Déjame que te enseñe algo.

Se levantó, fue hasta ella y abrió el libro que tenía en las manos por una página desplegable que estaba doblada en cuatro. La des dobló.

Ella reconoció la representación del escudo de Aquiles en la enorme ilustración. La señora Espósito adoraba el canto XVIII de la Ilíada y muchas noches, de niña, Lali se había quedado dormida escuchando la descripción del gran escudo que Hefesto había forjado para Aquiles, una maravilla con cinco capas, que mostraba una ciudad en paz y una ciudad en guerra, además de casi todas las actividades humanas bajo el sol, todo rodeado por el poderoso río Océano.

Ella había visto otras representaciones del escudo, la mayoría de las cuales, demasiado fieles a las descripciones de Homero, estaban atestadas de jóvenes danzantes y doncellas engalanadas con guirnaldas; el resultado era una filigrana tan fina que no podría sobrevivir al vigor de una sola batalla. Pero esta interpretación en particular era austera, despojada de minucias y, sin embargo, aparecía poderoso y amenazador en su misma austeridad. El sol, la luna y las estrellas brillaban sobre la procesión de bodas y la sangrienta matanza con la misma serenidad.

—Es la oeuvre del hombre con el que a tu madre le gustaría que te casaras —dijo Peter mientras volvía a doblar la página—. Si no puedes quedarte conmigo.

Lali se sorprendió tanto que cogió el libro de manos de Peter y miró el lomo. Once años ante Ilión. Estudio de la geografía, la logística y la vida cotidiana de la guerra de Troya, por Nicolas Perrin. El apellido de familia de los duques de Perrin era Fitzwilliam, pero la costumbre era que un lord firmara con su título.

—Qué curioso. —Le devolvió el libro.

Peter lo dejó a un lado.

—Ya que estás aquí, echa una mirada a mis diseños.

No había hecho nada para indicar el más leve interés sexual por ella. Sin embargo, el vello de la nuca se le puso de punta de repente.

—¿Por qué tendría que verlos?

—Para que sepas a quién culpar cuando Inglaterra pierda la próxima regata de la Copa América.

Se quedó consternada, pese a sus preocupaciones.

—¿Ayudas al equipo americano?

Unos cuarenta años antes, un velero americano había competido con catorce yates del Royal Yacht Squadron alrededor de la isla de Wight y los había vencido por veinte rotundos minutos. Según la leyenda, la reina, que contemplaba la regata, preguntó en un momento dado quién iba segundo y la respuesta que le dieron fue: «Majestad, ¡no hay segundo!». Desde entonces, las agrupaciones inglesas habían tratado de vencer a los americanos y arrebatarles la copa. Sin éxito.

—Ayudo al Club de Vela de Nueva York, del cual soy miembro —respondió.

Se adelantó hasta el escritorio y miró hacia atrás, esperándola. La luz de la lámpara de pie, junto a él, le acariciaba el pelo, iluminando sus mechones aclarados por el sol. Su expresión era amable y paciente... demasiado amable, demasiado paciente.

Notó cómo la gravedad tiraba de sus pies. Solo su negativa a mostrar cualquier debilidad la obligó a moverse, un pesado talón cada vez, hasta llegar junto al escritorio.

Cuando se inclinó para examinar el diseño, él se puso detrás ele ella.

—En estos momentos, no es más que un boceto —dijo.

Habló muy cerca de su oreja. Un filamento de placer la recorrió zigzagueando, agudo y debilitador. Notó cómo su mano le apartaba unos mechones de pelo que se habían escapado del moño bajo. Luego los dedos se detuvieron en la nuca.

—Ya veo —respondió, con voz tensa.

—Puedo hacer el dibujo a escala, detallado, yo mismo —murmuró él, desabrochándole el botón superior del traje—. Pero en la actualidad casi siempre le pido a un delineante que lo haga por mí.
Lali miraba los diseños. En el centro había un yate, tal como aparecería en el mar, con las velas totalmente desplegadas. A un lado, había dibujado una sección transversal del casco y una vista de la nave en el dique seco.

