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sábado, 11 de abril de 2015

Capítulo 31



2 de septiembre de 1893

El té semanal de Gimena con el duque solo había tenido lugar dos veces. Después, pasó a ser dos días a la semana. Durante una semana y media. Hacia el final de esa semana concreta, no sabía cómo, acabaron conversando animadamente junto a la valla del jardín delantero de su cottage, cuando él pasaba por allí. Entonces, él la invitó a que lo acompañara, ella aceptó y, a partir de entonces, compartieron el paseo diario.

Había ventajas en ser casi una vieja, reflexionó Gimena. En su juventud, se pasaba la vida preocupada porque todo el mundo la considerara perfecta. Solo decía los más agradables lugares comunes y no aventuraba ni una opinión que no fuera tan insulsa como las gachas para enfermos.
Eran asombrosos los cambios que treinta años más de vida provocaban en una mujer. De hecho, el día antes, mientras recorrían su jardín privado, había afirmado que su excelencia estaba ciego si no se daba cuenta de que la amistad entre Aquiles y Patroclo era más que amistad: ¿qué hombre sentiría tanto dolor ante la muerte de un mero amigo como para impedir que arrojaran su cuerpo a la pira funeraria?

Por su parte, él se había atrincherado en sus opiniones y defendido la tesis de la amistad. El amor romántico tal como lo entendía actualmente la civilización occidental no surgió hasta la Edad Media. ¿Quién podía decir que la amistad masculina, en una época donde el hombre veía en su hogar el ancla de su existencia, no podía haber sido algo más profundo y afectivo?

Ese día, durante un corto paseo por los jardines del duque, ya habían disentido en muchos temas, desde los méritos del sistema métrico hasta los de George Bernard Shaw. El duque no sintió ningún reparo en decir que algunas de sus opiniones eran absurdas. Ella, agradablemente sorprendida, no le dio cuartel y proclamó, en su propia cara, que sus puntos de vista eran una absoluta necedad, con esas mismas palabras.

—Nunca había oído tantas opiniones contrarias a las mías en toda mi vida —comentó él mientras se acercaban a la casa.

—Ay, ¡qué mimado ha estado usted siempre! —dijo ella, burlona.

Por un momento, él pareció sobresaltado.

—¿Mimado? Puede que esté en lo cierto. Pero, de todos modos, ¿no debería una mujer que ha recibido una educación refinada como usted hacer, por lo menos, el esfuerzo de estar de acuerdo conmigo?

—Solo si mi intención fuera atraparlo, excelencia.

—¿Y no es así? —preguntó lanzándole una mirada furibunda.

Ella parpadeó coqueta.

—¿Por qué querría aguantar a un hombre tan desagradable como usted, cuando ya tengo todas las ventajas de la riqueza y un futuro duque por yerno?

—Por el momento.

—Ah, ¿es que no se ha enterado? Mi hija ha partido enta mañana en el Lucania para Nueva York, donde reside su esposo.

—¿Y eso ha saciado sus enormes deseos de conseguir un duque propio?

—Por ahora —respondió ella, recatadamente.

El duque soltó una carcajada. Tenía debilidad por todo lo absurdo. Entre los dos, que ella no tuviera intención exactamente de cazarlo, se había convertido en una broma constante.

Gimena sonrió. Pese a su pasado disoluto, a su perenne altivez y su enorme gusto por intimidar a los simples mortales, resultaba ser un tipo muy decente. Su atención la halagaba, pero la satisfacción iba mucho más allá de lisonjear su vanidad. Sentía auténtico placer en su compañía, en estar con el hombre considerado y honorable en que .se había convertido a sí mismo.

Dentro de la casa, el té estaba preparado en el saloncito del sur donde un lacayo estaba calentando ceremoniosamente la tetera, fuego crepitaba en la chimenea, bañando las paredes de un tinte dorado.

