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jueves, 9 de abril de 2015

Capítulo 27



El silencio de una casa que se prepara para la noche se vio roto mientras Peter se lavaba los dientes sobre un lavamanos lleno de agua. Se oyó un fuerte estrépito a su izquierda, una intensa vibración que le subió por los tobillos hasta las rodillas, seguido de un chillido ahogado.

En el piso de arriba había seis habitaciones. La de la señora Espósito, que estaba en el ángulo este, y otras cinco, que daban al sur, se alineaban unas al lado de las otras. Peter estaba en la que quedaba más cerca de la señora Espósito y Lali en la más alejada.

El grito procedía del lado de la habitación de Lali.

Escupió el dentífrico y salió al pasillo. La puerta de la señora Espósito se abrió un segundo después.

—Cielo santo, ¿qué ha sido eso? —exclamó.

—El techo, probablemente.

Lali también estaba en el pasillo, con una cara muy pálida contra el azul noche de su salto de cama.

—¿Qué le pasa a tu casa? —le preguntó, tensa, a su madre.

Peter empezó a abrir puertas. La habitación junto a la suya parecía estar bien, salvo que se habían caído varios cuadros de la pared. Abrió la puerta de la habitación de en medio. Lo recibió una ráfaga de escombros. Casi todo el techo se había desplomado, cubriendo el suelo y los muebles con polvorientos trozos de yeso y madera. Por encima de su cabeza, se abría el vacío cavernoso de la buhardilla.

—¡Cielo santo! ¿Cómo ha podido pasar esto? —gimió la señora Espósito—. Es una casa de lo más sólida.

—Creo que nadie debería dormir en este piso hasta que reparen el techo e inspeccionen la integridad de toda la estructura —opinó Peter.

—Tú y yo podemos compartir la habitación de la institutriz en la planta baja —le dijo Lali a su madre—. ¿Tienes un catre extra para Peter?

—¡Tonterías! —exclamó la señora Espósito—. Es la primera vez que lord Tremaine visita esta casa. No dejaré que pase la noche en un catre en la sala como si fuera un criado. Le pediré la señora Moreland, de la casa que hay más abajo, que me dé alojamiento por una noche; tiene dos hijas que de vez en cuando vienen a verla, así que siempre tiene una habitación extra preparada. Tú y Peter podéis ocupar la habitación de la institutriz.

—Cogeré el catre y dormiré en la sala —dijo Lali—. No es la primera vez que visito la casa. No importa dónde duerma. También puedo ir contigo a casa de la señora Moreland.

—¡Me niego a tus dos absurdas propuestas! —La señora Espósito se estremeció tremendamente horrorizada—. No toleraré que circule esa clase de rumores. Ustedes dos pueden divorciarse con todo el escándalo que quieran en Londres, pero aquí tengo que pensar en mi reputación. No toleraré que la gente me pregunte por qué mi hija no quiso compartir una habitación con su legítimo esposo. Me parece que oigo subir a Hollis. Hablaré con él sobre los arreglos. Mucho cuidado, Lali; no hagas nada que pueda avergonzarme. Nada de catres.

Cuando la señora Espósito se precipitó escalera abajo con una energía y agilidad sorprendentes, Lali maldijo entre dientes.

—Qué arreglos ni qué historias —dijo furiosa—. ¡Se las ha ingeniado para que el techo se hundiera! La casa fue inspeccionada de arriba abajo hace solo un año, porque me preocupaba que estuviera un poco decrépita. Es segura. Los techos de las estructuras sólidas no se caen así como así y, ciertamente, con tanto tino, exactamente en una habitación desocupada para que nadie resulte herido.

—Hemos subestimado la determinación de tu madre.

—Debería estar teniendo una aventura con el duque; eso es lo que debería estar haciendo —bufó Lali—. Mírala, sacrifica el techo de su casa para meternos en la misma habitación cuando ya hemos... no importa.

Peter notó que el corazón le latía con más fuerza. No había planeado hacerle una visita conyugal a Lali, por respeto a la casa de la señora Espósito y todo eso. Pero si iban a verse forzado estar juntos —y con toda probabilidad, muy juntos— en la misma habitación y compartiendo una cama, bueno...

—¿Necesitas bajar algo? —preguntó.