Pasó el brazo alrededor de ella, y señaló una protuberancia alargada y estrecha que salía de la quilla hacia la mitad de la eslora mientras su otra mano iba librando los botones de sus amarras, fácilmente, lánguidamente y con demasiada rapidez.

—Espero que la orza le dé mayor estabilidad lateral —dijo como si se estuviera dirigiendo a un grupo de estudiantes de ingeniería, al tiempo que le abría el vestido hasta las caderas—. Es preciso que el velero navegue tan alto como sea posible, para aumentar la velocidad del casco. Pero un barco que apenas esté dentro del agua, se volcará con mucha más facilidad.

—¿Has volcado muchos barcos últimamente? —preguntó, esperando que su voz rezumara la suficiente acidez.

—No, desde hace tiempo. Pero una vez sí que lo hice. Fue el primer yate que tuve. Trabajé en el diseño durante años, lo construí con mis propias manos y volcó cuando solo llevaba dos millas de su primer viaje. —Le bajó el vestido por los hombros, liberándole los brazos del corpiño, con un toque tan leve como la primera brisa del verano—. Me estuvo bien empleado por llamarla Marquesa.

A Lali le dio un vuelco el corazón. ¿Había dado su nombre a su primer yate?

—¿Cómo te dio por hacer algo así? ¿Olvidaste que no me podías soportar?

—Me dijeron que tenía que ponerle al barco el nombre de mi esposa o el de mi amante —dijo mientras el vestido caía al suelo, formando un montón de satén y tul de color cobrizo—. Lo remolqué a puerto, lo reconstruí desde el principio, lo rebauticé como Amante y, desde entonces, navega estupendamente; es uno de los veleros de regatas más rápidos del Atlántico. ¿Sabes? —susurró, aflojándole las cintas del corsé y quitándoselo por la cabeza—. Causas problemas incluso a cinco mil kilómetros de distancia.

—Verdaderamente, ¿es que no hay un lugar más bajo al que pueda caer? —preguntó, sarcástica, mientras se aferraba al escritorio.

Las enaguas se deslizaron para unirse al vestido. La despojó fácilmente de la camisa y cuando la rozaba, sin querer, la piel le hervía.

—Me parece que todavía conservo, en algún sitio, una foto mía saludando desde el Marquesa, sonriendo rebosante de alegría, justo antes de zarpar.

—Habría preferido verte en el helado Atlántico. Me habría encantado pasar justo a tu lado y no rescatarte del agua.

Él replicó despojándola de los culottes y atrapando su cuerpo desnudo —desnudo salvo por los guantes blancos de satén y las medias de seda blancas— entre su cuerpo y el borde del escritorio.
Recorrió con las puntas de los dedos sus nalgas desnudas y se dirigió lenta, pero inexorablemente, hacia la unión de sus muslos. Ella cerró los ojos y se mordió el labio, pero se negó a apretar las piernas, pese a su nerviosismo.

—¿Siempre estás tan húmeda? —preguntó, en un susurro—. ¿O es solo por mí?

Lali quería decir algo mordaz, algo que hiriera su orgullo masculino tan completamente que nunca pudiera volver a regodearse. Pero lo único que pudo hacer fue reprimir el gemido de su garganta cuando él penetró lentamente dentro de ella. Su batín le acariciaba la espalda, frío y sedoso contra las ardientes sensaciones de su entrada. Se retiró y luego se hincó en su interior con una fuerza que la obligó a soltar una exclamación y la hizo levantarse sobre la punta de los pies.

Él le hundió los dientes en el hombro. Nada doloroso, solo un mordisco fuerte para puntuar el deslizamiento ardiente y suave de su cuerpo en el de ella. No pudo sofocar un pequeño gemido.

Pese a sus desesperados intentos de recitar el alfabeto al revés —solo llegó a la y antes de ser incapaz de seguir pensando—, su cuerpo se ahogaba en sensaciones. Estaba llena, muy llena y la golpeaban deliciosamente. El placer se agrupaba y crecía. Se aferró con más fuerza al borde del escritorio, incapaz de comprender nada excepto la necesidad de extraer un placer cada vez mayor, más agudo y denso de su acoplamiento.