—Qué negligente por mi parte, excelencia —dijo, cuando lo criados se retiraron—. He estado tan ocupada informándole de su deficiencias intelectuales que he olvidado desearle un feliz cumpleaños.

—Usted y doscientos de mis amigos más íntimos —respondió él irónico—. Solía dar una bacanal de cumpleaños cada año, aquí en Ludlow Court.

—¿Echa de menos una buena bacanal? —Se preguntó cómo podía no hacerlo. Ella nunca había tenido ninguna y, a veces, también la echaba de menos.

—De vez en cuando. Pero no echo de menos los efectos posteriores. Fue necesario cambiar el papel de las paredes de esta sala en concreto seis veces en once años.

Gimena miró las paredes. El papel adamascado tenía un dibujo diferente —acantos en vez de flores de lis—, pero se había puesto mucho cuidado en encontrar un tono casi exacto al suntuoso verdeceladón que ella recordaba, de forma que la estancia seguía siendo muy parecida a como era treinta años antes, cuando venía a tomar el té y acariciar unos sueños locos.

—Es extraordinario lo poco que el papel ha cambiado, pese todo.

—Créame, no se parecía en nada a esto durante mis días más libertinos. En el papel había otros... temas.

Sonrió. A Gimena el corazón se le disparó. Pese a su capa de vieja arpía, no podía menos de sentir una curiosidad creciente hacia el bribón latente que había en él. La más mínima referencia a su anterior perversidad la excitaba. Si iba acompañada de una de aquellas seductoras sonrisas... bueno, podía estar segura de que ese recuerdo le quitaría el sueño esa noche.

—Hice que imitaran exactamente el antiguo papel después de retirarme de la sociedad. Quise que todo estuviera exactamente igual, basándome en mi memoria y en viejas fotografías. Pero descubrí que no lo soportaba. —Bebió un sorbo de café; había abandonado el intento de tomar té hacía varias semanas, reconociendo que no soportaba aquel brebaje—. Así que hice algunos cambios a mi gusto.

—El pasado se cobra un precio terrible, ¿no es cierto? —dijo ella en voz baja.

Él hizo girar una cucharilla, abajo y arriba otra vez. Su silencio fue la respuesta. En el exilio que se había impuesto a sí mismo había intención de castigarse. Pero no tenía por qué ser así. Ya no.

—Mi hija tiene contratado a un detective privado. —Lali y sus costumbres modernas y progresistas. Esperaba que el duque no estuviera demasiado interesado en saber por qué—. He utilizado sus servicios para algo que le concierne a usted.

Él enarcó las cejas.

—Si desea saber cómo se incendió la cama de lady Wimpey solo tiene que preguntármelo.

Un mes antes, se habría ruborizado. Hoy ni siquiera parpadeó.

—En realidad, estoy más interesada en aquellos artículos de fabricación extranjera y naturaleza diabólica a los cuales, al parecer, era aficionada lady Fancot.

—Solo eran esposas forradas de terciopelo... quizá hechas en el extranjero, pero apenas peligrosas —respondió él.

—Cielo santo, ¿qué problema tenía esa mujer? —dijo ella, indignada—. ¿Es que un resistente chal de seda no era lo bastante bueno para ella?

El duque estuvo a punto de derramar el café por todo el mantel. Dios santo. Esta mujer lo obligaba constantemente a reconsiderar su opinión de lo que entrañaba ser una mujer virtuosa. Al parecer, la creatividad sexual dentro de un matrimonio inglés serio y como es debido no estaba tan muerta como él había creído.

—Dejemos el tema—dijo ella, volviendo a un impecable recato que ocultaba Dios sabe qué otras experiencias e inclinaciones, un contraste muy afrodisíaco. Cuando él era más joven, habría gastado suficientes medios para librar tres guerras a fin de poseerla. Ahora, hacía exactamente lo mismo, pero solo en su mente—. Veamos, ¿dónde estaba? Ah, sí. Hice que el detective investigara el estado del matrimonio del señor Elliot.