Ella le lanzó una mirada suspicaz, pero bajo la luz que salía de todas las puertas abiertas, Peter observó que ya no estaba tan pálida como un minuto antes.

—No, gracias. Ve tú delante.

Bajó las escaleras. Hollis lo acompañó a la habitación de la institutriz. Peter se encontró en una estancia más grande y muy bonita que la que le habían dado, con las paredes cubiertas de damasco crema con un elegante estampado con arabescos caqui y musgo. Había ranúnculos rosas y blancos en unos jarrones pintados de Limoges, colocados encima de cada mesilla de noche. La propia cama era bastante grande, con la ropa de la cama, de fino lino blanco, ya doblada hacia atrás con aire incitante.

—La señora Espósito usa esta habitación para descansar por la tarde, en verano —le informó Hollis—. Es más fresca que las habitaciones de arriba.

Peter apagó las luces y abrió las contraventanas. Entró el aire de la noche, fresco, húmedo e impregnado del perfume de la madreselva. La luna, en cuarto creciente, estaba ascendiendo, con su luz pálida y luminosa. Se quitó el batín y, después de una breve vacilación —¿a quién quería engañar? Napoleón deseaba apoderarse de Rusia con menos desesperación de la que él sentía por acostarse con ella—, se despojó del resto de la ropa.

Lali apareció al cabo de un buen cuarto de hora. Sus pasos se detuvieron delante de la puerta. Luego no pasó nada. El silencio se desplegó y extendió, envolviéndolo opresivamente, poniendo a prueba su paciencia y sus nervios.

Finalmente, el pomo de la puerta giró, despacio. Lali entró y cerró, pero no avanzó más; se quedó con la espalda apoyada en la puerta y los pies justo fuera del haz de luz de la luna. Peter recordó una noche, mucho tiempo atrás, en una casa diferente que también pertenecía a la señora Espósito, donde también una luna igual de luminosa inundaba de luz plateada una gran parte de la habitación; el principio del final, el final del principio.

—Como en los viejos tiempos, ¿verdad? —dijo, después de un largo minuto.

Más silencio.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella por fin, con una voz un poco temblorosa.

—No me digas que lo has olvidado.

Lali cambió de posición y se oyó, apenas, el roce de la seda deslizándose sobre la carne y contra los paneles de la puerta.

—Así que estabas despierto —dijo, acusadora.

—Tengo el sueño ligero. Además, estaba en una cama desconocida, en una casa desconocida.

—Te aprovechaste de mí.

Él soltó una risa ahogada.

—¿Qué esperabas, después de que me manosearas por todas partes? Podría haber hecho más, y tú me habrías dejado.

—Yo también podría haber hecho más. Casi volví a meterme en tu cama, aquella noche. Habría sido un atajo para llegar al altar.

—No me digas —murmuró él—. ¿Qué te detuvo?

—Pensé que era deshonroso. Que era indigno de mí. Irónico, ¿verdad? —Se apartó de la puerta y avanzó hasta quedar junto a la cama, en el lado más alejado de él, su silueta aureolada por la luz de la luna, las oscuras curvas de su cuerpo apenas visibles dentro de las diáfanas sombras de su salto de cama.

Peter tragó saliva.

—Tendría que haber seguido adelante y hacerlo aquella noche —dijo ella—. Te habrías casado conmigo, sabiendo que te había embaucado. Pero no habrías estado tan furioso como para marcharte corriendo a América, lo bastante asqueado como para no ser feliz conmigo. Habríamos sido como cualquier otra pareja en la sociedad; una vida normal, ya sabes.

—No —respondió él, con una voz más áspera de lo que quería—. Tendrías que haber hecho lo que correspondía. Martina se casó un día antes que nosotros. De haber tenido un poco más de paciencia, cuando yo hubiera vuelto a Inglaterra por Pascua podrías haber tenido el pastel y comértelo también.

La cama se hundió bajo el peso de Lali. Se deslizó bajo las sabanas, prudentemente a su lado de la cama.

—Creo que he aprendido la lección.

—¿De verdad?

Ella no contestó. En cambio, le hizo una pregunta.

—¿Por qué le das tanta importancia a alcanzar la paridad económica conmigo ?

«Porque estoy casado contigo, la mujer más rica de Inglaterra después de Victoria Regina, idiota. ¿Qué va a hacer un hombre que todavía sueña con follarte?»