Él placer estalló en un clímax, una implosión estremecedora. Fue vagamente consciente de su último empujón, del espasmo de su cuerpo, de su agitada respiración en su oreja y del fuerte latir de su corazón contra la espalda, claramente perceptible a través la fina capa de seda que los separaba.

La mejilla de Peter se frotó contra la nuca de ella. Sus manos estaban a ambos lados de ella. Se quedaron de pie, prácticamente abrazados, con él apretado contra ella, rodeándola.

—Oh, Dios, Lali —murmuró él, unas sílabas apenas audibles—. Lali.

Se quedó paralizada, el encanto del momento hecho añicos. Había pronunciado la misma frase que en su noche de bodas, encima de ella, debajo de ella, a su lado, con lo que ella creyó que era una dicha exultante.

Se soltó, se volvió y lo empujó con rabia con las palmas de las manos en su pecho. Su brusca violencia no lo hizo moverse, pero sus ojos se abrieron sorprendidos, y se hizo a un lado. Sin impotarle mostrar el mismo aspecto que una mujer que se gana la vi posando para postales pornográficas, Lali se inclinó, recogió su ropa y dio media vuelta.

—Espera. —Fue tras ella. Pensó que iba a darle una prenda que se hubiera olvidado. Pero lo que hizo fue envolverla con su batín—. No te enfríes.

Se había sentido furiosa, avergonzada, humillada. Todavía se sentía así. Pero su solicitud desenterró un dolor que creía haber dejado enterrado el día que vació los aposentos de Peter; el dolor de lo que podría haber sido.

—No esperes que te dé las gracias —dijo. Solo le quedaba la hosquedad como defensa.

—No he hecho nada que merezca agradecimiento —respondió él—. Buenas noches, lady Tremaine. Hasta mañana por la noche.


La señora Espósito recibió a Langford, su excelencia el duque de Perrin, dándole una bienvenida en la que no había nada de la calidez efusiva y lisonjera que utilizaba con tanta facilidad. Realmente nadie hubiera podido criticar su hospitalidad. Pero mientras que, antes, había estado ansiosa, es más, codiciosa de fomentar su relación, esta noche se había metamorfoseado y era la encarnación andante de la correcta buena educación. Hasta los vestidos de suaves tonos pastel que normalmente prefería habían sido sustituidos por un negro implacable, como el crespón de una viuda de luto riguroso.

Lo recibió en un saloncito tan iluminado como Versalles. Ardían tal cantidad de velas que él se preguntó si alguna iglesia parroquial no echaría en falta su altar. Las ventanas que daban al camino estaban abiertas, las cortinas de cotonía solo corridas a medias. Cualquiera que pasara podría ver claramente el interior de la estancia.

¿Tantas ganas tenía de anunciar su creciente familiaridad con él? Posiblemente. Pero el camino exterior se usaba poco durante el día y apenas por la noche. Hubiera obtenido el mismo resultado pintando un letrero: EL DUQUE DE PERRIN VISITA ESTA ESTIMABLE RESIDENCIA, y colocándolo boca abajo en el jardín.

—¿Le apetece algo de beber? —preguntó—. ¿Té, refresco de piña o limonada?

Estaba seguro de que nadie le había ofrecido limonada desde que cumplió los trece años. Y no se le pasó por alto que ella no había ofrecido ninguna bebida alcohólica.

—Un coñac irá bien.

Ella apretó los labios, pero al parecer no pudo reunir el valor necesario para negarle a un duque una simple bebida.

—Ciertamente. Hollis —le dijo al mayordomo—, traiga una botella de Rémy Martin para su excelencia.

El sirviente se inclinó y se fue.

Langford sonrió, satisfecho. Bien, eso estaba mejor. Limonada... ¡por favor!

—Confío en que su viaje a Londres fuera gratificante.