No podía comparar exactamente su anuncio con que le pegaran un tiro en el pecho, habiéndolo vivido ya, pero estaba peligrosamente cerca. Se sentía igual que se había sentido entonces, de pie, mudo, mirándose la mano que sostenía justo a la derecha del corazón mientras la sangre se le escurría entre los dedos.

¿Cómo podía, precisamente ella, no comprender que no soportaba averiguar la verdad de lo que había sucedido en el matrimonio de los Elliot? Cualquier paz y tranquilidad que había logrado alcanzar en su vida de ermitaño dependía de no saberlo, de esperar que no hubiera causado la infelicidad de toda una familia.

Quizá percibió lo mucho que aquello lo conmocionaba, porque su cara se ensombreció.

—No debería haberlo hecho, lo sé.

La miró furioso.

—Señora, su especialidad es emprender cosas que no debería. Tenga la seguridad de que se enfrentará a unos vituperios como nunca ha imaginado. —Podía haber seguido, haberla informado de su exquisito dominio de la invectiva y descrito, con todo detalle, lo empequeñecida y agujereada que estaría su alma cuando él hubiera acabado con ella. No lo hizo. No tenía sentido posponer lo inevitable, aunque Dios sabía que deseaba hacerlo—. Bien, dígame qué ha averiguado su detective.

—Están muy bien —dijo ella, sonriendo con dulzura.

Su imaginación le estaba jugando una mala pasada. Le parecía que había dicho que estaban muy bien.

—La verdad, por favor —insistió.

—El detective trabajó en casa de los Elliot durante varias semanas y me informó, con total seguridad, que el señor y la señora Elliot se llevan muy bien, no solo con cortesía, sino con cariño.

—Se lo está inventando, ¿verdad? —masculló. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía arreglarse una relación humana que se había estropeado tanto? ¿Estaba equivocado, después de todo, y el hombre no estaba tan condenado como había creído sombríamente durante tanto tiempo?

—No es preciso que se fíe únicamente de lo que yo digo. El detective se llama Samuel Ripley. Trabajó para los Elliot durante tres semanas, el mes pasado, con el nombre de Samuel Trimble, como segundo mayordomo. Lo que le acabo de decir es solo un resumen de su informe escrito, que llegó anoche en el último correo. Está relatado con gran lujo de detalles, con las conversaciones oídas y las escenas presenciadas en persona recogidas concienzudamente.

»Si algo se puede decir de mi hija es que tiene una gran clarividencia para contratar a personas absolutamente entregadas a su tarea. Está claro que el señor Ripley ha pasado mucho tiempo mirando por el ojo de las cerraduras y las ventanas de los pisos superiores. Incluso hay secciones del informe que solo ojeé rápidamente para proteger mi delicadeza femenina.

El corazón se le encogió. Se le hizo un nudo en la garganta. La negra nube de culpa llevaba suspendida encima de su cabeza tanto tiempo que había olvidado la luz pura y beatífica de una conciencia limpia.

—He traído el informe conmigo, si quiere puede hacer que lo vayan a buscar a mi coche.

Se levantó, fue a buscar el documento de casi media pulgada de grueso él mismo y, de pie junto al lando de la señora Espósito, leyó cada palabra de la vida doméstica, meticulosamente descrita, de los señores Elliot, sin saltarse ninguna sección, en especial aquellas en las que la pareja se dedicaba a actividades que no deberían haber realizado más veces que hijos tenían. Sobre todo disfrutó de las palabras de cariño chocantes pero dulces, que tenían el uno para el otro. «Mi querido pastelito de fruta. Mi caballero del ariete.»

Langford Fitzwüliam, su excelencia el duque de Perrin, volvió al saloncito sur sintiéndose en las nubes, cegado por la incomprensible belleza del mundo.

La señora Espósito le tenía preparada una copa de coñac.