Alargó el brazo por debajo del cobertor, la cogió por la parte de delante del salto de cama y la atrajo hacia él. Ella soltó un gemido ahogado, y otro más cuando los dientes de Peter le rozaron la parte inferior del cuello.

Peter se puso encima de ella... gimiendo por lo divino que era tenerla debajo. Desde su vuelta, la había visto desnuda; había alcanzado el clímax dentro de ella. Pero no se había permitido sentirla, sentir la textura densa y suave de su piel, la firme ondulación de su cuerpo. Cogió en un puñado el salto de cama y tiró de él hacia arriba

—Quítatelo.

—No. Puedes hacer lo que quieres, perfectamente, sin que me lo quite.

—Lo que quiero es a ti desnuda, sin nada.

—Esto no es parte del trato. Nunca dijiste que tuviera que desnudarme para ti.

—¿Qué pasa? —le preguntó él al oído, en voz baja, disfrutando al notar que se estremecía—. ¿Tienes miedo de estar desnuda debajo de mí?

—No está bien. No voy a deshonrar a Benjamín permitiéndote más libertades de las que debo.

De repente, Peter se enfureció, qué obstinada y obtusa era. Benjamín la haría casi tan feliz como una almeja en un plato de bullabesa. Agarró el salto de cama a la altura de su garganta y lo rasgó todo a lo largo, y el agudo sonido desgarró bruscamente la aletargada oscuridad.

—Ya está. Y si lord Benjamín lo pregunta, algo que no es para nada asunto suyo, puedes decirle con total sinceridad que no me permitiste ninguna libertad.

Lali jadeaba; era el sonido de una mujer que no consigue aire suficiente, y sus exhalaciones ahogaban el chirrido amortiguado de los grillos despiertos en el jardín.

Se dejó caer sobre ella; la sensación de su piel contra la suya era, a la vez, extrañamente familiar y turbadoramente nueva, como si esta fuera solo la segunda noche de su luna de miel, y él se hubiera pasado el día entero mirándola, muriéndose de ganas de que se pusiera el sol y llegase la bendita e interminable noche.

Era un estúpido. Estúpido por enamorarse de ella la primera vez... Estúpido por volver ahora, cuando ya conocía su debilidad demasiado bien, después de haber luchado contra ella cada uno de los días de los diez últimos años.

Demasiado tarde.

Se sumergió en la aterciopelada sensación que ella le producía, maravillándose de la manera en que la piel se movía encima de sus clavículas, con cada respiración, trazando un camino de besos encima de sus hombros, reacio a abandonar cada pulgada de su gloriosa piel, impaciente por saborearla en su totalidad.

Ella apoyó las manos en sus brazos, pero no empujó. Solo emitió un sonido dulce, desesperado, cuando la besó en la base de la garganta. La melancolía de su corazón se alivió un poco, aunque sabía que era una locura pensar que esto era otra cosa que locura.

La besó hasta llegar a la barbilla, al suave punto justo debajo de los labios. Allí vaciló. Besarla en la boca era informarla, abiertamente, de que para casarse con lord Benjamín tendría que pasar por encima de su cadáver.

Debajo de él, notó los latidos de su corazón, tan rápidos, erráticos e inciertos como los suyos. ¿Quería adentrarse en aquel camino? ¿Se atrevía? ¿Qué le esperaba al final, si recorría aquella avenida de locura?

—Hay algo que tengo que decirte —dijo ella, de repente, rompiendo el momento de incertidumbre—. No sirve de nada que te acuestes conmigo. De nada en absoluto. Llevo puesto un diafragma. He utilizado uno todo el tiempo. No tienes ninguna posibilidad de dejarme embarazada, así que mejor sería que me dejaras en paz.

Cuando tenía seis años, durante un alocado juego de persecución por los pasillos de casa de su abuelo, había chocado contra una pared. Cuando se dio cuenta, estaba caído en el suelo, demasiado aturdido para comprender qué acababa de pasar. Ahora sentía igual que entonces. No sabía cómo interpretar su arrebato, su brusca decisión de llevar las cosas a aquel extremo.