Ella se echó a reír, a la vez sobresaltada y fingiendo.

—Sí, supongo que lo fue.

Se tocó el camafeo que llevaba en la garganta. Él no pudo menos que quedarse mirando el contraste de sus blancos dedos con severo crespón, devorador de la luz. La piel de su mano, aunque delicada, carecía de la suntuosidad y la transparencia de la primera juventud. Recordó que era, realmente, varios años mayor que él, una mujer cercana a los cincuenta. La abuelita de Blancanieves.

Pero maldita sea si no era más guapa que toda una bandada de jóvenes nubiles, más guapa incluso que cuando tenía diecinueve años. Como norma, las jóvenes atractivas envejecían peor que las corrientes; su caída era mayor. No obstante, a lo largo del camino, ella había adquirido un valor que tenía poco que ver con la belleza y que la adornaba mejor que las perlas y los diamantes; un temple debajo de su piel, todavía encantadora.

—Tuve el inesperado placer de encontrarme con sus primas en el teatro —dijo ella—. Lady Avery y lady Somersby fueron muy amables y me invitaron a acompañarlas en su palco.

Al principio no captó la importancia de aquella afirmación. Se había tropezado con Caro y Grace; muchas personas lo hacían, para su deleite o pesar, dependiendo de que recibieran cotilleos jugosos o que las sondearan a fondo para buscarlos. Luego lo comprendió. Antes, la señora Espósito no tenía ni idea de la persona que él había sido antes de su presente encarnación como estudioso prácticamente asexual, un estudioso que llevaba una vida recluida.

¿Qué le habrían contado? Probablemente, la lujuria, el ardor, las veces que había alquilado señoritas a madame Mignonne. Sus primas estaban lejos de conocer los peores pecados que había cometido, aunque ocupaba el más alto lugar de la mala fama. Y la virtuosa, aunque oportunista, señora Espósito se habría quedado lo bastante escandalizada y abatida para dejar de lado temporalmente su actitud de adoradora de ídolos y su voz entrecortada.

Como si unas cuantas ventanas abiertas y catorce metros de crespón negro, lleno de reproches, pudieran disuadirlo de intenciones más nefandas, a él, que en su tiempo había levantado con éxito toda una serie de faldas de luto y, a veces, además, con las ventanas abiertas.

No es que tuviera esas intenciones respecto a la señora Espósito. Si se hubieran encontrado unos veinte años atrás, bueno entonces habría sido otra historia. Pero había cambiado. Ahora era anciano e inofensivo.

La mayoría de los días.

—Confío en que la deleitaran con historias de mis indiscreciones juveniles —dijo—. Me temo que no he llevado una vida muy ejemplar.

Era evidente que ella no esperaba que abordara el asunto sin rodeos. Intentó un gesto despreocupado.

—Bueno, ¿qué caballero no ha cometido unos cuantos pecadillos?

—Exacto —asintió aprobando solemnemente su súbita comprensión—. La intemperancia del verano lleva a la plena madurez del otoño. Siempre ha sido así y siempre será así.

Casi se echó a reír ante la confusión que su filosofía le causaba. Pero el criado entró con el coñac, una mezcla excelente compuesta de un extraordinario aguardiente envejecido durante cincuenta años en barriles de roble del Lemosín.

Pasaron a la mesa de cartas que había preparado y ella le preguntó, tímidamente, si, para empezar, podían apostar algo que no fueran mil libras la mano.

—Mi hija y yo apostábamos dulces, caramelos de mantequilla, toffee, o de regaliz... ya sabe a qué me refiero, excelencia.

—Ciertamente —dijo, magnánimo, en especial dado que solo había jugado manos de mil libras tres veces en su vida, después de lo cual incluso su corazón dominado por el vicio no pudo soportar la atrocidad de perder los ingresos de un año en una sola noche.

Ella se levantó y cogió una caja grande con un membrete dorado grabado en relieve.

—Mi hija me envió estos bombones suizos la última Pascua. Sabe que me gustan mucho.