—Tome, señor —dijo—. No ha destrozado la vida de nadie. Puede volver a respirar tranquilo.

Se bebió todo el coñac de un trago. Llamas de felicidad se esparcieron por todo su cuerpo, sin control.

—Me parece que podría estar sonriendo durante cien pequeñas cenas rurales.

—Pues es una noticia extraordinariamente alentadora. Tengo, por lo menos, cien personas a las que impresionar con un duque a mi mesa.

—¿Solo a su mesa? —Sonrió—. ¿Adonde se han ido todas sus ambiciones?

—No se han ido en absoluto, solo se han moderado, excelencia. Hoy me siento totalmente satisfecha con restregarles nuestra cálida amistad por la cara.

Chasqueó la lengua.

—Esperaba más de usted, señora Espósito. ¿Sabe lo que significan sus revelaciones, verdad?

Una idea había estado rondándole por la cabeza desde hacía días. Se había deslizado en su interior, como un enamorado decidido, superando todas las verjas y barricadas, para susurrarle junto a las cortinas agitadas del cenador virgen que era su cínica experiencia del matrimonio. Y esa idea era que le haría muy feliz casarse con ella, si ella lo aceptaba.

Pero su pasado pesaba en sus aspiraciones. ¿Qué derecho tenía, siseaba una voz desagradable y siniestra, al amor de una mujer buena, de cualquier mujer buena, y mucho menos al de una tan bella, cultivada y sabia como la señora Espósito? ¿Qué derecho tenía él a buscar su propia felicidad, cuando había despojado a otros de la suya con tanta indiferencia?

Pero ya no era así. Era un hombre libre, liberado de las ataduras de la culpa y el propio tormento, para poder disfrutar cómodamente de los años que le quedaran de vida, con ella a su lado y en su cama, si era tan afortunado.

El brillo de sus ojos hizo que a Gimena el corazón le diera un salto en el pecho.

—¿Que todavía hay tiempo para organizar una bacanal?

—No, que soy libre de pedirle que se case conmigo.

Se quedó tan estupefacta como cuando descubrió que estaba enamorada de John Espósito.

—¿Desea casarse conmigo?

—¿Qué demonios cree que he estado haciendo, señora? ¿Acaso no he seguido las reglas del cortejo con la máxima asiduidad? Hasta he tomado el té, por el amor de Dios. Debería sentirse halagada. Preferiría beber en el abrevadero de mi caballo.

—Creía que deseaba hablar de tiempos pasados. Como máximo, convencerme para que tuviéramos una relación.

—Sí que quiero recordar los viejos tiempos. Y sí que planeo llevármela a la cama. Sin embargo, ninguna de las dos cosas excluye el matrimonio.

—Pero cumpliré cincuenta años en menos de quince meses —exclamó ella... y no se podía creer que hubiera revelado aquel secreto tan cuidadosamente guardado.

—Una noticia excelente. Eso la hace unos años más joven de lo que pensaba.

Lo miró con ojos redondos como platos.

—¿Cuántos años pensaba que tenía?

Se echó a reír.

—No lo pensaba. Tomé en consideración nuestra diferencia de edad y descubrí que no importaba lo más mínimo. Dado que encontró la felicidad con un hombre que le llevaba diecinueve años, no hay ninguna razón de que un hombre unos años más joven que usted la perturbe.

—No... no puedo darle un heredero.

—Algo por lo que el hijo de mi primo se sentirá enormemente agradecido. —Le cogió la mano, desorientándola más aun si cabe—. Permítame asegurarle, señora, que la idea de tener hijos a mi edad me resulta profundamente inquietante. Mi sobrino segundo es un hombre íntegro. No siento ningún pesar por el hecho de que Ludlow Court pase a él.