La miró. Sus rasgos solo eran visibles a medias, bajo la tenue iluminación de la luna, la sombra de un pómulo alto, la oscura plenitud de los labios, y unos ojos como agua al fondo de un pozo profundo, negros con puntitos que reflejaban la luz de las estrellas.

—Entonces, ¿por qué me lo dices? ¿Por qué no seguir engañándome? Así habrías servido mejor a tus propósitos.

—Porque ya no puedo más —dijo, absolutamente inmóvil—. Estoy segura de que está totalmente justificada la opinión que tienes de mí. Pero no me importa. No puedo seguir adelante.

—¿Porqué? —Le pasó los dedos por el pelo, el lujo definitivo. Era un pelo espeso, suave, brillante y frío como el rocío de la mañana. Nunca recordaba el pelo de otra mujer como recordaba el ella—. ¿Qué se ha hecho de tu legendaria crueldad?

Ella cerró los ojos y giró su cara para no verlo.

Los dedos le producían una sensación ridículamente reconfortante al tocarle el cráneo. Se movían con una ternura tranquilizadora, descansando por un momento junto a la sien y luego deslizándose a lo largo de la oreja, la mandíbula y, finalmente, los labios. La yema del pulgar le recorrió el labio inferior, lo abrió ligeramente y tocó la húmeda membrana interior.

Su reacción la confundía. Quería preguntarle, gritarle, si no había oído nada de lo que le había dicho, que no había cambiado, que no había aprendido la lección y que había intentado engañarlo de nuevo. Pero su caricia la hipnotizaba. Era cálida, curiosa y absolutamente sin rencor. No podía hablar. Era toda consciencia, una consciencia llena de carencias, hambrienta, insoportablemente aguda.

La besó en el lóbulo de la oreja, en el hueso que le articulaba la mandíbula, en la punta de la barbilla. La besó en el cuello, el hombro y la hendidura de la clavícula. Mantuvo los ojos apretadamente cerrados. En aquella absoluta oscuridad, él era todo ardor y sensualidad para ella, sus labios eran una fuente de fuego frío que quemaban todo lo que tocaban, engendrando sacudidas de deseo que se extendían por todo su cuerpo, dejándola desfallecida y sin sentido.

De repente su boca se cerró sobre el pezón. Soltó un grito ahogado, un sonido estupefacto de placer. Él la lamió. Lali quería retorcerse, girar y suplicar más. Clavó las uñas en el cubrecama. La mano de él encontró el otro pezón y lo frotó entre el pulgar y el índice, con la presión justa para hacer que abandonara todos sus esfuerzos por guardar silencio. Gimió con fuerza.

Su mano se trasladó más abajo, siguiendo el costado, descansando una fracción de segundo sobre la cadera y luego continuando para separarle las piernas. Hizo un débil intento por mantenerlas juntas, pero él solo tuvo que pasarle la lengua, lentamente, una vez alrededor del pezón para que se olvidara de todo.

Él la encontró, probablemente lo más fácil del mundo; solo tenía que ir a la fuente de su humedad. Y luego su dedo, no, sus dedos estaban dentro de ella.

—Dime que pare y lo haré —dijo él, justo antes de meterse el otro pezón en la boca.

En algún lugar de su mente, comprendió lo que estaba haciendo; soltando y sacando el diafragma. Quizá habría protestado, de haber sido capaz de decir algo coherente. Pero no lo era, y los únicos sonidos que emitía eran ahogados gemidos de excitación.

Extrajo con facilidad el diafragma y lo tiró a un lado de la cama. Lali se estremeció.

—Ahora ya no se interpone nada entre los dos —dijo él. Un súbito relámpago de terror la paralizó. Estaba completamente expuesta a él; su matriz, su futuro, toda su vida. De una manera igual de repentina, una oleada abrumadora de deseo la inundó. Lo quería dentro de ella, quería que la poseyera, que la hiciera pedazos, que llenara todo vacío y destruyera toda defensa.

Con un gemido de desesperación lo agarró y lo atrajo hacia ella, besándolo con tanta fuerza que sus dientes chocaron y rechinaron juntos. Él se apartó un poco, le sujetó la cara entre las manos y la besó a su manera, más lenta, más suave y mucho más plena. Ella abrió las piernas del todo y él entró en ella, grueso y ardiente, sin dejar de besarla. Lo rodeó con las piernas, apremiándolo, deseando algo rápido, furioso, que lo borrara todo. Pero él se negó a complacerla.