Los bombones iban colocados en varias bandejas, y ya se había comido los de la primera capa. Desechó la bandeja superior y colocó una bandeja llena delante de ella y otra delante de él.

—¿A qué jugaba con su hija? —preguntó, barajando los mazos de cartas que había en la mesa.

—A los habituales juegos para dos: la báciga, el veintiuno, ecarté. Es una jugadora de cartas excelente.

—Tengo muchas ganas de jugar con ella a las cartas cuando venga.

La señora Espósito no respondió de inmediato.

—Estoy segura de que estará encantada.

Parecía que aunque la señora Espósito podía vencer a un profesional de Drury Lane cuando se trataba de invenciones premeditadas, no era tan convincente cuando se trataba de mentir descaradamente de manera espontánea. Manejar a un esposo y prometido al mismo tiempo no era tarea pequeña. Entendía muy bien por qué lady Tremaine se negaba a participar en los demenciales planes de su madre para añadir un tercer hombre a la ya explosiva mezcla. Pasaron unos momentos de silencio mientras repartía las cartas descubiertas.

—A lo mejor preferiría usted jugar unas manos con su esposo —dijo la señora Espósito—. Ella no está segura todavía del camino que va a tomar, así que quizá venga él en su lugar.

—¿Está casada? —preguntó él, fingiendo estar muy sorprendido.

—Sí, así es. Está casada con el heredero del duque de Fairford desde hace diez años. —El orgullo seguía animando su respuesta. El orgullo y una traza de desesperación.

El primer as le cayó como llovido del cielo. Hizo un leve gesto negativo con la cabeza mientras recogía las cartas, las barajó y le tendió el mazo para que ella lo cortara.

—Me confieso desconcertado, señora Espósito. Cuando me recomendó a su hija, di por sentado que estaba libre y que su amable interés en mi persona tenía como objeto favorecer la amistad entre ella y yo.

Ella se lo quedó mirando como si le hubiera pedido que se desnudara. Bueno, en cierto sentido, la estaba dejando desnuda. Tironeó del camafeo que llevaba, como si el cuello le apretara demasiado.

—Excelencia, le aseguro que... ¡La mera idea! Yo...

—Vamos, vamos, señora Espósito —no había olvidado todavía por completo cómo utilizar la adulación—, puede que las maquinaciones de una madre para casar a su hija con un hombre distinguido no sean el más elevado de los empeños humanos, pero sí que es uno consagrado por la tradición. Sin embargo, como acabo de decir, su hija es una mujer que ya está segura y ventajosamente casada. ¿Con qué propósito, pues, ha buscado mi compañía tan asiduamente, hasta el punto de estar dispuesta a perseguirme fuera de su casa y prometer dedicarse a actividades que, en realidad, desprecia? —Su respuesta fue un silencio resonante. —Su apuesta, señora —le recordó.

En silencio, ella puso tres bombones en un tapete, en el centro de la mesa. Él le sirvió una carta boca abajo y se sirvió otra descubierta.

Ella puso las manos encima de las cartas, pero no las levantó. Tenía las mejillas sonrojadas, del color del vino.

—Me gustaría responder a su pregunta ahora, señor. La respuesta es tal que resultará embarazosa para los dos, y a mí, de hecho, me avergonzará, pero merece conocerla.

La señora Espósito se pasó la lengua por el labio inferior.

—La verdad es que ya me he cansado de ser viuda. Así que he mirado por la vecindad y he llegado a la conclusión de que usted resultaría un magnífico marido para mí.

A punto estuvo de que se le cayera la mandíbula, además de las cartas. Lo había pillado tan desprevenido como si fuera un pardillo.

—Lo he observado pasar frente a mi casa todos los días, durante los últimos cinco años, tanto si llovía como si hacía sol —continuó, mirándolo de hito en hito con sus bellos ojos—. Cada día espero que aparezca por el recodo del camino, donde crece la fucsia. Sigo su recorrido hasta que ya no es posible verlo, más allá del seto del señor Wright. Y pienso en usted.