Se sentía tentada a decir que sí de inmediato. Ah, muy tentada. Desde la invención del pastel de chocolate no había existido una tentación mayor que la que el duque le ponía delante de la nariz en este momento. «Su excelencia la duquesa de Perrin.» Estas palabras mágicas desataron escalofríos de placer en lo más profundo de sus visceras. ¡Que a estas alturas de su vida, con la vejez echándosele encima como si fuera un pretendiente demasiado entusiasta, pudiera conseguir todo el prestigio y la posición social que siempre había ansiado, con el hombre que, en un tiempo, fue considerado el más escurridizo soltero del reino! ¿Qué clase de tonta podía pensar siquiera en dar una respuesta negativa?

Se levantó de un salto, arrancando la mano de entre las suyas.

—No. —Negó con la cabeza, con la voz solo ligeramente temblorosa—. No. Su boda conmigo no sería muy diferente de sus esfuerzos por restaurar Ludlow Court convirtiéndolo en un facsímil de lo que había sido cuando vivían sus padres.

Él frunció el ceño.

—No consigo ver ninguna similitud entre las dos cosas.

—¿No lo ve? ¡Igual que el papel de las paredes, yo fui la elegida de su madre!

—¿Debo concluir que al seguir los deseos de mi corazón,  por no hablar de mis entrañas, solo estoy expiando mi abandono adolescente de mi madre, al cumplir postumamente lo que ella deseaba?

Deseaba que fuera de otra manera, pero no estaba ciega. Ella le gustaba; se sentía físicamente atraído por ella. Pero lo que la diferenciaba de las demás era que le ofrecía un vínculo con su juventud perdida.

—Sí.

—¿Se opone a tan noble propósito?

Maldito hombre. ¿Cómo podía mostrarse tan frívolo en un momento como este, cuando sentía que estaba a punto de desmoronarse, cuando solo la mantenía erguida la rigidez del corsé?

—Porque es más un sueño que un propósito noble. Su madre, que en gloria esté, estaría orgullosa del hombre que es usted ahora. No es necesario nada más.

Él asintió, con un aire finalmente un tanto pensativo.

—Entiendo que es su principal y abrumadora objeción.

—Lo es.

—¿Hay otras que tendría que conocer? ¿Mi espíritu de contradicción, por ejemplo? ¿Que no me guste el té?

—No, ninguna, en absoluto. —Ojalá hubiera otras. Entonces le resultaría menos doloroso rechazarlo.

Él sonrió, una sonrisa que veinte años atrás habría causado un enorme alboroto de miriñaques a su paso.

—Si es así, permítame que le lea algo, mi querida señora Espósito.

Se levantó y fue hasta un escritorio de caoba que había pertenecido a su madre. Más de una vez, durante sus visitas de hacía tanto tiempo la duquesa se había acercado allí a buscar algo que quería enseñarle a Gimena.

El duque sacó un libro grande, con tapas de vitela.

—El diario de mi madre. —Pasó rápidamente unas tres cuartas partes de las páginas y luego, lentamente, unas cuantas páginas más, buscando el lugar exacto—. Esto es lo que escribió el 18 de noviembre de 1862.

Levantó el diario, se volvió de cara a ella y leyó.

Hoy he tomado el té con la señorita Accardi. Será la última vez, supongo. Me ha dado las gracias por mi amistad y me ha informado de su compromiso con un tal señor Espósito, un hombre acaudalado sin antecedentes de relevancia. Lástima. Pensaba presentársela a Hubert. Habrían hecho una pareja agradable.

«¿Hubert?» ¿Era Hubert uno de los nombres del duque? Creía que su nombre completo era Langford Nicolas Alexander Humphrey Fitzwilliam.

—¿Quién es Hubert?

—Uno de mis primos. El honorable Hubert Lancaster, tercer hijo del barón Wesport. Lady Wesport era la hermana mayor de mi madre. Hubert debía de tener unos veintiséis años por aquel entonces.

—¿Su sobrino? —Gimena se tambaleó. Se tapó la boca con la mano. Cielo santo. Todos estos años, todos estos años...