La atormentó con largas y lentas caricias, excitándole los pezones mientras la penetraba a un ritmo pausado. La hizo suplicar cada delicioso empujón. La hizo revolverse y girar; gritar y gemir, Y solo cuando estuvo absolutamente vencida, desesperada, convencida de que existiría para siempre en aquel estado de excitación sexual, temblorosa y febril, solo entonces cedió y la llevó a una satisfacción incoherente, salvaje, jubilosa y muy audible.

Si ella pudiera hacer que el tiempo se detuviese. Si no necesitara nunca apartarse de su abrazo y de la euforia de su acto amoroso. Si su mundo consistiera únicamente en esta única habitación oscura, empapada en el dulce almizcle del sexo, protegida del mañana, y del día después, por unos muros inexpugnables de noche perpetua.

Si le hubieran dado una guinea por cada «si...» de su vida, podría pavimentar una carretera con oro desde Liverpool hasta Terranova.

Con la respiración todavía acelerada y errática, su esposo se separó de ella para echarse de espalda, sin llegar a tocarla. Lali se mordió el labio inferior mientras los tentáculos fríos y pegajosos de la realidad se arrastraban por sus piernas, subiendo hacia su corazón.

No dijo nada desagradable, pero su silencio era suficiente para recordarle todo lo que se había prometido no hacer nunca cuando él volvió. ¿Es que todas sus declaraciones de amor por Benjamín no eran más que palabras, y palabras vacías, además?

—Fui a verte a tu hotel en Copenhague —dijo él.

Le costó todo un minuto descifrar lo que él acababa de decir. Incluso entonces, no lo comprendió.

—¿Tú... no dejaste tu tarjeta?

—Ya te habías marchado, para embarcar en el Margrethe.

Un estallido de euforia la inundó, solo para verse sustituido por una sombría incredulidad, un desconcierto impotente ante los caprichos del destino.

—No embarqué en el Margrethe —dijo, aturdida—. Ya había zarpado cuando llegué al puerto.

—¿Qué?

Nunca antes lo había oído decir «¿Qué?». Era demasiado perfecto para hacerlo; nunca había dejado de usar el más correcto y educado «¿Cómo dices?». Hasta este momento.

—¿Adónde fuiste entonces?

—Volví al mismo hotel. Me marché al día siguiente.

Él se echó a reír, con amarga incredulidad.
—¿El empleado del hotel no te dijo que un estúpido había ido a buscarte, con flores?

Era como descubrir que estaba embarazada y llenarlo todo de sangre tres semanas después. Solo que estaba sucediendo en un abrasador momento.

—El recepcionista de día debía de haberse marchado ya cuando decidí que necesitaba un lugar para pasar la noche.

Había ido a buscarla. Por la razón que fuera, había ido a buscarla. Y no se habían encontrado, como si el propio Shakespeare hubiera escrito su historia en un día de especial misantropía.

—¿Qué flores me llevaste? —preguntó, porque no se le ocurrió nada más que decir.

—Unas... —Se le entrecortó la voz, otra cosa que nunca había oído en él—. Unas hortensias azules. Ya estaban marchitas.

Hortensias azules. Sus favoritas. De repente, sintió ganas de llorar.

—No me habría importado. —Siguió hablando, para mantener las lágrimas a raya—. Estaba tan trastornada que fui a buscar a Pablo en cuanto desembarqué en Inglaterra, solo para encontrarme con que se había casado durante el tiempo en que estuve fuera. De todos modos, actué de una forma ridícula y molesta.

Él emitió un sonido a medio camino entre un bufido y un gruñido.

—Casi detesto preguntarlo.

—No tienes nada de qué preocuparte. No sucumbió a mis insinuaciones. Recuperé la cordura. Fin de la historia.

—Yo también recuperé la cordura, después de un tiempo —dijo él, lentamente—. Me convencí de que lo que había sucedido entre los dos no se podía deshacer, nunca se podría deshacer.

—Además, no existe lo de volver a empezar desde cero. La verdad es que no —coincidió ella, con los ojos anegados de lágrimas y la habitación convertida en un borrón oscuro.