Él sabía que estaba mintiendo, con la misma certeza con que sabía que había habido algo entre la reina y su último lacayo, John Brown. Pero, por alguna razón, no podía impedir del todo que sus palabras lo afectaran. Le vinieron a la mente imágenes de la señora Espósito en la cama, por la noche, con el pelo y los pechos sueltos lamentándose de su soledad, deseando, necesitando, languideciendo por un hombre. Por él.

—Pero hasta ahora no he reunido el valor para hacer algo respecto —dijo, con una voz tan dulce como una noche de primavera—. Ya no soy joven. Así que decidí no utilizar las artimañas de una mujer joven, y opté por una manera más directa de abordarlo. Espero no haberlo ofendido con mi atrevimiento.

No era frecuente que estuviera tan desconcertado. Pero tuvo que esforzarse mucho por recordar que cuando ella pensaba en el era únicamente con la intención de proporcionarle a su hija esa escurridiza corona ducal con las hojas de apio, como había informado tan claramente a aquella bola de pelo que era su gato.

—¿Por qué yo? —Carraspeó al darse cuenta de que su voz sonaba ronca—. Perdone mi observación, pero es usted una mujer atractiva, con recursos económicos propios. Solo con que hiciera correr la voz...

—Pero entonces acabaría hasta el cuello de aduladores y cazafortunas. Mis deseos de verme libre de ellos fue una de las razones que motivaron mi regreso a Devon —dijo, con voz tranquila, razonable—. En cuanto a la razón de que haya puesto los ojos en usted, supongo que es debido a la influencia de su excelencia, su difunta madre.

—¿Mi madre?

Su madre había muerto de neumonía cuatro meses después d fallecer su padre. De haber vivido más tiempo, es probable que hubiera llevado una vida más recta, aunque solo fuese para protegerla de personas como Caro y Grace.

—Siento haberlo inducido a error, excelencia, al fingir que no sabía cuál era su identidad el día que nos conocimos. —Al final, miró las cartas y les dio la vuelta. Un as y una jota, un veintiuno servido—. La verdad es que, aunque nunca nos habían presentado, lo conozco desde hace muchos años. Viví en esta casa en mi juventud y me acuerdo muy bien de verlo desde estas ventanas cuando volvía a casa, durante las vacaciones escolares.

El cogió las pinzas de azúcar que ella le ofrecía y le pagó tres timbones de su bandeja.

—¿Como conoció a mi madre?

—Cuando ayudé a organizar el bazar de beneficencia en el setenta y uno, ella era la presidenta honoraria. Me tomó simpatía y me invitó a tomar el té en Ludlow Court una vez a la semana. —La señora Espósito sonrió, nostálgica—. En privado era refinada y natural; natural en el sentido de que sus intereses eran los mismos que los de cualquier otra mujer: su esposo y su hijo. No lo comprendían entonces, pero pensándolo ahora creo que estaba bastante sola, atrapada en el campo debido a la mala salud del duque, con pocos amigos y menos diversiones de las que disfrutar sin parecer insensible a la enfermedad de su excelencia.

Él se la quedó mirando fijamente; ya no estaba seguro de si seguía inventando historias, pero deseaba desesperadamente que no fuera así. No había hablado con nadie de su pobre madre, de sus padres, desde hacía años. A nadie se le había ocurrido preguntarle cómo se sintió al quedarse huérfano. Simplemente dieron por sentado, por su conducta posterior, que estaba más que contento de que sus padres le hubieran dejado el camino libre para vivir su vida de despilfarro.
La señora Espósito cogió un bombón envuelto en papel transparente y le dio vueltas entre los dedos. El papel se arrugó y crujió suavemente.

—No hablaba mucho de la enfermedad de su excelencia. Ya sabía que era cuestión de tiempo. Pero sí que hablaba y mucho de usted. Estaba orgullosa de usted y esperaba con ilusión su excelente en Clásicas. Incluso me enseñó una carta que el profesor Thompson del Trinity College le había escrito a usted, contestando a una pregunta relativa a un aspecto planteado en Fedón y felicitándolo por sus conocimientos del griego antiguo. Pero también estaba preocupada. Decía que era usted tan indómito como las selvas de Sudamérica y un enigma para ella. La inquietaba que ni ella ni su padre pudieran controlarlo. Y tenía miedo de que su rebeldía creciera cada vez más sin la influencia de una esposa fuerte y firme.