—Un hombre muy agradable, con un nombre muy respetable y una fortuna muy reducida —dijo el duque—. No debe olvidar que, por entonces, yo tendría, ¿cuántos: quince o dieciséis años? Mi matrimonio estaba lejos de ser la mayor preocupación de mi madre. Y pese a toda su amabilidad, era muy consciente de nuestra posición. Ella misma era hija de un conde. Probablemente, esperaba por lo menos un linaje igual de su nuera.

Gimena gimió. Esto era incluso más humillante que haber conseguido que su hija y su yerno pensaran que se había dedicado a actos ilícitos con el duque para atraerlo a su mesa.

—Si es tan amable de pedirle a un criado que me traiga una pala, me gustaría cavar un agujero de tres metros de hondo ahí fuera y meterme dentro.

—¿Y destrozar mis hermosos jardines? Me parece que no, querida. —Lo oyó cerrar el diario y devolverlo al cajón—. No es ninguna vergüenza que se dejara llevar por su imaginación juvenil. Mujeres con mucho más mundo que usted han perdido la cabeza por mí.

Oh, aquel hombre y su arrogancia. Debía de haberse vuelto más insensible con los años, porque ya había recuperado su capacidad para replicar.

—Si desea que sea su esposa, no debería esforzarse tanto en matarme de vergüenza.

Él se le acercó tanto que podía oler el persistente perfume de su jabón de afeitar. Su corazón de mediana edad empezó a latir con fuerza. Iba a pasar de verdad. Este hombre interesante, maravilloso y monumentalmente deseable la estimaba lo suficiente para querer casarse con ella. ¡Con ella!

—¿Puedo entender que su silencio significa que ha aceptado mi petición?

—Yo no he dicho tal cosa —respondió ella, obstinada.

—Pues debería. Le he demostrado, de forma concluyeme, que no hago realidad los deseos de mi madre más allá de la tumba. Y según sus propias palabras, pronunciadas hace apenas dos minutos, no tiene ninguna otra objeción a casarse conmigo, ninguna en absoluto. —Hizo una pausa, bastante deliberada, con los ojos chispeando de picaro regocijo—. Entiendo. Quiere que me esfuerce más. Bien, seducir a una mujer debería ser una tarea idónea para mí, si recordara cómo se hace. Veamos, ¿la beso antes de que nos acostemos o solo después?

Ella consiguió reunir una pizca de fingido valor.

—Como he dicho antes, qué mimado ha estado siempre, excelencia. Las dos cosas. Me asombra, me asombra de verdad, que no lo sepa.

El sonrió ampliamente.

—No sé por qué no me he dedicado a las mujeres virtuosas antes. Me encanta recuperar el tiempo perdido.

Dicho esto, la besó.

No fue ni el beso ligero y delicado que había imaginado cuando era una jovencita nubil ni el ósculo impregnado de pecado que últimamente dominaba su imaginación. La besó con ganas y placer como un hombre que por fin hace realidad los deseos de su corazón.
Ella se derritió como correspondía, completamente satisfecha.

El se apartó al cabo de un tiempo demasiado breve.

—Ahora dime que sí —la instó, acariciándole la comisura de los labios.

—Ni hablar —resopló ella—. No voy a renunciar a mi independencia basándome en un único beso, por delicioso que sea. Recuerde, excelencia, que estuve casada. Felizmente casada. Sci'ior, tendrá que demostrar su habilidad más allá de un beso para convencerme de que lo acompañe al altar.

Langford se echó a reír, con una risa llena de alegría. Miró alrededor y su mirada se fijó en un sofá con apoyabrazos en voluta, tapizado con un brocado de color crema.


—De acuerdo. —La besó de nuevo—. Tenga cuidado con lo que desea, mi querida señora Espósito. Podría conseguirlo.

Continuará...

+10 :) ya casi llegamos al final!!

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