Por vez primera en su vida, veía exactamente lo que había echado por la borda cuando decidió conseguirlo por medios lícitos o ilícitos. Por vez primera, comprendió de verdad, en lo más profundo de su ser, que no solo no lo había salvado sino que había sido injusta con él al asignarle la misma capacidad que una tortuga dentro de un acuario para tomar sus propias decisiones. Había sido —justo lo que nunca había querido admitir— impetuosa, miope, egoísta.

—No debería haber hecho lo que hice. Lo siento.

—Yo tampoco fui exactamente un modelo de rectitud, ¿verdad? Debería haber tenido la franqueza de enfrentarme a ti, por muy triste que hubiera sido el encuentro. En cambio, me refugié en subterfugios y confundí la venganza con la justicia.

Lali se rió amargamente. Para ser dos personas inteligentes, no había duda de que habían tomado todas las decisiones equivocada que podían tomar. Y alguna más.

—Desearía... —Se detuvo. ¿De qué valía? Ya habían perdido su oportunidad.

—Yo también. Haberte encontrado aquel día, de alguna manera. —Suspiró, un sonido profundo de pesar. Se volvió hacia ella y la hizo volverse hacia él, cogiéndola con fuerza por el brazo—. Pero todavía no es demasiado tarde.

Durante un largo momento, no lo entendió. Luego un rayo le estalló encima de la cabeza, dejándola ciega y aturdida. Hubo una época en su vida en que habría recorrido un kilómetro, descalza, encima de cristales rotos, para reconciliarse con él; en que habría muerto de alegría al oír aquellas mismas palabras.

De eso hacía años y años; había pasado mucho tiempo. Sin embargo, su estúpido corazón todavía daba saltos y estallaba y giraba en torpes volteretas de júbilo.

Hasta chocar contra una pared.

Estaba prometida a Benjamín. Benjamín, que confiaba en ella incondicionalmente. Que la adoraba mucho más de lo que merecía. Había reafirmado su deseo y determinación de casarse con él cada vez que se reunían, la última vez hacía solo dos días.

¿Cómo podía abofetear a Benjamín con una traición tan flagrante?

—Me esforzaba por no hacerlo —dijo Peter, y sus ojos eran los puntos más brillantes de luz en la noche—. Pero con demasiada frecuencia me preguntaba qué habría pasado, allá en el ochenta y ocho, si no me hubiera rendido. Si hubiera tenido el valor de volver a buscarte a Inglaterra.

«¿Por qué no lo hiciste? —preguntó ella en silencio—. ¿Por qué no viniste a buscarme cuando me sentía sola y abatida? ¿Por qué esperaste hasta que me comprometí con otro hombre?»

Lali se tapó los ojos, pero su cabeza era una torre de babel, una casa de locos, ideas salvajes que se devoraban unas a otras, emociones en un pandemónium de sala de máquinas y pelea a puñetazos. Luego, de repente, surgió un canto de sirena de entre el ruido, dulce e irresistible, y ya no oyó nada más.

Un nuevo comienzo. Un nuevo comienzo. Un nuevo comienzo. Una nueva primavera después del crudo invierno. Un ave fénix renaciendo de sus propias cenizas. La segunda oportunidad mágica que siempre había eludido sus vanas búsquedas se le presentaba ahora en bandeja de oro, sobre un lecho de pétalos de rosa.

Solo tenía que alargar la mano y...

Era la misma ansia insaciable de él que la había vencido una década atrás, el mismo impulso de enviarlo todo y a todos los demás a paseo. Había renunciado a sus principios y actuado por conveniencia y absoluto egoísmo. Y mira qué sucedió. Al final, no le quedaba ni respeto propio ni felicidad.

Pero el contrapunto del canto de sirena se hizo más bello todavía. ¿Recuerdas cómo reíais y charlabais sobre todo y nada? ¿Recuerdas los planes que hicisteis para recorrer los Alpes y navegar por la Riviera? ¿Recuerdas la hamaca en la que ibais a meceros cuando hiciera buen tiempo, los dos, lado a lado, con Creso estirado encima de vosotros?

No, eran espejismos, recuerdos y deseos distorsionados por un cristal de color rosa. Su futuro estaba con Benjamín; Benjamín, que no se merecía que lo echara, ignominiosamente, a un lado. Que se merecía lo mejor que ella tenía que dar, no lo peor. Benjamín, que le había confiado toda su felicidad. No podría vivir consigo misma, si jugaba con esa confianza. ¿Y qué pasaba...?