Si Langford estuviera más cerca de la estupefacción, la personificaría. Las revelaciones de la señora Espósito lo conmocionaban mucho más de lo que hubiera creído posible o incluso probable.
Cinco minutos antes estaba petulantemente seguro de que sabía más de ella de lo que ella podía llegar a imaginar. Pero ahora resultaba ser todo lo contrario. Lo había observado cuando él era adolescente, había sido la confidente de su madre, incluso había leído la preciada carta del profesor Thompson.

—¿Cómo es que no nos encontramos si, como dice, venía con frecuencia Ludlow Court?

—Porque mis visitas no duraban más de media hora, y porque usted siempre estaba en algún otro sitio a la hora del té, incluso cuando estaba de vacaciones. En verano, se iba a Torquay a bañarse en el mar; en invierno, a cazar ciervos o a visitar a un compañero de estudios en el condado vecino.

Porque nunca tenía tiempo para su madre. Cenaba con ella cuando estaba en casa y pensaba que aquel simple acto le deslindaba de todos sus deberes y responsabilidades como hijo.

—Como puede imaginar, mis conversaciones con una madre cariñosa dejaron una impresión positiva y duradera de su hijo, que ha llevado a mis actuales intenciones...

—Hasta que Lady Avery y Lady Somerby la abordaron y le informaron de los aspectos más sórdidos de mi pasado.

—En realidad, la primera en hablarme de ello fue mi hija, —Sonrió, irónica—. Lo desaprueba a usted. Pero yo creo que, quizá, tener una opinión de usted basándose solo en sus años de despilfarrador es tan incompleta como otra forjada solo en lo que se sabe de usted antes y después de esos años.

Cogió los bombones, los colocó en una pulcra pila delante de ella y recogió las cartas.

—Le toca apostar, excelencia. Aunque comprendería perfectamente que no quisiera quedarse, ahora que me he revelado como una farsante y una intrigante.

No, no solo se había revelado como una intrigante. Seguía siendo una intrigante. Seguía entretejiendo verdad y ficción para que su hija pudiera resurgir de las cenizas de su divorcio en un lugar socialmente más destacado que nunca.

Sin embargo, algo la unía a él ahora. Treinta años atrás, cuando la joven señora Espósito acompañaba respetuosamente a la difunta duquesa, él permanecía callado y de mal humor durante la cena, haciendo todo lo posible por no prestar atención a su madre. Apenas conoció a la mujer que le había dado la vida. Ni siquiera la muerte de su padre le había transmitido la necesidad apremiante de conocerla mejor. Ella era la que tenía salud. Había dado por sentado que estaría allí, retorciendo su pañuelo y mirando, desaprobando sus infracciones, durante décadas.

Apostó cinco bombones.

—Por favor, reparta las cartas.

Continuará...

18 comentarios:

  1. Un poco cambio con ella Peter, pero pobre Lali reviviendo todo el dolor de nuevo.
    Necesito que hablen del ahorro de Lali
    En cuanto a Gimena WAO! Que historia! Muy buena

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  2. Danii otro!!
    Gracias por subir 😘

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  3. Quiero saber como va a seguir Lali después de ese encuentro y como seguirá el comportamiento de Peter ya!!!!
    YA

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  4. Era "Necesito que hablen del aborto!"

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  5. Yo te lleno los comentarios por otro capítulo!

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  6. Jajajaja vamos! Por favor! Mas!
    Besos

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  7. Me encanta mas aunque es solo uno por día y buu

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  8. Gime ya se fijaba en él desde jovencita.

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  9. Cualquiera se sentiría así como lali como prostituta si su marido la tratase así, que feo

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  10. Esto se pone interesante!! Otro :)

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