No. Si tenía que resistirse al canto de sirena, como Ulises, revolviéndose y agitándose bajo la tentación, lo haría. Pero no abandonaría a Benjamín. Ni su propia dignidad. Esta vez no. Nunca más.

Miró a Peter.

—No puedo —dijo, con una voz que apenas era un susurro—. Estoy comprometida con otro.

Los dedos de él se tensaron en su brazo de forma infinitesimal. Luego el frío de la noche sustituyó la calidez de su mano. Sus  ojos no se apartaron de ella, pero ya no veía luces en ellos. Solo una infinita oscuridad respondió a su mirada.

—Entonces, ¿por qué, exactamente, me dijiste lo del diafragma?

¿Por qué, exactamente?

—Estaba... —si hubiera tenido una fusta al alcance de la mano la habría usado contra ella misma—, pensé que sentirías tal repugnancia que no querrías tener nada más que ver conmigo.

—Ya veo; seguías conservando tu lealtad hacia lord Benjamín.

Su voz se había vuelto glacial. Igual que su propio corazón Una extensión helada, salvo por una llama blanca de angustia.

—¿Por qué, entonces, no protestaste cuando te expuse a un riesgo real que puede tener consecuencias ?

¿Qué podía decir? ¿Que siempre había sido así? ¿Que él solo tenía que mostrar la más leve dulzura y aprobación hacia ella para que olvidara todo lo que era importante? ¿Que era una idiota sin remedio en su cama?

—No sabía lo que hacía. Lo siento.

La cama crujió. Durante un segundo fugaz vio el profundo canal de su espalda cuando él se sentó con las manos apoyadas a cada lado y la cabeza inclinada. Después, abandonó la cama.

—Ojalá hubieras recordado todos esos escrúpulos un poco antes —dijo él, con una marea de cólera ardiendo bajo su impecable cortesía. Se puso el batín y anudó el cinturón con un movimiento salvaje.

Ella se incorporó, apretando el cobertor contra su pecho. «Quédate —quería decirle—. Quédate conmigo. No te vayas.» En cambio, farfulló como una absoluta necia:

—Tú mismo dijiste que lo que había pasado entre los dos no podía cambiarse, nunca podría cambiarse.

—Ojalá hubiera escuchado mi propio y sabio consejo —dijo él, cortante, dirigiéndose hacia la puerta.

—¡Espera! —gritó ella—. ¿Adónde vas? Las habitaciones de arriba no son seguras. No sabes qué otros daños pueden haber sufrido.

—Correré el riesgo —respondió él—. Tiene que haber una cama en esta casa que sea menos peligrosa que la tuya.

Peter permanecía echado en la primera habitación que le habían asignado. Miraba al techo y casi deseaba que se desplomara encima de él y lo dejara sin sentido.

No es que le quedara mucho sentido. «No sabía lo que hacía», había dicho ella. Ciertamente, no era la única. Probablemente, él no había tenido un día verdaderamente lúcido desde que le llegó la primera carta de los abogados de Lali, en septiembre, pidiendo la anulación.

Durante mucho tiempo, se había referido a su matrimonio como «esa tolerable situación». Tolerable porque mientras la legalidad fuera blindada e ineluctable, ella seguía casada con él, y cabía la posibilidad de que en un futuro lejano, envuelto en una niebla dorada, quizá pudieran superar su juvenil Sturm und Drang y alcanzar algún tipo de felicidad aceptable. No es que admitiera de buen grado, ni ante sí mismo, esos sueños, pero unas jornadas de trabajo de catorce horas se traducían en noches en que estaba demasiado cansado para censurarse.

Cuando ella dio el paso de disolver oficialmente su matrimonio, y una multitud de cartas de sus abogados oscurecieron el cielo, como si fueran la plaga de langostas de Egipto, la estasis de la cual dependía se convirtió en un desequilibrio caótico. Se encontró como observador estupefacto, incapaz de hacer otra cosa que no fuera tirar las cartas al fuego de la chimenea, con una rabia y una alarma crecientes.

La anulación era una cosa. El divorcio, sin embargo, era otra muy diferente. Cuando ella siguió adelante y presentó una demanda de divorcio, lo había dominado la ira, una cólera sangrienta de «matar a todos los campesinos y echar sal en la tierra». Este matrimonio era su pacto con el diablo, lo habían empezado con mentiras y sellado con rencor. ¿Cómo se atrevía ella a romper las cadenas de acritud que los unían? Ninguno de los dos merecía nada mejor.

Qué imprudente había sido al no comprender la erupción de años de decepción acumulada. Y qué ciego, cuando se calmó durante la travesía del Atlántico, para creer que había llegado a una solución razonable y madura en su demanda de un heredero como condición para liberarla del matrimonio.

Lo único que había conseguido era el coraje o la locura que hicieron pedirle directamente que no echara por la borda todo lo que tuvieron una vez. Solo sentía el negro dolor de su rechazo, una sensación de pérdida que apenas le permitía respirar.

De alguna manera, no podía creer que se hubiera acabado, que su historia terminase en una desgracia tan absoluta, como si al final Hansel y Gretel se hubieran convertido en la cena de la bruja, o  la Bella Durmiente, en un montón de huesos roídos en el Bosque Encantado. Pero la voz de Lali, aunque apenas audible, había sido firme y clara. Podía aferrarse a él y retorcerse debajo de él —y perder la cabeza por un momento—, pero mantenía su meta final a la vista, sin vacilar. Y esa meta era cortar todos los lazos que la unían a él.

Tal vez tenía razón. Tal vez, él se había quedado atascado en 1883. Tal vez, así era, realmente, como acabaría su historia, con ella como novia radiante de otro hombre y él como un pie de página polvoriento en los anales de la historia de Lali.


Estaba en el comedor, con la mirada clavada en una taza de té ya fría, cuando él apareció a su lado, con ropa de montar y el pelo alborotado.

—Supongo que sabremos, dentro de pocas semanas, si habrá consecuencias de nuestro acto de anoche —le dijo, sin preámbulos.

—Eso creo. —Volvió a mirar el té, demasiado consciente de su presencia, del olor a neblina matinal todavía pegado a él, y aterrada, ya ahora, al pensar en qué noticias le traería el final de su ciclo. Cualesquiera que fuesen.

—Si no hay consecuencias, ¿me dejarás libre para que me vaya con Benjamín?

—Y si las hay, ¿seguirás insistiendo en casarte con él?

—Si las hay —obligó a las palabras a atravesar el nudo que tenía en la garganta—, cumpliré con mi parte del trato y desearía que tú hicieras honor a la tuya.

En respuesta, él soltó una carcajada, un sonido sin calidez ni emoción. Le cogió la barbilla con la mano y, lentamente, le hizo inclinar la cabeza de forma que se vio obligada a mirarlo.

—Espero que Benjamín no viva para lamentar su elección —dijo—. Tu amor es algo terrible.

Continuará...

+10 :)

19 comentarios:

  1. Quiero masssss plis

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  2. Ahora quiere lali hacer las cosas bien.
    con lo bien k venian ,y k poca palabras ,pero efectivas,
    hacen falta para estropearlo todo d nuevo.
    Más!!

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  3. Aveces quiero estrangularlos a los dos.....no se si alguien me entiende aqui
    Cuantos caps faltan?

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  4. Aaaayyyyyyyy ayyyyyy ayyyyyyyy!!!! La entiendo demasiado a Lali , aunque quisiera que le hubiera dicho q si. A peter! Mas porfavor

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  5. No puede terminar todo así , simplemente así, y por un lado no quiero que lo que los valla a unir sea el hijo, aunque veo difícil q los una algo mas

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  6. Y si queda embarazada benjamín la va a seguir queriendo?

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  7. Me produjo tanta angustia leer a peterrr! Pobre!

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  8. Que tercos que son!!! Porque no estan juntos! Masss

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  9. OMG. Todo lo q hizo la mama para q pasen la noche juntos jajaja me encanta mas

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  10. Siguele porfavor que esra muy buena!!!

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  11. que grosa gime me mató lo que hizo para que esten juntos que buen capítulo

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  12. Cuando Peter porfin quería olvidar todo Lali sale con no traicionar al otro que tonta

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  13. Necesito otro mi cuerpo me pide otro capp!

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